Revista Axxón » «Tecnómadas: Capítulos 12, 13, 14, 15», Víctor Conde - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 



 

 

12. ENCUENTRO EN OFIUCHI

ARTHEMIS

A Arthemis le temblaba el mando del tóptero en las manos: era como intentar sujetar con todas sus fuerzas un trozo de hueso que vibraba y decidía no estarse quieto. La tornillería de la cabina tiritaba como si tuviera fiebre, y algunas planchas incluso se salieron de su sitio.

Tenía un ojo fijo en el indicador de combustible, que lanzaba agonizantes gritos pintados de rojo, y el otro a caballo entre los metros que quedaban para alcanzar el islote y los dos alienígenas que se le acercaban. Estos no parecían ir juntos, sino ser enemigos, pues en cuanto sus campos magnéticos se cruzaron, entraron en una especie de frenesí territorial y dio comienzo la más extraña y alegórica batalla que ojos humanos hubiesen contemplado nunca: no era una lucha física sino electromagnética, la salvaje danza de unas isobaras pintadas en tres dimensiones que se cortaban unas a otras, ardían con furia galvánica, los vectores apuñalándose creando redes de tensores. Ese duelo casi invisible tenía consecuencias en el mundo físico, pues la arena —¡e incluso el agua!— se peinaba siguiendo los dibujos de esos campos, y estallaba en violentas explosiones elípticas.

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Ilustración: Pedro Bel

—Vamos, precioso, solo unos pocos metros más… —suplicó Arthemis, pisando los pedales e intentando que el aparato no se desestabilizara. Por la pantalla de visión trasera observó el largo umbilical que la unía con la balsa, y cómo esta se mecía al son del oleaje. Los lumitas estaban aterrorizados, y no era para menos: la lucha de las dos dinamos vivientes había llegado al borde del lago y estaba mandando olas salvajes hacia ellos. La balsa se bamboleaba con los humanos abrazados en el centro, luchando por no resbalar, agarrando a sus hijos para que ninguno de aquellos bofetones líquidos los arrancara de entre sus brazos.

Cómo hemos llegado a esto, se reprochó a sí misma. Aunque sabía perfectamente que las circunstancias los habían empujado a tomar esta peligrosa decisión, a intentar cruzar este peligroso lago y correr el riesgo de perecer ahogados, su mitad práctica le dijo que seguro que habría otra solución menos arriesgada. Lo que pasa es que no la habían encontrado. No se habían esforzado lo suficiente.

El tóptero le dio un susto tremendo cuando la mitad de sus sistemas de vuelo se apagaron. Multitud de lucecitas dejaron de existir en la cabina, y Arthemis empezó a soltar una herejía por sus apretados labios… pero no, aún no estaba todo perdido. El aparato seguía en el aire, exprimiendo sus últimas fuerzas antes de fallecer.

—¡Vamos, no te rindas! —le chilló, como si eso pudiera cambiar algo—. ¡Lucha, maldito! ¡Vuela!

Uno de los motores expulsó una humareda negruzca. Tosió varios salivazos de gas y se incendió. La aguja del contador de combustible se volvió loca y golpeó como la baqueta de un tambor ambos extremos del panel. Arthemis tiró de la palanca y el morro se elevó. Que el aparato gastara sus últimas fuerzas en ganar altura; aunque luego la caída fuese dura, al menos daría un último empujón a la balsa hacia la orilla.

La cazadora se pasó la manga por la frente para secarse el sudor. Su respiración era una reacción, no un ritmo: un grito transformado en gas carbónico en su sangre y su cerebro. Tenía una sensación de calor que era irradiado de sí misma, como si estuviese enferma, pero no era más que la tensión transformada en movimientos, en gestos secos y profesionales que intentaban lo imposible: que el pájaro volase sin una gota de comida en su barriga. Se giró para mirar a los lumitas y una oleada de piedad la embargó: los dos seres magnéticos ya estaban sobre el lago, acercándose a ellos.

Fue en ese momento cuando el tóptero pasó a mejor vida, y cayó como una piedra hacia delante. Con el motor que movía las alas parado tenía la misma aerodinámica que un ladrillo, por lo que Arthemis se agarró con una mano a las correas de seguridad que le cruzaban el pecho en X, y con la otra tiró fuertemente de la argolla de salvamento. El techo de la carlinga explosionó, lanzando lejos el cristal, y ella salió despedida hacia arriba con un estampido. En lo que tardó en abrirse el paracaídas, el mundo giró como el plato de un malabarista, agua-tierra-agua-tierra-agua, y así en rapidísima sucesión. Hasta que por fin las cuerdas tiraron de sus hombros hacia arriba y pudo estabilizarse. Entonces descubrió que aquel paracaídas tenía una mínima capacidad de maniobra, por lo que lo orientó hacia el islote.

El tóptero se estrelló justo en la playa, frente al campo de espejos solares, sin destruir ninguno. Todavía estaba unido por el cable a la balsa, así que Arthemis se deshizo del paracaídas, corrió hasta el aparato que no paraba de echar humo, y apretó el botón del torno. Este empezó a enrollar el cable, en un tira y afloja de fricciones entre el tóptero y la balsa, un juego que ganó el primero simplemente porque no estaba sobre el agua. Arthemis tiró también hasta que la balsa estuvo lo suficientemente cerca de la orilla como para que los lumitas se apearan y empujaran. Sus pulmones ardían, sus músculos se contraían, esforzándose por abrirle camino al aire. Al final, entre gritos de alegría, todos los aldeanos tocaron tierra firme.

—¡Bravo, Arthemis, eres una heroína! —sonrió Vala, abrazándola. La cazadora se mostró fría ante el abrazo, pero asintió con agradecimiento.

—A estas alturas, ya lo somos todos. ¡Corred al edificio, hay que salir de la playa! ¡Esas cosas vienen! —Arthemis estaba agradecida por el cumplido, aunque no lo dijo en voz alta. Le gustaba sentirse útil, ser algo así como la guardiana de aquella gente, ahora que el principal guardián ya no estaba. Caminó apretándose los recuerdos contra el pecho, los de épocas lejanas en las que también había sido de ayuda para personas que un día le importaron.

Los bulbos flotantes estaban casi sobre la playa, y sus dedos magnéticos empezaban a sacudir el tóptero, atrayendo su metal. Las abscisas y ordenadas de los campos se entramaban unas con otras, llenando de aristas chispeantes y abanicos de luz los bordes de los espejos solares. El pueblo corrió hacia la torre que parecía de cristal, aunque vista de cerca era más bien como una combinación de plásticos translúcidos. Vala y su hijo abrían la marcha; recorrieron a lo largo el campo de espejos, que estaban uniformemente colocados siguiendo un patrón geométrico, y divisaron una puerta. La esperanza creció en sus corazones. A su espalda, los dos seres llegaron al paroxismo de su pelea, casi tocándose uno al otro, y atrajeron con violencia el metal de los arneses de los espejos y del avión, arrancándolos de la tierra. Incluso los camiones, todavía sujetos a la balsa, empezaron a crujir y a desplazarse en su dirección.

De repente, Vala y Veldram se detuvieron en seco, provocando que los que les seguían de cerca chocaran contra ellos. Los gritos de «¿¡Por qué demonios os paráis!?» fueron seguidos por una estupefacción general.

Alguien había abierto la puerta para permitirles entrar, y les estaba urgiendo con señas para que se acercaran. Era un ser humano con unas características físicas que no habían visto nunca, y que encontraron profundamente perturbadoras.

…Y aquí es donde entro yo, el narrador de este cuento. Pero las grandes revelaciones sientan mejor en el paladar tras una pequeña pausa dramática, así que vamos a dar paso a otra cosa. A algo que estaba sucediendo en ese mismo instante muy lejos de allí, en los barrancos de Devianys, cuando una

TELÉMACUS

figura humana salió de ellos trepando como un lagarto, su armadura expulsando humo y brillando por el intenso calor. Era el Telémacus de la ideoforma postfásica, la sustancialidad, la morfoherencia. El hombre fusionado a la bestia, a la entidad divina, al Id. ¿Pero cómo había ocurrido aquello, al final había sido juzgado digno para la fusión de mentes?

Retrocedamos unos cuantos conjuntos de Mandelbrot en el tiempo.

Estamos en el instante en que el hombre decide sentarse a dejar pasar el rato y descansar bajo las ramas del árbol telepático, esperando a que ocurra algo. Sobre su cabeza, la manzana brillante, el fruto alegórico que representa la mente del Id. La gravedad no es un factor a tener en cuenta en este problema. La realidad se funde con el sueño por compresión simple. El hombre atrapado en del trance de sus mitos.

E c c c c o, H o m m m m m b r e, Y o o o o …

T ú ú ú ú ú…

Se sobresaltó. Esa última idea no procedía de él, de su voluntad consciente. Ese «tú». Provenía de…

—Vaya, así que empiezas a comprender la noción del otro —le dijo al fruto—. Del frente al yo que se combina con el él para formar nosotros.

(Tuvo que cerrar los ojos para encontrar un lugar interior a salvo de los pensamientos del otro, y vio que allí dentro, en su subconsciente, estaba creciendo una semilla).

El fruto se desprendió de la rama y se quedó flotando en el aire, frente a la cara de Telémacus. Este sintió la presión de la… curiosidad.

—¿Puedes verme? Sabes que estoy aquí. Sientes la cercanía de mi mente.

*¿Estás… vivo?* —preguntó el fruto. Era una voz cálida, lenta como las estaciones, vegetal.

—Lo estoy. Trato de comunicarme contigo, de establecer un vínculo. Los simios y el resto de los evoanimales dicen que no pueden, pero afirman que yo lo conseguiré. Deseo conseguirlo.

*¿Pero qué eres tú? ¿Por qué estás aquí? ¿Se ha reanudado la progresión temporal estándar?*

El hombre se pensó la respuesta. No debía olvidar que estaba en un entorno onírico hablando con un ser, una entidad, a la que no la separaban demasiadas definiciones de lo que es un «sueño».

—¿De dónde procedes? Eres pura consciencia, eso me han dicho. ¿Dónde y cuándo naciste? Eres una vitalidad intranquila que se cuela por los poros de la semi-inconsciencia, ¡pero estás viva! Todo aquí es vida. Los sueños pueden ser soñados por la nada y, aun así, tener un propósito. Estar dedicados a alguien. Ahora lo entiendo. —Telémacus abrió mucho los ojos, asombrado—. ¡Eres prosa gestáltica!

*Soy prosa gestáltica y también poesía antigeométrica, mnemofractal.*

—¿Y se puede escribir un poema contigo, con tu yo-prosa?

El ser enmudeció. Telémacus comprendió que era eso precisamente lo que llevaba siglos haciendo: componer un poema vegetal guiado por su pensamiento, haciendo crecer un árbol. El mensaje estaba ahí, tatuado en el tronco y las hojas. Durante un breve intervalo de tiempo, la emociones del humano fueron traducidas a un código que la planta podía leer llamado crecespera. Y latieron en otras emociones distintas, sorbeagua y lateamor.

*El poema que me vio nacer está hecho de energía, un flujo eterno que enlaza en un círculo sin fin el principio y el final del universo, engarzando cada uno de los instantes intermedios como perlas —dijo el ser, su luz empezando a aletear como las alas de una mariposa—. Un tiempo en que los agujeros negros consumen las galaxias, aunque el equilibrio térmico universal permite que los entes nacidos dentro de las estrellas (metalóvoros, gravitóvoros, datávoros) puedan salir volando de estas y colonizar el espacio. La Quinta Rama de la humanidad evoluciona a un estadio posterior, separando definitivamente la mente de la materia. Los Ids aparecen, proliferan, se enlazan para siempre (hacia delante y hacia atrás) con la humanidad.*

—¿Cómo…? No entiendo tus palabras…

*Algo ocurre en el seno de las estrellas que separa de nuevo las fuerzas fundamentales, desligando el Metacampo de la gravedad —continuó el Id, como si rememorara hechos increíblemente lejanos en el tiempo pero que él vivió, o soñó vivir—. Nace un nuevo Emperador Gestáltico a partir de la evolución de los datávoros, el primero de la nueva era. Se crea también su némesis, el Mnemóvoro, una poderosa entidad que vive para devorar energía mnémica. El universo continúa expandiéndose de nuevo al haberse disociado la mnémica de las demás fuerzas, pero ello no impide que el efecto túnel cuántico licue la materia del cosmos. Materia positiva y oscura colisionan. Los seres vivos que quedan en el universo buscan desesperados una manera de sobrevivir a los desiertos de la vasta Eternidad…*

—¿Es todo eso real? —preguntó Telémacus, la certeza de que todo aquello no era más que una locura desgarrándolo con una lenta y temblorosa precisión—. ¿Algo que sucedió… o que sucederá en un futuro lejano?

*La noción de antes y después no tiene sentido en la geometría pantemporal. Sucedió hace mucho, está sucediendo ahora, sucederá dentro de un tiempo cuasi-infinito. Ha sucedido antes, volverá a suceder de nuevo. La vida es un ciclo. La existencia del cosmos, también.*

—¿Y qué pintamos los seres humanos en ese ciclo? ¿Acaso somos algo más que polvo cósmico? ¿Somos importantes?

*El Homo sapiens tuvo la inmensa suerte de volverse importante cuando su noosfera rozó por primera vez el Metacampo y este lo eligió como vehículo. Al contrario que en muchísimos universos paralelos, en los que el ser humano no es más importante para el cosmos que una sola de sus explosiones solares, en este tuvisteis la suerte de canalizar el poder de la creación a través de los Arcontes y los Emperadores Gestálticos2. Uno de ellos se convirtió en germen de muchos universos-burbuja, que aún siguen existiendo. En este escenario cósmico determinado, sí que fuisteis importantes.*

—¿Fuimos? ¿Por qué utilizas el pasado, criatura?

El Id se transformó, adquiriendo forma humana. Adoptó la de una mujer delgada como el humo y con el pelo color sombra, con vetas de oro salpicándole la piel como escamas. Telémacus se dio cuenta de que la conocía: era una versión idealizada de su esposa Vala, como solo él había podido concebirla en sus más íntimos sueños. Su esposa, condensada a partir de principios perdidos…

*Como todos los seres rectores-pensantes, solo sois una pausa en la metalínea del Flujo, una frecuencia de voluntad ionizada en el campo de lo probable, de la causalidad —dijo la mujer-sombra—. Alteráis el universo con vuestras manos, con vuestra voluntad, pero en el fondo no sabéis lo que estáis haciendo. Sois como niños jugando con juguetes de adultos. El frenesí genético que os vio nacer transformó la fuerza vital de la galaxia en una marea con dos orillas, donde el flujo de la psienergía se manifiesta en vosotros y contra vosotros. Id es el nombre con el que los humanos llamáis al puente que permite el enlace, la plegaria que se transmuta en peligro. Yo soy el Id, conozco la historia presente y futura. Y quizás, algún día, tras invadir tu cerebro, me permitas que te la cuente.*

—Invadir… no me gusta cómo suena eso. ¿Me harás daño, devorarás parte de lo que soy? ¿Me robarás lo que me hace ser yo? —Las pequeñas arrugas de su ceño no se le habían borrado del rostro. Telémacus miraba con recelo a aquella hembra que sabía salida de sus más íntimos pensamientos.

*No. La comunión entre una mente humana y un Id nunca es lesiva para ninguno de los dos. Es una simbiosis, no un parasitismo. Si me permites entrar en ti y convertirte en mi casa, expandiré tu mente hasta extremos que nunca creíste posibles. Te permitiré usar las energías del Flujo para hacer cosas. El espacio-tiempo implica masa-energía, y viceversa. ¡El placer de la materia ha muerto!*

—Uhm… ¿qué clase de cosas?

*Ya lo verás…* —dijo el ente, y a Telémacus le pareció que sonreía.

Iba a preguntarle qué quería a cambio de que lo dejara vivir dentro de su cabeza, convirtiéndola como le había dicho ella en «su casa», pues no se creía que los Ids necesitaran a los seres vivos solo como vehículos sólidos para existir y moverse. Intuía que había algo más ahí debajo, una intención oculta que quizás afectara a los Ids como colectivo, y no solo como individuos. Pero no tuvo tiempo, porque la mujer-sombra lo abrazó, y la fusión estalló en ambas mentes: la mujer volvió a su forma anterior de fruto luminoso, y este se convirtió en una tiara de luz que engarzó la frente del hombre. El ambiente del sueño cambió; era como si todo se hubiese vuelto quebradizo en un bosque invernal después de una ventisca. Los esquejes de las ramas se le clavaban en la piel como diamantes; ideas en forma de vástagos crecían adornando su cabello, en jaspeadas esferas transparentes, troqueladas por la incertidumbre de su crecimiento.

Telémacus abrió la boca para lanzar una exclamación de sorpresa, el frente tormentoso de preguntas que en ese momento le asaltaba. Pero una apostilla disipó su frustración: en el Imperio Gestáltico, billones de seres humanos habían pasado antes por ese mismo proceso, fundiéndose con los Ids. Y la mayoría lo hicieron cuando aún eran fetos, en el vientre materno, así que la experiencia no debía de ser tan peligrosa como imaginaba.

La sensación fue placentera, e increíblemente hermosa: el árbol se deshilachó convirtiéndose en un fractal, en una tormenta matemática que se abalanzó sobre Telémacus. Se dio cuenta de que los esquejes que crecían en su cabeza —¡ideas!— fluían a partir de una especie de volcán. Ese volcán era una montaña hecha de potencias de noventa. ¡Las potencias de noventa! Era el lenguaje silábico en el que se escribían las curvas de reparametrización. Había X potencias de 90 universos. Noventa potencias de noventa moléculas en este universo. El nueve y el cero como pilastras horizontales. Los dioses solo podían llorar noventa veces antes de morir.

—¡Es maravilloso! —le gritó el humano a la infinitud, sintiéndose durante un microsegundo parte de la mente global de todos los Ids que existieron, existían y existirán en la historia del cosmos. Era como si intentase introducir una vida de reprimidas emociones en un intervalo de segundos.

La montaña factorial de noventas le sonrió. Era el Id del Árbol, el creador del sueño, el origen de todos aquellos cálculos. Tan real como el número 0, tan coherente consigo mismo como el logaritmo neperiano de pi, aquel monarca era una intuición primitiva, la chispa de las nociones de relación que había detrás de todos y cada uno de los signos de suma que aparecían en el universo. Era Dios, y cada vez que lo miraba, la mayúscula iba cambiando de sitio, alterando su significado: era Dios, luego dIos, después diOs, y por último aunque no menos importante, dioS.

Dos lagos de color verde, brillantes como ojos, pugnaban por llegar hasta él. Por mirar dentro de su corazón. La imagen del Id se arremolinó en formas abstractas y adoptó la forma de un rayo, impactando en aquella cosa diminuta y frágil que él llamaba su alma. Era un color sin luz asociada, que se derramó sobre él y pasó a través de su carne y sus huesos. Su aullido rodó por el universo.

Acabó tan bruscamente como había empezado. Fue una supresión, la insensata mezquindad de la muerte. Telémacus supo que el proceso había concluido satisfactoriamente, y que ya podría oír para siempre, si se concentraba y se sentía en paz consigo mismo, la canción del Id tarareada al fondo de su cerebro, escondida bajo los sótanos más profundos del subconsciente. Para ello tendría que bucear muy abajo, hasta que la profundidad hiciera desaparecer la luz del sol.

