Revista Axxón » «Angélica» (parte 2), Yoss - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

ANTERIOR

 

 

Una sombra pasa planeando alto, gira y regresa mucho más veloz y cerca del suelo.

La alarma del radar se dispara. Catalizados por el ruido, Gondo se parapeta tras un cadáver; Klinga salta a la cabina de Peri, y tras apuntar brevemente, aprieta un botón.

El cañón lanzarredes dispara un proyectil guiado por sensores de movimiento y al extremo de un recio cable. Cuando casi alcanza su objetivo, estalla en una malla de policarbono que apresa al ser que atacaba en picado. Aunque bastante pequeño, es fuerte; sigue agitando sus cuatro alas membranosas hasta que el cable le trasmite una descarga de alto voltaje que acaba con su resistencia. Entonces cae, y un aroma dulzón a carne asada se superpone al de plástico ardiendo.

Gondo comprueba que ha muerto, lo libera de la red y comienza a desollarlo. Es tan pequeño y la piel tan fina que usa su kukri y no la partesana. Klinga acciona el malacate para recuperar la malla y prepararla para un nuevo disparo.

—Los voladores suelen ser más pequeños que los corredores y cavadores, pero también más rápidos. Aunque el radar avisa a tiempo, hay que estar muy atento. —Arranca la piel ya suelta de un solo tirón—. Una piel enana no valdrá mucho, pero es siempre algo. Lo mejor son los once cristales. A este ritmo pronto podré encargar un graviplano.

—Mejor una lanzadardos como la tuya.

—La tendrás. Pero después del graviplano. Hace años quiero tener vistas aéreas.

—¿Vistas aéreas? Gondo, ¿nunca has pensado en volver? No, qué pregunta estúpida. Estás expiando lo de Livia, y además Angélica es tu idea del paraíso. ¿Y los otros?

—¿Con lo que te costó venir y ya quieres irte? No hay que ser muy inteligente para darse cuenta de que la mayoría de los proscritos solo sueña con escapar.

—¿Y sería tan difícil? Los que sobreviven aquí son gente dura, y las naves robot corporativas no son invulnerables. Bastaría con tomar una y luego desviarla…

—¿Quizás como hizo Dalando en su famosa fuga de la penitenciaría de Oz?

—Precisamente. Tú y yo sabemos que un buen hacker puede burlar cualquier sistema de seguridad. Bastaría con un poco de tiempo, algo de suerte…

—Klinga, esa fuga es sólo una de esas historias que se inventan los hombres desesperados cuando quieren creer en algo. Dalando sí llegó a la nave robot, pero hasta el mejor hacker necesita cierto tiempo y él no tuvo suficiente. Así que como no logró superar los sistemas de seguridad de la IA; tuvo que huir a los pantanos. Cierto que allí burló a sus perseguidores por semanas, supongo que así nació el mito, pero al final lo atrapamos… Las Siete Grandes podrían dejarnos usar armas de energía sin ningún temor; nadie puede burlar a una de las nuevas IAs, ni por tanto escapar de Angélica. Ya lo viste tú misma: una vez que abandonaste la bodega, la nave te consideró una proscrita más. Anda, ayúdame a descolgar las pieles y a enrollarlas, que tenemos que meternos de nuevo bajo la arena. Normalmente me alejaría corriendo de todo este reguero de linfa y despojos, pero hoy haré una excepción…

—¿Seguiremos cazando de noche?

—No, basta por hoy. Hasta ahora hemos tenido suerte y los onis han venido de uno en uno como individualistas que son, pero en cualquier momento nuestra fortuna podría cambiar y verlos llegar en melée. De cualquier modo, estamos cansados, y si apareciera uno solo pero grande ya podría ser un gran problema. Demasiado nos arriesgamos ya quedándonos aquí sin alarmas de perímetro. Si a algún cavador se le ocurre venir a husmear, dependeré solo del sonar pasivo para descubrirlo a tiempo…

—¿Por qué no vas a instalar las alarmas?

—Espera y verás, mierda.

Pasa un rato. El vehículo descansa bajo varios metros de arena.

—Gondo… cuando hablabas de Dalando dijiste «lo atrapamos» y no «lo atraparon» ¿Por casualidad tú…?

—Sí. Los exploradores de mundos nuevos no son los únicos que a veces recurren a los cazadores. Lástima que los humanos sean presas tan predecibles…

—Eres un monstruo, Gondoang We-Xiao

—Princesa, todos tenemos un pasado, y no siempre es glorioso. Hasta un gran cazador tiene que entrar en ciertos compromisos de cuando en cuando. Dalando fue mi pasaporte para poder entrar al famoso desafío de los tiradores. Derribé 334 megamuts. Pero estoy hablando de más. Aquí en Angélica no hay futuro, y estamos demasiado atareados tratando de sobrevivir al presente como para preocuparnos por el pasado.

En la superficie cae la noche, cubriéndolo todo con su manto negro en el que apenas fulguran dos o tres gemas amarillentas y lejanas.

—¿Por qué me aceptaste?

—¿Ocho años sin tener cerca una cara bonita te parece suficiente razón?

—Tú no eres de ésos. Ni siquiera intentaste…

—Oh, disculpa si defraudé tus aspiraciones de ser violada por tu ídolo de la infancia.

—Eres insoportable.

—Me lo han dicho alguna que otra vez…

—Te revelaré algo: desde que decidí venir sabía que me protegerías.

—¿Sí? Pues cuando viste a Ulma y a Lecocq no parecías tan segura.

—Mi cara… mírala bien. El cirujano plástico se esmeró con ella.

—¿El mismo que se ocupó de tu cuerpo? Pues he visto trabajos mucho mejores.

—¿Y también con los rasgos tan parecidos a los de tu hija?

—¿¡Livia…!? Tú, rastrera hija de puta… con razón me pareciste familiar.

—Cuidado; esa partesana es tan grande y esta cabina tan estrecha… ¿Así que el hombre de piedra tiene nervios después de todo? ¿No crees que fue genial no convertirme en la copia exacta de tu niña muerta? Mis facciones sólo debían recordártela… Por cierto, al cirujano le encantó la idea: estaba cansado de hacer réplicas del rostro de las megaestrellas de simestim.

—Un plan astuto pero bastante arriesgado, pequeña maquinadora. ¿Cómo podías saber que yo estaría esperándote justo donde te dejaría la nave robot?

—Averiguada la existencia del contrabando con Angélica, ya fue menos difícil entender cómo funciona; cada vez que tienes cristales y pieles para canjear y necesitas algo, lo anuncias por radio en una clave previamente convenida y que sólo conocen tú y la corporación que te condenó aquí. Los satélites en órbita reenvían el mensaje, y uno o dos meses después trasmiten las coordenadas donde se posará la nave contrabandista que te trae lo que pediste. Servicio lento, pero bastante seguro.

—Déjame ahora adivinar a mí cómo hiciste: ya sobornados los humanos que supervisan la operación, tuviste acceso a las listas de la compra de toda Angélica. Esperaste a que enviaran a la Shinobi un pedido mío, y viniste de polizón en esa nave. Con razón te quedaste sin dinero. ¡De veras querías encontrarme a toda costa!

—Aunque nunca se pueden prever todas las variables. Calculé la posibilidad de que tuvieras compañía en el canje, pero no de que fueran tan agresivos.

—Mal por ti. No mandan corderitos al destierro en Angélica. Por suerte la sangre no llegó al río… digo, al desierto.

—Sí que llegó, aunque no fue la mía. Por favor, Gondo, ¿me perdonas por usar el recuerdo de tu hija para causarte una buena primera impresión? Fue un truco bajo.

—¿Perdonar? En la guerra y el amor todo está permitido. Livia, ja… Fue una buena treta. Al menos me hiciste recordarla. Quizás se habría convertido en una perra calculadora como tú, si hubiese vivido lo suficiente. Ahora tendría 26 años. Pero está muerta.

—¿Me contarás alguna vez cómo fue? Compartir una pena con otro a veces la alivia.

—No he tratado de olvidar por ocho años para ponerme a recordar ahora.

—Disculpa, no quería ofenderte.

—No hay ofensa ni nada que disculpar. Supongo que en el fondo echaba de menos alguien a quien decirle de vez en cuando que no quiero contar nada.

—Pues, de nada.

—Ahora dime tú algo. Ya conoces un poco Angélica, ¿te arrepientes de haber venido?

—No. Es exactamente como soñaba: la emoción de la caza, cada oni peor que el anterior, y todos juntos un gran misterio, y también están los ángeles…

—No fue eso lo que te pregunté. Seré más directo. ¿Tienes miedo, Klinga?

—¿Miedo? Cómo no… Por poco me muero de terror con ese escorpión-ciempiés y su camada. Los onis son más duros que lo que pensé, este desierto es un infierno, y tú eres el diablo. Pero de todos modos yo, pobre damisela indefensa y masoquista, tiemblo y suplico que me muestres los secretos del noble arte de cazar onis…

—Princesa, déjame a mí el sarcasmo. No es lo tuyo. Hace un rato te pregunté si conocías Moby Dick. No me contestaste.

—¿Es un holodrama, no?

—Una novela. ¿Sabes lo que es leer o eres de las que prefieren versiones sonoras?

—No lo hago muy a menudo, pero claro que sé leer. Y ¿qué tiene que ver aquí Moby Dick? Era sobre un barco cazador de ballenas ¿no? Y en Angélica ni siquiera hay mar.

—Reléela. Está llena de historias interesantes, como la del ámbar gris que te conté… el barco se llamaba Pequod, y uno de sus oficiales, Starbuck o tal vez Stubb… dice: «No quiero a bordo a nadie tan loco que diga que no le tiene miedo a una ballena»

—Entiendo: un cazador sin miedo es un peligro para los demás. O sea, que estoy loca por venir voluntariamente aquí, ¿no?

—Y yo. Pero tenía que saber si además estás tan loca como para no darte cuenta de la clase de locura en la que te metiste.

—Lo de loca lo tomaré como un cumplido. Así que muchas gracias… hijo de puta.

—De nada, mamá. Hay algo aún peor que no tener miedo; tenerle miedo al miedo.

—¿Nos ponemos profundos? Mi turno: ¿por qué no le sacaste el cristal al volador?

—Para enseñarte algo… y hablando del rey de Roma, por la puerta asoma. Se tomó su tiempo. He sacado el periscopio; mira y dime qué ves.

—Un oni que devora la carroña de otros onis. Patas largas, parece un corredor, pero ¿qué tiene eso de particular? ¿Qué, le disparamos mientras está entretenido almorzando?

—No nos quedamos aquí para eso. Dispararé sólo si nos descubre y trata de atacarnos. Por ahora, esperamos enterrados y bien tranquilitos.

—¿Seguro? Porque ya se va…

—Terminó su festín.

—No tenía apetito, dejó un trozo de víscera y algunos huesos. Gondo, no creo que quede mucho por ver aquí. Fíjate, ya el wang wao lo está cubriendo de arena. ¿O es que tú crees literalmente en la resurrección de la carne?

—¿No notas algo raro? Huesos, pase, pero ¿por qué ese trozo de carne?

—Será la vesícula biliar y no le gustó el sabor o… ¡Mierda, se mueve! ¿Cómo puede seguir vivo después que lo frían, le arranquen la piel y lo devoren casi entero?

—¿Vivo? Piensa bien lo que dices. Los onis son criaturas duras; sobreviven a heridas increíbles. Pero no tanto. Mira, Klinga… ¿por qué crees que no puse alarmas de perímetro?

—Los ángeles…

En la casi completa oscuridad, las etéreas luces llegan desde la nada o desde todas partes. Hay de todos los colores, y más a cada segundo. Revolotean en apretadas espirales, con vertiginosos cambios de color, subiendo y bajando en una compleja danza que tiene a los restos del oni volador por centro.

Un centro que vibra y se estremece cada vez más… hasta que algo parece condensarse o brotar de él.

Es una pequeña chispa amarillenta. Un momento antes no estaba, pero ahora se alza, lenta, y débil aún, rodeada de ángeles. Va ganando intensidad a cada segundo, como si extrajera su fuerza de ellos. Hasta que su luminosidad aumenta de golpe, se vuelve azul y se eleva decidida para confundirse con sus semejantes y danzijugar y jueguidanzar sobre las dunas, antes de alejarse raudos y desaparecer en la distancia.

—¿Qué… mierda fue eso?

—Un parto. ¿No viste ese ejército de comadronas? No tuvimos suerte; a veces la danza de celebración del recién nacido dura mucho más. O tal vez sabían que los estábamos observando… pero ¿qué haces?

Saltando sobre los mandos, Klinga hace emerger a Peri y a despecho del peligro, se ajusta casco, máscara, gafas y dermotraje y salta a la oscuridad exterior. Despreciando toda precaución, conecta la lámpara del casco y a su inquieta luz hurga frenética entre los escasos despojos que quedaron del oni volador, ya casi sepultados en la arena. Al fin el altavoz amplifica sus atónitas palabras:

—¡No tiene cristal! Tú dijiste que todos tenían. ¿Lo sacaste o lo devoró el otro oni?

