Revista Axxón » «El precio de la grandeza», José Alejandro Cantallops Vázquez - página principal

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Evanir contempló el auditórium de Talas a través de la ventana disimulada. Las gradas que se extendían ladera arriba estaban repletas de espectadores. Podía ver a los vendedores, pequeñas hormigas que se desplazaban por las filas, vendiendo sombrillas baratas y cocteles. Igual de llenas estaban las gradas más cercanas, llenas de amos y sirvientes, cubiertas por toldos multicolores que identificaban las casas nobles a las que pertenecían sus ocupantes.

El emperador Malteus también estaba allí, bajo un toldo púrpura con brocados de oro, sentado en su trono de viaje, rodeado por sus concubinas y favoritos.

Evanir respiró hondo y se relajó: todos habían venido a verlo actuar. Todas las preparaciones de años pasados culminaban aquel día; impresionaría al señor del imperio y conseguiría su mecenazgo. Una estatua suya sería erigida junto a las de otros grandes del teatro…

¡Puras ensoñaciones! Se regañó, volviendo a la realidad. Dobló la hoja donde había resumido los puntos principales de su gran obra. Al igual que en las ocasiones anteriores, la había concebido toda en su mente; no habría ninguna copia escrita hasta después de su estreno. Sabía que varios de sus rivales: Tesco y Nilo, hubieran pagado el peso de sus manos en oro con tal de robársela.

—¡Livio, ven aquí! —gritó a su aprendiz, que entró corriendo, apartando la cortina del cuarto.

—Diga, maestro Evanir.

—Toma —le extendió la hoja doblada al mozalbete—, y repite lo que tienes que hacer cuando termine la obra.

—Debo dársela en cuanto baje del escenario e insistirle en que debe leerla antes de que el emperador lo invite —respondió, guardando el papel en el bolsillo interior de su túnica.

—Bien, muchacho. Si todo sale bien, comenzaremos a trabajar en serio con ese talento tuyo para la comedia.

Los ojos del aprendiz brillaron, mientras Evanir le revolvía el cabello con una mano. Miró el reloj de arena y decidió que era hora.

—Vamos; el momento de mi obra ha llegado.

Salieron de su habitación y Evanir se arregló la túnica, dejando que su mente repasara las escenas y personajes que había concebido. Estaba tan absorto que Livio tuvo que tirar de su túnica para detenerlo. Con un gesto señaló a Meras, el alto y ancho anunciador que lo llamaría al escenario.

Mientras escuchaba como la poderosa voz de Meras se imponía y acallaba el vocerío general, le rezó una última plegaria al dios de los actores y hombres de ingenio: Sevan. Pidió, como siempre había hecho, que su magia no le fallara y la obra que había creado encantase a quienes la vieran.

Se ajustó una vez más la túnica y subió al escenario en cuanto escuchó que la voz de Meras callaba, anunciando su entrada. En el momento en que puso el primer pie sobre el escenario, ya no existía en su mente otra cosa que no fuera la obra.

Liberó su talento mágico y sintió el contacto de su dios, que, como tantas veces, le ofrecía su don.

—Hoy les hablaré de Dacel, el último semidiós que vieron las ciudades libres de Tymea —avanzó hacia el público, bajando por un estrecho pasillo que había frente al escenario, un metro por debajo: expresamente diseñado para que el artista pudiera caminar, mientras dejaba que su magia ganara la escena.

Al influjo de su palabra, el escenario se convirtió en un campo de batalla lleno de gritos. Un hombre gigantesco de barba negra se imponía a toda una falange. El público se mantuvo en silencio, las miradas atentas a las proezas guerreras del semidiós. Tenía toda su atención: no solo la imagen que había conjurado era perfecta, sino también los pequeños ruidos del choque de las armas, el metal atravesando carne y armadura, los olores y las sensaciones.

—Les hablaré sobre su última batalla —tras él, el semidiós se imponía triunfal a los enemigos, mientras un sol mortecino arrancaba destellos dorados de su divina figura—. Su viaje al inframundo para recuperar a Tigris, su amante mortal, a quien su padre, el forjador de los vientos, le arrebató.

