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Moon

 

 

AxxónCINE

Por Silvia Angiola


Moon

Comentario por:
Marcelo Dos Santos

Dirección:
Duncan Jones

País:
Gran Bretaña

Año: 2009

Duración: 97 minutos

Género
Ciencia-ficción

Intérpretes
Sam Rockwell, Kevin Spacey, Robin Chalk

Guión
Nathan Parker

Producción
Stuart Fennegan y Trudie Styler

Estreno en cine:
24º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (7 al 15 de noviembre de 2009)

 


 

«Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro:
vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza,
no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte».
Juan, 20:6-7

«Todo está bien, porque la luz retorna y
el eclipse no produce una noche perpetua.
El amanecer y la resurrección son sinónimos.
La reaparición de la luz es lo mismo
que la supervivencia del alma».
Víctor Hugo

«San Lucas, una vez más, asocia a San Juan con San Pedro en los Hechos,
cuando, luego de la Resurrección, ese extraño valor y esa fuerza
se hicieron carne en los discípulos».
Alfred Noyes

 

 

Decía Santa Teresa de Jesús que ser humilde significa «andar en la verdad». Por tanto, la búsqueda de la verdad es el fin último de todo ser humilde. Y así, como la judía hija de judía nacida en Ávila debió ascender al Monte Carmelo para entender esto, descubrir la Transfiguración y la Ascensión, y convertirse postreramente en Santa, Maestra, Madre y Doctora de la Iglesia Católica, de la misma forma Sam Bell, el personaje de Sam Rockwell, deberá abrirse paso a través de una asfixiante maraña de realidades mentirosas, de mentiras verdaderas y de apariencias engañosas, levantando la tapa de un sepulcro oculto para hallar por fin una espantosa Iluminación, como debieron hacer los parientes y discípulos de Cristo para alcanzar la paz y el gozo.

 

Aquel niño que naciera de la unión matrimonial de David y Angela Bowie es hoy un maduro señor de 38 años que, un buen día, decidió dirigir su largometraje debut. Pero no dirigiría cualquier film: en realidad, más que una película, Moon es la resultante de una compleja estructura literaria y una primorosa construcción visual, aliñada con abundantes referencias y homenajes cinéfilos que detallaremos, e hija putativa de varios grandes referentes anteriores.

Pero todo ello es sólo la superestructura: ni el guión tan elaborado y pulido ni la dirección y el montaje bellamente estilizados se sostendrían por sí mismos -en verdad, caerían de inmediato como el gigante de pies de barro del Libro de Daniel- de no estar fundados sobre cimientos tan sólidos como una placa continental apoyada en el basalto. Esos cimientos graníticos, ese basamento inamovible, es el increíble trabajo actoral del único actor verdadero que trabaja en la película: el impresionante Sam Rockwell.

Habíamos aprendido a respetarlo en aquella gloriosa composición de Wild Bill Wharton en Milagros Inesperados (The Green Mile) de Frank Darabont. No hay, de hecho, otro actor tan competente como él en aquella extraordinaria película. Pero, al saltar el Océano Atlántico para trabajar bajo las órdenes de Duncan Jones (né Zowie Bowie, como dijimos) en Moon, Rockwell literalmente quema las naves y se enfrenta al mayor desafío de su carrera; un riesgo deseado y temido a la vez -como todas las cosas que valen la pena en este mundo- por todos los actores: soportar sobre sus hombros, completa, una película extrañamente compleja y dramática, en absoluta soledad. Sólo el actor que ha pasado por esto sabe lo que se siente: el vértigo y la pulsión de muerte del trapecista sin la red.

Eso es Moon, y eso hace Sam Rockwell. Su coprotagonista, Gerty, es un robot con forma de cajero automático (enorme Kevin Spacey) que sencillamente cuelga del techo, lo sigue a todas partes y es capaz tanto de masturbarlo como de contar los hidratos de carbono que ingiere, pasando por minucias tales como, ya saben, encerrarlo en confinamiento solitario, salvarle la vida o revelarle la Última Verdad Universal. «Espero que la Tierra siga siendo como la recuerdas», le dirá por fin, una conmovedora escena en que, increíblemente, un cubo de metal alcanza enorme vuelo actoral.

La peor de las soledades consiste en no sentirse cómodo consigo mismo, como quería Mark Twain, y el problema se multiplica en varios órdenes de magnitud cuando hay varios «uno mismo» con los cuales sentirse incómodo. Y es aún peor cuando uno está solo con ellos y una máquina; llega al colmo cuando todos se encuentran en el lado oscuro de la Luna. Y raya en la locura cuando uno descubre que todo, absolutamente todo aquello en lo cual se creía ha estado siempre equivocado.

 

Cuando la Tierra se quedó sin energía por completo, la compañía Lunar estableció una base en el lado oscuro de nuestro satélite para extraer de las rocas lunares el helio-3, isótopo liviano del helio que contiene un solo neutrón en lugar de dos. Y se comprende la necesidad de hacer presa en este elemento: sólo 25 toneladas del mismo pueden, si se domina la tecnología de la fusión nuclear, sostener las demandas de energía de la Unión Europea al completo durante un año. Y sabemos que en la Luna hay más de un millón de toneladas. Es obvio que Lunar no escatimará esfuerzos para adueñarse del precioso gas. Pero sí ahorra en sueldos: la base está concebida para ser operada por un solo hombre y la computadora Gerty. Y los astronautas firman contratos por tres años para enterrarse en vida en aquel mundo muerto.