—No lo saqué, pero lo vi; estaba justo en el único trozo de carne que dejó el otro.

—Entonces, si ahora no hay cristal, y antes había, esa luz… ¡Es… el mayor descubrimiento desde… desde que los chinos encontraron este mundo! ¡Tu amigo Ismal tenía razón: los ángeles de Allah, y los demonios de Shaitán, todos son una misma cosa!

—¿Una misma cosa? Yo no sería tan definitivo. Falta averiguar si unos son larvas de otros, si se trata de generaciones alternas o algo más complejo aún. Pero ya sabemos que existe una relación mucho más estrecha que lo que suponen los xenobiólogos. Ángeles y demonios, pero sólo dos caras de una misma moneda. Por cierto, el ayatollah no era exactamente mi amigo… solo trabajé para él. Y ahora sube; vamos a alejarnos un poco y a volver a enterrarnos, pero ahora con alarmas de perímetro. Con la luz y tu alboroto podrían llegar huéspedes onis, y no quisiera perder a mi piloto antes de comprar el graviplano.

 

*****

 

Pasa el tiempo. Ter-Mizar sigue brillando implacable y pulsando como una ameba. Los días y las noches se suceden bajo las nubes blancas y esmeraldas, se vuelven semanas grisáceas como el desierto y purpúreas como la linfa de los onis. Las espirales de Peri alzan su característica doble estela, trazando sobre la página del desierto largos caligramas que el wang wao borra al instante con su soplo. Una tarde, el filo de una navaja empuñada por la propia Klinga siega sus rojos cabellos, y Gondo sonríe en silencio.

—¿Nunca te han dicho que esa sonrisita condescendiente tuya es peor que cualquier comentario del tipo de «¿ves? te lo dije, acabarías por hacerlo»?

—¿Es mi culpa si casi siempre tengo razón?

—Eres tan autosuficiente… tan insoportablemente seguro de ti mismo.

—¿Sería más simpático si llorara noche a noche por mi hija perdida, temblara de miedo ante cada oni, perdiera el rumbo cada día…?

—Más simpático, no sé. Más humano, seguro…

—Humano… ¿Te parecen muy humanos este desierto, este calor, estos monstruos…? ¿Te parece que hay aquí espacio para muchos errores? Si bajara la guardia para lamentarme ya estaría muerto, y tú conmigo.

—Quizás ya podría seguir sola. Oye ¿crees que los sentimientos nos hacen débiles? Entonces Ulma debió haberte vencido; después de todo ella era una ciborg…

—No; era sólo una idiota fanfarrona con una mano cibernética. En todo caso, no son los sentimientos los que nos hacen más débiles, es el no controlarlos donde está el peligro.

—Ya… no en el miedo, sino en el miedo al miedo.

—Eso. No soy de piedra, princesa; sufro tanto como cualquiera. Tú me has oído gemir en sueños. Pero si me abandonara al sufrimiento acabaría por hacerme el harakiri, al mejor estilo de los antiguos samuráis. Un poco incongruente para un chino, como mínimo.

—Entiendo. Viniste para que el estar siempre en guardia contra los onis no te dejara tiempo para pensar en lo miserable que es tu vida ni en el alivio que sería la muerte…

—Puede ser.

—Me decepcionas. Crecí creyéndote un héroe… es duro descubrir que eres un cobarde que ya sin motivos para vivir tampoco se atreve a morir.

—Pues yo prefiero considerarme un optimista. La muerte es irreversible… la falta de deseos de vivir, no. Vine a Angélica para no cometer una locura tan grande que luego no pudiera reparar. Y ¿no me querías menos autosuficiente, más humano? Pues aquí me tienes.

—Sí… pero aunque sea mejor para mi autoestima convivir con todo un ser humano falible y lleno de dudas, resulta que cuando estoy en un medio hostil y él es el único obstáculo entre la muerte y yo no me gusta ni un poquito pensar que mi héroe invencible no lo es tanto. Por favor, ¿no podrías equivocarte de vez en cuando… en cosas sin importancia?

—El colmo de la soberbia es pasar por modesto. ¿No crees que el colmo de la autosuficiencia sería fingir torpeza?

—¡Eres imposible, Gondo!

—Gracias, princesa… viniendo de ti, que tampoco eres fácil, eso es todo un halago.

Al tercer día viajando en Peri, Klinga descubre un nuevo elemento en la rutina del viejo cazador de ojos rasgados. Además de moverse siempre, fijar perímetros, escapar de los onis más grandes y cazar a los demás, desollarlos y destriparlos para extraerles el cristal, cortar filetes y destilar la linfa para obtener kirak, Gondo cuida su forma física. Cada mañana antes de clarear el día, tras hacer emerger el torquemóvil de las arenas, y si las alarmas de perímetro y el radar no señalan la presencia de ningún oni, salta afuera sin más prendas que sus raquetas para polvo, un taparrabos y el infaltable casco con gafas y máscara, para enfrascarse en complejos ejercicios de obvia naturaleza marcial.

Sus brazos se mueven como aspas, golpeando siempre con la palma, no con los nudillos ni el canto de la mano. Calzados con las ligeras raquetas ovales, sus pies se deslizan sobre la arena levantando pequeñas nubecillas. Pero lo más raro es cómo gira y retuerce todo su cuerpo en unas ondulaciones que parecen caóticas, aunque observándolo con atención se percibe en ellas un claro patrón circular.

Y Klinga lo observa, fascinada… y asombrada. Sin la protección del dermotraje, incluso a hora tan temprana, el duro ejercicio físico y el soplo caliente y seco del wang wao hacen que el cuerpo humano pierda rápidamente grandes cantidades de humedad en forma de sudor. Y como se evapora tan pronto como brota de los poros, el cazador podría cruzar el umbral de la deshidratación casi antes de advertirlo.

Si los onis se mantienen alejados, Gondo nunca finaliza su rutina antes de media hora. Luego se bebe hasta tres litros de agua y se frota concienzudamente el cuerpo con un paño mojado. Por muy bien que condensen y recuperen la humedad los sistemas de acondicionamiento de aire y reciclado, a bordo de Peri nunca hay tanta agua como para desperdiciarla en duchas diarias. Y con el tiempo, la muchacha que los primeros días se quejara el hedor animal que impregnaba la cabina del vehículo ha acabado por no advertirla; ella misma ya no huele mucho mejor.

Por casi dos semanas Klinga Van Voght observa el torturante ritual matutino de Gondo desde la sombra y la frescura de la cabina, hasta que su curiosidad no resiste más.


Ilustración: Tut

—Deslizarse, esquivar, girar como una barrena y golpear siempre con las palmas. Es el mismo truco que usaste contra aquella mantis-lancera ¿no? Y le diste duro.

—Mucho más que a ti cuando trataste de clavarme aquel waribashi la primera noche.

—No me lo recuerdes. Atacar cachalotes con palillos. ¿Qué arte marcial es ésa? Había oído hablar incluso de ese shibumi que mencionaste aquella noche, pero nunca de nada parecido a esto… se diría pensado para alguien que usa raquetas de arena.

—Se llama pa kuá y es mucho más antiguo que el shibumi. Y que las raquetas. También le llaman boxeo de los ocho trigramas, porque sus evoluciones básicas se basan en esos símbolos. Los japoneses crearon el aikido inspirándose en sus movimientos, pero siendo de origen chino, yo preferí ir a las fuentes. La aprendí en la Tierra, en la Universidad de Beijing. Es una variante no muy conocida del wu shu que había practicado desde niño en Xiang Cheng, pero sin saltos ni patadas espectaculares; usa los giros como arma de esquiva y desequilibrio. Los golpes de palma pueden parecer suaves, pero son potentes, sobre todo para sacar de balance al oponente. Cuando el centro de gravedad de un luchador sale del polígono de sustentación delimitado por los pies, cae. Y en un combate, caer es el primer paso hacia la derrota. Quizás si hubieras sabido que la practicaba no me habrías atacado.

—Te ataqué sin pensar, estaba furiosa. Pero sabía que habías matado bestias feroces sin armas, y para ganarle a un grendell venenoso a mano limpia hay que ser un experto en algún tipo de arte marcial. Aunque admito que me imaginé algo más… convencional. Karate, tae kwon do o judo, no sé.

—Pues aunque no creo que tuvieran en mente practicarlo con raquetas de arena, el pa kuá con sus giros es ideal para enfrentar a enemigos físicamente más fuertes. Se cuenta de antiguos maestros que vencieron a tigres y búfalos salvajes. De toda la amplia tradición marcial de mi pueblo, me pareció la mejor elección para un cazador.

—Debe ser duro, con este calor.

—He calculado que en cada sesión pierdo como mínimo dos litros de sudor. Pero aunque estar fresco y a la sombra es indudablemente más cómodo, si no los ejercito diariamente mis músculos podrían fallar cuando de veras los necesitara.

—Gondo, ¿me enseñarías eso también?

—No; el pa kuá no puede enseñarse.

—¿Es un secreto?

—Un viejo maestro de Shaolín decía que un arte marcial no se enseña; se aprende. Puedo mostrarte la vía para que tus músculos y nervios puedan aprender. Tú los enseñarás.

—¿Cuándo empezamos?

—Ahora mismo. Pero, atención: yo practico desde hace más de cincuenta años. No esperas convertirte en una maestra en pocas semanas.

—Tiempo es lo que nos sobra aquí en Angélica, ¿no?

—Tiempo para morir, siempre sobra. Tiempo para vivir, nunca basta.

—¿Otra vez nos ponemos profundos? A ver qué te parece esto: ¿y el tiempo en que no luchamos ni por vivir ni por morir? ¿No es ése el tiempo que debemos invertir en…?

—¿… en prepararnos para luchar? Muy bien, Klinga. Ningún antiguo filósofo habría podido expresarlo mejor. Te mostraré las ocho posiciones y los dieciséis giros básicos del pa kuá. Pero tendrás que descubrir tú misma para qué sirven, mirando y probando.

Al amanecer siguiente cuando el torquemóvil emerge de la arena, son dos los masoquistas que salen a practicar giros, esquivas y golpes de palma antes de que se alcen los soles gemelos. Ambos casi desnudos, dejando aparte los cascos. A veces también usan armas: el pesado, corvo y filoso kukri nepalés de Gondo o el recto y más ligero pero no menos peligroso cuchillo de combate estándar corporativo que se ha acostumbrado a usar Klinga. La partesana que «heredaron» de Ryan contra una cadena. Y otras combinaciones.

La joven aprende, y con tal rapidez que sorprende hasta a su maestro; tras unos pocos días de exhibir moretones y soportar carcajadas burlonas, ya sus golpes de palmas son fuertes y veloces, sus movimientos rápidos y seguros, sus piernas ligeras y elásticas y sus pies no vacilan sobre las raquetas de arena.

Se ha endurecido. Ya no tose cuando bebe el fortísimo kirak. Es casi tan diestra como Gondo guiando el torquemóvil por el desierto o reparándolo, y su habilidad con las armas ha mejorado del mismo modo. Tanto con torpedos, cañones arponeros o lanzarredes y otros ingenios pesados instalados en el vehículo, como con el cuchillo o el lanzadardos a cápsulas de gas.

Y Gondo ha cumplido su promesa. Una nave contrabandista trajo un arma personal para su aprendiz. Se trata de un fusil semiautomático de ancho y corto cañón, con dos cargadores: uno curvo y convencional, el otro un contenedor Dewar de gruesas paredes. En el primero van los proyectiles, cápsulas plásticas. En el termo está la carga impelente: una sustancia que, si bien líquida a bajas temperaturas, cuando entra en contacto con el aire caliente del desierto se convierte instantáneamente en gas aumentando mucho su volumen e impulsando así a la cápsula con la presión del chorro resultante. Al salir del cañón, la alta temperatura generada por la fricción con el aire derrite el plástico de la cápsula liberando cientos de pequeñas agujas. Ya a los veinte metros el cono de dispersión de los diminutos dardos metálicos mide más de un metro de diámetro. Es un arma casi silenciosa y en extremo letal a cortas distancias, aunque poco precisa y de escaso alcance. Fabricada originalmente para cazar a los peligrosos grendells del infernal Gehenna, demuestra de inmediato que funciona igual o mejor en Angélica y contra los onis…

Lo que en los primeros días a Klinga le pareció una aventura constante comienza a volverse hábito, que no rutina. La vida es vagar por el desierto y entre los altos monolitos de basalto, siempre con el holocamuflaje conectado, aunque cada vez sean menos los onis que se dejan engañar por la ilusión óptica. Es herir a uno y seguir su invisible rastro de linfa con la cibernariz, es captar en los sensores a otro que los sigue a ellos, es escapar a todo motor de un leviatán de casi trescientos metros de largo y disparar contra otro de «apenas» veinticinco que escapa ileso, es herir a un quinto y rematar a un sexto ya herido por otro proscrito.