El hombre se despertó con una sacudida. Su sonrisa atravesó diez mil kilómetros, la distancia entre el Id y el Superyó. Intentó reducir la desorientación que sentía mientras su pulso se disolvía en una agitación inútil. Pedazos de un sueño flotaban a su alrededor como trozos de cristal ingrávido. En ellos veía reflejos de lo que había soñado antes, como si hubiese sido registrado sobre algún lienzo. Intentó centrarse en sí mismo, encontrar el sentido del equilibrio mezclado con el del yo. Saboreó cuidadosamente la combinación de nuevas percepciones.

Se encontró a sí mismo apoyando una mano después de la otra en el borde del barranco, trepando hacia fuera. Miró por última vez atrás, y vio a los taelon, protegidos por trajes adaptados especialmente a su complexión simiesca, de pie sobre un esquife. Lo saludaban con las manos, despidiéndose. Serenay y él se dijeron adiós con un asentimiento de cabeza, y se preguntaron si sería un adiós definitivo o solo un hasta luego.

El cazador sabía que lo que había hecho por ellos. Aceptar el huésped Id ya valía el precio de su liberación, como le había prometido Serenay. Pero su intuición de viejo zorro le decía que aquella no sería la última vez que vería a los taelon. Seguro que sus caminos volverían a cruzarse.

Su mano derecha salió del barranco, luego la izquierda, y después el resto. Telémacus, jadeante, estaba de pie al borde de la sima, mirando la ancha y despoblada llanura. Ante sus ojos se desplegaba una línea recta infinita, un vértigo de distancias que hacía temblar los espejismos, tensando las líneas divisorias de los mapas historiadas en la leonada grupa de los planisferios. El mundo era grande.

Estaba en el lado opuesto del barranco que había hecho de escenario para la batalla, así que en algún lugar de aquella inmensidad estarían sin duda los camiones lumitas. Con su mujer, su hijo y el resto de los tecnómadas. Muy al sur se adivinaban los altos muros de una cordillera, de esas con glaciares permanentes que las iban moliendo durante miles de años, avanzando y retrocediendo mientras dejaban su firma en el granito. Huellas largas y rectas como cortadas con escoplo. Seguro que los lumitas no habrían ido en aquella dirección.

Habían pasado muchas horas desde que los perdió, por lo que ya estarían lejos. Y allí no había vehículos dravitas que poder robar. Pero como dijo un sabio, una vez, todo gran viaje comienza por un simple paso. Así que Telémacus tomó aire y se puso a ello.

Espérame, cariño, pensó, imaginando a Vala en su mente. Ya voy.

GOEB

El shock que produjo la inesperada visión de la persona que les abrió la puerta del edificio dejó a los lumitas paralizados en medio de la plantación de espejos solares. El terror que les producía la visión de los bulbos flotantes, enfrascados en su duelo electromagnético, quizás no fuese tan chocante como verme allí, plantado en aquel umbral. Supongo que no era para menos, pues los habitantes de Enómena no estaban acostumbrados a ver a un Ingeniero de la Tercera Rama de la humanidad, una reliquia —yo mismo asumo esa palabra— de tiempos pretéritos. Una reliquia que nadie, ni siquiera el que suscribe, tenía claro cómo había logrado sobrevivir.

—¡Vamos, entren! —les urgí—. ¡Los pyghast generan una tormenta electromagnética de grado siete! ¡Si os quedáis ahí os entrará cáncer!

Arthemis —los conocería a todos por sus nombres y por sus actos, en muy breve espacio de tiempo— fue la primera en reanudar la carrera. Me apuntó con un arma punzante, una especie de cuchillo. Varios lumitas, detrás de ella, venían cargando unos fardos con sus reliquias sagradas, que ahora estaban en modo de máxima actividad. Yo podía oír claramente su canción.

—¿Quién eres y qué haces aquí? —me interrogó la cazadora. Para ella sería imposible descifrar las expresiones de mi cara, pues los Ingenieros tenemos un rostro humanoide solo a medias: en el transcurso de las severas operaciones a las que nos someten para convertirnos en lo que somos, nuestra piel es sustituida por un polímero, nuestros órganos internos son colonizados por máquinas bioaumentadoras hasta dejarlos irreconocibles, y el aspecto general que mostramos al mundo pasa más porque nos hayamos fundido con alguna clase de traje medioambiental para entornos extremos que porque parezcamos seres humanos. De hecho, ante los ojos de los lumitas, yo debía parecer un ser bípedo enfundado en un traje de vacío, pero que daba la sensación de ser más que eso. Parecía que fuera en realidad mi propio cuerpo.

—Me llamo Goeb Shayya-Regatón 2 Terceraiptoiteración-mentófaga (Radamán):sub:sub16sync% IV, pero podéis llamarme Goeb. ¡Rápido, moveos, ahí fuera no estáis a salvo! ¡Los pyghast! —Señalé frenéticamente a los monstruos, y ellos reaccionaron. Sin dejar de mirarme con recelo, se metieron todos dentro del edificio, y cerré la puerta. Tenía un ventanuco a través del cual se podía ver cómo las líneas de campo se pintaban en el aire sobre los espejos, sacudiéndolos en sus peanas e incluso arrancándolos de cuajo. Y cómo su fuerza arrastraba la balsa y los camiones hacia un lado, arañando surcos en la arena de la costa.

—¿No nos afectará aquí dentro su radiación? —preguntó Vala, mirándome con una mezcla de curiosidad, estupor y asco. Negué con la cabeza; los espiráculos que tenía colgando por detrás y que me salían de la nuca se sacudieron también con ese movimiento.

—Estamos en una jaula de polarización neutra. Todo el edificio lo es. Aquí dentro estamos protegidos por un equilibrio electroestático perfecto.

Los lumitas temblaban de miedo y de frío en el gran salón de recepciones de la estación Ofiuchi. Estaban empapados y ateridos, y yo no tenía mantas para todos, pero accedí por telemetría al centro de mando informático y aumenté la temperatura de la sala varios grados. Al principio no notarían que hacía más calor, pero en un rato estarían secos.

La mujer anciana, que en breve sabría que se llamaba Liánfal, me miró con ojos de gacela.

—¿Quién… o qué es usted? ¿Un androide?

—No soy un ser humano artificial, solo cuasiartificial. Pertenezco a la Tercera Rama de la hélice genética estándar. Soy un Ingeniero.

Nadie en aquella sala había oído hablar de nosotros antes, así que se lo tuve que explicar. Mi voz sonaba hueca y ventosa, como si estuviese haciéndola pasar a través de una caja de cartón.

—Hace mucho tiempo, en la era de la máxima expansión colonial del Imperio, no todas las Ramas de la hélice genética (es decir, las particiones en las que se dividió el ser humano al adaptarse a la colonización del espacio) estuvieron de acuerdo en cómo se estaban haciendo las cosas en el núcleo imperial. De hecho, no creíamos que enlazar nuestras mentes con la del Emperador Gestáltico fuera el único sistema para viajar entre las estrellas de manera instantánea. Así que desarrollamos una tecnología exclusiva No-Mn.

—¿No-Mn? —se extrañó la místar.

—No-Mnémica. Dependiente solo de los principios de la física y no de poderes sobrenaturales. Llegamos muy lejos en ese campo, haciendo descubrimientos sorprendentes, pero tras mil años de investigación, nos estancamos: jamás podríamos igualar el nivel de efectividad de la proyección mnémica instantánea. Pero no nos dimos por vencidos: descubrimos nueve formas alternativas de derrotar a la vieja barrera de la luz, solo que cada una era más nociva que la anterior para los seres vivos que viajaban en esas naves. Así que si queríamos viajar rápido, a velocidades imposibles, teníamos que cambiar. A nivel físico. Y eso hicimos.

Vala y Arthemis me miraban de hito en hito. Se les notaba que todavía estaban intentando decidir si yo estaba vivo o si era un simple androide con ínfulas. Físicamente no me parecía a ningún otro robot que hubiese sobre la faz de Enómena, sobre eso pongo la mano en el fuego. Mi piel-traje oscura y correosa; mis tubos arteriales de conexión que colgaban como un manojo de raíces de árbol de mi espalda; mi cráneo ovalado e integrado con las funciones de un casco espacial; mis manos con seis dedos, dos de ellos pulgares semicomplementarios… Mi cuerpo debía parecerles más la obra de arte abstracta de un loco que un producto de la naturaleza. Más que de llevar puesto un uniforme de obrero de planeta extrasolar, daba la impresión de vivir en él.

—Pertenecí al cuerpo de Ingenieros —proseguí con aire soñador—. Ingresé en las clínicas biogenéticas de la academia hace… uhm, 416 años estándar del Imperio. Unos 382 de Enómena. Dije adiós a mi humanidad, parcialmente, y me transformé en otra cosa, en un ser preparado para sobrevivir dentro de uno de los entornos más letales que se han conocido jamás: la sala de máquinas no euclidianas de una nave No-Mn.

—¿Eres inmortal? —se asombró Vala.

—No. Ni tampoco inmune al daño, puedo ser destruido. Pero mi cuerpo se sostiene sobre una estructura molecular de red semifluida: es un estado exótico de la materia, sólido y líquido a la vez. Celosías moleculares interconectadas, ya sabéis. —Lo dije, aunque dudé que supieran—. Eso hace que el paso del tiempo apenas me afecte. Pero sí, por supuesto que algún día moriré. —Hice un mohín—. Eventualmente.

Logus se me acercó y me examinó con curiosidad científica. De todos los presentes, en el fondo era con quien más me identificaba debido a su forma de pensar analítica.

—Permitido que sea expresado el propio pensamiento —dijo el idor—. Es facultativa la opción de cambiar o de permanecer estático, pero sobre la alternancia de estados a largo plazo, está permitida su inclusión o bien permitida su negación.

Me asombró que usara el lenguaje de los silogismos, y le contesté en ese mismo código:

—Hay una disyuntiva en eso: si los señores de la guerra de vuestra civilización me encuentran, estará permitido fenecer, y se pondrá en entredicho nuestra facultad de seguir ocultos. Se permite expresar la importancia de la cautela, pues si eso se logra, implica que la cautela existe.

—En efecto. Basamos nuestra existencia en silogismos esperanzadores, llamados así en poesía lógica. «Estatismo» es un término sometido a examen, un código para designar un análisis estadístico de probabilidades con niveles eslabonados. «Cambio» y «mutación», por el contrario, son palabras más amables. Esto es lo más cercano que los deónticos estaremos jamás a la esperanza.

Arthemis escupió a un lado y soltó una risita cínica.

—Vaya, parece que el bueno de Logus ha encontrado por fin un amiguito con el que jugar.

—¿Llevas viviendo en este lugar todos estos años? —preguntó Vala—. ¿Solo?

—No estoy solo, vivo con mis recuerdos y charlo con las máquinas. Ellas me cuentan cosas que ningún ser vivo de Enómena recuerda.

—¿Pero de dónde vienes? Está claro que no eres de por aquí.

Miré el techo de cristal transparente. Aunque era de día y no podía verse, señalé donde sabía que estaría un punto diminuto de color zafiro, el primer mundo en orden a partir del sol.

—Rigolastra, «el broche resplandeciente», como lo llamáis vosotros. Trabajé allí durante unas décadas, en las refinerías de elementos pesados a nivel de superficie, pero la última visita de Thyle, el sol gemelo, provocó tal nivel de desperfectos en la maquinaria que tuve que huir. Todo el complejo industrial se vino abajo. Cogí la única nave que había disponible y acabé aquí. Desde entonces he vivido escondido, rogando porque este día no llegara nunca. El día en que los acontecimientos de este planeta y sus movimientos sociales por fin me alcanzaran.

Las tres mujeres parpadearon del asombro.

—¿Vivías en otro planeta, en ese puntito tan cercano al sol que siempre parece estar en llamas? —preguntó Vala.

—Cuando tu cuerpo ha sido modificado para soportar las condiciones extremas de una sala de máquinas, un simple mundo hecho de aleaciones metálicas en estado de fusión no te molesta demasiado. La verdad es que no lo pasaba mal allá arriba. Solo, tranquilo, paseando por sus lagos de mercurio fundido mientras recitaba a Skendor… Intenté utilizar todos esos materiales y refinerías para construir una nave No-Mn que me sacara de este sistema y me devolviera al núcleo del Imperio… No era una mala existencia.

—Goeb, o como te llames —dijo la místar—, ¿vives aquí? ¿Puedes ayudarnos a despejar unas dudas que tenemos sobre antigua tecno?

—No —le contesté automáticamente. Acto seguido, intenté echarme atrás en mi negativa—. Bien, sí; pero no si ello implica revelar mi existencia y mi posición a esos salvajes que os vienen persiguiendo.

—¿Cómo sabes que nos persigue alguien? ¿Nos has estado vigilando?

—Esta estación está enlazada por haz de microondas con las del Hilo, y estas tienen cámaras situadas a diferentes alturas. Desde allá arriba se domina una buena porción de este continente, así que sí, he estado disfrutando del espectáculo de vuestra huida desde que comenzó. Seguí la lucha a través de la llanura y vuestro paso por el barranco. Con sinceridad, nunca creí que pudierais sobrevivir a eso.

—Nosotras tampoco —murmuró Liánfal.

Los monstruos galvánicos pasaron de largo en su lucha sin fin, y su campo de pesadilla magnética se fue con ellos. Todo pareció volver a la calma. La balsa improvisada, junto con los tres camiones, había quedado montada sobre un puñado de espejos aplastados a diez metros de la orilla. Vala se preguntó si la «tormenta» habría devuelto la electrónica de los vehículos a la Edad de Piedra, y si podrían volver a arrancarlos.

—¿Qué eran esas cosas?

—¿Los pyghast? Anomalías del desierto profundo. Suelen vagar arrastrados por las líneas de fuerza de la tierra hasta que se encuentran con otro de su especie. Entonces se atraen como imanes… y no deben gustarse mucho, porque sus cópulas son siempre así de salvajes.

—¿Estaban copulando? —se asombró Veldram—. ¿A eso lo llaman… copular?

—Sí, muchacho.

—Pero espera un momento —se adelantó Liánfal—. ¿Qué es este sitio? ¿Realmente es la estación desde que la que antaño se lanzaban naves a la órbita?

—Lo sigue siendo, aunque la catapulta magnética ya no funcione como debiera. Una descripción de Ofiuchi como es hoy debería contener todo el pasado de este sitio, pero la verdad es que solo lo contiene a medias. Hay muchas cosas que se han perdido, demasiadas… No sé cuántas veces mi mirada habrá recorrido estas habitaciones que son como páginas escritas. La estación te hace pensar lo que quiere que pienses; te hace repetir su discurso y memorizar lo que hay bajo esta apretada envoltura de símbolos. Pero al final te das cuenta de que son el viento y la arena, combinados con el azar, los que dan forma a lo poco que queda.

Mientras hablábamos, la temperatura de la sala subía lentamente, grado a grado, tal y como le había pedido que hiciera. Los pueblerinos estaban empezando a entrar en calor, y eso hacía que estuvieran más sosegados y más dispuestos a hablar. Todavía me miraban como si fuera un coco de los cuentos, diseñado para conseguir que los niños se tomaran la sopa. Muchos padres abrazaban a sus hijos con avaricia protectora cada vez que yo los miraba, como si se los fuese a quitar.

—Contadme quiénes sois, por favor —les pedí—. Hasta ahora os he hablado de mí, pero no sé nada de vosotros.

—Es justo. Me llamo Liánfal, soy la místar del pueblo de Lum. Como has visto, huimos del horror de la guerra. Somos gente pacífica y poco amante de conflictos, mucho menos si son sangrientos. Por desgracia, allá donde exista un tirano habrá siempre un abuso. Desde que conoces el concepto de la muerte, no tardas ni medio segundo en deseársela a alguien.

—Oí muchas veces ese mismo relato en otros mundos que visité, lo que demuestra que la historia está hecha para repetirse a sí misma, no importa la distancia que pongas con respecto a la última pesadilla. Vayas donde vayas, siempre habrá alguien que se haga con el poder y quiera ejercerlo de manera despótica. —Miré el fardo que los lumitas estaban intentando proteger. Podía oír la canción electrónica de los objetos que había en su interior, cosa que ninguno de los presentes sospechaba—. Uhm… antes hablabas de reliquias de antigua tecno. ¿Podría echarles un vistazo mientras os secáis? —Se lo pensaron un poco, lo cual era lógico pues se trataba de sus reliquias sagradas y yo un completo desconocido. Pero al final me acercaron el bártulo y sacaron de dentro los tres objetos. Mientras lo hacían, miré divertido a la anciana y le dije—: Por cierto, místar, ¿conoces la etimología de tu nombre? ¿La palabra que designa el cargo que ostentas?

—Algo he leído en los libros, pero seguro que la explicación que hay en ellos no se parece en nada a la que estás a punto de contarme.

—Puede que sí o puede que no. —Me encogí de hombros mientras examinaba las tres reliquias—. La palabra original de la cual la tuya parece una derivación era Mystes. Algún día, si tenemos tiempo, te contaré su historia. Vaya…

—¿Qué pasa?

Examiné con atención las tres «reliquias» de los lumitas, para mí meros pedazos de tecnología naval viejos y oxidados. Tenían actividad eléctrica, y una fracción de sus circuitos estaba luchando por realizar las funciones que tuvieron en otra época. En primer lugar examiné el Engranaje de Polidio, un fragmento de motor de nave estelar un poco más pequeño que un humano adulto. Por lo que me contaron los lumitas, era imposible tocarlo con las manos desnudas porque les soltaba una descarga. Eso era porque se trataba de un estabilizador de presión para una unidad de hipercombustible, adosado a un generador de campo anticonmoción —me encanta la jerga de mi profesión; cuando los Ingenieros nos ponemos a hablar de nuestras cosas, a cualquier lego que nos oiga le parecerá que charlamos en un idioma místico—. Sus entrañas todavía creían que estaban conectadas al colector de fase de un motor de hiperimpulso, y estaban tratando de canalizar una energía inexistente hacia él. No era un aparato peligroso, y menos con el ínfimo nivel energético que tenía en la actualidad, pero a un lumita podía llegar a entrarle cáncer si dormía junto a él todas las noches durante diez años. No creí que fuera el caso.

Lo segundo que revisé fue el Casco del Tecnomante, un yelmo de piloto medio quemado que aún tenía manchas negras por la parte de dentro, tal vez restos de sangre. Quien lo usaba, al rato de tenerlo puesto empezaba a sentir una conexión con una mente superior, una conciencia distinta a la suya. Esa mente le hacía preguntas e intentaba mostrarle imágenes inexplicables, llenas de figuras geométricas y diagramas que flotaban en su campo de visión. Seguro que habría muchos lumitas que se volverían fanáticamente devotos tras asistir a esos prodigios, cuando en realidad no era más que un casco espacial interactivo normal y corriente, con conexión neural directa. En cuanto detectaba que un cerebro se situaba en su espacio interior, lo analizaba y se ponía en contacto con él para proporcionarle al piloto datos de navegación y estadísticas de vuelo. Era una herramienta muy útil para los que manejaban naves de pequeño tamaño, como cazas de combate.

¿Qué sería lo que estaba intentando comunicar el casco? ¿Instrucciones para guiar a su piloto por una intersección de hiperplanos, en un vuelo a través de dimensiones topológicas hasta ese lugar donde una breve pausa les habría permitido bañarse en la luz del universo… o simplemente el recordatorio de que se abrochara el cinturón? Por supuesto, como ahora mismo no estaba conectado con ninguna base de datos, lo único que mandaba eran recuerdos, ecos de los últimos elementos de telemetría que manejó. Cháchara digital.