Evanir convirtió el escenario en un calmado mar nocturno. Hizo que el aire de auditórium oliera a salitre y resonara con el suave murmullo de las olas. Surcaba las aguas tranquilas una galera impulsada por el viento, sobre cuya cubierta se paseaba Tigris: la figura, de cintura algo rellena, sonrisa agradable y ojos verdes, mirando hacia un faro lejano. Había apostado por una imagen menos atractiva de lo convencional; quería que evocara confianza y comprensión, no simple lujuria. Su público era de adultos, y los hombres ahora desearían todos una mujer así, mientras que cada fémina, ser ella.

—Tigris se dirigía a Baste, la última isla que se resistiera a la conquista de su amado, quien ahora dominaba todo el archipiélago de Tymea. En su interior se gestaba la vida del hijo de ambos, noticia con la que había despedido a su amado —hizo que los vientos se agitaran y las nubes sobre la galera se arremolinasen—.Pero aquello era una blasfemia para los dioses, que no deseaban que su sangre se mezclase más con la de los mortales. Al principio habían ignorado el hecho, pensando que la pareja recapacitaría… sin embargo, ahora que parecía evidente que no lo harían. Así fue que Balen, forjador de los vientos y señor de las tormentas, se presentó ante Tigris para castigarla por su insolencia.

La imagen del dios tardó un segundo en formarse en la mente de Evanir, antes de que pudiera mostrarla en el escenario, descendiendo por un rabo de nubes que depositó a la divinidad sobre la cubierta de la galera. Alto y ancho como dos hombres juntos, sus ropas azul cielo se agitaban como ante el soplo de una brisa propia y ojos resplandecían con el brillo del relámpago.

La majestuosa aparición hizo que Tigris retrocediera, pero al instante siguiente ya volvieron a llenarse de confianza sus rasgos y recuperó el paso perdido, interrogando al padre de su esposo con la mirada.

La voz de Balen fue la del viento que ruge en un día ventoso. El dios le habló a la mujer encinta del pecado que cometía al llevar al hijo de su hijo en su vientre y que, como Dacel había honrado tanto su nombre, le ofrecía una última oportunidad de remediarlo.

Evanir había hecho que el escenario se fuera agrandando paulatinamente, centrándose en la imagen del dios, quien ahora le ofrecía a su nuera una pequeña botella de cristal en cuyo interior refulgía un líquido celeste.

—“Tómalo, y esa criatura desaparecerá de tu interior; así podrás vivir feliz con mi hijo. De lo contrario, habré de aplicar la ley de los dioses y llevarte al inframundo.”

Evanir reafirmó la seguridad ofendida de la muchacha, orgullosa y protectora como toda madre. Con un gesto altivo, rechazó la atroz oferta del dios, abuelo implacable que deseaba matar a su nieto. Tal reacción desencadenó la furia del forjador de los vientos, pero el dramaturgo también pudo notar cómo se había ganado a todas las mujeres del escenario, tanto a madres como doncellas.

—“Entonces, condenados al inframundo serán, tú y tu hijo. ¡Mortal ambiciosa, estúpida…!”

El dramaturgo hizo que las divinas palabras se perdieran entre el rugido de las olas que sacudían el barco. Tigris no intentó apartarse del abrazo del dios; sabía inútil toda resistencia, por eso no le dio siquiera el gusto de verla tratando de huir. Pero revelarle aquello a su público hubiera sido rebajar su dramaturgia, así que Evanir dejó que fuera la resignación reflejada en los ojos de la muchacha la que hablara por él, mientras Balen la envolvía en sus divinas ropas celestes.

—Balen desató una tormenta tal como nunca antes se habían visto en aquellos lares. Los marineros de la galera lucharon desesperadamente por llevar la nave a puerto seguro. Las velas se desgarraron, el mástil crujió, el casco comenzó a hacer agua, mientras tres hombres cada vez más agotados luchaban por mantenerse firmes al timón.

Las imágenes se sucedieron en el escenario, acompañadas de las expresiones temerosas de los marinos.

—Pero, ya cercano el amanecer, la magia que alimentaba la tormenta se calmó, y los tripulantes de la galera llegaron a Baste con la noticia del castigo divino.