Es cada mañana una breve y dura sesión de boxeo de los ocho trigramas. Es cocinar, comer, ducharse cada tres días, matar, desollar y a veces filetear onis, extraer cristales, dormir… y vuelta a empezar. Es cruzar de noche y a máxima velocidad el ecuador una vez cada dos meses, porque se sabe que cazar demasiados onis en un mismo territorio a veces los lleva a olvidar su mutua agresividad para unirse en ataques masivos como el que terminó con Nueva Meca. Es, cuando cae la noche, fijado el perímetro de seguridad y enterrados bajo la arena, el juego de las hipótesis y las suposiciones entre tragos de kirak.

—Los ángeles podrían ser las almas de los onis…

—Teoría número 50315. Poética. Podría ser. ¿Por qué no?

—Nada más justo y hermoso que un demonio muerto convirtiéndose en ángel. Pero una ecología formada sólo por muchas especies de predadores caníbales y por luces inmateriales no debería sostenerse.

—Para los ingenieros biomecánicos del siglo XX el abejorro tampoco debería volar… era muy pesado, su superficie alar escasa, sus músculos débiles… y sin embargo volaba. Luego se descubrió que se lo permitían fuerzas extra de sostén aerodinámico, antes desconocidas. Negar algo real porque no comprendemos cómo funciona no es el camino.

—Entonces aún nos faltan elementos. Saber cuál es el equivalente en Angélica de esas fuerzas de sostén aerodinámico que hacían volar al abejorro a pesar de los ingenieros. ¿Y si todos los onis pertenecieran a una misma especie? Todos acaban siendo ángeles, ¿no?

—Una teoría audaz. Todo un ecosistema en una sola especie. ¿Para qué evolución? Si todos se convierten en ángeles. Podrían ser variedades individuales, el mismo genotipo y diferentes fenotipos, qué sé yo. No soy xenobiólogo, mal que me pese.

—Los primeros biólogos fueron los cazadores. ¿Qué mejor manera de conocer a un animal que perseguirlo y matarlo? Tú has vivido en este mundo más tiempo que nadie. ¿Cuántos han visto lo que me enseñaste? Onis convirtiéndose en ángeles.

—Cristales de onis convirtiéndose en ángeles, que no es lo mismo. Verlo, en Angélica, unos cuantos. Fuera, nadie…

—Gondo, ¿qué sentirá un ángel cuando aún está dentro de un oni…?

—¿Qué siente la mariposa cuando aún es oruga?

—¿Has pensado que cada cristal que recogemos es un ángel menos que nace…?

—Todos los días, todas las noches. Y a veces la idea no me deja dormir.

—¿Remordimientos? ¿Después de cazar todo lo que se mueve en esta galaxia?

—Matar a un animal es caza. Matar a un ser racional es asesinato.

—No puedes probar que son inteligentes.

—Todavía. Pero tampoco puedo probar que no lo son.

—Yo creo que te has autosugestionado con la palabra «ángeles». No creo que sean nada místico, sino algo completamente natural y biológico. Tú lo dijiste: orugas y mariposas. Los ángeles el imago o fase adulta, los onis unas larvas que además de no parecerse en nada al imago, tampoco se parecen entre sí. O los ángeles podrían ser una especie parásita, completamente distinta de los onis, que una vez muerto su hospedero lo abandona metamorfoseándose a su forma definitiva…

—O una especie inteligente derrotada hace eones en una guerra interplanetaria y encarcelada por sus vencedores dentro de cuerpos bestiales y feroces. Todo esto es pura especulación, Klinga. Subjetividades. Hay que reunir hechos.

Las semanas se hacen meses. Aunque adaptado al día local de 16 horas, el calendario que usan los proscritos es el terrestre. Sin estaciones, poco importa que el año de Angélica dure sólo 234 días. El desierto sigue siendo igual de infinito y de monótono. Arena, monolitos de basalto, de cuando en cuando una tormenta de arena con vientos de hasta 200km/h que es mejor pasar enterrados. Ya sea cazándolos o huyendo de ellos, los onis siguen siendo el eje de todo. Ellos y los cristales que atesoran sus entrañas.

Varias veces, en respuesta a pedidos radiados desde Peri, las negras naves con el ninja rojo en la proa trasmiten con antelación coordenadas en tiempo y espacio y se posan silenciosamente en ellas. Una escotilla-esfínter se abre, y los veloces cibermanipuladores insectoides recogen los fardos de pieles y cristales y descargan las piezas de repuesto, armas, municiones, medicinas y alimentos que Gondo y Klinga recogen a toda prisa. Esos canjes duran al máximo cinco minutos. Los onis acechan, son rápidos y feroces… y ni siquiera el láser de una nave podría detener a algunos de los más grandes.

Otras veces coinciden con otros proscritos que han recibido las mismas coordenadas para encontrarse con sus respectivas naves de suministros. Varias armas de energía aumentan la seguridad. Mientras se realiza el canje yacen sobre la arena casco con casco, aunque en el costado de una brille el ninja rojo de la Shinobi, en el morro de otra la E en el triple círculo de la Exxony, en las aletas de cola de una tercera el yin-yang de la Han, y en el flanco de una cuarta la hoz y el martillo de la Mrinya.

Su eterna rivalidad en la Expansión Humana parece olvidada en Angélica. Cuando un reo no se presenta a su cita, los suministros que le estaban destinados se subastan entre los demás. Las IAs parecen divertirse haciéndolo… todo lo que puede divertirse una IA.

Los proscritos también disfrutan y temen esos encuentros. Dejando aparte las coincidencias en pleno desierto, muy raras en un planeta enorme y que nunca ha albergado a más de medio millar de ellos, son las únicas ocasiones en pueden juntarse varios.

Gondo aprovecha para recoger información. La mayor de su cosecha consiste en historias intrascendentes, alucinaciones de borrachos o puras invenciones que los proscritos le cuentan gratis, encantados de que alguien los escuche, pero también intercambia regularmente cristales por discos de datos cuyo contenido es un misterio para Klinga.

Aunque nunca llegan a diez los que se juntan, hay proscritos que lamentan que no ocurra más a menudo y que dure tan poco, mientras otros se alegran cada vez de haber sobrevivido a otro canje y desaparecen a escape con su botín tan pronto despegan las naves. En el ínterin queda tiempo para algo de sexo veloz, para beber kirak y alardear de los respectivos vehículos y proezas cinegéticas, para bromas y juegos rudos, para intercambiar rumores y mentiras… y cuando las naves se marchan y la tregua del canje concluye, para peleas entre los más iracundos, más temerarios o más borrachos… casi siempre a muerte.

Klinga permanece en el torquemóvil, observando y escuchando para entender la rara y dispersa sociedad de los convictos: las reglas de la tregua del canje y del duelo, lo que es una deuda de vida, los precios en cristales de cada cosa, el derecho de precedencia.

Pero en una reunión cerca de La Mano, una inconfundible formación de cuatro grandes monolitos y otro más pequeño que parecen dedos enormes que brotaran de la arena, Peri no se marcha junto con las naves, y a Gondo le toca aguardar en la cabina.

Klinga ha encontrado a Lecocq, y el duelo es inevitable.

Tres chasquidos casi inaudibles, dos sonoras explosiones y todo ha terminado.

Para sorpresa de muchos, es el ex militar el que queda tendido boca arriba en la arena. Sus pistolas lanzamisiles aún humean, pero ambos cohetes estallaron en el aire sin causar daño a su oponente. Y su torso y su casco con cresta púrpura son una masa informe de carne sangrante, destrozados por los cientos de agujas disparadas por el fusil matagrendells de la muchacha. La vencedora, casco blanco sin decoración alguna, prende fuego al viejo gravitrineo de Lecocq, tras apoderarse de algunas fruslerías. Una de ellas, irónicamente, es la cibermano que fuera de Ulma, aún intacta.

Esa misma noche el cazador y su aprendiz comentan el combate:

—Juré que le haría pagar caro el recibimiento que me dio el primer día, pero casi lo dejo ir. Luego me acordé de lo que me hizo y… Fue patético, con esas estúpidas pistolas lanzacohetes. Potentes, pero demasiado pesadas para ser manejables.

—Lecocq fue sargento en los comandos de la Exxony. Usó celerón, neurita y nadie sabe qué otras mierdas neurales. Las drogas militares te dan los reflejos de un gato histérico mientras las consumes regularmente, pero pagas un precio muy alto cuando las dejas. Cualquiera podría haberle metido cuatro flechas o media docena de balazos antes de que le diera tiempo a apuntar. Por eso usaba cohetes de rastreo térmico, y se lo contaba a todo el mundo. Pensaba que nadie se arriesgaría a un duelo en el que aún venciendo podría perder la vida por el impacto de un misil. Fuiste astuta y rápida y tuviste puntería y suerte. Pero te arriesgaste mucho. Si llegas a fallar un solo disparo, te habría alcanzado un misil.

—Astuta, no afortunada. Por mucho que sople el wang wao, alcanzar un lento misil con un arma que dispersa cientos de agujas es un juego de niños. Y más aún hacer blanco en un objetivo inmóvil. Fue más ejecución que combate.

—Los samuráis decían que en un duelo en que no tienes ninguna probabilidad de perder tampoco hay honor alguno que ganar.

—Honor, mierda. No soy samurai, y ésa es la única clase de duelos que me gustan.

—Lecocq ni te reconoció sin tu melena y tu sugestivo dermotraje. Podías dejarlo ir.

—A ti nunca te han violado. Cuando alguien usa tu cuerpo sin que lo desees te hace sentir un animal, un objeto, menos que nada. No hay perdón ni olvido posibles para eso.

—¿Conque Lecocq te violó?

—Como mismo dijiste que hizo con esas quince mujeres a las que luego mató…

—Yo sólo dije que no llegaron obligadas a su cama. No que las hubiera violado antes. Princesa, Lecocq era fisiológicamente impotente. Otro efecto secundario de las drogas militares. A esas pobres mujeres las mató sólo para que no pudieran contarlo.

—Siempre supiste que él no me había…

—Y tú lo mataste para mantener tu coartada de víctima. El pobre; probablemente sólo te contó cómo se rendían las mujeres a sus pies cuando llevaba el uniforme de sargento de la Exxony, hasta que, por culpa de los malditos mejunjes neurales… cuanto más te habrá dado alguna bofetada; no creo que necesitara muchas, una chica lista como tú no intentaría resistirse sin armas a un hombre de casi cien kilos y que tuvo entrenamiento militar de élite. Cuentan que le gustaba mucho practicar el sexo oral.

—No me lo recuerdes, me arañó toda con su bigote. Y olía que daba asco.

—Pero fueron sólo molestias menores, ¿eh? Esos moretones te los hiciste tú misma. Deberías ir a un psicoanalista; entre tu obsesión conmigo y esas tendencias masoquistas, es como para preocuparse… ¿Todo ese teatro era parte de la operación «convencer a Gondo de que soy una pobre muchacha necesitada de protección para que me lleve consigo»?

—Sí. Una chica tiene derecho a usar ciertos trucos… Discúlpame por engañarte, no pensé que te dieras cuenta nunca.

—Ya me estoy acostumbrando. Disculpas aceptadas. Aunque no sé qué pensaría Lecocq al respecto. Y me parece que todavía me escondes muchas cosas. Pero tarde o temprano toda mentira se descubre, ya ves.

—Tú tampoco me lo cuentas todo. ¿Qué hay en esos discos de datos que te dan los demás proscritos? Algo importante será, si les das cristales.

—No es ningún secreto. Mira…

—Onis, onis… más onis.

—En esta computadora primitiva y sin IA está la mayor colección de imágenes de onis de toda la Expansión Humana. Hasta ayer tenía unos 150 000 tipos diferentes.

—¿Y para qué? ¿Has logrado establecer alguna pauta de variación? ¿Descubrir el secreto de la famosa evolución reactiva ultrarrápida?

—Touché. Hasta ahora mi base de datos no me ha servido de mucho. Pero quizás algún día analizándola se me ocurra la idea correcta. Y ese día…

—… está todavía muy lejano, Gondoang We-Xiao. Así que vamos a dormir.

—Espera. Hoy… hoy quisiera hacer otra cosa antes de dormir. Pero solo si tú quieres, claro. Aunque no, mejor olvídalo. Quizás yo también debería visitar al psicoanalista……

—Gondo… ¿eso significa lo que yo creo que significa?

—¿Qué me excita verte matar? Puede ser. Lo haces muy bien. ¿Y bueno, sí o no?

—Mierda… ¿así de pronto, después de todos estos meses viviendo tan cerca y viéndome casi desnuda cada mañana? No me lo esperaba. Ya me había resignado a la idea de que te habías vuelto homo, o de que el sexo había dejado de interesarte.

—Soy viejo, pero no tanto. Es sólo que nunca me gustaron las mujeres fáciles. Que me excitó sorprenderte en una mentira, o pensar que aún te descubriré en otras. O que no fue hasta hoy que te vi como alguien preparado para sobrevivir aquí en Angélica. Qué sé yo. Pero si no quieres estás en todo tu derecho, claro. Nada va a cambiar entre nosotros.