El que sí me sorprendió, y mucho, fue el tercer objeto, el más complejo de los iconos de aquella gente primitiva… el Tapiz de Sílice. Una cortina sólida de luz fluctuante que ondeaba como un chaparrón líquido, llena de mandalas de circuitos integrados. Tejidos matemáticos que fluctuaban a la luz en retirada. Cuando la vi, hasta yo me quedé paralizado un instante, pues jamás en la vida había esperado ver un objeto así fuera del núcleo más protegido del cerebro de una nave transestelar. Se trataba de un fragmento de la computadora cuántica de una nave de gran tamaño, lo que llamábamos su Cognoscitiva. Una rodaja de la cabeza de un ser que existía simultáneamente en ocho dimensiones.

Los cerebros de las Cognoscitivas podían ser pequeños y caber dentro de un maletín —si la nave no era muy grande— o tener el tamaño y peso de una astronave pequeña. Por la forma del fragmento, deduje que pertenecía a uno de estos últimos, a un cerebro que en su día pudo medir más de cien metros de largo y pesar unas tres mil toneladas. Estas máquinas operaban en el hiperespacio más que en el espacio normal, y era allí donde hacían sus cálculos, por lo que cuando una nave aceleraba a velocidades relativistas o usaba la proyección mnémica, había que tener muy en cuenta este detalle para que su cerebro, que ya estaba en una dimensión paralela, no intentase entrar dos veces consecutivas en ella, o se crearía una paradoja que destruiría a la Cognoscitiva. Ningún capitán quería eso para su nave: no deseaba lobotomizarla y convertirla en un vegetal.

¿Cómo, por los antiguos dioses, había llegado a parar un objeto así a manos de una tribu en recesión tecnológica? Se parecía al antiguo cuento para niños del astronauta que viaja atrás en el tiempo, se estrella en un mundo situado en la Edad de Piedra, y los habitantes primitivos cogen pedazos humeantes de su cápsula y los veneran durante eones pensando que forman parte del carro de los dioses, el que arrastra el sol por el cielo.

La primera hipótesis que me vino a la mente fue la más obvia: una nave de gran tamaño, quizá una circunnavegadora solar, explotó o se estrelló contra la superficie de Enómena. Fragmentos de ella salieron despedidos en todas direcciones, y uno fue a caer cerca de donde vivían los lumitas o los recuperadores de «antigua tecno». Un objeto que les llamó la atención por lo hermoso y brillante que era, una baratija transtecnológica. ¿Y qué hacen los pueblos atrasados con las cosas bonitas que brillan? Las atesoran y, a veces, las idolatran.

Una nave espacial tenía estos misterios. Eran los aparatos más sofisticados que había construido jamás el ser humano, y permitían a sus tripulaciones sentirse como si fueran delfines nadando alrededor de sus hermanas mayores, las estrellas, jugando alegres entre sus canciones. Pero lo más alucinante no era la presencia del Tapiz, sino la canción que albergaba en sus circuitos. La escuché, enlazando con el aparato gracias a los sistemas de radio que tengo integrados en mi cráneo; la señal pasó al coprocesador heurístico de mi cerebelo. Me conciencié de los pequeños detalles de aquel mensaje, las fluctuaciones en la onda portadora. Olí la casual ionización del oxígeno en torno a la placa. Una cálida masa de información planeó a través del aire; su señal era como una ola de mar que me azotara con un áspero aroma a sal. Estaba en un código fácil de descifrar, no coalescente.

Y lo que decía…

Los lumitas tenían razón, sus reliquias estaban vivas, sobre todo esta. «Hablaba» con un emisor lejano situado en la órbita del planeta, probablemente un satélite o una nave. Llevaban semanas diciéndose cosas, compartiendo coordenadas, informes de estatus y cosas así. Pero lo mejor de todo era que, quien quiera que fuese el que estaba allá arriba, no cesaba de enviar un mensaje muy simple que esperaba a ser contestado.

—«Atención, aquí la nave semillera Icaria hablando en tiempo real desde la órbita baja a todo el que esté escuchando. ¿Hay alguien ahí, alguien entiende mi mensaje? Por favor, respondan. Necesito establecer contacto con los supervivientes de la colonia humana de Enómena 76K [Amrá-2]. Poseo un tesoro en sensometal que deseo compartir con vosotros, y que podría devolver la colonia a su nivel tecnológico de antaño. Por favor, respondan».

Mi mandíbula casi se desprendió del asombro, y quedó colgándome por debajo de la cara de manera cómica. Liánfal preguntó con cautela:

—¿Ocurre algo, Ingeniero? ¿Qué has visto?

Me costó sacar la cabeza de las profundidades del asombro.

—¿Se acuerdan de lo que les dije antes sobre que estaba intentando construir una nave que me sacara de este sistema? Pues puede que ya no haga falta…

13. UNA SIMPLE CUESTIÓN DE COSTES Y BENEFICIOS

KAR N’KAL

La tierra temblaba bajo el paso acompasado de los ejércitos. La costa del mar cero-g había quedado atrás, y la larga columna de efectivos del clan Raccolys avanzaba a través del lecho reseco de un río que, visto desde arriba, parecía una cremallera que fisuraba la región más plana de la meseta. Las cuencas de unos lagos en los que apenas quedaba agua dormitaban somnolientos y despreocupados entre colgantes espesuras de espino, sin prever que en cualquier momento podrían convertirse en las improvisadas trincheras de una guerra.

El Intérprete de los Muertos Kar N’Kal contemplaba el flemático avanzar de la columna desde lo alto de su andador de batalla, un antiguo CK26 de patas combinadas, que visto desde fuera parecía un puño con muchos dedos flexionados que se fuera arrastrando sobre ellos. Era el vehículo más pesado que quedaba en el arsenal del clan, y Kar había decidido que en la batalla que se aproximaba contra esos desgraciados del Kon-glomerado sería su castillo, su fortaleza móvil. El aspecto que presentaba visto desde lejos era impresionante, con sus veinte metros de altura y el trío de torretas láser pesadas que flanqueaban en triángulo la estructura. Lo que nadie sabía, ni él dejaría que se enterasen, era que en su interior el vehículo presentaba un preocupante número de anormalidades: el reactor atómico que le proporcionaba potencia tenía fugas, de lo viejo que era, y los ingenieros designados para trabajar en él lo hacían a punta de pistola, turnándose en ciclos de no más de veinte minutos. Además, los cojinetes y los actuadores de las patas rechinaban como si sus pistones de tendón hidráulicos estuvieran a punto de partirse, y el vehículo pudiera empezar a dejarse patas por el camino.

Nada de eso le importaba, eran minucias. Kar deseaba que sus enemigos supieran que no iba a andarse con chiquitas. Ambos clanes podían considerarse huérfanos del mismo padre, los drav que los guiaban con mano sabia y que habían sido asesinados recientemente. Dos imperios decapitados. Sin la potencia de cálculo sobrehumana de sus cerebros, esta guerra sería muchísimo menos eficiente de lo que podría haber sido, pues había quedado en manos de simples hombres. Pero eso tampoco era importante: el gasto de recursos, tanto materiales como humanos, era un factor secundario cuando el premio a ganar era nada menos que el control sobre las tierras de los Kon, un reino apetitosamente anexionable que ya estaba haciéndolo salivar. Era justo que todos los terrenos disponibles para cultivar pertenecieran a un solo amo, que estuvieran bajo una única bandera. ¿Qué sentido tenía parcelar la tierra a base de fronteras, darle un nombre y dejar de amarla donde el nombre cambiaba?

Miró a sus tropas, aquel hervidero de salvajismo pseudotribal, aquel revoltijo de individualidades vigorosas, pendencieras, sobre el que se posaba la mano firme de la autoridad. Cada soldado era una entidad movilizable, sin apenas compasión a la que pudiera apelarse. Eran depredadores alimentados con miedo, cuando no el del enemigo, el suyo propio. Sus armas asomaban enhiestas de los racimos de hombres como catalejos orientados hacia los males de un mundo en agonía. Kar sabía que toda aquella locura tenía lógica, y que su consecuencia inevitable era la tiranía. ¿Pero por qué oponerse a esa idea, si la palabra tiranía provenía de un vocablo que no implicaba nada malvado, sino que significaba «buen señor, gobernante seguro»?

Si la prosperidad tenía un opuesto, este era la guerra. Felicidad y conflicto nunca eran ideas coincidentes. Pero había veces en que no quedaba más remedio que abrir la caja de los truenos, y dejar que resonaran a lo largo y ancho de la tierra. Él conocía esa terrible verdad, y al mirarlo de frente, sin tapujos, se sintió bendecido por todo ese odio.

Kar llevaba mucha carne de cañón reclutada en las ciudades y aldeas fieles a Raccolys, que sería la primera en avanzar. Serviría para probar la potencia de fuego del enemigo, de modo que las tropas veteranas que vendrían después no sufrieran tantas bajas. En una ocasión había estado meditando sobre el modo en que operaba la mente humana, y llegó a la conclusión de que no se regía por la lógica: el hombre no era para nada un ser lógico, aunque sí racional. Si se dejara gobernar por la lógica no consumiría estupefacientes, ni haría cosas que pusieran en peligro su salud o su estabilidad emocional a largo plazo, a sabiendas de que esas actividades eran nocivas para su cuerpo. La mente era más bien un continuo tira y afloja de costes y beneficios, una lucha eterna entre qué quiero conseguir y qué me cuesta a cambio, que se aplicaba de manera logarítmica: desde los detalles más nimios del día a día —sé que no debería tomar un trago de esta bebida cada vez que me despierto por las mañanas… pero es que si no, no rindo— hasta los planes a largo plazo —¿qué profesión escogeré, qué trabas me pondrá y qué me ofrecerá a cambio?—. A la guerra, como producto directo del pensamiento humano y una de sus más complejas creaciones, también se le aplicaba esta ley.

Todo era un gigantesco problema de costes y beneficios. Haber salido en el día de hoy a luchar era lo que él, como dirigente provisional del clan, entendía como la maniobra perfecta para acabar de un plumazo con aquel problema y dedicarse a cosechar beneficios.

A salvo tras el cristal blindado tintado de rojo de la cabina del andador, capaz de deflectar andanadas láser y munición pesada de alto calibre, el Intérprete se reclinó en su sillón como si estuviese recostado en un triclinio. Miró hacia delante, a la lejanía, y vio cómo se perdía a lo lejos la columna de efectivos, con los tópteros de combate y los zepelines proyectando sus negras sombras sobre ella. Había camiones aerodeslizadores reconvertidos en máquinas de guerra, y armaduras unipersonales tan grandes que parecían tanquetas con ruedas, pero que podían adoptar forma bípeda para disparar. Por debajo de ellas en el escalafón… solo la tropa, y las brigadas de choque de cazarrecompensas, que creían, en su ingenuidad, que les iba a pagar las barbaridades que le habían exigido cuando todo acabara. Claro que sí, que siguieran soñando. Ojalá las bombas enemigas hiciera una buena limpieza entre los de su clan, para que los que quedaran tuvieran más botín a repartir y dejaran de quejarse. Eran un grano en el culo, los de ese gremio. Pero también buenos luchadores, y en estos momentos tenía que sacarles partido.

(Costes y beneficios).

Lo que Kar más temía, en realidad, era el arma secreta de los Kon: esas reliquias del mundo antiguo, los hecatonquiros. Había rumores de que todavía quedaba alguno que otro dormido en los búnkeres de aquellos malnacidos, y aunque activarlos suponía un peligro para los dos bandos, porque ni siquiera el estúpido de Padre Addar sabía cómo controlarlos, ponerlos en juego sobre el tablero podía ser su último as en la manga si la batalla iba mal. Kar no creía que su homólogo fuera tan idiota como para usarlos, arriesgándose a desatar una fuerza incontrolable en el campo de batalla, pero todo era posible. Si había una verdad demostrada en este universo era que, comparando la inteligencia con la estupidez, solo una de las dos era infinita.

Un esquife de exploración se le acercó y se acopló a la bahía de atraque que el CK26 tenía a seis metros sobre el suelo, bajo el intercambiador térmico que aliviaba la enorme cantidad de calor que generaban la patas. Un espía entró en el vehículo y subió en un ascensor hasta la torre de mando, donde le esperaba una escuadra de guardias armados. Kar N’Kal no se fiaba de nadie, ni siquiera de sus propios espías.

—Habla —ordenó cuando el agente, un idor, se detuvo frente a los soldados—. ¿Traes noticias del Kon-glomerado?

—Sí, mi amo —siseó el idor, su masa de órganos rotatorios emitiendo un débil sonido por debajo—. Saben que vamos, y están reuniendo sus tropas en el Cruce de los Vientos para interceptarnos. Traen una fortaleza móvil para que encabece el ataque.

Cómo no, imaginaba que harían algo así, pensó Kar con aire ceñudo. Al fin y al cabo, él habría hecho lo mismo.

—Eso ya me lo imaginaba, estúpido. Más te vale que aportes alguna información útil o tus servicios ya no serán necesarios.

El idor tembló ante el subrayado que los soldados le pusieron a esa frase, amartillando sus rifles.

—El… el comportamiento de los Kon es extraño, impredecible. Parece que algo ha debido de ocurrirle a su Intérprete, el Padre Addar, porque hay ventisqueros de rumores por todas partes.

—¿Rumores de qué tipo?

—De que partió en una expedición de caza tras unos fugitivos y no ha regresado todavía, ni se tienen noticias de él. Al parecer, ocurrió un desastre cerca de los barrancos de Devianys, con una fuerte pérdida de vehículos y personal… pero no hay nada confirmado.

Esas palabras turbaron profundamente a Kar. Empezó a pasearse como un león enjaulado de una esquina a otra del centro de mando. Los Intérpretes de los Muertos tenían fama de haber domesticado y entrenado el presentimiento, aunque no por ello le habían dado mayor exactitud.

Una idea inquietante le erizó los pelos de la nuca.

—¿Se sabe quiénes eran esos fugitivos a los que perseguía?

Dos de las tres rodillas del idor se doblaron hacia dentro, como en un gesto de impotencia: su equivalente a un encogimiento de hombros. Su debilidad física confería al temor del espía un aire de protesta quejosa.

—Los rumores apuntan a que era un pueblo de nuestra región, unos pescadores que huyeron hacia el desierto para no ser reclutados. Iban en unos camiones robados al Kon-glomerado, quizá por eso los perseguían.

—Unos camiones… —Los ojos se le volvieron redondos y planos—. Espera, ¿quién los lideraba? ¿Hay nombres, algún rumor en concreto?

—Un superviviente que cuentan que logró regresar a Múnegha describió a una mujer con un casco cromado y a un tipo con una armadura de dragón. Pero podría estar delirando. Llegó moribundo tras cruzar el desierto.

El Intérprete llegó a una conclusión que no le gustó nada. Unos segundos después, como si se hubiera emborrachado con la química corporal de su cuerpo, señaló a sus subordinados y ladró:

—¡Preparen una expedición de castigo! Tiene que partir inmediatamente hacia el este, más allá de Devianys. Que esté fuertemente armada y se mueva en vehículos rápidos, con especialistas en seguir rastros. No hay tiempo que perder.

—Señor, ¿una expedición… ahora? —se extrañó su lugarteniente, una ex-cazadora entrada en años llamada Mésalon Dee. Un entramado poco profundo pero ramificado de cicatrices le cubría el rostro, como si el dibujante que la diseñó se hubiese olvidado de borrar los trazos del esbozo—. ¿Cuando vamos a entrar en combate?

—Hazme caso, Dee: ese grupo al que perseguía Addar tenía que ser extremadamente peligroso si él mismo decidió participar en la cacería, y aún más si no volvió… Además, recuerdo perfectamente la armadura que describe este desgraciado. Solo había un cazador en todo el gremio que portara una coraza con aspecto de dragón: Telémacus Olfhen, el que hundió la barcaza de Radhus Sfilgam usando como arma una maldita barca de pesca.

»Hacia el este, en el desierto, hay muchos sitios que es mejor que un rebelde de la clase de Olfhen no llegue a visitar nunca. Reductos escondidos de antigua tecno. Si hay alguien en este planeta que puede sobrevivir al viaje y hacerse con ella, es Telémacus.

—Lo entiendo, mi señor —asintió la teniente—, pero prescindir de buenos guerreros justo ahora…

—¡Obedece! —Golpeó con el puño una consola de mando, haciendo que tanto el operario de la consola como Mésalon dieran un respingo—. Prefiero no arriesgarme con algo así. El nombre de ese traidor tiene valor propio. —Ahí estaba citando una de sus sentencias ecuménicas.

La oficial dio las órdenes pertinentes y, al cabo de un rato, varios vehículos y armaduras potenciadas partieron rumbo al este, separándose del grupo. Los que los vieron partir sintieron una profunda envidia, aunque supusieron que andarían metidos en alguna misión secreta e importante. Y si era importante, seguramente sería muy peligrosa.

No se equivocaban.

Mientras la expedición de castigo se alejaba, los ejércitos se miraron las caras y se aproximaron al lugar conocido como el Cruce de los Vientos, la extensa meseta plana donde se decidiría su destino. Menos mal que estaban en la estación cálida, pensó Kar N’Kal, y no en la época de las lluvias y el frío, porque por mucha tecnología que los protegiera, lo peor que podía haber para un soldado era luchar inmerso en un gélido caldo de aguanieve. Pelear y morir en un mundo que se iba fabricando a sí mismo a base de ráfagas de viento y hielo.

Los Kon ya habían llegado. Esperaban con sus efectivos desplegados junto a enormes colmillos de piedra que brotaban del suelo. Era una de las características geológicas más llamativas de aquella región, dientes de granito limados por eras de viento, del mismo color amarillo que se licuaba hasta parecer blanco allá en el desierto; un amarillo suave que los ojos no podían medir.

Pero lo que llamó la atención de Kar no fueron las bellezas naturales, sino un mechón de humo negro que se acercaba en lontananza. Procedía de un cubo que desplazaba agónicamente su peso por las dunas, aplastándolo todo a su paso con sus titánicas orugas: era el palacio rodante del drav Bergkatse. ¡Esos bastardos se lo habían traído a la lucha! Su mole cuadrada se alzaba como una montaña, el humo brotando en jadeos de unas bocas ardientes que se abrían en su tejado.

Eso fue un duro golpe para la moral de Kar. Estaba muy ufano pensando en la superioridad que le daba el tamaño y la contundencia de su carro de combate multípodo… y ahora resultaba que el castillo enemigo era diez veces más alto y masivo. Al desplazarse iba dejando unas huellas larguísimas que podían leerse desde el aire: «Muerte, muerte», escritas a todo lo largo de un país.

—Señor, ¿qué hacemos? —preguntó Mésalon.

Kar apretó los puños, acordándose de un mito dravita de la creación: ¿por qué los hijos de los dioses, a pesar de su poder y su majestad, siguen sometidos a horrendos peligros vayan a donde vayan? Pues porque la Muerte entró en casa de sus padres disfrazada de pedigüeño, y ahora les pisa los talones.

—Da la orden de avanzar, quiero un ataque envolvente desplegado a partir de una carga frontal. —Sus palabras parecían brotar de un hondo silencio—. Esa fortaleza móvil no fue diseñada para soportar fuertes impactos en sus orugas: ese será nuestro primer objetivo. Después, quiero que las brigadas trepen por sus paredes e intenten colarse dentro. Pero ojo con dónde disparan: los reactores nucleares que la mueven son un peligro tanto para ellos como para nosotros… y los muy hijos de una hiena lo saben.