Mostró a Dacel impaciente en el puerto de piedra, esperando que la nave dañada atracara. Los marinos estaban mojados, heridos y con las ropas rasgadas. Se postraron en el suelo, mientras su capitán, un marino curtido, temblaba de pie relatando la terrible visita del dios.

—“¡Maldito seas, padre! ¡Iré a reclamarla al inframundo; tan seguro como que la mitad de tu sucia sangre corre por mis venas!” gritó el unificador de Tymea, sin recibir respuesta de su progenitor.

Paso a paso, Evanir fue mostrando cómo Dacel mandó a llamar a sus mejores guerreros y a sus compañeros más fieles. Cómo les comunicó su decisión de viajar al inframundo y, reconociendo los méritos que habían tenido en el pasado, nombró a los más ancianos, competentes y responsables miembros del Concejo Regente que gobernaría sus amplios dominios en su ausencia. Hizo oídos sordos a sus protestas, sus ansias de compartir con él una última gesta.

Pero a sus más jóvenes guerreros sí les brindó elección: acompañarlo arriesgando la vida y recibir toda la gloria inherente a su hazaña, o quedarse colaborando con el Concejo Regente y recibir títulos de nobleza como recompensa.

El dramaturgo hizo que el rugido de la reunión de los guerreros, tanto jóvenes como viejos, retumbara en el auditórium. Vio cómo los hombres del público asentían, aprobando tan viril proceder.

Los tenía, sí; hasta el emperador se había inclinado hacia adelante, apoyando su barbilla en el puente de sus manos, atento.

—“Mis compañeros de tantas batallas, les he pedido su apoyo en esta última y gloriosa gesta… de la que, no quiero mentirles, tal vez yo mismo no regrese. Así que… aquellos de ustedes que, pese a todo, aún deseen viajar conmigo hasta donde el sol muere, y enfrentarse a la ira de los dioses ¡sean bienvenidos a mi barco!”

Evanir hizo que una decena de guerreros alzaran entusiastas sus escudos y los golpeasen sonoramente con el pomo de sus dagas. Sintió el gesto calar en el público.

—“Gracias, hermanos míos; mañana partiremos hacia el ocaso, a donde la tierra acaba y comienza el inframundo. Desafiaremos a los dioses para traer a mi esposa a salvo, imponiendo la voluntad de los mortales a la divina… o nadie volverá jamás a vernos.”

El rugido de aprobación unánime volvió a extenderse desde el escenario al auditórium. Ahora, el dramaturgo sintió cómo también se le sumaban las voces de los espectadores más entusiastas.

Prosiguió la historia con una sucesión de escenas poco importantes donde el semidiós se debatía en la noche, solo en las lujosas estancias de su palacio, con el recuerdo de la mujer amada y ausente. Poco intensas, pero necesarias para profundizar en el perfil del personaje y ganarse al público femenino, que añoraba un esposo así.

Finalmente, llegó a la escena de la partida.

El muelle volvió a llenar el escenario; la rada del puerto estaba repleta de pueblo que había ido a ver partir al semidiós que se atrevía a desafiar el designio divino y a sus igual de atrevidos compañeros.

Evanir no había preparado ningún discurso de despedida para el semidiós. Ya hubiera sido caer en la repetición innecesaria de la que muchos dramaturgos pecaban: en aquel momento, todo lo que era necesario decir ya estaba dicho. Sin embargo, permitió que Dacel y sus compañeros dijesen adiós a quienes dejaban alzando una mano con el puño cerrado.

Aquel gesto constituía una pequeña inexactitud histórica, pero se la permitió sin dudar un instante. Originario del imperio, era el saludo que hacían los legionarios al partir, y significaba: vamos a luchar a muerte, pero juramos sobrevivir.

Funcionó: los sentimientos encontrados dentro de la multitud alcanzaron su punto álgido. Hasta el emperador se recostó complacido en su trono, con la sonrisa satisfecha de la vanidad halagada.

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Ilustración: Pedro Bel

Durante la siguiente media hora, hizo subir y bajar la intensidad del relato que discurría en el escenario. Pocas veces dejó hablar a Dacel; prefirió que fuera su propia voz profunda la que describiese cómo los dioses, furiosos por el desafío de los mortales, le oponían obstáculo tras obstáculo en su largo viaje a poniente.