—Todo acaba de cambiar. Gondo, eres el mejor cazando, pero todavía te falta por aprender muchas cosas sobre las mujeres. Como por ejemplo, que necesitamos cierta atmósfera, ciertos preparativos. Quédate aquí. Voy a darme una ducha. He esperado mucho…… y ahora quiero que me encuentres perfecta.

—Mejor no te hagas muchas ilusiones. Estoy bastante falto de práctica.

—Mejor cállate… y ven a la ducha.

El agua borra los olores corporales y también el embarazo y la solemnidad. La liana flexible y llena de savia se trenza en un abrazo inextricable con el retorcido, viejísimo árbol. La escurridiza víbora y la fortísima pitón confunden sus anillos en un único nudo. Carne joven y tersa sobre arrugas y cicatrices. Caricias suaves como el batir del ala de una mariposa. Besos livianos y húmedos como el cerrarse del párpado de una recién nacida que tejen un interregno mágico donde no caben el calor, la sequedad del desierto ni los onis.

Los cuerpos que los meses de convivencia volvieran tan familiares ahora se descubren nuevos y maravillosos. Hay ternuras que estallan en un torbellino de besos que se vuelven mordiscos. Dedos finos que aferran nudosos deltoides con tanta fuerza que desgarran la piel. Salivas y sudores disolviéndose en un fluido común, latidos cardíacos sincopados en un ritmo único y creciente de insostenible expectación. Jadeos y quejidos marcando el compás, elevándose a un crescendo hasta que la sangre y la mente no pueden soportar más, y se resuelven-desatan-estallan-vierten en una catarata imparable y compartida de total identidad e infinita alegría, de satisfacción y gloria indescriptibles.

Pero tanto fue contenido el impulso que el final es apenas descanso antes del nuevo comienzo. Con menos desesperación, con más dulzura. Con más regodeo y menos prisa.

—… he soñado tantas veces este momento que casi no me lo puedo creer.

—Yo también te quiero.

—No puedes decirlo de veras. Hasta hoy ni siquiera estaba segura de gustarte.

—Pensé que era eso lo que todas las mujeres querían oír en momentos como éste.

—Ah, menos mal. Ya me estaba preguntando a dónde se había ido el viejo cazador cínico que me ha ignorado, y que he oído roncar y revolverse en sueños durante todos estos meses.

—Ignorarte y revolverme, lo sabía. Pero ¿roncar? ¿Por qué no lo dijiste antes?

—Citando a Will Morgan: «La prioridad es asegurar el tanto».

—Will Morgan… ¿quién es? No he leído nada suyo.

—Ésta es mi revancha. Jugaba fútbol con los Yokohama´s Kamikazes del siglo XXI. ¿No decías que toda sabiduría vale… la encuentres en un templo o en un basurero?

—Supongo que debería sentirme satisfecho, como todo maestro, cuando lo supera un discípulo. Pero no lo estoy… aún.

—¿Quieres más, viejo mandril insaciable? Ven acá…

—Quita esas manos, ninfómana, no es eso.

—No me digas que incluso ahora estás pensando en los onis…

—Cazarlos es tratar de entenderlos. Hacer el amor contigo es igual. Tú me intrigas tanto como ellos y me asustas más, Klinga. Desde el principio supe que no eras lo que decías ser. Una muchacha común, por muy de familia rica que fuera, o mucho que pagara, no podría tener los contactos que hacen falta para deslizarse en una nave corporativa…

—También hay muchas cosas de ti que no me has contado, Gondo.

—De acuerdo; yo tampoco soy solamente un viejo cazador obsesionado con el mundo que le costó la vida a su hija. Entonces, ¿nos quitamos las máscaras? Me contrató…

—Alto. No reveles tu secreto… yo no te revelaré el mío. No puedo. No me pertenece.

—Me basta con saber que hay un secreto y que no eres sólo lo que decías.

—Yo no he dicho eso.

—Tampoco lo has negado.

—Ni sí ni no, sino todo lo contrario. Mejor hablemos de los onis, ¿quieres?

—Lo dirás por cambiar de tema, pero Angélica y tú se parecen más que lo que crees. Por ocho años me he exprimido las meninges tratando de entender este mundo, sin lograrlo. Llevo meses tratando de entender qué escondes, con el mismo éxito.

—Quizás tu fallo está en que el planeta y yo no escondemos nada. En que todo está a la vista, y es sólo que no lo comprendes.

—Pero tengo más probabilidades de saber quién te envió aquí y qué te traes entre manos que de resolver el misterio de Angélica. Tú eres difícil, cuando más. Pero a veces pienso que alguien o algo hizo este mundo sólo para desesperarme.

—Ah, sí, el principio antrópico fuerte. El universo necesita observadores. Órbita circular, desierto sin estaciones y ecología insostenible, son condiciones raras, de acuerdo. Pero de ahí a pensar que fueran artificialmente creadas para…

—Creadas para algo. Para lo que sea. Ésa es la gran pregunta. ¿Para qué? ¿Por qué?

—¿Y qué sé yo? Estoy aquí porque hay gente poderosa que piensa que todas las rarezas de Angélica, los ángeles, los onis, las algas de la estratosfera, el desierto sin zonas climáticas, podrían no ser del todo casuales, sino tener algún propósito para alguien. Eso no significa que yo piense igual. Me enviaron a recopilar datos, a evaluar la situación.

—Y tus patrones, ¿tienen alguna teoría concreta?

—Una instalación militar. Un polígono de entrenamiento, tal vez.

—¿Para adiestrar onis? Piensa el ladrón que todos son de su condición. Tus jefes viven obsesionados con la guerra.

—No sería imposible. Desierto, calor, viento, sequedad, volcanes… un mundo tan inhóspito como Sviatogor con su gravedad de 1,6 y sus constantes 30 grados bajo cero. Y los onis serían una buena tropa de choque. No temen morir, son veloces, astutos, fuertes…

—Solo falta que siempre pudieran actuar en grupo y sin matarse entre sí…

—¿Qué sabes tú del entrenamiento de los iskras? Es el secreto mejor guardado de la corporación Mrinya. Se reportan muchas bajas durante el adiestramiento… a lo mejor sí se enfrentan unos con otros hasta que sólo quedan los mejores. Y cuando atacaron a los comandos de la Exxony y arrasaron Nueva Meca los onis atacaron coordinadamente.

—Dos de las pocas veces que se ha reportado esa conducta. Una mariposa no hace verano. Ni dos ni diez. Además, están los ángeles. Ya vimos que tienen una íntima relación con los onis, no son sólo decorativos. ¿Qué serían en tu teoría? ¿Asesores militares?

—Luego veremos eso. Ahora déjame seguir. ¿Y si los onis fueran todos diferentes porque cada uno es un prototipo? Podrían ser máquinas de guerra biológicas a las que se deja evolucionar en condiciones controladas para que se conviertan en modelos mejores. Y los ángeles, en su forma de cristales serían los observadores que cuando descubren una forma especialmente interesante o eficiente, la registran y lo informan.

—Y cuando un oni muere devorado por otro es que su prototipo no sirve. Así que el observador abandona la carcaza y se queda revoleteando de vacaciones hasta que lo mandan a meterse en otra máquina de guerra nueva. Ingenioso… pero demasiado rebuscado. Pueden existir civilizaciones que en vez de usar materia inanimada para sus herramientas y máquinas modifiquen cuerpos vivientes para adaptarlos al ambiente. No digo que no. Pero ¿cómo sabrían los que iniciaron esta evolución controlada cuándo terminar el experimento? Y ¿no lo estamos interfiriendo con nuestra presencia?

—A lo mejor no quieren terminarlo nunca, y nuestra presencia le da un interés extra, al introducir una variable nueva en el ambiente. O los sujetos de prueba escaparon al control de sus amos y creadores.

—No está mal. A ver qué te parece esta otra hipótesis. Toda Angélica, onis y ángeles incluidos, es la materialización de los sueños de un niño con poderes psíquicos que yace en coma desde hace decenios en un hospital cualquiera de la Expansión Humana. Klinga, son sólo suposiciones. Un filósofo de mi raza decía que analizando un grano de arroz podía deducirse la existencia de la planta entera, del campo, de una cultura basada en su cultivo, de la China toda. Pero la trampa de ese razonamiento es que sólo es posible si uno lo reconoce como grano de arroz, si sabe que viene de una planta, etc. También se puede llegar a una conclusión muy distinta. Como que el arroz era azteca. Necesitamos más datos.

—Es un círculo vicioso. No saber qué son nos impide averiguarlo…

—Cosas que ignoramos sobre Angélica, tomo LXVII. No sabemos qué comen los onis, ni por qué son tan diferentes entre sí.

—Con su reproducción las cosas no van mucho mejor.

—Ahí no es tan grave la cosa. Está claro que son ovovivíparos. Los huevos eclosionan dentro del adulto. Serán hermafroditas capaces de autofecundación, porque nunca se ha visto a dos copulando, pero si tienen órganos reproductores no son testículos ni ovarios, o no sabemos reconocerlos como tales, así que ni soñar con encontrar sus gametos. Y sus células no tienen nada similar al ADN…

—Los tsunamis de Hokusai tampoco tienen cromosomas y se reproducen muy bien.

—Ellos tienen a los neskis, virus simbiontes que contienen su información genética.

—¿Y si los ángeles, en su estadío de cristales, jugaran la misma función para los onis? Hay quien especula que el ADN empezó como parásito o simbionte de los coacervados mayores. Y luego, como representaba una ventaja adaptativa, se convirtió en parte insustituible de todos los organismos que evolucionaron a partir de ellos.

—¿Qué coacervados podría haber en un planeta que no sólo no tiene ni una gota de agua líquida, sino que tampoco parece haberla tenido en los últimos 100 millones de años?

—La coacervación no es el único modo en que surge la vida.

—Pero todos los otros conocidos hasta ahora también requieren agua. Aunque tu teoría de los cristales de ADN parásito es interesante. Lástima que no se pueda demostrar.

—Bastaría con encontrar algunos fósiles…

—Nunca se han hallado en Angélica. Tampoco es que hayan venido muchos paleontólogos ni buscado tanto. Imagínate, entre el wang wao y los malos hábitos de la fauna local… Pero sin gametos, sin referencias cronológicas y con esa evolución reactiva ultrarrápida, analizando los onis actuales no hay modo de saber si llegaron aquí como esporas panspérmicas hace sólo un milenio o si han evolucionado por mil millones de años.

—¿También conoces la panspermia? ¿Ese título tuyo era en historia o en xenobiología? ¿O les has cambiado cristales por discos de datos a las corporaciones? Lo que debe haberte costado cada kilobyte…

—No tanto. Las Siete Grandes no regalan nada, pero los xenobiólogos a los que se prohíbe visitar Angélica pagan, y caro, para tener acceso de primera mano a nuestros descubrimientos. A cambio nos dan acceso a todos los datos biológicos que queramos. Claro, no les contamos ni la décima parte de lo que sabemos. Al menos yo no lo hago.

—Salvo cómo los cristales se transforman en ángeles, no has descubierto mucho…

—Todavía no te he mostrado todo lo que sé.

—¿Siempre me darás la información con cuentagotas, Gondoang We-Xiao?

—Dos mandarines chinos pescaban en la orilla de un lago lleno de carpas. Un criado les sostenía el quitasol. Pasó un vagabundo hambriento. El primer sabio le regaló un pez y se ufanó de su generosidad. El segundo le regaló su caña de pescar y presumió de ser aún más magnánimo y más sabio. Ambos empezaron a discutir. Al rato sintieron calor…

—… porque el criado ya no sostenía el quitasol; enseñaba al vagabundo a construir una caña de pescar con un tallo de bambú y a utilizarla. Conocía la parábola.

—¿Pero sabes lo que significa?

—¿Que tengo que descubrir las cosas por mí misma para que tengan sentido? Pobre humanidad si cada hombre tuviera que descubrir de nuevo el fuego e inventar la rueda…

—Quizás habría mejores fuegos y mejores ruedas. Pero todo está en mirar… y en hacerse las preguntas adecuadas. Saber construir la caña.

—Si conoces las respuestas, dímelas y ahorraremos tiempo. Yo quiero el pez.

—Ni hablar. Buscando lo que tú no sabes, puedes llegar a descubrir lo que yo no sé.

—Ya sé por qué los llamaron onis. No porque ataquen siempre, ni porque sean difíciles de matar. Es porque se te meten entre ceja y ceja, y te obsesionan y no puedes descansar hasta saberlo todo sobre ellos… aunque mientras más sabes, menos entiendes.

—Es parte del concepto de Angélica como planeta penitenciaría. La tortura mental.

—Pobrecito Gondo, ¿has sufrido mucho en estos años, eh?

—No tanto, la verdad. Y menos ahora que tengo algo tan agradable que hacer.

—¿Ya… otra vez, tan rápido? Creí que estabas falto de práctica

—Recupero el tiempo perdido. Además, la primera y la segunda fueron sólo ensayos.

—Pues no estuvo tan mal. Ven; el tres es mi número de suerte…

Pasan más días, más semanas, más meses. Más crepúsculos y amaneceres grises y polvorientos bajo el cielo constelado de fracto-estratos blancos y seudocúmulonimbos verdes. Una pareja que lo comparte todo es más eficiente que dos individuos.