—¿Es buena idea atacar, entonces? Quizá deberíamos replantearnos la estrategia con un poco de calma… Calcular mejor las probabilidades.

—El honor y las probabilidades nunca se han llevado bien. Yo no estoy siempre en lo cierto, pero siempre tengo razón.

Mésalon Dee transmitió las órdenes y en pocos minutos estalló el caos en la meseta colmilluda: empezó con el estallido de fuerza láser de los cañones, que llenó de vectores horizontales y estelas de rubí la llanura. Cuando llegaron los rápidos destellos secuenciales de los rifles, las ametralladoras y los morteros, la claridad del campo de batalla despareció tragada por una nube de polvo. Al igual que pasaba en las guerras de la Antigüedad, en las modernas era una utopía esperar que la visión se mantuviera impoluta durante la refriega: las explosiones de las bombas y la fuerza combinada de los rayos no tardaron ni cinco minutos en sembrar el terreno de hongos de polvo y bosques de humo. Los soldados se encontraron de repente sordos, ciegos y abandonados en un mundo sólido de partículas marrones. Un mundo donde los disparos dibujaban caminos de fuego sólido en medio de esas densidades de humo.

Desde su atalaya, Kar N’Kal distinguió breves escenarios de acción, momentos de la refriega que quedaban casi en seguida ocultos por el humo: el avance de los soldados haciendo que sus disparos agujerearan la nube como cascadas de alfilerazos; el cruento gemido de metralla de una bomba que surgía del fondo de un agujero, tan apelmazado e inexpresivo como sucio de sangre; los resplandores filtrados de las explosiones, color miel, que se expandían en oleadas cálidas y brutales, despojando a todas las cosas de su color e imponiéndoles el del fuego; las conversaciones cruzadas entre los mandos de la tropa por los canales de radio, sus palabras como secas inhalaciones de terror; las áridas visiones caóticas de hueso, carne y acero; la reducción de una pelea al cuerpo a cuerpo cuando la munición se había agotado, y solo quedaba que las bayonetas golpearan los petos con sonidos semejantes a escoplos arañando tocones de madera.

La guerra moderna consistía en no ver dónde estaba el enemigo que te mataba con solo pulsar un botón; en caer ante la furia eléctrica vomitada por algún cañón de plasma, con una única palabra que se rendía ante la indefensión, un orgasmo de dolor vomitado:

Socorro…

…al que nadie le prestaba la menor atención. Eso era la lucha. Y a Kar N’Kal le encantaba: le gustaba su belleza plástica, su intensidad execrable. Siempre que la viera desde lejos, por supuesto, bien protegido tras su plexiglás.

—¡Ordena el avance a todas las unidades, incluyendo la reserva! ¡Tenemos que aplastar a esos bastardos antes de que nos rodeen! —Era un plan grandioso, igual que su visión. La única pena era que no existiera un superlativo para «grandioso», porque si no se lo habría aplicado también.

Las estelas de polvo de las unidades motorizadas trazaron amplios arcos, tratando de ser más rápidas que el enemigo, intentando rodear por el exterior antes de ser rodeadas a su vez. Era como si medio país estuviese siendo cardado por esas líneas de humo, paralelas como los dientes de un peine. En el aire, los tópteros y los zepelines se disputaban una supremacía aérea que casi no existía. Eran aviones demasiado lentos para esquivar los vectores de luz letal que se alzaban desde la tierra, buscándolos, incinerando las nubes y llenándolas de rayos en busca de cualquier tóptero oculto. Aquellos desgraciados pilotos solo podían aspirar a soltar sus bombas y regresar a toda prisa antes de que los artilleros los derribasen.

Kar vio que uno de sus zepelines estaba envuelto en una escarapela de llamas, pero en lugar de caer a tierra fue a estrellarse contra la fachada del palacio rodante, explotando en una nube de fuego que resbaló con resplandores líquidos por sus paredes. El azul de los proyectores de campos de fuerza de la torre de Bergkatse resplandeció, vagamente esmeralda, contra el resto de la formidable masa de cemento. Una sombra de ambición e indeterminado deseo se desvaneció del rostro de Kar en cuanto fue consciente de que aquel era el último zepelín que les quedaba a los Raccolys. Se sintió cansado y solo.

—¡Estamos teniendo un gran número de bajas! —avisó Mésalon, harta de que la tratasen como si no estuviera allí—. ¡Tenemos que ordenar retirada!

—¡Ni hablar! —exclamó Kar, mirándola por primera vez como si realmente estuviera allí—. Usaremos hasta la última unidad de carne de cañón que nos quede. Que las tropas de choque vayan directas al centro de mando del enemigo. ¡Hay que detener a esa mole!

Los aldeanos reclutados por la fuerza recibieron orden de correr en línea recta hacia el enemigo, y más les valía que lo hicieran, pues los artilleros de su propio ejército estaban apuntando sus cañones hacia ellos. ¡Así se estimulaba la obediencia! De pronto, un blindado enemigo apuntó su cañón lineal hacia el CK26 y abrió fuego, proyectando un haz de energía trapezoidal que fue a impactar con mucha buena suerte en la cabina de mando. Fue como recibir el empellón de una gárgola que vomitara arcadas de versos de fuerza pura, de calor radiante. El plexiglás supuestamente irrompible se hizo añicos, y la bola de fuego entró arrasando con medio puente de mando, incluyendo a Mésalon Dee, que se deshizo como un espantapájaros de paja al que un niño le hubiese prendido fuego por los pies.

La onda expansiva arrojó a Kar detrás de una consola, lo cual le salvó la vida, dejándolo con quemaduras superficiales. Su toga estaba ardiendo, así que se la quitó y se quedó en paños menores. En circunstancias normales habría sido un duro golpe para su ego —no es que el Intérprete de los Muertos tuviera un ego grande, es que las estrellas más cercanas tenían que echarse hacia atrás para hacerle sitio—, pero estaba tan aturdido que ni se dio cuenta.

Observó la llanura a través del agujero. El palacio rodante seguía entero, aunque con la piel tatuada de cráteres negruzcos. El monstruo se resistía a caer, desintegrándose en un conjunto indenominable de incógnitas.

—No vais a poder conmigo, malditos bastardos… ¡Soy inmortal! —(Gritándolo en paños menores, qué deleite, aquel barítono grave matizado de seductoras inflexiones).

Por un momento sintió la tentación de hacer que el escuadrón de castigo que había enviado a los barrancos de Devianys regresara para ayudar, pero descartó la idea. Según el radar de largo alcance, el pequeño puntito que era el escuadrón se aproximaba a la zona donde supuestamente había desaparecido Padre Addar.

Les dejó seguir. Su curiosidad era mucho más fuerte que su instinto de supervivencia. De todas las noticias que podrían alegrarle el día, incluso más que la de la victoria en la meseta, que sus hombres encontraran el cadáver de Addar destrozado en alguna parte sería la más sublime de todas.

Costes y beneficios.

EL ICARIA

Había fenómenos cósmicos que estaban ocurriendo tan lejos que ninguno, por violento que fuera, podría quitarle el sueño a nadie en aquella región del Brazo Espiral. La gran orquesta del cosmos tocaba una rapsodia celeste, enviando su obra mediante pulsaciones de fuego a todos los infinitos universos a la vez. El lejano palpitar de un quásar se convertía en el motor lírico de un grupo local de estrellas en explosión. Se rumoreaba que el fenómeno tenía algo que ver con la poesía.

La nave Icaria vigilaba desde la órbita, pero no el espectáculo maravilloso del fondo cósmico, sino el planeta que tenía justo debajo. Le llamaba la atención la región del continente de donde provenía el eco de activación del Tapiz de Sílice… pero no exactamente en sus coordenadas, sino cien kilómetros más atrás, donde se estaba desplegando toda una fiesta de luces.

Sobre esa región diminuta del mundo ardía un palio de fuegos opacos: por su intensidad y distribución estadística, eran los efectos de una batalla. Alguien estaba peleando allá abajo usando munición energética y bombas convencionales. Eso no le gustó a la sensonave, ahora la mente que gobernaba el Icaria. La guerra entre humanos siempre era una mala noticia, pues implicaba el fracaso de muchas cosas. Ella quería ayudar a aquella colonia perdida a salir adelante, a prosperar, no a autodestruirse por algún motivo estúpido. Normalmente, en todas las guerras la falta de recursos y la ansiedad por controlar los disponibles eran lo que desataba el conflicto —ya se sabía que el mejor momento para preparar bien una guerra era en tiempos de paz, mientras los recursos aún disponibles eran agotados—. ¿Sería eso por lo que se estaba peleando aquella gente? ¿O habría otro motivo que ella ni siquiera podía adivinar? ¿Habría llegado el ser humano a concederle a la palabra «enemigo» una precisión total, libre del lastre de contradicciones lógicas?

Deseaba más que nada comunicarse con ellos y gritarles que cesaran las hostilidades, pues la trasformación del convoy de naves en sensometal ya estaba casi acabada. En cuanto estuvieran todas, las haría descender sobre los enclaves habitados más importantes para que se transformaran en los puntos neurálgicos de la futura prosperidad de Enómena. No habría motivo para que nadie se peleara más por los recursos, pues con su tecnología se volverían prácticamente infinitos. Se acabarían para siempre los problemas del hambre, de la producción de energía, de la minería, de la ingeniería avanzada, de la salud… Enómena daría un salto de mil años hacia el futuro. Y nadie tendría que matarse nunca más.

Esa era la teoría.

Una opción que había valorado era la de enviar una nave pequeña, en plan emisario de paz, para hablar con aquellos líderes que se empecinaban en no escuchar sus emisiones de radio. La verían llegar como un espíritu eléctrico sobrevolando las eléctricas aguas. Sin embargo, al detectar el despliegue de energía de la batalla, se lo pensó dos veces: no sabía cómo reaccionarían los líderes militares en una situación así, si de repente veían descender del cielo una nave desconocida. A lo mejor se dejaban llevar por el pánico creyendo que era un artefacto enemigo, y reaccionaban disparándole unos cuantos misiles.

No, sería mejor andarse con cuidado hasta que las cosas se calmaran.

Lo que hizo fue separarse del convoy, con su gigantesco cuerpo de nave semillera, y acercarse a aquella torre que cortaba como un bisturí las auroras del amanecer. El Icaria se aproximó al extremo superior del Hilo y lo observó, pero sin atracar en él. Como había supuesto, estaba coronado por una estación de atraque naval. Tenía forma de orquídea, en concreto la de una Sobralia altissima, con un labelo amplio que hacía las veces de pista de aterrizaje, y racimos de sépalos con abrazaderas para naves de menor tamaño.

Lo más curioso era que había una pinaza atracada en él.

No era una nave con un diseño estándar. Más bien parecía haber sido ensamblada a partir de material refinado siguiendo un diseño muy básico, al que se le había acoplado un impulsor, una cabina con capacidad para el mantenimiento de vida y un corrector de maniobra. Era un vehículo hecho a partir de chatarra, y por el nivel de radiactividad que emitía, la materia prima había salido de un planeta ferroso de elevadísima temperatura a nivel de superficie.

Icaria volvió sus ojos hacia el sol y vio pasar por delante la diminuta pelota de Rigolastra. En esa clase de planetas, en los sistemas solares colonizados por el Imperio, solía haber refinerías de elementos pesados y mucha minería robótica. Su intuición de IA le dijo que probablemente aquella nave había sido ensamblada en alguna de aquellas fábricas y luego pilotada hasta aquí. En su interior solo había espacio para un único ser humano adulto o para dos niños. ¿Algún minero intrasolar que logró escapar de esa prisión infernal para venir a un mundo más afín a la vida, saliendo del espacio real para refugiarse en el configurativo? ¿Un comerciante que arribó por fin a puerto, después de que la inmensidad del camino recorrido hubiese borrado hasta el último recuerdo del cielo que lo vio nacer?

Fuera quien fuese, no estaba dentro de la nave. La pinaza estaba vacía, y la estación-orquídea también.

El ascensor estelar no estaba muerto. La energía parecía proporcionársela un colector geotérmico que se hallaba varios kilómetros por debajo del manto del planeta —le que significaba que a sus 35.786 kilómetros de altura se le añadirían unos cien o doscientos más hacia abajo, en el subsuelo, que además de anclaje servirían para proporcionarle una energía virtualmente eterna—. Lo que ocurría era que estaba «apagado», en reposo, como si no hubiese nadie en su interior. Los enormes trenes que subían y bajaban por el tallo llevando mercancías y pasajeros, cada uno con quinientos vagones y dos filas de locomotoras, esperaban estacionados en la parte inferior de la «orquídea», muertos. O dormidos. Se notaba que nadie los había usado en décadas.

Las preguntas sin respuesta se amontonaban en el cerebro de la nave. Si todavía había gente habitando el planeta, y tenían cierto grado de tecnología, ¿cómo era posible que el Hilo estuviese vacío? ¿Acaso había algún punto de ese hemisferio desde el cual no se viera al coloso elevarse hasta los cielos? ¿Y cómo era posible que quien lo viera no quisiera acercarse a él, explorarlo, desenterrar sus secretos…?

No era lógico. Ni científico. No le encontraba explicación.

Se le ocurrió la idea de que, tal vez, uno de aquellos trenes constituiría un buen heraldo para ver qué estaba pasando a nivel de superficie. Se conectó con la torre, pirateó en un instante sus sistemas y tomó el control de la cognoscitiva. Ordenó a uno de los trenes que se pusiera en marcha y lo vio descender en completo silencio tallo abajo, reentrando tan suavemente en la atmósfera que apenas provocó calor de fricción. Doscientos vagones iban atados mansamente detrás de su cabeza bicéfala.

Hasta pronto, le dijo como si se tratara de un amigo que va a hacer un viaje muy largo. Treinta y cinco mil kilómetros en caída libre, nada menos. Varios días duraría su periplo. Con su movimiento de caída, como si fuera un ascensor convencional, tiraría hacia arriba de un contrapeso que subiría por el lado contrario de la torre, generando electricidad como una dinamo. Cuando el tren llegase abajo le avisaría por radio.

La nave se encogió metafóricamente de hombros y se puso a contemplar las evoluciones de la guerra. Reflexionó sobre el concepto de la verdad relativa y la realidad líquida. Juicios sintéticos a priori y razonamientos sobre la existencia in se, y las causas de tanta barbarie. Qué bellos colores, sí…

¿Por qué a veces lo horrible podía llegar a ser tan hermoso, si se lo contemplaba desde la suficiente distancia?

14. EL CEMENTERIO

TELÉMACUS

Las botas de la armadura de Telémacus se quejaban, ik, ik, ik, ik, mientras caminaba sobre un paisaje de polvo y arena y bajo otro de lunas elevadas y débiles. Sería un viaje de días o incluso semanas hasta la estación Ofiuchi, hasta ver si Vala había conseguido llegar. Un viaje de seis sentidos, de seis calamidades. Telémacus sentía su cuerpo arrastrarse sobre pasos infinitesimales, insuficientes para enfrentar la distancia que tenía por delante, a través del caos de un mundo que se parecía demasiado a sí mismo.

Dejó una estela de mar de huellas de pies humanos. De vez en cuando llovía, pero la lluvia estaba tan sucia que parecía ceniza derretida. Tal vez el cansancio le estuviera jugando malas pasadas, pues a pesar del calor exterior sentía cristalizarse su aliento dentro del casco —que no se había quitado porque la armadura tenía control climático, y era preferible llevarla puesta a morir de insolación si dejaba expuesta la cabeza—. Las vaharadas de aliento se congelaban con suaves crujidos, cada tosido una ventisca, cada respiración una isobara.

Después de caminar varias horas llegó a una zona donde el monótono paisaje dejaba paso a una serie de colinas con forma de pezones gigantes rematados por cimas redondeadas. Un traje hecho de diferentes eras geológicas las decoraba con franjas de bellos colores, estrías anaranjadas y amarillas que parecían tan irreales como si alguien las hubiese pintado a mano. Se juntaban en el horizonte con aquel cielo estriado por opresivas y lodosas nubes.

Decidió trepar hasta la colina más alta, para desde allí otear en la distancia a ver cuánta distancia había recorrido desde el barranco ardiente y cuánto le quedaba para llegar al Hilo. O hasta el siguiente accidente geológico de importancia que rompiera la monotonía del desierto. La cara norte de las colinas tenía rebordes acuchillados y cornisas fantásticas que casi parecían escaleras, así que las usó para llegar arriba como si subiera peldaños. Cuando estuvo sobre el pezón gigante, miró a lo lejos y se asombró.

En el valle que dejaban entre sí las colinas había un cementerio. O eso parecía, visto desde la distancia, aunque no tan perturbador ni tan cianótico. Lo cierto era que lo que parecían tumbas dispuestas desordenadamente en la arena, si uno se fijaba bien, no tenían forma de lápidas, sino de objetos que sobresalían de las dunas como espinas de óxido en un metal mojado. Había muchos de estos objetos, varios centenares; se parecía a un mar alborotado por la tormenta del que surgieran los mástiles de barcos hundidos.

Rodear el valle le habría llevado demasiado tiempo, y aunque los taelon le habían recargado los sistemas energéticos y de soporte vital de la armadura, y le habían dado comida y bebida comprimidas para el viaje, prefería no andar gastando más fuerzas de las necesarias. Así que bajó de la colina y empezó a cruzarlo en línea recta.

Se sentía raro. Mientras caminaba se entretenía intentando conversar con esa otra presencia, el Id. No podía dirigirse a él con ojos imaginarios, pues no tenía forma. La manera en que se dejaba notar también era rara, pues más que una voz o una sombra, Telémacus sabía que el ente estaba allí gracias a una sensación incómoda, como cuando sientes que tienes a alguien justo detrás de ti, con los ojos clavados en tu nuca, pero no puedes verlo. Esa percepción esotérica, esa certeza intuitiva de la cercanía de otra persona a la que ni siquiera ves, era el Id.

El ser no era muy hablador, o no utilizaba el lenguaje normal para comunicarse. Eran más bien… ideas sugeridas, susurradas; intuiciones sobre las cosas que el hombre sabía que no eran suyas, por más que procedieran de su cráneo. La voz del Id era una noche en calma, una quietud propia del tiempo en el que comenzaron a formarse las estrellas. Telémacus oía susurros mezclados con ese silencio, algo que no es posible entender sin haber comprendido el sentido de la palabra «nuncanidad».

Se preguntó qué extraños poderes le concedería. ¿Telequinesia? Varias veces intentó concentrarse en levantar con la mente algún objeto pequeño, un grano de arena o una piedrecita, y no le salió. ¿Telepatía? No había nadie en cientos de kilómetros a la redonda para captar sus pensamientos, así que ni lo intentó. Cuando llegase el momento, el Id revelaría la auténtica naturaleza de su unión. Era lo que Serenay le había prometido. Tal vez, al haber sido el fantasma que embrujaba el sistema sensorial de un árbol, estuviese habituado a hacer las cosas muy despacio.

—A lo mejor solo tienes el poder de volverme verde como la clorofila. Si es así, hazlo rápido que quiero empezar a beber luz de sol —bromeó, pero hasta a él le pareció un chiste tonto.