Llenó de horror a los espectadores con el combate que libraron contra el nido de bestias marinas hacia el que fueran empujados por la magia del señor de los mares. Los alaridos de las bestias hirieron los oídos, y los crueles tentáculos y pinzas se cerraron sobre los hombres que luchaban, lanzándolos fuera del escenario, lo que arrancó más de un grito de temor y de asombro del público, antes de que Evanir los hiciera desaparecer a mitad del aire.

Luego deleitó a su audiencia con el ingenio mostrado por el hijo del forjador de los vientos al superar a una nación de piratas que había capturado el navío en que viajaba. Podría haberse convertido e incluso en rey de los depredadores marinos, tras desafiar y derrotado a sus mejores guerreros. Pero no; pese a todos los meses que habían pasado, pues ya los días se hacían cada vez más cortos, Dacel no olvidaba a su esposa retenida en el inframundo, ni a su empeño de rescatarla.

Partieron del reino pirata en su mejor navío, equipado con suficientes víveres para sobrevivir el invierno que se avecinaba. Las cosas fueron bien durante un tiempo, hasta que Dacel y su tripulación llegaron a pensar que los dioses finalmente se habían olvidado de ellos y de su misión.

Pero una mañana el mar infinito se convirtió en un pandemonio, cuando rugieron las galernas invernales intensificadas por la magia divina.

El dramaturgo jugó con la imagen de olas tan altas como tres gradas, en las que se sumergía y corría el peligro de ser tragado el pequeño, frágil navío de Dacel y sus héroes. Realzó las velas desgarradas, el crujir del casco y la lucha inútil de los marineros por imponer una dirección al bajel en medio de la tormenta.

Al fin, cuando, tras dos minutos de larga tensión tratando de no chocar contra unos arrecifes, la furia de los vientos y las corrientes se impusieron a la pericia marinera del héroe y su tripulación y los lanzaron contra las duras rocas, sumió el escenario en un velo de oscuridad.

No estaban muertos… no todos, al menos. La obra no había terminado; su público lo sabía, pero sintió el exhalar de mil respiraciones contenidas, ansiosas, expectantes de deseo por conocer cómo continuaba la historia.

Los complació. Dacel y los pocos hombres que sobrevivieron al terrible naufragio enfrentaron el crudo invierno en la costa inhóspita, derrochando astucia, compañerismo y resistencia para enfrentar el hambre y las privaciones.

En aquel momento, la intensidad de la obra descendía un poco, Evanir estaba consciente. Pero así lo había querido; tal calma debía servir como perfecto preludio para el clímax final.

—Balen, el forjador de las tormentas, apareció una mañana frente a su descendiente, cuando el héroe intentaba cazar un cerdo salvaje.

»“Hijo, vengo a ofrecerte la última oportunidad para que abandones este tonto desafío, ahora que te encuentras tan cerca del fin del mundo. Puedes ser como yo. Regresa, y reina durante décadas, hasta que sea el momento de que asciendas a mi lado. Esta mortal no vale nada; puedes tener cuántas mujeres quieras…”»

Pero Dacel interrumpió a su padre con un gesto. Evanir realzó la intensidad de la escena agitando las ropas de ambos, haciendo hincapié en el contraste entre el impoluto azul cielo de la del dios y los harapientos grises de las de su hijo.

—»No hay vuelta atrás, padre» —el tono del semidiós fue áspero, lleno de una violencia contenida—. «Devuélvela y regresaré… pero no me detendré hasta tenerla a mi lado nuevamente.»

»“¡Ingrato necio, que rechazas la inmortal eternidad por el cariño de una mujer que morirá de todos modos en pocos años! Pues bien ¡tú lo has querido! ¡Recordarás mis palabras cuando llegue el momento de decidir y te des cuenta de que entonces ya es demasiado tarde!”»

La imagen del dios desapareció y la espada de Dacel quedó a medio desenvainar. Evanir lo mostró regresando con sus compañeros, molesto y pensativo, murmurando que aquel sería el fin de su padre.