Peri tiene nuevos y mejores sensores, un reductor de estela, un sistema de acondicionamiento de aire más potente y eficaz condensando agua, y last but least, un graviplano con motor inercial y de apenas dos metros de largo por uno de ancho, casi un sillón volante con fuselaje.

Con ironía lo bautizan Metatrón, como el ángel vocero de Dios, y Klinga pronto se vuelve una auténtica experta en su manejo. Lo mismo sabe detenerlo flotando contra el wang wao que cortar el aire a más de 600 km/h, ya tocando las dunas de arena grisácea, ya elevándose por encima de los más altos monolitos basálticos. Desde arriba puede localizar con mucha más antelación a los onis corredores e incluso a muchos cavadores, y si son voladores, atraerlos hasta el torquemóvil y su armamento más pesado.

—Gondo, ¿nunca te has puesto a pensar, mirando ese cielo sin estrellas, en lo inmensa que es la galaxia y lo pequeños e insignificantes que somos los seres humanos?

—Si necesitas sentirte insignificante ve más allá y piensa que la Vía Láctea es sólo una de las miles de la Metagalaxia, que tampoco parece ser la única. Y para que no te marees y puedas sentirte orgullosa de ser parte de la raza humana, piensa también que esos seres insignificantes hemos llegado más lejos que ninguna de las razas desaparecidas cuyos restos hemos encontrado en tantos planetas.

—Sí, pero sólo gracias a los agujeros de gusano.

—¿Qué tienes en su contra? Si no existieran aún seguiríamos en el Sistema Solar.

—Precisamente. Hay astrofísicos que consideran su existencia demasiado oportuna. Hay agujeros de gusano no sólo en la Nube de Oort del Sistema Solar, sino a distancias equivalentes de cada estrella con un planeta más o menos adecuado para la vida. Pero casi ninguno en torno a las supergigantes rojas, las estrellas de rayos gamma o las de neutrones. Como si alguien hubiese querido darnos un sistema para poder burlar los límites relativistas de la velocidad de la luz, y al mismo tiempo protegernos de encuentros desagradables.

—Ahora eres tú la del principio antrópico. Que el hielo sea más liviano que el agua, que existan agujeros de gusano, que la constante de Planck tenga el valor que tiene y no otro, y muchas más aparentes anomalías por el estilo no significan necesariamente que algo o alguien lo diseñó para nuestra comodidad. ¿»Protegernos de encuentros desagradables»? ¿Y lo dices justo en Angélica? Hay pocas cosas menos agradables que toparse con un oni.

—Nadie nos mandó a meternos aquí. En la Tierra no hay onis.

—Si en alguna parte del cosmos hay un cartel de «Prohibido el paso a los hombres», no lo he visto. Ni creo que le haría mucho caso si lo viera. Al ser humano lo atrae lo desconocido y lo difícil, aunque le cueste la vida. Por eso nos metimos por los agujeros de gusano. Ir siempre más allá está en nuestra naturaleza y nos ha llevado a ser lo que somos. Si tan fácil nos querían hacer las cosas esos dioses cósmicos, ¿por qué no nos hicieron más conformistas en vez de pasar tanto trabajo en adaptar a nuestra medida todo el universo?

Peri vaga por el gran desierto, pasando revista a los monolitos que tienen nombre en el mapa: Heracles, Briareo, Gerión, Atlas, Belerofonte, Tifón, Hiparión, Anteo, Equidna. Medio en broma, medio en serio, van bautizando otros por su aspecto u otras asociaciones más rebuscadas: El Tridente es uno que se trifurca, el Creyente recuerda a un musulmán orando, Pelusa se parece a un perrito que Klinga tuvo de niña en Vergel, Transmisión Rota conmemora un desperfecto del torquemóvil.

Cada dos o tres meses pasan de un hemisferio a otro, cruzando de noche el tórrido ecuador a toda velocidad sin preocuparse de dejar estela; ni siquiera los onis viven en la hirviente faja. Pero nunca sobrepasan los 60 grados de latitud. Por eso Klinga se extraña tanto cuando, una mañana, descubre que se han aventurado tan al norte que uno de los característicos volcanes achaparrados del planeta está casi al alcance de la mano. Detrás se ven muchos otros, uno de ellos expulsando justo en aquel instante su chorro de llamas. El suelo está todavía más caliente que lo habitual en Angélica. El aire huele extraño y sabe mal.

Las erupciones en Angélica son breves, pero violentas e inesperadas. Y muy peligrosas. Contra los onis se puede luchar. Ante kilómetros cúbicos de gases que brotan del suelo o toneladas de ceniza hirviente que cae del cielo de improviso no queda sino huir. Si da tiempo. De ahí que ni onis ni proscritos se acerquen mucho a los volcanes.

Pese al calor extra, la práctica matutina de pa kuá no se salta. Aunque la muchacha mira de vez en cuando con el rabillo del ojo el bajo y ancho cono a sus espaldas, y por eso recibe más golpes que de costumbre. De regreso a Peri, Gondo la reprende:

—Hoy estabas muy distraída. Hay que concentrarse en lo que se hace.

—Es la primera vez que estoy tan cerca de un volcán.

-Te acostumbrarás, no será la última.

—¿No es peligroso? Como nunca se sabe cuándo van a hacer erupción…

—Los satélites de la Exxony pueden detectarlas algunas horas antes. He pagado caro por el dato, pero hay un 90% de seguridad de que éste estará tranquilo hasta la noche.

—Ah. ¿Por qué están tan concentrados, por qué son todos del mismo tipo?

—Otro enigma de Angélica.

—Tampoco la vulcanología ha adelantado mucho aquí.

—No creas. Se sabe bastante sobre estos volcanes. Sólo expulsan lavas ligeras con mucho dióxido de carbono y vapor de agua. El núcleo planetario es también ligero, casi todo aluminio y silicio fundidos, SiAl. En la Tierra forma el subsuelo, pero en Angélica no abunda el manganeso y apenas hay hierro, así que no hay ni SiMa ni NiFe. También por eso, aunque el planeta es mayor, la gravedad es casi la misma que la terrestre.

—Y la lava ligera y volátil a alta presión hace estallar los cráteres al salir…

—Exacto. Los volcanes pueden estudiarse desde la órbita. Y los neoshiítas también enviaron algunas expediciones. Son peligrosos, pero a diferencia de los onis, no se mueven.

—¿A nadie se le ha ocurrido calcular la antigüedad de Angélica en base a la cantidad media anual de material sólido que lanzan al exterior? Bastaría relacionarla con la profundidad de los estratos de arena sobre el lecho basáltico del planeta. Porque, sin mar, y formada por aluminio y sílice, toda esa arena sólo puede ser de origen volcánico.

—Los estratos superiores no tienen menos de un kilómetro de espesor en ninguna parte. Debajo hay otros, tan comprimidos por el peso de los de arriba que casi se han convertido en roca sedimentaria.

—¡Absurdo! Eso son cientos de miles de millones de toneladas. Incluso si todos los volcanes del planeta estuvieran activos todo el tiempo, se requerirían…

—¿Billones de años? Enigma número cien mil. Ter-Mizar es más joven que el Sol terrestre. Sin contar con que si todo ese material hubiera sido lanzado a la atmósfera, ahora éste no sería un mundo caliente, sino helado. ¿Has oído hablar del invierno nuclear? Erupciones volcánicas masivas o el impacto de un gran asteroide pueden causar el mismo efecto. Fue así cómo se extinguieron los dinosaurios en la Tierra hace 65 millones de años.

—Olvida la arena, la edad del planeta, el invierno nuclear y los dinosaurios. ¿Alguna vez has visto de cerca una de estas erupciones volcánicas?

—No muy de cerca. Para eso le pago bien a la Exxony por los datos de su satélite. Pero hasta de lejos es un gran espectáculo. La mitad del cielo parece arder durante casi unos segundos. El material eyectado se eleva a kilómetros de altura, pero antes de que vuelva a caer al suelo, ya el viento lo ha enfriado, pulverizado y arrastrado. Así que casi todo se deposita demasiado lejos del volcán como para que aumente la altura del cono, y el cráter se mantiene bajo. Relativamente, claro: hay un kilómetro de basalto que no vemos, oculto bajo la arena. ¿No te animas a escalarlo? Una miradita dentro te aclararía muchas más cosas que todas mis explicaciones. Ver para creer, dicen…

—¿No será peligroso?

—Y dale. Como todo en Angélica. Pero no hay onis cerca, y no hará erupción ahora. ¿O no será que nuestra práctica de pa kuá de hace un rato acabó con todas tus energías?

—Me golpeaste fuerte, pero no estoy tan cansada. Y no tendrá ni 50 metros de alto.

Al rato, deslizándose sobre la arena enfundada en su dermotraje, con casco, máscara filtrante, gafas y el fusil matagrendells colgado a la espalda, Klinga llega junto a la inclinada ladera del cono y comienza su ascensión. A medio camino deja las raquetas: la arena ha cedido el paso al basalto desnudo. Y una vez en la cima se deja caer de bruces para echarle una ojeada a la chimenea central, ancha, profunda y…

Y ocupada. Abajo, muchos metros bajo la superficie, brillan estrellas.

En el primer momento la muchacha piensa que sus ojos la engañan, que es un espejismo provocado por el calor y la fatiga de la ascensión. Pero en Angélica no hay espejismos: el wang wao mezcla las capas de aire y evita cualquier inversión térmica.

Vuelve a mirar. Sí, son estrellas, multicolores y de formas cambiantes.

Respira profundo, se alza y vuelve ladera abajo, sólo para regresar a los pocos minutos, con más equipo y con Gondo. Otro observador, instrumentos mejores y la videograbación mejorada informáticamente confirman su primera impresión. Sí, abajo hay luces que se mueven, y como no pueden ser estrellas, tiene que tratarse de ángeles.

Hay miles de ellos, apretadamente reunidos, cambiando de forma y de color, moviéndose lentos como un enjambre de abejas en hibernación, pero en silencio. Klinga mira a Gondo. Los ojos del cazador sonríen tras sus gafas antipolvo. El espectáculo no es nuevo para él. Su inocente invitación a que comprobara de primera mano la naturaleza del cráter era sólo un subterfugio para que ella también lo descubriese.

—¿Por eso no se les ve de día? ¿Qué hacen ahí dentro, descansan y se esconden de los rayos de Ter-Mizar? ¿Será que la luz los mata? ¿Hay ángeles en cada cráter, cada día? ¿Y si el volcán está en erupción? ¿Hay lugar para todos ellos?

—Las preguntas de una en una. Normalmente los ángeles siguen la noche en su giro por el planeta. No se cansan… no veo cómo podrían, si no son de materia. Ni creo que la luz les haga daño, tal vez no les gusta porque sus colores resaltan mejor en la oscuridad. Esto que acabas de ver es más excepción que regla. A veces, sólo a veces, se juntan de día en el fondo de los volcanes que no harán erupción pronto. No he logrado descubrir qué hacen en estas reuniones, y tampoco estaba seguro de que ahora hubiera una en éste, por eso no te quise decir nada antes. Pero a que la sorpresa valió el secreto, ¿eh?

—Deja que volvamos a Peri y te enseñaré lo agradecida que estoy…

En los meses siguientes visitan muchos más volcanes, siempre cuando los satélites no prevén erupciones. Klinga hasta desciende al interior de algunos usando cuerdas y un arnés de montañismo que les cuesta 45 cristales. Pero sólo encuentra otros dos «ocupados».

Poco después, durante un vuelo de reconocimiento crepuscular en el graviplano que ya domina como otro órgano de su cuerpo, Klinga se zambulle de repente en otra reunión ligeramente distinta. Inmóviles en el aire, a despecho del wang wao, hay cientos, tal vez miles de ángeles. Pero no formando enjambre. Flotan uno sobre otro y tan cerca que sus resplandores se funden en una única columna de luz que parece unir cielo y tierra.

Despreciando los riesgos de volar en la noche que ya comienza, se estabiliza en torno al fenómeno, registra sus coordenadas y activa la videocámara. Quisiera contarle a Gondo lo que ve, preguntarle si ha visto antes algo así. Pero han acordado que Metatrón sólo se comunique por radio con Peri en caso de emergencias. Por si los onis…

Con un delicioso nerviosismo latiéndole en las venas, Klinga explota al máximo las posibilidades del vehículo antigrav y permanece inmóvil en la oscuridad y a unos 500 metros de altura, observando la escena. Si algún oni volador la detectase y atacara en las tinieblas, a Metatrón, sin blindaje ni camuflaje holográfico, ligeramente armado y sin velocidad inicial, solo le quedaría dejarse caer en un picado brutal para evadir el ataque. Pero ser testigo de algo que quizás ni siquiera Gondo haya visto jamás bien vale el albur.