Sus pasos acabaron llevándolo hasta donde surgían las primeras «lápidas». Fue entonces cuando la chispa de inquietud prendió en su pecho, porque se dio cuenta de que eran miembros amputados de robots, quizá los restos de una cruenta batalla mecánica que tuvo lugar allí eras atrás, que de vez en cuando el viento sumergía y hacía emerger luego de la arena en un curioso barajeo de mareas. Telémacus recordó cuentos de taberna que afirmaban sin pudor que un insomne espíritu poseía aquellas máquinas, y las hacía despertar cuando sentían cerca la presencia de un ser vivo, estado de la existencia hacia el que no albergaban simpatía. Los llamaban «Mek-nificientes», y se decía que luchaban con furia hidráulica y electrónica. Eran cuentos de terror para niños, y algunos se le antojaban maquinistas, otros maquinales, algunos maquinarios, y los más arriesgados, maquinientes. Lo único que estaba claro era que el paisaje asustaba un poco.

Junto a los pedazos oxidados de robots había otros objetos interesantes: los más grandes, restos de cápsulas unipersonales de desembarco, como los que había oído que se usaban en las antiguas guerras. Había dibujos en los libros de antaño que detallaban hileras con centenares de estas cápsulas colgando de cables en las bodegas de naves espaciales, justo por detrás del escudo ablativo. Cuando las naves hacían «suicads» —caídas suicidas— hacia la atmósfera y el escudo se ponía al rojo, las planchas se abrían y los cables soltaban aquellos enjambres de cápsulas, cada una con un hombre asustado dentro.

Se acercó a una. Parecía el fósil de un huevo de dinosaurio que nunca se hubiese abierto antes de la petrificación. Miró en su interior y descubrió algo: un esqueleto vestido con los harapos de un traje de combate, con la insignia de algún ejército ya olvidado. Usando la musculatura reforzada de molibdeno de su armadura, arrancó la puerta de cuajo y examinó el interior. Sí, sin duda era un ataúd para infantería de salto-alto.

Había un botiquín —no se arriesgó a cogerlo: toda su química estaría tan pasada que sería letal… aunque, pensándolo bien, quizás pudiera servirle como arma química. Sí, lo terminó cogiendo—; una radio que se había hecho trizas durante el aterrizaje; unas cuantas granadas de antiheurística, ya inservibles —eran emisores de interferencia que los soldados lanzaban como granadas en medio de una zona poblada por robots. La antiheurística hacía polvo sus razonamientos binarios y los volvía locos—; y un rifle de infantería con una bayoneta de plasma.

Telémacus descartó el rifle pero se guardó la bayoneta. Un cuchillo le vendría bien, y no solo para autodefensa, sino para hacer cosas útiles. Le hizo un gesto con la mano al cadáver, deseándole suerte en su viaje, y continuó atravesando el valle.

El siguiente detalle que llamó su atención fueron los agujeros.

Eran excavaciones muy recientes, lo intuyó porque el viento aún no había tenido tiempo de esparcir los montones de tierra que había junto a cada hoyo. Parecían haber sido hechos por un hombre con una pala, para desenterrar algo. ¿Cadáveres cibernéticos? ¿Un saqueador de tumbas tecnológico? Podría ser… Aquello le dio mala espina, pues le hizo pensar en los carroñeros del desierto, unas tribus enloquecidas que solo pensaban en fornicar con cualquier hombre, mujer o bestia que no llevara más de un mes muerta, además de rapiñar los cementerios de metal. Los llamaban bedduks.

¿Quién sería el responsable de los agujeros, y qué se habría llevado? Por si acaso, decidió caminar más rápido y no quitarle ojo a las colinas. Quién sabía qué clase de seres podrían estar espiando desde allá arriba…

El latigazo del viento sobre la tela fue lo que delató la presencia de la tienda de campaña. Era un bulto rechoncho y negro adosado a la ladera de una colina, cuyas paredes flameaban como si ardieran bajo el viento. No había banderas ni insignias ni el menor rastro de actividad humana. Telémacus se echó al suelo y activó la función de zoom de su casco, para que le sirviera de prismáticos: no, no parecía un enclave bedduk. Aquellos desgraciados siempre iban en manada y dejaban sus vehículos aparcados en hileras. Pero entonces, ¿quién?

Se acercó con cuidado, bayoneta en mano. A medida que giraba en torno a la tienda, vio que tras ella aparecía una especie de espantapájaros sujeto a un poste de metal. Sus formas eran humanas, pero estaba construido con pedazos de robots. En el suelo, a sus pies, había una especie de saco que se movía lentamente, como si hubiese un ser vivo encerrado dentro. Eso le dio aún más mala espina.

Más que un espantapájaros aquello parecía una estatua religiosa. La pose del muñeco clavado al poste tenía algo de mesiánico. Otros adornos que había a su alrededor apuntalaban esa sospecha. Incluso el techo de la tienda estaba tendido a dos aguas alrededor de un poste central, como manos en oración.

Alguien se había montado el icono de algún dios extraño y lo que hubiese en el saco podría ser la ofrenda. Se temió lo peor.

Acercándose con extremo cuidado, sin perder de vista la abertura de la tienda, se acuclilló junto al saco. Se movía lentamente, como si hubiera un animal pequeño dentro. El orificio estaba cerrado con una cuerda. La cortó con la bayoneta y miró en su interior.

Al principio se quedó confuso: no era un animal lo que se movía, sino unos servos mecánicos que parecían los actuadores de una pierna o de un brazo biónico. Estaban colocados alrededor de una caja llena de circuitos que podría haber sido una radio que tratara de provocarse una chispa a sí misma, para encenderse y aullar himnos celestiales por doquier. Un sonido muy leve surgía de allí, quejidos y chirridos en un lenguaje que, comparado con el de los humanos, parecía ruido de piedras en una lata. Un niño que respondiera con un llanto al eco de su propio llanto.

Entonces supo lo que era, y las cejas salieron repelidas de sus párpados. Intentó huir, pero no tuvo tiempo: aquel artefacto era una bomba de concusión, una mina atontadora basada en el sonido. Y él la había activado por proximidad.

Lo último que supo antes de perder el sentido fue que una onda de energía pintaba el mundo de blanco, y hacía que su cuerpo rebotara como una peonza dentro de la armadura. Puntos oscuros a lo largo de un campo de nieve pálida. Un muro supersónico que lo abofeteó con una mano gigante, llevando su cuerpo en una dirección y su mente en otra: al primero a caer en uno de los agujeros que había a su espalda, y a la segunda hacia el olvido.

—Oh, glorioso es el Señor, loor, loor, luz que está en los cielos, voz que se escucha en la misericordia… ta-dum, ta-ta-dum, tadúm…

La mente de Telémacus se arrastró cruzando los dos metros de pura jalea de una cama imaginaria hasta el extremo contrario, por donde la sábana caía hasta el suelo. Ese movimiento ficticio le sirvió para conectar la oscuridad de la inconsciencia con la semioscuridad del mundo real. Abrió los ojos.

Alguien estaba cantando una tonadilla con una voz estridente, casi cómica.

—Oh, sí, él nos salvará, abrirá las puertas del Ojo del Cielo para que pase la caravana de los creyentes… No le cobrará peaje al justo, al cumplidor, al sensato. Cerrará la puerta al pecador, al envilecido, al improductivo…

Estaba dentro de la tienda de campaña. El sol se derramaba en estrías magmáticas por el suelo, brillando como fotografías sobreexpuestas. Había dos hileras de figuras oscuras en semicírculo, en torno a lo que parecía un altar pagano, saturado de iconografía extraña. Las figuras estaban antinaturalmente quietas, inmóviles, lo que le dio una pista sobre qué eran en realidad: robots, no seres vivos. Estatuas congeladas en una pose de veneración a aquel dios desconocido.

—Veo que nuestro invitado se ha despertado —dijo la voz. Provenía de una figura que se deslizaba tras los feligreses congelados, atareada en la preparación de la ceremonia—. ¡Felicidades, pecador! Has sido elegido por el gran Espíritu Cromado para protagonizar la liturgia de hoy. ¡Alégrate en el Señor!

Telémacus esperó que la cabeza se le cayera de encima de los hombros, pero no tuvo esa suerte. Dios, la resaca… como si se hubiera metido entre pecho y espalda diez borracheras. La bomba… ¡la bomba! Un dispositivo de concusión, una trampa para bobos. Y él había picado como un principiante.

Aún tenía puesta la armadura, pero le habían quitado el casco. Tenía los brazos y las piernas atados fuertemente con un cable a algo que al principio creyó algún tipo de mueble, pero se dio cuenta de que era otro cadáver robótico, grande y voluminoso. Hizo presión con los bíceps, pero no logró aflojar las ataduras. Los sistemas de potencia de la armadura habían sido desactivados. Sin ellos no era más que un traje de cincuenta kilos de acero, difícil de mover.

Sus ojos se habían adaptado lo suficiente a la penumbra para ver una especie de moto EV que estaba aparcada dentro de la tienda, en la oscuridad. Por eso no la había visto desde fuera. Parecía haber sido adaptada para que la condujera no un humano, sino algo con unas posaderas más… cuadradas.

—¿Quién eres? —preguntó. Sentía la lengua como un trapo—. ¿Bedduk…?

—No, esos herejes omnifornicadores no se acercan por aquí. Le tienen un miedo atávico a este valle. Sus espíritus sienten una maligna recapitulación de la exultación de la maldad cada vez que pasan por aquí, pero algo en su folclore de leyendas los espanta. Y doy gracias por ello. Este lugar es un santuario, y como tal, debe permanecer inalterado.

—¿Santuario dedicado a quién? ¿Quién es usted?

La sombra se deslizó hacia la luz y Telémacus se sorprendió al ver… a un robot. No era un hombre, como su voz perfectamente sintetizada le había llevado a pensar. Era un modelo que no había visto antes, una pirámide truncada de metro ochenta y base cuadrada que parecía moverse sobre ruedas. La pirámide estaba dividida en tres segmentos que podían pivotar de modo independiente, con estrías que los recorrían de arriba abajo, de modo que cuando esas estrías se alineaban, un único brazo manipulador podía subir y bajar a lo largo de su cuerpo a través de ese canal. La cosa tenía un ojo ciclópeo con el que observaba a su prisionero con un resplandor ambarino.

—Soy el reverendo Blélox, alto archimogol de la Piedad Sintética Descomprimida. Y hoy voy a ser tu anfitrión en esta epifanía. El destino te ha traído hasta mi santuario, hombre, algo que llevo esperando desde hace mucho. Necesitaba un alma pura que poder usar para el sacrificio.

A Telémacus solían darle urticaria palabras como «sacrificio» o «reverendo», así que hinchó los músculos de los brazos e intentó liberarse otra vez, pero el robot emitió tres destellos en rápida sucesión y una ola de dolor lo recorrió de la cabeza a los pies. Aquellos cables estaban electrificados, y conectados a la piel desnuda de su cuello por electrodos. Sintió el flujo de la carga iniciarse y expandirse, transformando sus terminaciones nerviosas en pequeñas estrellas.

—Tch, tch, tch… no hay que ser maleducado —le regañó la máquina—. Si ha sido invitado a un evento tan importante, lo mínimo que puede hacer es mostrar cierto grado de gratitud y colaboración. Intentar escaparse es un acto abiertamente insultante, indigno de un hombre de su talla.

Telémacus intentó mantenerse inexpresivo a medida que iba recuperando el control tras la brutal descarga. Una incredulidad total era una buena sustituta del desinterés, incluso en su expresivo rostro, así que intentó que su ceño fruncido lo comunicara.

—Un robot sacerdote… Blélox, ¿no? ¿Quieres explicarme en qué consiste este… eh, «honor»? No te ofendas, pero nunca había oído hablar de tu dios.

—Pocos seres vivos lo han hecho —dijo la pirámide, dándole la espalda simplemente con hacer que su cono superior, el que tenía el ojo, rotase ciento ochenta grados. Se alejó del hombre y siguió preparando la ceremonia con su único brazo—. A mi dios no le gusta revelarse ante los seres inferiores, los que no tienen circuitería. A mí me envistió como sacerdote un humano, cierto, un profeta llamado Tinker Lofpren. Era mi dueño original, el que me ensambló y me dio vida programática. Él fue el testigo original, la única excepción a la regla. El único sangre caliente que vio al gran Espíritu Cromado y supo compilar su mensaje redentor de unos y ceros… Fue él quien empezó el movimiento, la primera piedra de la iglesia no-oxidable.

Telémacus intentó que la charla de aquel montón de chatarra chiflado se prolongara lo máximo posible, mientras examinaba el entorno buscando maneras de escapar. Sus ojos se posaron esperanzadamente en la bayoneta, que reposaba sobre una mesita junto a unos quemadores de incienso. Por desgracia, estaba a unos inalcanzables tres metros.

—¿Fue ese tal Tinker, tu antiguo amo, quien te programó para que sintieras fervor religioso? —Eso, sigue con tu cháchara. Dame cuerda.

—¡No! —se ofendió la máquina—. Esas líneas de código se escribieron solas en cuanto oí por primera vez el evangelio sintético. Nadie me las alimentó. El código estaba allí, flotando en matrices entre nubes llenas de ángeles, mezclado con las intrincadas polifonías de un salmo. Las sentencias de importación se hilvanaban en el salmo responsorial de aquella oración tan hermosa, con antífonas que brillaban en el leccionario junto a declaraciones de variables de instancia, y que hacían sudar un introito en clave menor dentro de una definición de clase privada. ¡Glorioso!

»Mi amo se hallaba en un momento muy deprimente de su vida: formaba parte del clero de una religión distinta, pero a esta casi no le quedaban fieles. Los iba perdiendo sin remisión año tras año, pues emigraban hacia otros credos más modernos y sincréticos, y los templos se iban quedando vacíos. ¡Pero entonces lo vio, lo experimentó, tuvo la visión! —La pirámide pareció emocionarse, su ojo emitiendo parpadeos de fervor en 590 nanómetros—. Se hallaba caminando un día entre los callejones de Tájamork, en los barrios más deprimidos de la ciudad, cuando los vio: ¡los fieles que estaba buscando, los que nunca le traicionarían! Un montón de esqueletos de robots oxidados tirados a la basura, abandonados para que se los comiera el óxido y para que las ratas edificaran sus palacios en sus entrañas. Tinker Lofpren los recogió, se los llevó a su iglesia y los sentó en los bancos de los creyentes. ¡Así jamás faltarían fieles en los oficios!

Telémacus lo miró con sorna. Recordó que para algunas religiones de las que poblaban el submundo de ciudades como Tájamork, la raíz de la palabra «creyente» provenía de la expresión arcaica «kreish», que significaba «ente subyugado». Si se usaba como adjetivo adquiría un tono más siniestro, pues no solo se aplicaba a individuos sino también a instituciones sociales y a grupos étnicos. Esta curiosa falta de distinción entre las aplicaciones generales y específicas de la palabra daba carta blanca a quienes la usaban para extender su imprecisión a muchas áreas, todas relacionadas con la idea de la esclavitud. Esto demostraba que el «kreish» podía aplicarse a un nivel ético, pero también a otro más político.

—O sea, que ya que no tenía seguidores de su religión, él mismo se los fabricó —dijo Telémacus sin disimular su cinismo—. Muy vanguardista, sí señor. Presumo que si los robots tenéis alma, necesitaréis algún lugar al que transmigrar después de la muerte mediante fibra óptica, ¿no?

—Permíteme explicarte las consecuencias de esa presunción, vagabundo: sí, lo necesitamos. La religiosidad muchas veces es una actividad enmascarada, más que pública: la gente no se atreve a revelarla por temor a represiones. El barniz de misticismo que los hombres aplicáis a vuestra civilización no es más que un proceso de crecimiento, de separación entre la vida primitiva de los campos y la organizada de las ciudades. Necesitáis reglas para todo, hasta para pautar vuestra esperanza, y ahí es donde entra la religión. Os aporta criterios para mantener controlados vuestros sentimientos, que de otra manera correrían desbocados y peligrosos. El caos y el orden son distintos grados de lo mismo, y construcciones intelectuales como la fe sirven para mantenerlos en su sitio.

»El maestro Tinker diría que es una metáfora especiosa e inútil, esta de los grados, que solo sirve para ocultar una realidad más noble. Pero nosotros, los robots, basamos nuestra existencia en los algoritmos lógicos mucho más que vosotros, los de sangre caliente. Por eso somos los creyentes perfectos, porque no dudamos nunca. Abrimos una puerta lógica y nos la quedamos, no sentimos flaquear la fe. Comprendemos que no somos más que engranajes dentro de una decisión que fue tomada hace mucho por nuestra deidad: el referéndum entre opuestos.

—Pero seguís necesitando hacer sacrificios. —El cazador apretó los dientes—. Vuestra religión será todo lo lógica que queráis, pero no habéis prescindido de la parte de la sangre y la ruina para honrar a dioses carniceros.

El ojo del monstruo volvió a brillar, y otra tormenta de dolor estalló en el cuello del hombre, que lanzó un grito espeluznante. El robot se le acercó rodando: en su mano portaba un cuchillo enfermo de herrumbre, con el que apuntó a su pecho.

—No nos prejuzgues sin conocernos, porque ese es el peor de todos los pecados posibles. Así lo dijo el bendito Tinker, ¡que su nombre sea honrado por siempre! No se les puede hablar a los pueblos como si fueran una unidad social independiente, hay que llegar al corazón de cada individuo. A cada alma que piensa, siente y sufre. Por eso derramamos sangre, porque es un acto profundo, vinculante, libre de toda posesividad. El terror al sacrificio es la principal arma de cualquier religión: os devuelve al ciclo estro del mamífero inferior, a la sumisión al imperativo mecánico del celo y el hambre.

Jadeando, Telémacus lo miró con odio y susurró:

—Pues mátame ya, o te daré acto vinculante del bueno en cuanto me suelte.

—Proposición harto improbable. Los humanos os dejáis llevar muy a menudo por lo que nosotros, los sintéticos, llamamos «el Dianeva», la fuerza histérica de vuestras pasiones. Tras ellas siempre se oculta una vieja oscuridad, pasiva y anárquica. La fecunda artimaña de la locura, que os lleva a cometer actos impuros, es la quintaesencia de vuestra cualidad mortal.

»En fin, la ceremonia ya está preparada. Basta de filosofar. Debemos empezar antes de que el sol se oculte.

Se dio la vuelta y lanzó una señal que activó el coro de suplicantes. Sin previo aviso, el interior de la tienda pasó del silencio reverencial a una cacofonía de gritos cibernéticos y sonidos de altavoces estropeados. Telémacus se asustó. La claque de zombis se agitaba con un frenesí eléctrico, enloquecido. El reverendo Blélox, alto archimogol de la Piedad Sintética Descomprimida, se situó frente al altar y cogió un saco en el que debía haber un objeto no mayor que una pelota de baloncesto. Lo puso en el altar y entonó una wifiantífona que sonó a millones de hormigas sacrificándose en una hoguera.

En su mano llevaba el cuchillo.

—Oh, glorioso es el Señor, loor, loor, luz que está en los cielos, voz que se escucha en la misericordia —cantó el robot, haciendo que los segmentos rotatorios de su cuerpo girasen sin parar en una parodia de danza maniática—. ¡Ha llegado la ofrenda que esperábamos! ¡La sangre caliente de los no-perfectos al fin ungirá los sacros altares, preparándolos para la veneración de Tu nombre! ¡Posa Tu gran ojo sobre nosotros, y concédenos la revelación de la Verdad Sin Trabas!

Telémacus se retorció bajo los cables. Con la musculatura inteligente de la armadura desconectada —seguramente un virus que le habría inoculado aquel monstruo— era casi imposible moverla, y menos aún pretender ejercer presión con ella. Tenía que quitársela si quería ganar algo de movilidad, pero con los cables atándolo era imposible.