Al llegar a las chozas, el héroe reunió a sus hombres y les contó lo sucedido, y su decisión de perseverar pese a todo en su empresa. Ellos profirieron comentarios airados, pero estaban muy famélicos hasta para hacerlo con demasiada fuerza.

Aunque el cuerpo de Dacel todavía conservara la espléndida figura del primer día, sus compañeros no tenían su sangre divina para protegerlos del desgaste de las carestías y enfermedades.

Por eso el semidiós les anunció que al día siguiente partiría solo a recorrer el mar congelado hasta el fin del mundo, que ya no debía estar a más de una semana de viaje.

Hubo mil protestas; incluso mientras Dacel se ajustaba las raquetas de nieve, se echaba una gran mochila a la ancha espalda y se colgaba la espada del cinturón, muchos de sus consumidos compañeros, con lágrimas en los ojos, le rogaron que les permitiera acompañarlo, aunque eso les acarreara la muerte.

Pero la respuesta del esforzado héroe siguió siendo el terco, inapelable no: sólo agregó que, si cuando acabara el invierno no había regresado, asumieran que había muerto y regresaran a casa como pudieran.

Y acalló el resto de las quejas adentrándose sin más, con paso rápido y decidido en el océano congelado.

Evanir convirtió el escenario en una ventisca blanca a través de la que se movía, lento pero indetenible, un gigante gris con el rostro escarchado. El semidiós avanzó durante lo que parecieron días, hasta que distinguió una franja roja incandescente que se adueñaba del horizonte.

El hábil dramaturgo sustituyó paulatinamente la ventisca por el calor abrasador del desierto. Hizo que Dacel se despojara de las gruesas y cálidas ropas invernales y cayera de hinojos sobre las tórridas arenas del desierto del inframundo. El semidiós gritó, de júbilo y desafío, mientras se preparaba para otra gran caminata hasta dar con el guardián.

Evanir sabía que no debía extenderse demasiado en aquella búsqueda. El público estaba tenso; la imagen de un inframundo de ardientes, infinitas arenas, era algo que todos temían. Por eso hizo esta segunda caminata apenas la mitad de larga que la anterior… y al fin, a la entrada de un grotesco edificio que cubría todo el horizonte, alzándose hasta perderse en el cielo, Dacel se encontró con el ser que buscaba.

—“Guardián del inframundo, custodio de las almas, hazte a un lado y abre las puertas de piedra para que pueda reunirme con mi amada Tigris.” le gritó, al verlo.

Si el semidiós era un gigante, el guardián, hecho de reluciente piedra negra, era como mínimo tres veces más grande. No portaba arma alguna, ni tampoco parecía necesitarlas. Giró su rostro impasible y habló, con tono inexorable.

—“Dacel, hijo de Balen, no podrás pasar más allá de estas puertas. Sólo a los muertos y a aquellos que han sido condenados por los dioses les permito el paso. Pero, como recompensa a tus viajes y sacrificios, te mostraré lo que has venido a buscar.”

La imagen sólida de las puertas se desdibujó, temblorosa, para mostrar a una Tigris fantasmal que jugaba y reía con un pequeño niño cuyo rostro y apostura mucho recordaban a su padre.

El rostro del semidiós se congestionó de nostalgia ante la vista de la familia perdida. Embistió, como un tornado de furia: espada en mano, grito en la garganta.

Pero el arma se volvió polvo antes de tocar al guardián. Las manos de Dacel quedaron sin fuerzas y por mucho que se esforzó, no pudo acercarse a más de un palmo del inmenso ser.

Forcejeó. Bufó. Quemó toda su rabia y magia intentándolo, sin resultado. El guardián ni siquiera se movió.

—“Acepta tu destino, Dacel: pues ningún dios, mortal ni hijo de ambos podrá triunfar sobre mí. Porque yo soy el tiempo; aquel que lo sabe todo: lo que fue, lo que es y lo que será. Pero eres tenaz y valerosos… así que te ofreceré otra oportunidad.”

—“Por favor, guardián. Haré lo que sea”

Evanir hizo que la voz del semidiós, antes potente y decidida, ahora sonara cansada y suplicante.