Por largos segundos el silencioso graviplano y su única tripulante mantienen su posición, ya subiendo, ya bajando por efecto de las caprichosas ráfagas del wang wao, pero siempre cerca de la extraña columna. Klinga mira hacia abajo. Allí donde la columna de luces casi toca la arena se mueve una pléyade de formas que la espesa penumbra de la noche sin luna le impide precisar. ¿Onis? Pero si el único momento en que dos o más onis puedan estar cerca es cuando las crías están naciendo de la madre. O en un ataque en melée.

Desciende a investigar, flotando suavemente. Y lo que ve la deja maravillada.

Sí, onis, y pequeños, algunos tanto que parecen recién nacidos. Hay decenas, tal vez cientos. Unos parecidos a insectos, otros más cercanos a reptiles o aves. Voladores, corredores y cavadores, todos diferentes y todos inmóviles sobre la arena, sin luchar unos con otros, en una inédita tregua. Como si esperasen algo, o a alguien… y no debe ser a sus madres-padres, que los devorarían sin el menor remordimiento si los encontraran.

De súbito Metatrón pierde altura rápidamente, algo muy peligroso tan cerca del suelo. Klinga lucha con los mandos, y aunque el generador antigrav protesta por el súbito esfuerzo compensatorio que se le exige, el graviplano vuelve a elevarse cuando casi rozaba la arena, y sin alejarse de la columna de ángeles y la rara reunión de onis debajo.

El culpable fue un vórtice de viento descendente y constante, muy distinto del wang wao. Se diría que es hasta fr… Klinga se estremece. Bajo el dermotraje, su piel se eriza. ¿Frío, en Angélica? ¿Estará enferma? No, se siente bien. Echa una ojeada al termómetro de la cabina: ¡12 grados! La temperatura ha bajado casi veinte de golpe. Se alza la máscara y al exhalar, su aliento se condensa en un humo fino. ¿Aire polar a los 45 grados de latitud?

Metatrón flota tan cerca de la columna de ángeles que a su tenue resplandor la muchacha distingue ¿corrientes? de un grueso ¿polvo? que ¿baja? desde lo alto en aquel espacio milagrosamente libre del wang wao. Prueba a alejarse un poco y se tornan invisibles contra el oscuro fondo sin luna ni estrellas de la noche de Angélica, vuelve a acercarse y las percibe otra vez. Maldice su falta de previsión. El graviplano no tiene un visor intensificador de luz, y en el tórrido planeta los sensores infrarrojos no tienen mucho sentido. Su radar, ideal para detectar objetos sólidos, tampoco capta los misteriosos flujos.

Decide seguir la columna de ángeles hasta su extremo superior. Pero cuando el altímetro marca 2000 metros debe renunciar. Sin cabina presurizada ni ropa de abrigo, tiembla y castañetea los dientes de frío. Por suerte el oxígeno no falta, porque cada vez está más cerca de la capa de algas que lo producen. Pero el aire mismo ya es tan frío y tenue que le cuesta y le duele respirarlo. Y la columna de ángeles aún no termina. Vuelve a bajar.

En el suelo, los cachorros onis van pasando junto al extremo inferior de la columna angélica. No caóticamente, sino uno tras otro y sin empujarse, como reclutas bien disciplinados que desfilaran ante el cocinero recogiendo su ración. Klinga intenta otra vía para averiguar qué está pasando arriba, alejarse del vórtice de aire frío antes de ascender. Pero tan pronto se aparta unos cientos de metros del fenómeno, vientos casi huracanados atrapan el graviplano y lo hacen girar como una peonza. La última Van Voght lucha con los mandos, maldiciendo su estupidez. ¿Cómo no se le ocurrió que una zona de bajas presiones como la que encontrara podía ser el ojo de un tornado?

Sólo a duras penas logra salir del remolino de viento.

Más tarde, analizando concienzudamente la grabación de la videocámara del graviplano con el software procesador de imágenes de la computadora de Peri, Klinga y Gondo descubrirán la composición de las extrañas corrientes de «polvo» que descendían desde lo alto: no es arena ni ceniza volcánica, sino las algas flotantes de la estratosfera.

El viejo cazador confiesa encantado que nunca ha visto nada igual. Klinga también está entusiasmada. ¿Habrán finalmente resuelto el enigma de qué comen los onis cuando no se dedican al canibalismo? Aunque sólo había cachorros. ¿Será una especie de comedor para neonatos? Hacen falta más datos, más pruebas. Forzando al máximo su motor, Peri llega a las coordenadas del «banquete» un rato antes del amanecer.

Y lo encuentra vacío. El «horario de cena» de los bebés onis no dura mucho.

Pasa otro mes antes de que Klinga encuentre otra «escala de Jacob», como ella misma denominara humorísticamente a la sorprendente columnas de ángeles, rastreando una tromba de aire nocturna. Ahora es más prudente: bien abrigada con su ropa térmica y dentro de la nueva cabina presurizada de Metatrón, se eleva hasta los 3500 metros de altura sorteando los caóticos vientos exteriores y penetra desde arriba en el «ojo» en calma.

Las costosas mejoras en el graviplano resultan una buena inversión. La nueva batería de hipersensibles instrumentos, que van desde espectrómetros hasta gammatelescopios, revela parte del enigma. Dispuestos uno sobre otro como los elementos de una inmensa pila voltaica que se alza desde al suelo hasta casi 2 km de altura, los ángeles generan un campo de fuerzas conjunto que forma un «corredor preferencial» por el que el aire frío y pesado de las alturas y las algas que contiene es succionado rápidamente hasta el «comedor infantil» donde aguardan los pequeños onis.

Esta vez, cuando el graviplano desciende, no se limita a observar pasivamente la «cena». Precipitándose como un fantasma sobre la absorta fila de bestias, Klinga arponea a un reptiloide bípedo, cuya cola filiforme se extiende casi la mitad de sus apenas tres metros de largo. El cachorro no muere de inmediato y sus chillidos alertan a los demás, pero en vez del ataque que temía, la ordenada fila se rompe, la «escala de Jacob» también. Y mientras onis y ángeles huyen en todas direcciones, la muchacha se retira con su presa.

De vuelta en Peri, una meticulosa autopsia revela que, pese a sus colmillos, tenazas y picos, los «onicitos» adoran las algas. El estómago o la víscera que más se le parece del pequeño cadáver está lleno de las mínimas esferas vegetales, y algunas fueron ingeridas hace tan poco que todavía contienen metano.

—Es una evidente simbiosis.

—No estés tan segura. Los humanos también alimentamos a otras especies: vacas, perros, periquitos, las iguanas parlantes de Vergel. ¿Somos simbiontes de nuestras mascotas y nuestro ganado, entonces?

—Sólo los onis voladores podrían subir hasta las seudocúmulonimbos verdes para alimentarse de algas. No entiendo por qué no lo hacen, de hecho. Pero corredores y cavadores, nunca. Mientras que perros, vacas, caballos y periquitos podrían comer hierba si no les diésemos carne enlatada, pienso y forraje…

—Voladores en ayuno, otro enigma. Pero lo otro que dices no es cierto. Los falderillos mimados ya no podrían vivir de la caza, ni las actuales razas vacunas o equinas sobrevivir sin constante atención humana. Dependen de nosotros en todo.

—¿Los onis como ganado o mascotas de los ángeles? ¿Una vaca que se convierte en vaquero al morir? ¿Y qué es lo que obtienen de ellos?

—Es sólo otra hipótesis, pero tan válida como tu simbiosis. Recapitulemos: los ángeles son cristales hasta que los onis que los contienen mueren. Entonces, sí y sólo sí reciben cierta clase de ayuda aún indeterminada de otros ángeles, «nacen» y se dedican a cambiar de color y de forma y a revolotear siguiendo la noche en su giro por el planeta. A veces les gusta apelotonarse de día en el fondo de los volcanes apagados. Otras veces se entretienen en formar esas escalas de Jacob para hacer descender chorros de algas y alimentar a los onis más pequeños. Que, dicho sea como de paso, se comportan con una urbanidad de la que nunca los habría creído capaces. Cada vez sabemos más, pero las cosas siguen sin tener sentido. Es como si faltara un dato básico, una pieza fundamental.

—Pues a mí me parece un ciclo simbiótico perfecto… los ángeles surgen de los cristales que llevan dentro los onis, que a su vez dependen de los ángeles para alimentarse mientras son pequeños y no les da por comerse unos a otros.

—¿Pero cuándo surgió esta simbiosis? ¿Y cómo vivían antes? Hemos averiguado mucho desde que la Chuang Tzu llegó a Angélica. Sabemos qué comen los onis: algas cuando pequeños, otros onis cuando crecen. Sobre por qué los voladores no comen algas, se me acaba de ocurrir una teoría; te la diré después. Sabemos que los ángeles son importantes para ellos y viceversa. Pero queda una pregunta sin respuesta…

—¿Solo una? Pues qué bien. Apuesto a que es cómo entran los cristales dentro de los onis. El progenitor les dará un pedazo del suyo, y luego crece… o nacerán con él, qué sé yo.

—Tenga el tamaño que tenga el oni, todos los cristales son idénticos en forma, color y dimensiones. Admito que hace un tiempo yo también tuve tu misma idea. Pero maté adultos con huevos dentro, abrí esos huevos, y en ninguno había cristales pequeñitos.

—Ahora que lo pienso mejor, la pregunta principal no es el «cómo».

—¿Otra vez el «quién» o el «por qué»?

—Exacto. Si este ecosistema no surgió al azar, sino que fue sembrado o diseñado, de algún modo, por alguien, muchas cosas tendrían sentido.

—El deus ex machina es la solución más perezosa. La misteriosa inteligencia tras bambalinas. Pero suponer su existencia sólo responde al «quién», no al «por qué».

—Propósitos inescrutables, de momento. Pero esos ángeles formando columnas, manipulando la atmósfera, alimentando onis… ¿no te parece una conducta inteligente?

—También la de los castores construyendo diques.

—¿Qué necesitas para aceptar su raciocinio? ¿Verlos jugar al ajedrez? En este mundo de arena, sin más materiales utilizables que el basalto, la inteligencia podría…

—La teoría de la especie inteligente que modifica sus propios cuerpos en vez de modificar el ambiente la discutimos hace un par de meses. ¿Herramientas vivas de un ser superior? ¿Y creadas para la guerra, como temen tus patrones? ¿Por qué no? ¿Qué sé yo lo que desea un ser superior? Todos diferentes, específicos… parece hasta lógico. Pero en el maletín de herramientas de todos los carpinteros casi siempre se encuentran los mismos martillos y serruchos. En las mismas condiciones evolucionan formas similares: tiburones, ictiosaurios y delfines se parecen mucho. Y murciélagos y pterodáctilos también.

—¿Y si sólo hubiese un carpintero?

—¿Inteligencia colonial? ¿Cada ángel una neurona?

—¿Por qué no?

—¿Nunca oíste hablar de la navaja de Occam? Hay muchas otras posibilidades más simples que ésa. Y, en mi opinión, la inteligencia está algo sobrevalorada como adaptación. Fíjate cómo fracasó por toda la galaxia.

—Aunque ahora no existan, hubo muchas razas racionales. Y a mí todo este enredo de ángeles y demonios me huele demasiado a premeditación para descartar la alternativa…

—Oye ¿y si suspendemos todas las teorías, especulaciones y discusiones bizantinas por un tiempo? Vamos a olvidarnos de inteligencias coloniales, seres racionales que modifican sus cuerpos y no su ambiente, y otras ideas locas por el estilo y hacer más vida social…

—¿Qué? ¿Organizamos un baile? ¿Una peregrinación colectiva a la tumba de Ryan, o a las de Ulma y Lecocq? Vida social, ja. Me gusta tanto alternar con los proscritos que cada vez que los veo salgo corriendo a abrazarlos. Sobre todo cuando beben tanto.

—El kirak ayuda bastante a la hora de contar mentiras.

—¿Mentiras? ¿Y quién quiere oírlas? Lo que necesitamos son datos y hechos nuevos.

—Exacto. Y llevo ocho años tratando de obtenerlos del modo equivocado… regalando cristales a cualquier imbécil que me susurra al oído su última invención estúpida. Pues ahora yo también contaré mis mentiras, pero gratis y en alta voz.

—Sigo sin entender.

—Ellos tampoco entenderán, pero se reirán y contarán otras más grandes, y todos nos divertiremos y beberemos kirak como esponjas. Hasta que tarde o temprano alguien, borracho y entusiasmado, nos cuente algo tan raro, tan loco, tan improbable…

—¿… tan loco y tan improbable que sólo pueda ser verdad? Podría hasta funcionar.

—No digo que sea la mejor idea del milenio, pero a falta de otra…

Tres cosas permiten sobrevivir en Angélica: paranoia, instinto y suerte. Los proscritos que duran más tiempo se vuelven autómatas del presente, que no creen en el futuro y prefieren no revivir el pasado. Seres hoscos, solitarios, de mano nerviosa, mirar esquivo y sueño ligero, que desconfían hasta de su sombra, pero conservan un sueño:

Descubrir el misterio de Angélica. Probar que los onis, los ángeles o hasta la arena misma poseen inteligencia, recibir el premio Shinobi y dejar el planeta desierto para siempre. Hasta los hombres más desesperados necesitan esperanzas a las que aferrarse.