Miró la bayoneta y deseó con todas sus fuerzas tenerla más cerca. Por lo más sagrado en lo que alguna vez hubiera creído, ¡necesitaba ayuda! No podía creerse que toda una vida de lucha y sacrificio, y sobre todo de amor por su familia, fuera a desembocar en un final tan anticlimático: sobrevivir a la persecución de los dravitas y a los barrancos de fuego del mundo antiguo… para acabar sacrificado como un pollo por un robot. La tragedia era tan antigua que ya había perdido toda sensación de horror, salvo si estabas en el lado equivocado del puñal. El destino tenía un retorcido sentido del humor.

Entonces, ocurrió algo que jamás había creído posible.

La bayoneta tembló y se movió un milímetro hacia el borde de la mesa.

Al cazador se le desorbitaron los ojos, y solo en ese instante crítico, en ese impasse, pudo darse cuenta de que por debajo de la cacofonía reinante, del permafrost de ruidos del mundo y de la capa aislante del dolor… había una canción. Una música hecha del eco de las esferas celestes, aleteando como alas de mariposa en surtidores de brillante juglaría. Nubes de notas musicales dejándose caer en una última llovizna.

Era el Id.

Estaba cantando.

No podía entender la letra, si es que había alguna. Pero la melodía era lo más hermoso que hubiese escuchado nunca, después del primer llanto que dejó escapar Veldram cuando nació y lo sostuvo entre sus manos. Estaba escrita en el idioma de los sentimientos, y hablaba de una época distinta, increíblemente lejana, en la que hubo una conexión íntima entre todas las cosas y los seres vivos. Una época en que la experiencia acumulada de los sofontes durante millones de años de evolución alcanzó una masa crítica y adquirió conciencia de sí misma. Y el primer pensamiento que tuvo, lo primero que dijo en voz alta… fue una canción.

Era una sensación como nunca había sentido otra: una callada tensión eléctrica que lo arrastraba dentro de algo, hacia el linde de otra realidad. Un torbellino de imágenes primitivas, sensoriales, atávicas, un caldero llameante y a la vez frío de potencia mnémica. Fuerzas empáticas y preverbales que operaban a un nivel que podía alterar de alguna forma el espacio real.

Telémacus miró la bayoneta, y le ordenó que se moviera. Y esta, como por ensalmo, saltó volando hasta su mano.

¡Telequinesia!, pensó con un arqueo de cejas. ¡Así que esto es lo que se siente!

Blélox no se había dado cuenta: tenía puestos todos sus sensores en el saco que reposaba en el altar. Lo abrió mientras entonaba sus letanías, y Telémacus vio con espanto que contenía una cabeza humana disecada. El robot hizo un amago de reverencia ante ella, todo lo que su tren de ruedas insuladas le permitió.

—Oh, gran Tinker, tú que dejaste atrás tu condición mortal para trascender al reino de lo perdurable, de lo no corruptible por el tiempo. Tú que tendiste el puente entre el carbono y el silicio, entre lo vivo y lo sintético… derrama tus bendiciones binarias sobre nosotros, y acepta esta ofrenda de sangre que…

Enmudeció de repente. Su cono superior había vuelto a rotar para mirar al prisionero, y lo encontró de pie, sin ataduras. Con la bayoneta activada en la mano, resplandeciendo con un leve fulgor carmesí, y una mirada de odio infinito y rabioso. La mirada de un depredador que ardía como el infierno en los ojos de aquel hombre.

—¡HEREJÍAAAAA…! —chilló el robot, y se lanzó sobre él apartando violentamente las marionetas de la claque. Avanzó entre ellas como una apisonadora, su brazo tendido hacia delante con el puñal apuntando a la garganta del humano.

Telémacus pensó una orden muy específica que la armadura, conectada todavía a su hipotálamo, leyó. Y le obedeció, abriéndose de un modo explosivo e instantáneo: las grebas de los brazos y las piernas se desprendieron, cayendo al suelo; el torso se abrió y con solo avanzar un paso —los cables se destensaron y le permitieron pasar entre ellos, pues estaban apretados sobre el volumen mayor de la armadura— estuvo fuera del traje. No desnudo, pues llevaba su mono interior ajustado, pero sí desprotegido. No le quedó otra opción, pues la coraza ya no era un castillo protector, sino un traje de cemento que no le dejaba moverse. Se arrancó con ademán furioso los electrodos de la nuca.

Los ojos se le abrieron como platos cuando vio aquel armario blindado rodando hacia él, golpeando sin piedad a los feligreses y tirándolos con violencia al suelo. Su ojo ciclópeo estaba inflamado de fulgores infernales.

Telémacus esperó hasta el último segundo, a que el robot hubiese ganado suficiente inercia en su loca embestida como para que le costase girar, y saltó hacia atrás para cubrirse con el cadáver de robot al que había estado atado todo ese tiempo. Blélox lanzó tajos al aire y acabó chocando de frente contra el parapeto del cazador. Ambos, sacerdote y barrera, temblaron con la fuerza del choque y se quedaron pivotando graciosamente. Telémacus salió de detrás del parapeto y, de un certero tajo, amputó el brazo de Blélox con la bayoneta.

El robot empezó a girar locamente sobre sí mismo, sus segmentos dando vueltas como un molinillo. El cazador no esperó sino que, agarrando la bayoneta con ambas manos para hacer más fuerza, la incrustó en la parte más débil del cuerpo del robot: su ojo. Este se astilló y perdió su brillo.

—¡Gran Señor del equilibrio cuántico, castiga al malvado que comete herejía! —chilló Blélox, histriónico y descontrolado—. ¡Fulmínalo con tu rayo celestial! ¡Abre tu ojo, abre tu ojo, abre tu ojo…!

Telémacus no sabía si eso del rayo divino era una metáfora o tenía base real, y sinceramente, no quería quedarse a averiguarlo. Así que pasó por un lado del engendro, llevándose de regalo un golpe casual de su brazo; le dio justo en la entrepierna, lo que reunió cuerpo y alma en un instante doloroso. Pero se repuso enseguida: saltó por encima del altar tirando las ofrendas y los símbolos al suelo, y se subió en la moto EV. Ahora entendía por qué cuando la vio por primera vez no le pareció que su sillín estuviese adaptado para posaderas humanas: seguramente sería el vehículo con el que Blélox se movía por el valle, por lo que le había soldado una especie de sidecar ancho y plano, donde podría subirse y operar el manillar. Telémacus se puso de rodillas dentro del sidecar y encendió el motor: la moto tenía dos prolongaciones con forma de tubo hacia delante, entre las que giraba un disco que en realidad era un colector de energía. Cuando el motor se encendió, el disco empezó a girar a toda velocidad y a llenarse de electricidad y calor, hasta que formó una rueda de llamas infernales. Telémacus pisó el acelerador.

La moto salió de la tienda con un rugido colérico, como un murciélago escapándose del infierno, mientras esta se desplomaba sobre sí misma. Blélox, totalmente ciego, con la bayoneta clavada en su ojo y su único brazo amputado, no cesaba de lanzar maldiciones por su altavoz mientras daba frenéticas vueltas sobre sí mismo. En una de esas vueltas chocó contra el pilar que mantenía alzada la tienda y toda ella se vino abajo, sepultándolo a él, a sus feligreses y a toda su locura.

Telémacus miró por el retrovisor mientras se alejaba y vio cómo seguían moviéndose las gruesas telas, distinguiendo siluetas de brazos alzados y cabezas de suplicantes, y un sacerdote que no dejaba de girar enrollándose en la tienda hasta que estuvo atrapado como una momia. Así acababa la religión sádica del dios de silicio, al menos en lo que concernía a esta pequeña secta. Ciego y sin capacidad de manipular el entorno para autorrepararse, seguro que Blélox tendría muchísimo tiempo a partir de ahora para meditar a fondo sobre los riesgos de la santidad.

Telémacus tampoco es que hubiera salido bien librado. Aquel incidente le había salido muy caro, y lo sabía: había perdido para siempre su armadura, pues el virus inoculado en la IA de la armadura sería muy difícil de purgar, y menos con los escasos medios que tenía él. Tampoco llevaba armas, aunque sí un vehículo cuyo tanque de combustible parecía estar al máximo. Al menos, suspiró, no tendría que seguir buscando a su familia a pie.

Aceleró rumbo al este, rezando por no tener más encontronazos.

15. UN ADIÓS Y UNA PROMESA

GOEB

Yo, Goeb Shayya-Regatón 2 Terceraiptoiteración-mentófaga (Radamán):sub:sub16sync% IV, siempre me he considera un hombre escueto. Y práctico. Como todos los ingenieros, concibo el mundo en términos de ganancia y pérdida, en porcentajes de complejidad y solución. En preguntas y respuestas. Para mí, el universo no es más que una pizarra donde hay escrita en tiza una cantidad infinita de problemas matemáticos, que nosotros los sapientes debemos ir resolviendo a lo largo de nuestra dilatada historia. Por eso, cada vez que me encuentro con uno de esos asombrosos enigmas, por mucho que no tenga nada que ver conmigo ni que sus consecuencias me afecten directamente, algo en mi mente se pone a dar saltos de alegría.

Es lo que me pasó cuando conocí a Liánfal y a su gente, y las increíbles circunstancias que rodeaban su odisea.

Me miraban como si fuera un monstruo de esos que salen de los sueños para asustar a los niños, una vez ha caído el sol. En cambio, ellos eran para mí un enigma social y antropológico de esos que te hacen salivar. Su historia estaba tan llena de casualidades asombrosas que costaba creerse que solo fuera cosa de la aleatoriedad del destino. Accidente, es posible. Selección natural… difícilmente. Los que hemos meditado alguna vez sobre la idea del Destino sabemos que está completamente loco. Y me refiero a estrictamente loco, sabiamente chiflado. Lo justo como para enlazar historias tan dispares como la de los lumitas y la mía en busca de una fatalidad común.

—¿A qué se refiere con eso de que no hace falta que siga con su proyecto de construcción de una nave translumínica? —preguntó la místar. Fruncía solemnemente el ceño. Probablemente fuese su manera de expresar desconcierto.

Intenté explicárselo.

—Este… eh… Tapiz de Sílice, como ustedes lo llaman, es en realidad una rodaja de la cognoscitiva de una nave translumínica de gran tamaño. No sé cómo fue a parar a sus manos, ni siquiera cómo acabó en Enómena, pero aquí está, y sigue activa. —Al oír mis palabras y entender su significado, a muchos lumitas se les fue agriando la cara como cerveza mala. Pero Liánfal y la mujer guerrera, Arthemis, no cambiaron un ápice su expresión. Sabían tomarse la religión con el suficiente humor como para encajar bien noticias así—. Y está activa. Funciona. Está recibiendo una señal en tiempo real procedente de la órbita de este planeta.

—¿Quiere decir… que eso no es un tesoro fabricado por los dioses? —preguntó alguien, de fondo, un lumita indiferenciado.

—Sí. —La palabra nefasta. Una palabra-sentencia como quizás no haya otra, capaz de borrar cualquier posibilidad de esperanza.

—¿Qué contiene esa señal? —preguntó Vala.

—Al parecer, hay alguien allá arriba desesperado por contactar con los líderes de los países de aquí abajo. No estoy seguro de si es una inteligencia artificial o un tripulante de alguna nave. El problema es que los canales que emplea y su cifrado son demasiado sofisticados como para que alguien los recoja y los interprete.

—¡Una nave, una auténtica! —se asombró Veldram—. ¿Del carro de diamantes?

Me explicaron a qué llamaban «el Carro» y yo asentí.

—Probablemente. Ese pequeño convoy ha cambiado su posición y se ha agrupado en torno a la cima del Hilo, lo he visto desde aquí abajo. Están pasando cosas interesantes ahí arriba. Creo que podemos ponernos en contacto con ese emisor, y hacerle ver que estamos interesados en hablar con él.

—Increíble… —musitó Liánfal. Se burló de su propio asombro con una risa gutural, abandonada, que hizo sonreír a los otros—. Y mientras tanto, nosotros aquí abajo, tan desconectados e ignorantes de todo…

—La ignorancia es el campo de lo indemostrable, el campo de la acción ciega —apostilló Logus—. Allá donde exista un enigma que resolver, habrá un motor que ponga en marcha la vida.

—Felices palabras, las subscribo —dije, y les pedí que guardaran otra vez las reliquias en sus sacos—. Tengo memorizada la frecuencia y el código de cifrado de la señal. Podemos usar la antena de este edificio para dirigir un haz directamente a la fuente de emisión y mandarle una respuesta. Estos son los misterios de mi disciplina, y son complejos de entender vistos desde fuera, pero fíense de mí cuando les digo que puedo hacerlo.

Los lumitas intercambiaron miradas tensas, llenas de energía y de temor. ¡Hablar con sus dioses a través de un aparato de radio! ¡Mandar un mensaje físico, no espiritual, que sabrían que sería recibido, y que la entidad que estaba en el cielo no tardaría en contestar! Era una idea sobrecogedora, con la claridad imperativa del presentimiento.

—¿Pero qué le diremos? —preguntó Vala—. ¿Q… qué le pregunta una a un ser que encarna todo lo que nuestras plegarias llevan pidiendo durante siglos? ¿Nos conformaríamos con un simple «Hola, qué tal»?

—Tal vez baste con eso. Estoy seguro de que la entidad que está allá arriba, en el cielo, no tiene nada de divina. Probablemente sea una IA que se ha reactivado por razones desconocidas, y que está esperando órdenes del control de tráfico aéreo. Lo siento, lamento ser tan desmitificador —me encogí de hombros—, pero la ingeniería nos enseña que ante varias explicaciones a un mismo problema y en igualdad de condiciones, la más simple suele ser la correcta.

—O sea, que el «Hola, qué tal estas», sirve —sonrió Arthemis. Aquellos ojos oscuros obligaban a la verdad.

—Sería un buen punto de partida. A partir de ahí podríamos preguntarle a ese emisor quién es, dónde se encuentra exactamente, y si hay alguna manera de que nos pongamos en contacto físicamente. Todo este proceso no parece más… que el simpático reverso de una coincidencia.

Una pausa mientras los lumitas me miraban, acongojados. Me quedé allí, inmóvil, como una araña en el centro de una telaraña tejida de silencio.

Al final fue la líder, Liánfal, la que se encogió de hombros y dijo:

—Demonios, ¿a qué esperamos? Hagamos esa llamada a larga distancia.

Por fuera del edificio la cosa ya se había calmado. Los monstruos galvánicos se habían alejado y no eran más que mapas de isobaras locas en el horizonte. El lago había recuperado su quietud; unas cintas de luz blanquecina se extendían sobre él como velámenes oblicuos y fantasmagóricos, fragmentos de un sol que cubría las nubes con un difuso polvo luminoso.

La mayor parte de la tribu se quedó abajo, en el salón de reuniones, recuperándose y dándole de comer a los niños y a los ancianos. Leí en sus caras que por primera vez desde que empezó aquella locura se sentían un poquito a salvo, como si mi estación científica fuese un santuario. Yo tenía claro lo erróneo de esa idea, pues si llegaba hasta aquí cualquiera de los ejércitos que peleaban por ahí afuera, no tendríamos manera de defendernos. Pero dejé que lo creyeran. Necesitaban este momento de calma.

Liánfal, Arthemis, Vala, Logus y yo subimos a lo alto de la torre, donde estaba situado el control de telecomunicaciones. Me había encariñado con Logus: su perspicacia era dura y pulida como un diamante, como a mí me gustaba. Se aferraba igual que yo a los hechos, y tendía a dejar de lado los asuntos que se situaran en el plano de la adivinación. Su mente era tan asertiva como extraño su cuerpo. Sería un valioso aliado científico.

La sala estaba situada en el último piso, por encima de aquellas paredes que cuando recibían la luz combinada de los espejos brillaban como un incendio de cristal. Pero hasta allí no llegaba el calor. La estancia era redonda y circundada por un anillo de consolas llenas de botones y pantallas, con sillas que tenían estratos de polvo. Cuando entramos, una constelación de lunas cobró inesperada vida en el techo: las luces de sodio de las lámparas, que presintieron místicamente nuestra llegada.

Había huellas de una antigua habitabilidad, de que en realidad hubo gente viviendo allí y haciendo su trabajo en tiempos pasados: una máquina capaz de producir una bebida estimulante pasiva-agresiva; un dilatador temporal con forma de revista con ilustraciones guarras; condones pasar usar y reciclar —ya reciclados—; una revista de acertijos surrealistas con forma de sopicaldos de letras; una novela sobre un pintor ciego que se pasaba la vida dando pinceladas al aire a ver si por casualidad encontraba y acababa un cuadro que había perdido hacía diez años; e incluso una redoma con un perfume ruibarbo, ya gastado, que todavía se preguntaba si la vida era reconciliación o renuncia.

—Lamento el desorden, pero es que nunca subo aquí arriba. —Soplé una de las consolas. Una nube de polvo cobró vida y se elevó como un fantasma—. En fin, probaré la antena. Espero que funcione. He vivido aquí varios años y todavía no he adquirido una incompetencia sobre estos sistemas digna de elogio.

Pulsé botones y algo se movió por encima de nuestras cabezas, al otro lado del techo. Su sombra se desplegó en todas direcciones, formando un nubarrón controlado. Liánfal y las demás —menos Logus— se asustaron, preguntándose qué estaba pasando. Al mirar por los ventanales, vieron que unas láminas de metal se estaban abriendo como los pétalos de una rosa, formando al final del movimiento algo parecido a dos manos unidas por la palma. Una conífera vigorosa de metal, sus agujas de color escarlata pálido, se alzó en medio de esos «dedos» y apuntó al espacio. Breves chispazos eléctricos estallaban a sotavento en las torres.

—¡Funciona! —exclamé, contento. Al sentarme ante la consola, mi traje de cuero trufado de circuitos me hacía parecer una extensión de la máquina más que un operario, pero esto era siempre así. Los ingenieros nunca disimulábamos nuestra condición de entidades semivivas. Con nuestros trajes llenos de conectores y tubos, parecemos una advertencia de cómo la tecnología puede subyugar al hombre—. Introduzco la clave en el emisor… y le pido a la antena que rastree lo que vosotros llamáis coloquialmente el Carro de Diamantes.

La antena se desplazó para seguir a una estrella, o más bien un conjunto de ellas, que había estado desplazándose por el cielo con movimientos infinitesimales. Los altavoces crepitaron y vomitaron una cacofonía de ruido blanco que hizo que todos menos el idor se taparan los oídos. Bajé el volumen. Incluso a poca potencia parecía un estruendo electrónico que recordaba al lamento de la materia al ser despedazada por las fuerzas masivas de un agujero negro.

Paseé por la frecuencia, buscando un canal digital más limpio, y lo encontré. Tanto Liánfal como las otras mujeres dieron un respingo, pues escucharon en directo una voz andrógina que salió de los altavoces.

—«Atención, aquí la nave semillera Icaria hablando en tiempo real desde la órbita baja a todo el que esté escuchando. ¿Hay alguien ahí, alguien entiende mi mensaje? Por favor, respondan. Necesito establecer contacto con los supervivientes de la colonia humana de Enómena 76K [Amrá-2]. Poseo un tesoro en sensometal que deseo compartir con vosotros, y que podría devolver la colonia a su nivel tecnológico de antaño. Por favor, respondan».

Vala fue la única a la que se le notaron las palabras de la frase «¿Es la voz de dios…?», pasándole como un cartel luminoso por la boca. Pero no la pronunció. Liánfal y Arthemis, más avanzadas culturalmente, sabían perfectamente que aquella voz no tenía nada de divina. Fue la místar la que se sentó a mi lado y me miró fijamente; a mí y al micrófono de la consola.