—»Tu esposa y tu hijo nunca podrán regresar al mundo de los vivos. Ella ha sido condenada por llevar a tu hijo, y el pequeño nació en el mundo de los muertos, por lo que más allá de este no puede existir. Ellos no pueden salir… pero tú puedes entrar.» —Frente a Dacel apareció una daga de cristal—. «Renuncia a tu inmortalidad, oh semidiós, a todas tus aspiraciones de reinar entre los hombres y unirte a los dioses, y sólo entonces abriré las puertas para ti.»»

Dacel tomó la daga y la contempló. Luego se puso de pie y, con gesto decidido, la hundió en su pecho. El cuerpo de carne cayó de espaldas, desmadejado, inerme, mientras su yo espiritual, sombra transparente, se mantenía erguido.

El guardián esbozó una leve sonrisa en su rostro de impasible piedra.

—“El acceso al inframundo está libre para ti, Dacel, héroe muerto, grande entre los héroes. Reúnete con tu familia.”

Las puertas de piedra del inmenso edificio se abrieron; al otro lado del amplísimo umbral estaban Tigris y su pequeño, ambos con una sonrisa en los labios, esperando a su esposo y padre con los brazos abiertos.

—“Gracias, guardián.” susurró el alma del semidiós, antes de salir corriendo para abrazar a su familia.

Evanir hizo que la imagen de la familia al fin reunida se fuera desvaneciendo lentamente, hasta que sólo quedó el escenario vacío.

La obra había concluido.

Los aplausos estremecieron el auditórium; sin embargo, cuando miró hacia el palco más grande, el emperador ya no estaba.

Tal ausencia lo preocupó un poco, sí… pero no lo demostró; se dirigió al centro del escenario, y allí se inclinó las cuatro veces de rigor para agradecer al público, antes de retirarse.

Cuando abandonó la escena, aún se escuchaba uno que otro aplauso aislado. Y Evanir vibraba de emoción… pero no sabía por qué.

Obviamente, de nuevo Sevan se había cobrado su precio: borrarle la memoria tras cada obra que representaba.

Tal había sido el trato cerrado en su juventud con el dios. Un trato duro… pero que siempre le había parecido justo; incluso generoso…

Bajó las escaleras, con un largo suspiro, y se quedó paralizado: su aprendiz intentaba abrirse paso entre los guardias, mientras agitaba un papel en lo alto. Pero, frente a él, en todo su esplendor y rodeado por su guardia, estaba nada menos que el emperador Malteus.

Con una gran sonrisa, el monarca lo abrazó como a un íntimo de toda la vida, inundándolo con su caro perfume, y luego se deshizo en alambicados halagos por la genialidad de la obra que acababa de presenciar.

¿Su obra? Qué ironía; ahora mismo Evanir no recordaba ni una línea…

Pero eso no le impidió sonreír a su vez, y actuar confiado y agradecido con Su Majestad Imperial, como correspondía.

Era un profesional; estaba seguro de que podría mantener aquella fachada por un buen rato… al menos, hasta que pudiera leer la hoja que su aprendiz agitaba y enterarse de qué clase de espectáculo les había regalado aquella noche al emperador y el resto del público.

Después de todo, hacía falta más que magia para ser un gran actor.


José A. Cantallops Vázquez, profesor de Ergonomía de día, mientras que de noche es traductor y aficionado de la fantasía. En el 2016 se graduó del curso de técnicas narrativas que ofrece el Centro Onelio Jorge Cardoso y creyó que también podía ser escritor. Ha sido ganador de los premios Mabuya de cuento fantástico (2018) y Oscar Hurtado, el último en las categorías de artículo teórico de fantasía (2018) y cuento fantástico (2020). También ha publicado en la revista Qubit y la Korad, teniendo un espacio fijo en esta última “El libro que se le quedó al mago.”

Desde diciembre del 2017 creó y administra el blog para la difusión de la literatura fantástica en Cuba llamado El último puente. En este ha entrevistado y publicado cuentos de autores cubanos como Yoss, Elaine Vilar Madruga, Eric Flores Taylor, Víctor Hugo Pérez Gallo, Raúl Piad Ríos, Malena Salazar, entre otros.

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