Y el pobrecito de Sam Bell, además, es un tipo rico en inquietudes y capacidades, que se encuentra aislado de todo aislamiento y rodeado sólo por computadoras: Gerty, y sus tres satélites, bautizados, previsiblemente, con los nombres de los tres evangelistas sinópticos: Marcos, Mateo y Lucas. El evangelio que escriben estos evangelistas cibernéticos es sencillo pero abismal: la verdadera Última Verdad es que no hay ninguna Última Verdad. Y el pobrecito de Sam allí, aislado, comprendiendo las grandes verdades del universo en su lecho solitario, mientras las estrellas giran en torno a él y él, a su vez, en torno a la Madre Tierra, tan cercana pero tan inalcanzable como si estuviera en la galaxia de Andrómeda.

vComo un Cristo redivivo, Sam Bell padecerá su propio calvario, pasión, crucifixión, muerte y resurrección, con sus cuatro evangelistas robóticos como testigos de la Buena Nueva… Sólo que en este caso la Buena Nueva se transforma en una Horrenda Nueva que trastornará su mundo. Muerto y enterrado, otro Sam -¿el mismo?- deberá concurrir como Magdalena, María y Salomé, y prestarse a levantar la tapa del sepulcro. Allí encontrará no un Ángel, sino una pieza de información que, como en Marcos 16:6, les dirá sucintamente: «No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron». Y aquel lugar, ¡bingo!, no está donde debiera, sino a unos 300.000 kilómetros de distancia. Sam -un Sam- vive en la Tierra feliz y bien, mientras sus sucesivas reencarnaciones lo buscan desesperadamente donde ya no está.

 

¿Y qué de las otras vidas, de los otros Sams resucitados? No han venido, como quiere Marcos 5-17, a abrogar de la Ley sino a consumarla, sólo que el pequeño detalle es que la Ley no es la que ellos creían, sino otra muy distinta. Así como Sarah Connor, la Madre del Mesías en aquella profundamente católica cinta de James Cameron, se internaba en el desierto, del mismo modo El Sam (LOS Sam) deberán encontrar su propio camino a la salvación. Algunos serán descartados. Otros serán sacrificados y, unos más, serán capaces de desmontar su propia Cruz, destruir el instrumento de tortura que los puso allí, convirtiéndose así en los Corderos que quitan los pecados del mundo. Agnus Dei qui tollis peccata Lunari.

 

La imaginería visual de Duncan es coherente con el profundo catolicismo inherente que impregna su obra. A semejanza de otros autores católicos como el ya citado Cameron, John Carpenter, Alfred Hitchcock o Stanley Kubrick, la puesta en escena cobra vida y se precipita sobre el/los personaje/s en una vorágine asfixiante, claustrofóbica y feroz. A pesar de citar textualmente una frase de Hitchcock («Me afectó tanto su mala crítica que me fui llorando todo el camino hasta el banco»), la mayor deuda de Moon es con la asimismo británica 2001. No tan sólo Gerty se parece como una hermana a HAL 9000 (HAL 9000 menos la neurosis, en realidad) y también a la Madre de Alien (sólo que sin considerar dispensable a la tripulación), sino que, además, la plantita mascota que el abrumado Sam cultiva con tanto amor se llama Doug. Y Douglas se llamaban dos de los magos que hicieron de 2001 lo que es: Douglas Rain, la fatídica voz de HAL, y Douglas Trumbull, el jefe de efectos especiales y más tarde director de la extraordinaria Naves Silenciosas. Las tomas del vehículo lunar de superficie son un claro homenaje a los paseos elevados de Kubrick en dirección al cráter Tycho, al tiempo que la conjunción inicial de Tierra y Luna también está tomada de allí.

Con un guión sólido y cautivante, las soberbias actuaciones de Sam y Kevin, y las permanentes resurrecciones que tienen también su antecedente cinéfilo en la Solyaris del tándem Stanislaw Lem-Andrei Tarkovsky, Moon no demuestra nada, excepto que el buen cine necesariamente debe ser de raíz católica (aunque lo hagan ateos, musulmanes o judíos) y que Jones tiene madera de narrador para tallar y llegar alto.

 

Unas pocas salvedades antes de retirarnos: la película adolece de algunas fallas técnicas. La principal y más grave es que en las tomas de exteriores la gravedad es la correcta (1/6 de la terrestre), pero que en el interior de la base la gravedad es la de la Tierra, algo totalmente imposible en la Luna. Asimismo, las comunicaciones en tiempo real (hay dos en la película) son imposibles entre la Tierra y la Luna debido a la distancia. Debería haber un retardo de varios segundos entre pregunta y respuesta, dado que no podemos ni podremos nunca modificar la velocidad a la que se mueven las ondas de radio (la velocidad de la luz, ya saben). Y, por último, ¿cómo es posible que Sam vea la Tierra llena desde el lado oscuro de la Luna?

 

A pesar de algunos enigmas pendientes (¿con quién juega al ping-pong Sam? ¿qué significa la presencia de Eve en la Luna dos veces?), la película es un producto redondo, primorosamente filigranado como por la sierra de un orfebre, exacto como el filo 22 de un cirujano, poderoso como un tifón en medio del verano.

Y poblará los sueños del espectador durante largo tiempo, probando entonces que, en base a lo que puede pronosticarse a partir de esta inusual y genuina gran ópera prima, Duncan Jones no será posiblemente un Hitchcock ni un Carpenter, porque bien lo dice Almafuerte: «Todo lo alcanzarás, solemne loco, siempre que lo permita tu estatura». Pero sí es muy factible que, con su metro ochenta a cuestas, el inglés sí sea muy capaz de convertirse en el Kubrick del siglo XXI.

 

Marcelo Dos Santos