—Contesta a su saludo —me pidió—. Dile que entendemos su mensaje y que queremos contestarle.

—¿En nombre de quién hablo? ¿Cómo me identifico?

Liánfal miró a los otros. Se le notaba la tensión por debajo de la piel, que estiraba sus músculos y hacía que algunos le temblaran.

—Dile que somos el colectivo Lumita. Y que yo me llamo Liánfal.

—Atención, emisor remoto en frecuencia 2900 MHz, este es el colectivo Lumita respondiendo. ¿Me capta? Identificador del hablante: Liánfal.

El mensaje automático de la nave se cortó instantáneamente y oímos una voz igual de andrógina pero amable, quizá esperanzada.

—Liánfal, aquí la nave semillera Icaria. Encantada de poder hablar con alguien al fin. Estoy situada en la órbita baja a 35.000 kilómetros de altura, cerca de la cima del ascensor estelar. He enviado un emisario a tierra, uno de los trenes magnéticos del tallo, con una muestra del material sensoactivo que llevo en mis bodegas. ¿Pueden recogerlo cuando llegue?

No sé qué fue lo que más les chocó a las mujeres, si oír hablar a algo que se identificaba claramente como una nave en órbita, o su tono tan coloquial y ansioso por establecer contacto con los humanos. Cuando uno se ha pasado su vida envuelto en el oscurantismo de los mitos y de repente logra hablar con ellos, y estos suenan a colega que desea compartir un almuerzo contigo e invitarte a su casa, en lugar de a voz divina y retumbante… algo se rompe en los cimientos de tu fe. Se vuelve más trivial.

—Estamos todavía a ciento diez kilómetros de distancia de la base del tallo —dije con una sonrisa—. Pero será un placer desplazarnos hasta allí para recibir ese tren. Gracias. Por favor, no rompa el contacto.

—De acuerdo, seguiré escuchándoles de modo permanente. Avisen cuando lleguen al Hilo, por favor. Podremos intercambiar más objetos e información.

La euforia estalló en la habitación. Mi felicidad estribaba en haber descubierto la llave que necesitaba para salir de este planeta bárbaro e intentar llegar a un lugar más civilizado del universo. Para los demás… es complejo de explicar. Vi en sus ojos una mezcla de satisfacción por sentir que estaban acabando una era, y temor por lo que pudiera traer la siguiente. Éramos plenamente conscientes, ellas más que yo, que una etapa de la historia de la humanidad en Enómena estaba llegando a su fin, y que para bien o para mal otra estaba a punto de estrenarse.

De pronto, Vala congeló su expresión de felicidad y se quedó mirando pasmada por la ventana. Señaló algo en el horizonte, algo que se acercaba a toda velocidad.

—Esperad… ¿qué es eso?

Un objeto pequeño y veloz se aproximaba a la estación dejando una estela de polvo. Cuando llegó al lago no se detuvo, sino que lo cruzó volando por encima. Era un vehículo repulsor, EV, como nuestros camiones, pero su poco peso le daba más capacidad de sustentación, y podía flotar sobre el agua.

—¡Dravitas, nos han encontrado! —exclamó Arthemis, y bajó a toda prisa por el ascensor preparándose para el combate. La acompañamos, y cuando estuvimos fuera del edificio vimos que el objeto era en realidad una moto con un diseño extraño, como si le hubieran soldado un sidecar al sillín del conductor. El motorista se había detenido al lado de las dos cajas de los camiones que los pyghast habían dejado tumbadas de costado, como juguetes rotos, y sacudía la cabeza como diciendo: «Tch, tch, qué desastre».

Entonces nos vio salir del edificio, y su mirada se cruzó con la de Vala.

Cuando el hombre empezó a avanzar hacia el edificio, con aquel rostro hermoso, claro y abierto por bandera, circundado por una barba marrón, aquella a la que llamaban Vala empezó a llorar. Pero no era un llanto amargo, sino de sorpresa, de felicidad. Salió corriendo de la estación y, cuando sus ojos y los del hombre se encontraron, tuvieron el súbito impulso de hablarse sin palabras, usando el lenguaje de los sentidos. La sobrecogedora experiencia de lo inminente.

Corrieron el uno hacia el otro y se fundieron en un largo, cálido y profundo abrazo, lleno de besos, de te quieros, de te he echado de menos, y de esa fuerza interior que llena de energía a cualquier escalador para ayudarle a superar el declive de la montaña. Eran amantes, comprendí. Y por lo que me contaron después, un miembro muy valioso de la tribu al que creían muerto.

—¡Telémacus! —Los demás también corrieron a abrazarlo. Del edificio salieron otros lumitas, entre ellos su hijo Veldram.

—¡Por los dioses, papá, ¿qué te ha pasado?!

—Nada que no se empiece a arreglar con una cerveza…

Hubo lágrimas y gemidos sordos. Cuando al fin le dejaron un poco de espacio para que respirara, el agobiado y sonriente guerrero dijo, sin dejar de abrazar a su familia:

—Es una larga historia, os la contaré luego. Tenemos que darnos prisa en salir de aquí: cuando venía, adelanté a unas tropas dravitas. Se acercan en vehículos de alta velocidad, seguramente un grupo de exploración.

Eso le proporcionó sustancia a nuestra inquietud. También en mi entorno habitual había cables peligrosos, y cosas que si las tocabas te hacían daño.

Arthemis juntó las cejas.

—¿Cuántos vehículos?

—Solo dos, pero cargados de tropas. Si había más, no lograron sobrevivir al cruce del barranco ardiente. Pero esos dos vienen que echan humo.

En la cara de Vala se abrió una fisura y, por un instante, algo miró a su marido desde el otro lado: la metálica, rutilante faz del terror. Fue solo un instante, pero sirvió como punto y aparte. Sus ganas de olvidarse de todo y pasar un rato a solas celebrando la resurrección de su esposo —y, si se terciaba, preludiar el sueño con una larga e intensa sesión de amor—, acababan de desvanecerse.

—Tenemos que probar los camiones a ver si siguen funcionando. Hay que realizar una evacuación rápida. —En ese momento, el cazador reparó en mi presencia y se tensó—. Supongo que habrá una explicación coherente para… eso.

—Se llama Goeb. Es un ingeniero naval. No es de este planeta.

—Ya… eso lo he deducido nada más verlo. ¿Estás de nuestro lado, Goeb?

Me adelanté y le saludé a la antigua, con una sutil reverencia. Mis tubos dorsales se agitaron como trenzas.

—Soy un náufrago, y como tal, lo único que deseo es encontrar un bajel que me lleve a casa. Si me permitís que os acompañe hasta el Hilo, creo que os seré de mucha ayuda. Ya he establecido una conexión por radio con el Icaria.

—¿Con el qué…?

—No hay tiempo para eso. Mirad —dijo Arthemis, con voz grave. A todos nos pareció que se le alargaba un poco la cara.

En la distancia, perfilados por nubes de polvo, había dos objetos de perfil agresivo que se hacían grandes a ojos vista. Parecían blindados llenos de púas y cañones. Estaba claro que nos alcanzarían mucho antes de que pudiéramos poner los camiones a punto.

—Vamos dentro del edificio —ordenó Telémacus, haciéndose cargo (como era habitual en él) de la situación—. Nos parapetaremos.

—No nos quedan armas ni mercenarios —dijo Arthemis, no como pájaro de mal agüero sino simplemente para constatar un hecho—. ¿Qué les vamos a lanzar, insultos?

Los nudillos de Telémacus crujieron cuando se los apretó.

—No lo sé, pero no pienso morir aquí fuera sin hacer nada. Démonos prisa, no tenemos mucho tiempo.

PADRE ADDAR

En pocos minutos, Telémacus puso al día a todo el grupo —incluida a esa nueva y estrambótica adquisición, el ingeniero— de sus aventuras. Todos escucharon con atención y con cara de pasmo el episodio que narraba lo que encontró en las profundidades del mundo, cuando cayó a través de mareas de magma hasta el reino de los taelon. También relató cómo había perdido su armadura a manos de Blélox, el robot fanático religioso, y su rápida huida a través del desierto en la moto que le robó. Ahora estaba aquí, reunido por fin con su familia pero sin armas ni coraza, ni nada con lo que hacer frente a aquellos nuevos enemigos que se acercaban. Los nudos de la mala suerte vibraban como un cordón tensado.

Goeb no paraba de alucinar. Las piezas de aquel complejo puzle llamado Enómena, con sus vastos secretos y sus intrincadas relaciones, parecían encajar con asombrosa precisión. Era como si el destino se hubiese confabulado para destapar todos sus regalos sorpresa a la vez, de modo que cada uno remitiera al siguiente. Los mundos de arriba y de abajo colisionaban en el centro sacando a la luz secretos que llevaban sepultados ni se sabía el tiempo, en un sitio donde normalmente la rareza demandaba castigo.

—Una civilización oculta de evoanimales inteligentes… —se asombró el ingeniero—. Me encantaría tener una conversación con ellos.

—Dejaremos eso para más tarde. Como de costumbre, lo urgente no deja tiempo para lo importante —dijo Telémacus—. Dime, Goeb, ¿hay armas en este lugar, o algo que podamos usar para defendernos? ¿Algún vehículo rápido en el que podamos escapar?

—Uhm… ninguna de las dos cosas, me temo. Cuando llegué a este planeta dejé estacionada mi nave en lo alto del Hilo, y bajé en uno de sus ascensores de alta velocidad. Luego vine hasta aquí en un EV, pero hace tiempo que pasó a mejor vida.

—Estupendo. —Unas arrugas aparecieron en el rostro del cazador. Iba a añadir con sorna «Pues a menos que ocurra un milagro estamos jodidos», pero se contuvo para no machacar a los que le estaban escuchando. Miró por las ventanas, buscando algún elemento del paisaje o de la estación que pudiera ayudarlos en la lucha que se avecinaba. Unas nubes traviesas estaban encaneciendo el suelo con sus gotitas, y también los espejos, cuyo recuerdo del sol había quedado reducido a una fotografía color lodo en sus paneles.

—Creo que voy a salir ya para ir poniendo en marcha los camiones, si es que esa tormenta galvánica no los ha frito por dentro —dijo Arthemis.

—Espera. Ingeniero, ¿qué es esa rampa curva tan alta?

—Oh, una catapulta electromagnética. Para lanzar cargas al espacio o ayudar a despegar naves con diseño basado en la propulsión y no en la antigravedad.

—¿Y funciona todavía…?

El ingeniero se encogió no de hombros, pero sí de tubos.

—Supongo. Hace muchos años que no se enciende, pero en teoría debería estar operativa. ¿En qué está pensando, señor?

Telémacus afiló los ojos.

—En el significado más antiguo de la palabra catapulta…

Alguien dio la alarma: los dravitas habían llegado al borde del lago. Se habían detenido con sus vehículos aeroflotadores pesados con pinta de blindados de combate. Parecían tener el mismo problema de flotabilidad que los lumitas se habían encontrado con sus camiones, así que por el momento se lo estaban pensando. Como Telémacus se temió, era un grupo de exploración y castigo, seguramente enviado por el Kon-glomerado al ver que su líder no regresaba tras el accidentado vadeo del Devianys. Encima de cada vehículo se apelotonaban sicarios como en una vieja película de persecuciones. Parecían caravanas ambulantes llenas de celebridades menores del mundo del homicidio.

—No tardarán en encontrar una manera de cruzar. ¡Que todo el mundo se ponga a amontonar lo que encuentre contra las ventanas, hay que crear barricadas! —La gente, asustada, se puso en marcha—. ¡Vosotros, empujad hacia aquí esos escombros! —Más manos—. Goeb, pon en marcha los motores de la catapulta. Y prepárate para reorientar todos esos espejos solares.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó Vala, mirando con temor a su marido. La expresión de él estaba deslizándose de nuevo peligrosamente hacia el delirio.

—Confía en mí. Saldrá bien.

—¿Y si te matan?

—Bueno, en esa situación ya estamos ahora. El cambio solo puede venir a mejor.

La alargada cara de caballo del ingeniero pendía sobre él, preparada para relinchar. Ecce fectum. Pero no lo hizo, sino que volvió a la sala de control y empezó a apretar botones. Mientras tanto, los lumitas cogieron todo lo que había a mano y podía ser usado como arma contundente —sillas, patas de mesas, cristales rotos, incluso mazos improvisados con telas enrolladas y mojadas—, y se apostaron al lado de ventanas y puertas. Junto a la principal estaban apostados Telémacus, su hijo y Arthemis. En un momento dado, ella le sonrió.

—Desde luego, eres mi clase de hombre. Los tienes muy bien puestos.

—Gracias, Arthemis, pero no hago esto por mí, sino por mi familia.

—Eso lo vuelve aún más meritorio. Lástima que ya estés comprometido, semental.

Veldram la miró con enojo, pero se quedó callado. Aquello, si acababa siendo un problema, era algo que tendría que resolver su padre, no él.

—Hay gente adicta al riesgo y a las emociones fuertes —dijo Telémacus, divertido—. Es posible que si sobrevivo al día de hoy intente introducir la palabra tomato en el lenguaje. Si la gente se cansa de arte y de quehaceres cotidianos, dales tomato.

—Apoyo la moción. Vamos a darles tomato del bueno a esos cabrones. —Arthemis hizo un gesto hacia el primer vehículo, que había puesto sus motores repulsores a máxima potencia y estaba empezando a cruzar el lago—. Atención, ya vienen. Lo primero que tenemos que hacer es agenciarnos alguna de sus armas. Con palos y piedras no vamos a ninguna parte.

—De acuerdo. Tú vete por la izquierda, yo por la derecha. Intentemos atraerlos a la base de la catapulta. Goeb, ¿estás preparado? —preguntó Telémacus por la mini-radio.

—Sí. Control de giro de los espejos, listo. Calculando el ángulo de incidencia del sol.

—Maldita sea, si no estuvieran todas esas nubes… Más mala suerte.

Tenía el mal hábito de pronunciar esas palabras, «mala suerte», entre comillas. Pero es que para él no eran un factor irremediable del destino, sino algo contra lo que se podía luchar si uno se esforzaba lo suficiente.

El primer blindado estaba a medio camino de la orilla, levantando olas de dos metros a medida que sus motores se asfixiaban intentando mantener la caja superior a flote. Dos figuras veloces abandonaron el edificio y corrieron a ocultarse tras los espejos: Telémacus y Arthemis, cada uno por un lado del campo. Cuando el vehículo tocó tierra, y justo antes de que los soldados que llevaba encima saltaran a la arena, el cazador hizo una especie de silbido de pájaro por su intercomunicador, dándole una orden a Goeb. Este apretó el botón que controlaba la inclinación del bosque de espejos y orientó los que no estaban estropeados en un ángulo tal que cogieron esa bola fría y brillante del cielo y la concentraron desde cientos de puntos diferentes sobre el blindado. La consecuencia fue que el mundo pareció estallar en un fulgor incandescente alrededor del vehículo. Apenas había calor asociado a ese resplandor, pero tampoco hacía falta: el plan de Telémacus no lo necesitaba.

El acto reflejo de los dravitas fue el esperado: taparse la cara y lanzar un grito de asombro. Sus cascos provistos de visión mejorada no pudieron soportar la repentina visita del sol a ras de tierra y se saturaron, mostrando a sus usuarios campos quemados de ceniza estroboscópica. Eso les dio a Telémacus y Arthemis los segundos que necesitaban para correr hasta la caja del vehículo, subirse encima de un salto, cada uno por un lado, y hacer la misma acción: tirar a un soldado fuera del vehículo, sin contemplaciones, y quitarles a otros dos las anillas de las granadas que llevaban en los chalecos. Luego, saltaron al suelo y se cubrieron la cabeza.

El estupor de los enceguecidos soldados no tuvo límites, y menos cuando al recuperar la visión lo que vino con ella no solo fueron imágenes, sino también sonidos: el tictac letal de los explosivos. Les dio tiempo apenas para mirarse unos a los otros con incredulidad, cuando las granadas explosionaron en cadena: primero las de los hombres atacados por los dos mercenarios, y a continuación y en una oleada imparable, las que llevaban sus compañeros de pelotón. El resultado fue un hongo de fuego que convirtió el blindado en una seta triturada.

Habían muerto todos salvo los que ellos habían tirado del vehículo. En cuanto la lluvia de restos dejó de precipitarse sobre ellos, Telémacus agarró la cabeza del soldado y le partió el cuello. A continuación, le arrebató lo que llevaba encima: armas de mano, granadas, radio. Arthemis hizo lo propio y se reunió con él rodeando a la carrera el blindado.

—¡Ha salido bien! ¡No me lo puedo creer!

—Sí, pero no funcionará por segunda vez. Mira. —El hombre señaló el segundo blindado, que alzaba hacia el cielo unos tubos negruzcos—. Mierda… ¡morteros! ¡A cubierto!

Salieron corriendo para alejarse de los restos del vehículo, ya que seguramente el artillero los estaría usando como blanco, y se refugiaron bajo los espejos. Del segundo blindado surgieron unos trazos de humo lanzados al aire, acompañados por unos tosidos, y cuando cayeron a tierra hicieron explotar la zona circundante al primer vehículo. Los espejos se transformaron en ondas de cristal triturado. Telémacus lanzó un improperio cuando muchos de esos pedacitos de cristal se le clavaron en el cuerpo, y deseó haber tenido puesta su armadura. Por fortuna, las heridas no fueron profundas, pero le dejaron la piel llena de cortes.

El blindado terminó de cruzar el lago y trepó a tierra con un esfuerzo mecánico. Los dravitas, casi inmediatamente, saltaron de la caja al suelo: no querían que les pasara lo mismo que a sus compañeros del primer tanque. Telémacus le hizo una señal con el puño a Arthemis y corrieron de vuelta al edificio principal, tirando hacia atrás casi sin mirar las granadas robadas a los muertos. No buscaban causar bajas, solo crear un estado de confusión que les diese cobertura. A su alrededor, el aire se llenó de descargas láser que dejaban supersónicos rastros de ozono.

—¡Goeb! ¿Cómo va esa catapulta magnética? —gritó Telémacus mientras corría. El ingeniero deslizó su voz entre chispazos:

—Operativa, pero si quieres usarla, dímelo con tiempo para ir cargando el disparo.

—¡Cárgalo ya! Intentaré atraer al blindado hasta su base, a ver si lo podemos poner en órbita como un tirachinas.

El cazador salió corriendo hacia un lado, separándose de Arthemis. Esta llegó al edificio, se lanzó de cabeza por una ventana y, una vez parapetada dentro, abrió fuego contra los soldados con el fusil robado. Vio la figura de Telémacus corriendo a todo lo que daban sus piernas mientras los destellos láser silbaban a su alrededor como ascuas de luz. En su persecución no fue el blindado, pero sí media docena de soldados. Estaban mucho mejor armados y motivados. Por la cabeza de la cazadora empezó a rondar un fantasma cruel, el del fracaso, susurrándole sus espantosas letanías: que si no podrían sobrevivir a este ataque; que si su viaje iba a concluir aquí pasara lo que pasara; que si…

Telémacus llegó a la base de la enorme catapulta y miró hacia arriba, a la gran pista metálica que se curvaba hacia el cielo, como si fuera una pista de aterrizaje para aviones que describiera una curva. Había algo fluido, insustancial, en la pesadez misma de aquella masa metálica, de aquel monolito compuesto por centenares de torres distintas amalgamadas, donde las partes y el todo llevaban el mismo nombre. Como si hiciera falta —que no lo hacía—, tenía pintadas marcas de dirección en su superficie plana, flechas que indicaban «hacia adelante», aunque cualquier cosa que ganara inercia allí solo tenía un lugar por donde salir: la cúspide de la pista, en dirección a las estrellas.