Por eso todos observan, experimentan y atesoran sus conclusiones en discos de datos encriptados y cuadernos cifrados para que nadie se las robe. En las treguas de canje o los raros encuentros en el desierto el tema son los suministros, las armas, el tiempo, la muerte de alguno, cualquier nimiedad que no sean onis y ángeles. Porque nadie quiere regalarle a otro la información que tanto trabajo le ha costado reunir. Y como a cualquiera se le puede escapar un dato, en cada chiste hay algo de serio y en toda mentira un poco de verdad, lo mejor es ni hablar de eso.

Nadie había roto antes ese tabú. Klinga y Gondo empiezan a hacerlo en cada tregua del canje donde coinciden varios proscritos, contando sin reparos muchas y muy absurdas historias. Onis bailarines, ángeles borrachos, un oni con forma de mujer gigante, un ángel que perdió su luz. Al principio nadie ríe. La fuerza del hábito es muy fuerte. Algunos sospechan que esos dos de Peri han enloquecido. Otros, que se trata de un truco. Pero todos callan, huraños, desconfiados. Reír de tales relatos sería admitir que saben que son sólo tonterías absurdas, que la verdad es otra y que ellos la conocen.

Pasan semanas antes de que al fin un proscrito no resista más, y tras llorar de risa por la historia de Klinga sobre un oni que comía arena, se atreva a contar con voz estropajosa otra sobre un ángel que se quedó dormido a pleno sol… Pero aclarando que fue algo que le pasó a otro, él sólo lo cuenta. Luego otro lo imita, y otro más. Todos haciendo la misma salvedad: sólo cuentan, les sucedió a otros. Nadie confiesa que narra invenciones o experiencias propias. En las breves y espaciadas treguas del canje muchos comienzan a enzarzarse en intensos intercambios de chistes y cuentos de terror sobre onis, ángeles y hasta el wang wao o los volcanes. Los narradores más ingeniosos y amenos se vuelven populares. También los que saben inventar las mayores patrañas. Gondo es el primero en pagarles, otros lo imitan. Junto con los clásicos materiales pornográficos que traen las naves contrabandistas, comienzan a circular discos de datos con historias y chistes 100% made in Angélica.

Mientras tanto, los instigadores de la nueva moda se frotan las manos y permanecen muy atentos. Aunque les queda tiempo para emprender un nuevo experimento.

Con paciencia, redes, astucia y suerte, volando en Metatrón, Klinga captura a un volador adulto sin dañarlo. Previamente han extraído el contenido del estómago de un pequeño atrapado mientras cenaba en un «comedor infantil» e intentan hacérselo comer. El murciélago-medusa, seis alas membranosas sosteniendo un amasijo de tentáculos venenosos, se niega a probarlo. Lo alimentan a la fuerza y muere a los pocos segundos. La autopsia revela la causa del deceso: shock anafiláctico agudo. Las conclusiones…

—Me lo suponía. Por eso los voladores adultos no «pastan» en los seudocúmulonimbos. Al crecer, los onis se vuelven alérgicos a las algas.

—O al contenido del estómago de los cachorros. Algún jugo gástrico…

—Tú siempre tan escéptica.

—Mira quién habla. Pero, si pudiéramos repetir el test con algas que no hayan entrado en contacto con ningún otro oni, entonces estaríamos seguros.

—¿Cosechar algas de las nubes verdes? Es una idea. Pensaré en eso.

Meses después de descubrir la primera escala de Jacob, el torquemóvil se dirige hacia un canje cuando Gondo se desvía inesperadamente de la ruta. Ante la pregunta en los ojos de la muchacha, sólo dice:

—Hay tiempo. No quiero llegar demasiado antes. Y ahí hay algo que deberías ver.

Pronto llegan a un grupo de altos monolitos de piedra sin nombre en el mapa, que rodean a otro más ancho, bajo y macizo que figura como Prometeo. Y cuando giran en torno a él, ante Klinga surgen unas ruinas, mitad cavadas en la pared de basalto, mitad construidas con los mismos bloques de basalto arrancados al peñasco.

El wang wao ha trabajado duro. Bajo la bóveda de basalto, emergiendo aquí y allá como fantasmas de tiempos idos, unos pocos trozos de construcciones y la media luna de una muralla que debió ser imponente, aunque ahora apenas si se distingue entre la arena.

El vehículo se detiene, y por largos segundos la pareja observa la arrasada metrópolis. Klinga no pregunta su nombre. Solo ha habido una ciudad en Angélica.

Las murallas trazan un semicírculo de casi dos kilómetros de diámetro en torno a la gran excavación hecha en la roca viva de Prometeo. Tienen cinco metros de grosor, una única y titánica puerta ahora destrozada, y la oxidada telaraña que un día fueran alambradas electrificadas envuelve aún algunas porciones. Otras exhiben trazos fluorescentes de sinuosa caligrafía arábiga desvaídos por el tiempo y el wang wao. Asomando de la arena como lunas caídas desde la gloria de su órbita se distinguen pequeñas secciones curvas de lo que debieron ser grandes cúpulas geodésicas. Torres que retaran al cielo con su orgullosa verticalidad apenas se alzan pocos metros sobre el mar grisáceo.

Klinga mira con los párpados entornados, como si pudiese invertir la marcha del tiempo y revivir la metrópolis en su máximo esplendor. Nueva Meca fue enorme para los actuales estándares humanos, aunque en el siglo XX habría sido apenas una aldea grande.

Cierra los ojos y le parece que puede verla agitarse, oírla bullir, sentirla latir…

La ciudad vive resguardada del sol por la bóveda cavada en la roca viva, y del wang wao por los altos muros del basalto extraído en la excavación. Es a la vez moderna y tradicional. Los gravitrineos pasan por sus avenidas alzando remolinos de polvo y palabrotas de los transeúntes. La gritería en árabe, anglohispano y neonipón de una nueva ¿Babel? ¿Bagdad? ¿Constantinopla? llena sus callejuelas oscuras y sus zocos laberínticos donde lo mismo se venden y truecan alimentos que armas, obras de arte que chips electrónicos. Niños que corren, lloran y ríen en sus anchas plazas. Un gran graviplano de carga se posa frente a su hangar; en sus bodegas trae decenas de toneladas de hielo del cercano casquete polar. La rítmica llamada a la oración de los almuecines truena por los altavoces de las altas torres de los generadores eólicos. Los organopónicos que dan de comer a la metrópoli atendidos día y noche por incansables mujeres veladas. Los hombres trabajando en las fábricas de materiales sintéticos.

Pero el desierto y sus hijos, los siervos de Shaitán, siempre acechan afuera. Para vigilarlos, además de las murallas y del triple anillo de minas y alambradas de alto voltaje, hay tropas que se rotan día y noche en sus altas atalayas. Cincuenta mil guerreros ufanos de sus modernos instrumentos, de sus armaduras metaloplásticas, de sus graviplanos y gravitrineos artillados y blindados, de la potencia de sus armas de energía. Sus mujeres, madres e hijos están doblemente seguros tras la muralla y sus shador[20].

Klinga abre los ojos, contempla las ruinas y siente pena por aquellos hombres y mujeres. Fanáticos intransigentes, pero con un gran sueño. Un sueño que duró muy poco.

Sabiendo lo que pasó, imaginarse las últimas horas de la ciudad tampoco es difícil.

El wang wao aullando al anochecer sobre la gran embestida. No se trata de muchos ataques individuales juntos, sino de la acción coordinada de miles de monstruos que avanzan en la penumbra creciente sin pelear entre sí. Voladores, corredores, cavadores. Bípedos, cuadrúpedos, hexápodos, con doce o cien patas, insectoides, reptiloides o de formas indescriptibles, con colas o sin ellas, ciegos o con racimos de ojos, todos diferentes, todos feroces y con un único objetivo: la ciudad.

Los neoshiítas se defienden palmo a palmo, con el grito de guerra Sheif-el-Islam[21]. Sus defensas avanzadas tratan de retrasar el máximo al demoníaco ejército para dar tiempo a las tropas de la ciudad a acumular fuerzas y pertrechos, a organizarse para la batalla. Las modernas armas matan onis a cientos, pero son muchos, demasiados. Y primero los graviplanos de combate, después los gravitrineos blindados y artillados con holocamuflaje, más tarde los achatados fortines de basalto y los destacamentos de guerreros en armadura de combate, todos van cayendo al agotarse sus reservas de municiones, energía o ambas. …

Y las furias llegan a las puertas de la ciudad con la fuerza de una avalancha. No les importa cuántos mueran con tal de seguir adelante. Es peor que el amok[22] de los malayos, que la furia de los berserkers[23] vikingos, que las masivas cargas suicidas de los lanceros zulúes del rey Chaka, que diez mil kamikazes nipones dispuestos a morir destruyendo en nombre del emperador. La artillería de los defensores y las minas hacen saltar a cientos en pedazos, pero el avance es incontenible. Las alambradas, unos las superan saltando, otros nadando bajo la arena, la mayoría se precipita directamente contra ellas. El alto voltaje hace arder a muchos, pero los que vienen detrás trepan sobre sus cadáveres hasta que el obstáculo de hilos espinosos también queda atrás, inútil.

Junto con la noche llegan miríadas de ángeles multicolores que revolotean sobre el campo de batalla con el frío interés de quien asiste a un espectáculo deportivo. Y la marea de rabia viva se estrella impotente contra los muros. Son demasiado altos para saltarlos, demasiado lisos para trepar por ellos, demasiado gruesos para derribarlos, y la puerta colosal es casi igual de invulnerable. Algunos tratan de trepar por Prometeo, allí donde la muralla se le une, pero tampoco es fácil. Los más grandes se lanzan contra las puertas como arietes vivientes, pero sin lograr abatirlas. Desde lo alto los defensores aprovechan, disparando tan rápido hacia el hervidero de enemigos que sus armas amenazan fundirse. Matan a miles, hasta que al pie de las murallas sólo quedan desiguales montañas de cadáveres y unos pocos sobrevivientes escondiéndose entre ellas. Por largos segundos el único peligro son los onis voladores que se abaten como una plaga de langostas sobre los defensores y tras el muro, pero son pocos comparados con la horda que yace muerta abajo, y los defensores llegan a abrigar la esperanza de que la ciudad pueda sobrevivir.

Pero llega otra oleada, y detrás otra y otra más. Nuevos titanes atacan las puertas. Miden cientos de metros de largo. Los demás trepan sobre los cuerpos apilados de sus antecesores con su mismo ímpetu suicida y llegando cada vez más alto. Los humanos intentan evitarlo, destruir las peligrosas montañas de cadáveres con explosivos, pero sólo lo consiguen parcialmente. Se necesitarían cargas nucleares tácticas para lograrlo, y no se atreven a detonarlas tan cerca de la ciudad de sus mujeres e hijos…

La acumulación de cuerpos de onis muertos tarda algunos minutos en alcanzar el nivel de las murallas. Y casi al mismo tiempo ceden las puertas, con siniestro rechinar.

La siguiente embestida penetra pasando por la abertura y sobre las macabras rampas, como una riada de muerte y destrucción. Rota la línea de defensa, la muralla y la ciudad están ya perdidas. Sus defensores siguen combatiendo, pero ya es sólo por pura obstinación, porque se niegan a reconocer su derrota, porque prefieren morir peleando. Las cúpulas fortificadas son tomadas una a una, los baluartes caen, la lucha se vuelve primero retirada y luego huida hacia lo más hondo de la bóveda cavada en el basalto. Pero no hay a dónde ir, y la contienda se disgrega en millones de escaramuzas, en enfrentamientos cuerpo a cuerpo en el dédalo de callejuelas que aún duran minutos. Hasta que la resistencia va cesando, y a menos de una hora del inicio del ataque, se van apagando también los últimos gritos. Pero el ejército de onis, aún no saciado, arremete contra las casas y los muebles, contra todo lo que huela a humano, como para dejar bien claro que nadie más debe atreverse a disputarles Angélica, nunca…

Klinga abre los ojos y sacude la cabeza. Las pupilas de Gondo, más azules que nunca tras las gafas antipolvo de su casco, también están fijas en la ciudad arrasada. En ellas parece vibrar un silencioso alarido de sufrimiento y desesperación…

—No pude haber durado mucho. ¿Cómo murió ella? ¿Y cómo sobreviviste?

—Fue una batalla feroz… y corta. Resistimos casi una hora. Pero parecieron siglos, porque peleamos cada segundo de ella, sin tregua. Fue demasiado para nosotros y nuestros equipos. Al rato las armaduras de combate parecían pesar toneladas, la vista se nublaba, las manos temblaban, la puntería fallaba. Faltaban las municiones y las baterías se quedaban sin carga; si querías usar el holocamuflaje, entonces las armas de energía no disparaban, y viceversa. Apenas si quedaba una décima parte de los defensores cuando los onis irrumpieron, y fue el sálvese quien pueda. Algunos prefirieron morir peleando en el sitio. Otros corrimos a la ciudad. No fue una retirada, fue una huida, todos y cada uno buscando un refugio. Pero ese día las reglas eran distintas: Podíamos correr, pero no escondernos…

Klinga se le acerca e intenta acariciarlo, pero él la rechaza, brusco, y continúa:

—Livia había cumplido 12 años una semana antes. Era hija de mi único matrimonio, y cuando su madre volvió a casarse vino a vivir conmigo, creo que más por llevarle la contraria que porque realmente me amara. A los pocos meses me contrataron los neoshiítas y quiso acompañarme. Yo ya sabía de la muerte de los comandos de la Exxony y tenía bien claro que Angélica no era un mundo de vacaciones. Traté de disuadirla, pero era una adolescente terca, y sabía usar sus lágrimas. Al final me convenció de que no correría gran peligro en una ciudad de medio millón de personas, fortificada y con armas modernas.