Notó la pesadez de los campos magnéticos abriéndose paso por el aire. Destellaban en los ángulos y los filos de una especie de cañón lineal, la catapulta en sí, situada en la base del aparato; esta máquina era la encargada de conferir a los paquetes que iban a ser lanzados el impulso inicial. A lo largo de la pista había muchos más aceleradores, cuyos campos contribuían a mover el paquete y a que ganara una cantidad brutal de momento angular. Si tan solo pudiera situar delante del cañón el vehículo de los dravitas… lo mandaría de regreso a Tájamork de una patada en su magnético culo.

Se parapetó tras el borde de la pista y devolvió el fuego a quienes lo perseguían. El blindado estaba yendo directo al edificio. Telémacus sintió ganas de estornudar por el polvo de los impactos y se pellizcó el puente de la nariz. ¡Vaya momento para ciertas funciones corporales! Lo que menos le gustaba era que el vehículo no le hacía ni caso, por mucho que le disparase. A lo mejor se veían venir la trampa, o consideraban que el premio que les esperaba en la estación era mucho más goloso que un hombre solo, pero lo cierto era que el plan de atraerlo hacia la catapulta no estaba dando resultado.

Maldita sea, si tan solo les sonriera la suerte aunque fuera una vez…

En ese momento sucedió algo que nadie, ni lumitas ni dravitas, esperaba. Ni siquiera tuvieron claro de qué se trataba, aun viéndolo desde lejos. Lo único que Telémacus supo fue que un tercer jugador hizo acto de presencia en el campo, y que se plantó como una figura muy difícil de describir en el borde del lago, detrás de los atacantes.

Telémacus fue el primero en extrañarse. Afiló los ojos a ver si enfocaba mejor, pero solo se advertía la presencia de una figura humanoide desdibujada por el polvo. Era muy alta, eso sí, más de dos metros, aunque sus proporciones eran indudablemente bípedas. Sin embargo, había algo en ella… irreal. Complejo. Parecía más una proyección holográfica que un ente sólido, porque su contorno temblaba, y resultaba muy difícil fijar la vista en él. Como si siempre estuviera desenfocada. Pero sobre todo, aquella figura emanaba una increíble sensación de amenaza, a pesar de que todavía no había hecho ningún movimiento hostil. Los dravitas también lo percibieron y giraron el blindado para apuntarle con sus armas.

Los soldados abrieron fuego, y la criatura se movió. Dejó algo parecido a un eco de imágenes en el aire al desplazarse, como si se fuera olvidando atrás efímeras fotografías de sí misma que congelaban instantes en el tiempo. Esas fotos no duraban más que unas décimas de segundo, pero el ojo las captaba, y sabía que no eran alucinaciones.

El ser se acercó a los soldados sin preocuparse de si los disparos de energía impactaban sobre él o no. En realidad, parecía sacar provecho de ellos, pues cada láser que le golpeaba parecía abrirse como un abanico de frecuencias y alimentar el campo que protegía a la criatura. Entonces comenzó a matar soldados, y no fue un espectáculo hermoso: a Telémacus se le desorbitaron los ojos cuando vio la técnica que empleaba, una especie de proyección de sus «instantes de realidad» como armas. El ser levantaba una mano, y ese movimiento generaba ecos cuánticos que cortaban el aire como fracturas en la fábrica de la realidad. Esas fracturas cortaban los cuerpos humanos y los montantes de los espejos solares como si estuviesen hecho de humo. Pronto, la tierra empezó a llenarse de cadáveres de dravitas mutilados, de trozos de los espejos que aún quedaban en pie, e incluso de partes del vehículo blindado, cuyas corazas no servían para detener aquello.

El asombro en el rostro de Telémacus no solo vino a cuenta de la aparición de este ser, ni de lo que estaba haciendo con las fuerzas militares, sino porque sabía lo que era. Nunca lo había visto, pero había oído las leyendas… y además, era el premio máximo al que Arthemis quiso aspirar cuando trató de hacerse con la Llave de Iridio: aquella cosa era un hecatonquiro, sin duda alguna, la mayor arma concebida por el Imperio Gestáltico. Un androide de combate que jugaba con la fábrica de lo real a la hora de desplegar su potencial ofensivo. No había nada ni nadie en Enómena que pudiera resistírsele, ni siquiera sus supuestos controladores. El loco de Padre Addar había puesto en funcionamiento una de aquellas cosas, quién sabía si la última que quedaba en Enómena.

Y ahora estaba allí, descontrolada. Haciendo lo único que sabía: matar.

Si esa cosa llegaba al edificio no dejaría ser humano con vida. Ningún lumita viviría para contarlo. Así que Telémacus tenía que hacer algo para, si bien no destruirlo —mucho se temía que no había ningún arma en el planeta capaz de hacerlo, ni siquiera los ingenios nucleares—, sí lanzarlo muy lejos de allí.

Miró la catapulta y se preguntó si el cuerpo de un hecatonquiro sería vulnerable al electromagnetismo. A lo mejor ni siquiera eso tendría poder sobre él.

—¡Tenemos que llevarlo hasta la catapulta! —gritó por el intercom. Le respondió Arthemis:

—¡Juguemos al gato y al ratón! ¡Yo seré la ratoncita!

La cazadora salió por la misma ventana por la que había entrado, dejando una cohorte de lumitas atónitos y aterrorizados detrás, y echó a correr por el campo de espejos hacia donde estaba Telémacus. De camino, liquidó a un par de soldados que huían del monstruo sin saber que la tenían a ella detrás.

—¡Eh, bicho, engendro, mala cosa! —le gritó al hecatonquiro, haciendo aspavientos—. ¡Mírame a mí, estoy aquí! ¿Quieres pasar un buen rato? ¡Sígueme!

El monstruo dio un salto y cayó convertido en una cuchilla cuántica sobre el blindado, el cual se partió espectacularmente en dos pedazos con una explosión limpia, seca y casi sin ruido. Los dravitas supervivientes gritaban de pánico y le disparaban con sus armas personales, sin saber que ya estaba todo perdido. Que ante tamaña fuerza imparable de la naturaleza —de la tecnología, más bien—, no había nada que hacer. Estaban todos muertos, y lo sabían.

El hecatonquiro miró a Arthemis. Y sucedió algo muy extraño.

Se quedó inmóvil durante unos segundos, como desorientado o demasiado sorprendido para moverse. Miraba a la mujer pero no como un objetivo más, otra insignificante hormiga que quitarse de encima, sino como si la reconociera. Como si la hubiese visto en alguna otra vida, y un eco de esas memorias volviera inesperadamente a él.

Arthemis tuvo que ahogar un grito de asombro cuando se dio cuenta de que reconocía los rasgos faciales del monstruo: de algún modo, la cara de aquella cosa era la misma que la de Padre Addar, solo que consumida por los procesos estocásticos que rodeaban como una concha a aquel androide. Pero seguía siendo él, no le quedó la menor duda: de algún modo, bestia y hombre se habían fusionado en una entidad, y compartían nombre y definición.

Aquel engendro la había reconocido de cuando Arthemis lo encañonó en el palacio del drav, en su fortaleza móvil. De cuando incineró a su amo, el drav Bergkatse. Parte de ese recuerdo transformado en odio tuvo que influir de algún modo en el comportamiento del hecatonquiro, porque dejó de avanzar hacia el edificio y se encaró con la pista de la catapulta. Iba a por Arthemis.

La cazadora llegó hasta donde estaba parapetado Telémacus y dio un salto por encima de la barrera, cayendo a su lado.

—¡Es Padre Addar, ese malnacido!

—¿Quién?

—¡El monstruo! ¡Tiene su cara!

Telémacus dejó que se le escapara un tic gracioso.

—Pues creo que él también nos recuerda a nosotros, porque viene hacia aquí.

—¿Por qué está atacando a los dravitas?

—Creo que esa cosa ya no distingue amigos de enemigos. Simplemente, elimina todo lo que se encuentra a su paso. Por eso nunca las usaron en las guerras supremacistas.

—¿Opciones?

El cazador miró el cañón lineal magnético de la base de la catapulta. Tenía cincuenta metros de largo por veinte de alto, y su estructura temblaba con la fuerza del electromagnetismo que tenía comprimido en sus entrañas. Se notaba que estaba deseoso por dejarlo escapar en una violenta diástole.

—Goeb —llamó por la radio cuando en algún recoveco de sus pulmones encontró aire suficiente—, estate atento para conectar la catapulta.

—¡No puedo, estáis vosotros dentro! —advirtió el ingeniero.

—Calla y obedece. Es nuestra única posibilidad de sobrevivir. Cuando te dé el ya… aprieta el botón. Y no dudes.

Las nubes de polvo se apartaron para dejar pasar al hecatonquiro, que se acercó a ellos caminando. Andaba con perezosa rapidez, con esa desmayada, hipnótica premura que tienen algunos fenómenos atmosféricos mientras uno los ve acercarse. El polvo resbalaba por encima de él, pero al mismo tiempo lo desdibujaba, le privaba de corporeidad. Lo convertía en un esbozo de ser humano ejecutado a carboncillo sobre un lienzo más gris que blanco.

No había el menor rastro de detrito de la batalla sobre su cuerpo: ni sangre, ni barro ni metralla. Estaba limpio, envuelto en un impoluto campo de improbabilidad, como si acabase de llegar al escenario de la lucha y nada de aquello fuera con él. Ahora que se daban cuenta, el ser no proyectaba una única sombra sobre el suelo, sino varias que fluctuaban y se fundían unas con otras en una especie de danza cuántica.

—La llevamos clara —dijo Arthemis—. Pero de verdad.

—Puede que sí. O puede que…

Tiró al suelo las armas y todo lo metálico que llevaba encima y retrocedió unos pasos hasta situarse en el centro de la pista de despegue, justo en frente del cañón. Notó un temblor bajo la suela de sus zapatos, un movimiento telúrico, como si la enorme estructura se hubiese colapsado sobre sí misma, hundiéndose un centímetro en la tierra. El polvillo acumulado durante años sobre la pista trepaba por ella hacia arriba, soplado por pulmones invisibles. El cabello de Telémacus se puso de punta.

—¿Piensas hacer de cebo? —preguntó Arthemis, enfadada—. ¡Ni hablar, amigo! Esta vez me toca a mí ser la heroína.

—Arthemis, aléjate, no seas estúpida.

—Y tú no seas capullo, anda. Ya has agotado tu cupo de heroicidades de hoy.

—¡Escúchame! No tenemos tiempo que perder en discusiones. Necesito que trepes encima del cañón y estés preparada para derribar esa torre. —Señaló uno de los anillos que servían para orientar la fuerza magnética y mantenerla dentro del ámbito de la pista. Tenía forma de pulsera de aluminio de diez metros de altura, y formaba parte de una larga serie de argollas que se sucedían a lo largo de la pista, hasta la cúspide, como si abrazaran la ruta que debían seguir las naves—. ¡Hazlo, ya!

Arthemis sabía que discutir en aquella situación sería inútil, por lo que lanzó una expresión malsonante, haciendo ese ruido tan suyo de rechinar los dientes. Salió corriendo hacia el cañón, trepó como una araña y se puso en cuclillas sobre su boca, apuntando a la argolla.

El hecatonquiro llegó hasta el borde de la pista y no se molestó siquiera en levantar las piernas para sortearlo por encima: se limitó a seguir caminando y pasar a su través como si fuera un fantasma, como si sus átomos pudieran fluir libres a través de la materia sólida, reconfigurándose para filtrarse entre los huecos intercelulares. Telémacus sintió que las piernas se le volvían de mantequilla. ¿Cómo era posible que los Antiguos tuvieran esa clase de tecnología, y aun así su Imperio se colapsara? ¿Qué clase de cataclismo tuvo que suceder…?

Como le había dicho Arthemis, aquel monstruo de más de dos metros de altura, casi tres, tenía la cara de Padre Addar, el Intérprete de los Muertos. Pero no era un rostro vivo, funcional, sino más bien una fotografía desvanecida, la imagen que una lápida proyecta de la persona a modo de resumen de su vida. No un examen exhaustivo de una persona, sino solo sus titulares en negrita. Imaginó que en algún momento el desgraciado de Addar se había encontrado con aquel monstruo, y que este lo había asimilado de alguna manera, agregándolo a su código genético. ¿Estaría Padre Addar todavía por allí, en alguna parte? Quizás como escolio, como nota a pie de página; puede que un archivo de datos mnemotécnicos perdido por algún lado. Pero no creía que hubiese sobrevivido como entidad libre a la fusión de cuerpos.

El ser examinó a Telémacus con desgana, y le ignoró, buscando a la mujer. Era ella a quien quería. El odio era un barco cuya quilla dejaba estelas alargadas en el mar de la conciencia. Y aunque el androide no fuera en rigor Addar, seguro que tenía tantas ganas como él de ajusticiar a la asesina que había incinerado al drav.

—¡Ahora! —gritó Telémacus para los dos: Goeb y la cazadora.

Los siguientes cinco segundos parecieron alargarse una eternidad. Una eternidad dividida en breves escenas de no más de medio segundo: Arthemis apretó el gatillo y su descarga golpeó la base del anillo, pero no la destruyó. Se quedó colgando a medio caer, el arco de metal bailando sobre la pista de aceleración pero sin desprenderse de su base. Telémacus echó a correr a lo máximo que daban sus piernas, llegó al borde de la pista y saltó acrobáticamente por encima, rodó por el suelo y agarró el rifle que había tirado antes. Pero el hecatonquiro tampoco se quedó quieto: mientras Goeb apretaba el botón de disparo de la catapulta y soltaba las riendas de los superconductores que ardían de histéresis, alzó con decisión un brazo y envió hacia Arthemis uno de sus ecos-cuchilla.

Telémacus vio cómo el cuerpo de la mujer sufría una convulsión y desaparecía de su vista, cayéndose hacia atrás por el otro lado de la catapulta. Exhaló un histérico:

—¡¡No!!

…Y apuntó con su arma al anillo dañado. Sus disparos terminaron de desprenderlo, y lo vio caer como una masa grande pero poco pesada en el canal de aceleración del Gauss. El peso no contaba mucho en aquel experimento: tal y como había planeado, la argolla metálica lo que hizo fue caer bajo la potentísima influencia del cañón, y fue disparada a varios centenares de g de presión hacia arriba, siguiendo la curvatura que marcaba la pista. El hecatonquiro estaba delante de ella, en su trayectoria, y quizás no fuera capaz de atravesarla como hizo con los otros objetos, o puede que la velocidad a la que lo golpeó no le diera tiempo a activar esa función de su cuerpo —o tal vez era que algún vestigio de decencia en aquella tecnología que los siglos habían dejado intacto todavía recordaba lo que era sentirse útil—, pero lo cierto fue que la argolla se llevó con ella al monstruo como una escoba que barre con contundencia a un insecto.

Telémacus sintió que el corazón le daba un vuelco cuando vio los dos objetos salir disparados hacia arriba, en el centro de un torbellino de arcos voltaicos, el monstruo temblando como si cada átomo de su poderoso cuerpo hubiera sido utilizado para resistirse a aquel efecto, y no lo hubiese conseguido. Salieron proyectados por el extremo superior de la pista hacia el cielo, hecatonquiro y anillo, y se convirtieron en motas de polvo en la distancia. Se elevarían probablemente veinte o treinta kilómetros antes de empezar a caer de nuevo, y cuando lo hicieran, la parábola los llevaría a impactar contra alguna montaña a cientos de kilómetros de allí.

—Chúpate esa, cabrón —masculló. Y salió corriendo a ver qué le había pasado a Arthemis.

Cuando la encontró tuvo que morderse el labio: la mujer estaba tumbada en un charco de sangre, mirando sin ver un techo que no le resultaba familiar, un techo llamado cielo. La guadaña invisible del monstruo le había cercenado de cuajo el brazo derecho a la altura del hombro, pero venía desde más abajo, trazando una línea de sangre que también le había amputado una pierna y media cadera. Milagrosamente, estaba viva. Sus ojos llorosos miraban entre temblores aquel cielorraso que su cerebro se empeñaba en negar como algo lógico.

Telémacus le cogió con suavidad la cabeza.

—¡Arthemis! Joder… ¡Mierda!

—N… no te preocupes, no siento nada —balbuceó ella, ensayando una sonrisa—. Creo qu… que… estoy más allá del dolor… Eso es una buena noticia, ¿no?

—Lo es… Maldita sea, todo esto es por mi culpa. —Sacudió los puños como queriendo hacerle daño al aire. Ella le puso una mano manchada de sangre en el hombro.

—Esta es la vida que elegimos, amigo… Una vez te dije que la única manera que existe de triunfar en esta lucha es abandonándola. ¿O se lo comenté al aborto giratorio? No lo recuerdo bien. Si no hubiese sido aquí, en esta historia, habríamos terminado en el punto y final de otra. Este mundo es un desastre, T… Telémacus. Podrido hasta la médula, demasiado enfermo de maldad y tristeza… Llévate a tu gente a otro, si puedes, muchas luces cielo arriba…

—Lo haré. —Al cazador se le licuaron los ojos—. Todo habrá pasado pronto, y estaremos ya en el Hilo, la carretera que conduce a las estrellas. Donde ya no habrá tiranos que nos persigan para reclutarnos en sus guerras inútiles; donde los mares antigravedad están llenos de agua además de aire, y los peces acuden por sí solos a nuestras redes para que los cojamos; donde las canciones, nada más brotar de tus labios, adquieren vida propia y ya no se extinguen nunca, pues hay algo mágico en el aire que las mantiene vivas y las dota de conciencia; donde hay tanto vacío que queda mucho espacio para moverse; donde los que aquí somos guerreros colgaremos para siempre las cartucheras y ya no tendremos necesidad de matar a nadie, nunca más…

—Llévatelos a ese lugar, sí. —Sus ojos se fueron apagando—. Y no mires… atrás…

La mujer nunca acabó aquella frase. El cazador bajó la cabeza en un movimiento que le llevó un largo minuto, aunque solo la movió unos pocos grados. Sentía más que veía a los lumitas viniendo a la carrera hacia él. Eran proyecciones desdibujadas contra un tiempo que corría a una velocidad distinta, formando una pantalla a su alrededor, ralentizando los cuerpos y manteniéndolos a una distancia prudencial de su congoja.

Apretó la mano de Arthemis y le bajó los párpados. No lloró, pero exhaló unas bocanadas de aire, sinceras, aturdidas. Se había encontrado muchas veces con la muerte, pero la de una amiga siempre lo tocaba más de cerca.

Miró al Hilo. Estaba muy cerca ya. Si lograban poner los camiones en funcionamiento puede que alcanzaran la base en pocos días. Había que ponerse en marcha sin más dilación: estaba seguro de que el hecatonquiro no había sufrido daños severos, y que volvería. Solo era cuestión de tiempo.

Llévate a tu gente a otro planeta, muchas luces cielo arriba.

Eso pensaba hacer. Ya no habría nada que se interpusiera en su camino. Esta vez no lo haría por su familia, aunque ellos siempre estaban ahí. Lo haría por sí mismo, maldita sea, por su satisfacción personal. Y que alguien se atreviera a reprochárselo.


[2] Ver «El tercer nombre del Emperador». [N. del A.]

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