—No fue culpa tuya…

—Desde que vi acercarse la primera oleada de onis supe que no resistiríamos, y le ordené que me esperara en un sitio cercano. Cuando la muralla cayó, abandoné mi armadura, que sin energía para sus servomotores y sistemas de camuflaje era un lastre inútil, tomé el arma de proyectiles más potente que podía cargar, otra ligera para ella, y corrí a buscarla. Me había esperado, muerta de miedo pero me había esperado. Confiaba en mí. Yo sólo tenía una idea en el cerebro: encontrar una nave. La única retirada y salvación posible era el espacio. Estábamos en el sector B, y para llegar a los hangares había que atravesar la ciudad. Prácticamente la llevé arrastrando, pero no protestó ni lloró una sola vez. Ustedes se habrían caído bien.

»No debieron ser más que algunos minutos, pero de nuevo me parecieron horas. Saltando entre las llamas y los derrumbes, escondiéndonos tras cada montón de escombros y asomándonos cautelosos en cada recodo, disparando contra cada silueta que no parecía humana para volver a correr otro tramo y escondernos de nuevo.

»Varias veces los onis nos sorprendieron apareciendo desde detrás de una esquina o un muro semiderruido. Uno con aspecto de cangrejo con zancos hasta logró derribarme, y fue mi hija la que salvó la situación volándole la cabeza cuando sus tenazas espinosas ya rozaban en mi cuello. Otras veces el peligro era el fuego amigo de alguna cuadrilla de defensores, o el derrumbe de algún edificio que ardía.

»Y así por kilómetros. Hasta que, en una plaza, los dos pisamos la misma mancha de sangre o de aceite, no lo supe nunca, y resbalamos. Su mano se escapó de entre mis dedos, y cuando me puse en pie ya estaban allí los onis. Tres, inmensos. Uno era como un trípode con látigos, el otro parecía una gran cucaracha de tres cuerpos, y el tercero un avestruz de varias cabezas. Disparé más rápido y con mejor puntería que nunca, pero no fui lo bastante rápido ni lo bastante hábil. Aunque herido de muerte, el avestruz la alcanzó. Todavía me parece oír su chillido de agonía apagando el último grito de mi niña.

—A veces hace falta sacar el dolor que uno lleva dentro. ¿Te sientes mejor ahora, eh?

—Como la mierda. Eres la primera persona a la que se lo cuento. Gracias por oírme.

—Por nada. Sigue contando. Cuando te quedaste solo, ¿qué más pasó?

—Perder a Livia debió acabar de confundir mi mente ya agotada por el combate. Me hirieron, has visto las cicatrices, pero no recuerdo nada. Tampoco sé cómo llegué a los hangares. Logré atravesar la ciudad sólo porque la mayoría de los onis de la primera oleada que superó el muro eran demasiado voluminosos para seguirme por sus recovecos. Y mi buena suerte tampoco acabó allí: todas las naves con aerodinámica capaces de llevar un arma se habían empeñado en la batalla, pero quedaba una vieja lanzadera antigrav sin artillar. Nadie se atrevía a volarla: las licencias de su sistema informático habían expirado hacía poco, borrando la IA. Lo siguiente que recuerdo es estar sentado ante sus mandos.

—¿Despegaste manualmente? ¿Sin IA para hacer los cálculos?

—Era una locura, estaba claro, pero yo era un buen piloto, y si ardíamos tratando de llegar a la órbita, sería siempre una muerte mejor que despedazados por los onis.

—Has dicho «si ardíamos» y «despedazados». ¿No estabas solo?

—Nunca me gustaron mucho ni el ayatollah Ismal ni ninguno de sus fanáticos. Querían ser más musulmanes que nadie, quizás para olvidar que muy pocos tenían origen árabe. Ay del que cuestionara una sola sura de su sagrado al-Korán, no se tomara en serio su fiesta del martirio de Hussein, o bebiera aunque fuera un sorbo de agua antes de caer la noche durante el Ramadán. A mí y a los otros kafir nos pagaban bien, pero siempre refunfuñando, como si esperaran que les dijéramos: «no, lo haré gratis por la gloria de Allah…». Pero en la lanzadera había veinte mujeres neoshiítas con sus niños, muertas de miedo. Pensé que no sabían o no se atrevían a volar sin IA, y que si no había podido salvar a mi hija, al menos las salvaría a ellas.

—Pero el equipo de rescate de la Exxony encontró sólo tres sobrevivientes, y en cápsulas de escape, no en una nave.

—El despegue y el ascenso fueron de pesadilla. Aquellas mujeres gritando, el motor inercial marcando sobrecarga todo el tiempo. Fue un milagro que no ardiéramos. En cuanto salimos del pozo de gravedad me quedé dormido en el sillón del piloto, totalmente agotado, pero orgulloso y feliz de haberle arrebatado al menos aquel puñado de vidas a la muerte. ¿Cómo me iba a imaginar que…?

—¿Qué? ¿Los atacaron onis espaciales, los alcanzó una erupción volcánica?

—No. Fueron ellas. No habían entrado en la lanzadera para escapar. Solo querían un sitio donde esperar la muerte todas juntas. Mientras dormía, varias me levantaron del sillón, me llevaron a una cápsula de escape y me encerraron. Me despertó la breve aceleración del chorro de gas que me lanzó al espacio. Al principio no supe dónde estaba, pero cuando miré por la escotilla y vi que la lanzadera iba quedando atrás lo comprendí todo. Aporreé mi prisión flotante hasta destrozarme las manos, pero en vano. Absolutamente impotente, tuve que ver cómo la nave que acababa de salvar se zambullía en la atmósfera. Aquellas mujeres y niños habían perdido a sus esposos, padres e hijos, a todo su mundo nuevo y mejor por culpa los onis. Pero habían elegido aquel planeta, y si no podían seguir viviendo en él, al menos podían elegir morir en él. Era un gesto tan hermoso que se me salieron las lágrimas.

—Y tan estúpido e inhumano que los otros dos pilotos que encontró la Exxony flotando enloquecieron al ser obligados a contemplarlo, impotentes. Pero volviste. Tenías una deuda pendiente con ellos, con tu hija, con los onis, con Angélica, contigo mismo.

—Tras la masacre de los neoshiítas, Angélica fue convertido en mundo prisión. Y todos los proscritos montaban sus campamentos, los fortificaban, y morían en cuestión de semanas, yo me volvía rico y estudiaba el problema. Las masacres de los comandos de la Exxony y de Nueva Meca me convencieron de que los asentamientos fijos, por invulnerables que parecieran, siempre serían trampas mortales. Eran demasiado fáciles de localizar, y si atacándolos de uno en uno los onis no lograban vencerlos, se reunirían en hordas tan numerosas que nada podría detenerlos. Un vehículo veloz, siempre en movimiento y que pudiera ser arena en la arena, podía ser la clave de sobrevivir en Angélica. Mandé a construir a Peri, y tan pronto estuvo lista, regresé a Angélica.

—Todavía estás aquí, y hoy todos los proscritos confían su supervivencia a la movilidad, así que parece que tenías razón.

—Eso no importa. Déjame acabar. Klinga, te quiero. Hasta que tú llegaste yo era un viejo lobo solitario que no podía olvidar cómo fue derrotado. Por 8 años viví obsesionado, lamiéndome las cicatrices y buscando venganza. Gracias, muchas gracias. Por ayudarme a volver a creer que incluso en Angélica puede existir un futuro. Por necesitarme. Por todo. Porque si bueno es saber que alguien te necesita, mejor todavía es necesitar a alguien. Y yo te necesito, aquí y ahora.

—Pues, de nada. Oye, eso fue todo un discurso. Y quiero que conste que tu obsesión con los onis no me molesta. Aunque ni tú ni yo hayamos cometido ningún crimen, en rigor, me encantaría llevarme ese premio Shinobi. Y otra cosa… si tanto nos necesitamos, ¿qué haces ahí parado, y con tanta ropa puesta?

 

*****

 

Peri avanza a su máxima velocidad, pero el reductor de estela limita el levantamiento de arena casi al mínimo. Metatrón sale despedido de su costado, exactamente como el corcho de una botella de champaña al quitarle el alambrado de seguridad, y luego asciende casi en vertical. Pocos minutos después ya ha alcanzado la cota de los 4 kilómetros. El experimento «Cosecha Alta» está a punto de comenzar.

—Klinga ¿me recibes? ¿Cómo van las cosas allá arriba?

—Recepción perfecta. El motor bien, los instrumentos igual, todo como debe ser.

—¿Ves algún oni?

—¿Es broma? Nunca remontan los 3000. ¿Y por allá abajo, cómo van las cosas?

—Sin novedad en el frente. Radar y sonar limpios. Parece que este nuevo sistema de interferencias funciona de veras.

—Con lo caro que nos costó, es lo menos que puede hacer. Oye, hay algo que me preocupa. ¿Y si te localizan por triangulación?

—Ni hablar. Tri, tres, y los onis no colaboran entre sí como no sea para atacar objetivos muy grandes. El único peligro es que nos tocara uno con radiogoniómetro.

—Gondo, espero que esto salga bien… hemos gastado muchos cristales.

—No garantizo nada. Solo sé que la gente de Ismal planeaba cosechas como ésta. Los onis no les dieron tiempo ni de poner en marcha el proyecto piloto…

—Como quieras. Pero sigo diciendo que el enlace por radio es un lujo peligroso.

—Si no puedo estar contigo, al menos quiero monitorearte. Que nadie haya visto onis voladores tan alto no significa que no los haya.

—No les gustará el frío. Se respira bien, pero si no fuera por el traje térmico ya estaría hecha un carámbano. El que me preocupa eres tú. Si ves acercarse alguno, corta la transmisión enseguida, que ya yo me las arreglaré.

—No te preocupes, no se ve ni uno. ¿Y por allá arriba? ¿Ya hay suficientes algas?

—Estoy flotando en una sopa verde. También veo los fracto-estratos de vapor de agua. Conecto el aspirador. Oye, en vez de «Cosecha Alta» habría preferido «Plancton Aéreo» o «Moby Dick de Altura»… en tu honor, claro.

—Si te empeñas… Melville y yo te lo agradecemos. Pero Metatrón no es el Pequod.

El generador antigrav funciona exactamente igual a los 4000 metros que al nivel de la arena. El tubo aspirador, un poco menos. La presión diferencial es menor a esa altura.

Miles de esferas verdes de un milímetro de diámetro son absorbidas junto al aire enrarecido. Pero el aire vuelve a salir, mientras que las algas quedan atrapadas en una malla colectora metálica, estallando y dejando escapar el metano que les permite flotar. Al perder la mayor parte de su volumen original se vuelven una densa jalea esmeralda.

—Cuidado con la electricidad atmosférica.

—Ya he pensado en eso. El peligro de descargas es mucho mayor cerca del suelo, con el aire tan seco. Aunque, ahora que lo dices, si salta una chispa aquí estoy frita. No sólo por todo el metano que estoy liberando, sino por el oxígeno. La concentración es muy alta.

Pronto las mallas del colector están repletas. La cosecha son 10 kilos de materia vegetal rica en vitaminas, carbohidratos, aminoácidos y microelementos. Esa noche a bordo de Peri se toma sopa verde. Está un poco insípida, pero Gondo promete mejorarla en el futuro, así que festejan con kirak y caricias el éxito de la operación «Moby Dick de Altura». Ahora podrán repetir el experimento de alimentación forzada de los onis adultos con algas no tocadas por ningún cachorro. Tampoco dependerán tanto de las cápsulas de suplementos vitaminerales de las Siete Grandes. Y a cambio de vegetales frescos, cualquier proscrito revelaría todo lo que sabe, y hasta lo que no sabe…

 

*****

 

SIGUIENTE

NOTAS

 

NOTA 20: Velo musulmán. [VOLVER]

NOTA 21: Salvad el Islam, en árabe. [VOLVER]

NOTA 22: Locura temporal furiosa, trance de rabia incontenible, destructiva y homicida que borra todo control racional del afectado, multiplica sus fuerzas y lo vuelve casi insensible al dolor. [VOLVER]

NOTA 23: Míticos guerreros escandinavos que combatían fieramente sin escudo ni armadura, cubiertos solo por una piel de oso, en un trance de furia similar al amok, pero autoinducido de modo voluntario, probablemente con la ayuda de ciertas drogas. [VOLVER]