Revista Axxón » «¿Estamos solos? (parte 2)», Marcelo Dos Santos - página principal

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(Especial para Axxón) – blogs.clarin.com/mdossantos/


Hemos estado buscando planetas extrasolares durante años.

Hoy en día disponemos de tecnología suficiente para encontrar muchos más de los que ya hemos descubierto.

Y en la primera parte de este artículo, hemos discutido los problemas tipo Fermi en general y la Ecuación de Drake en particular, únicas herramientas que pueden ayudarnos a determinar, en el contexto de nuestra tecnología y conocimientos actuales, si en verdad estamos solos en el universo, si nuestra galaxia pulula de especies tecnológicas como la nuestra o si la realidad encaja en alguno de los potenciales escenarios intermedios.

Pero sigamos razonando.

 

Decíamos el mes pasado que, hoy por hoy, somos perfectamente capaces de detectar fenómenos muchísimo menos evidentes que las señales de radio de una civilización tecnológica de nuestro mismo nivel, que se hubiera extendido por toda o por parte de la Vía Láctea.

El problema aquí puede ser muy otro, sin embargo. Basamos todas nuestras suposiciones en la hipótesis de que la otra cultura debe haber evolucionado al mismo tiempo que la nuestra, lo que significa asumir que poseen naves espaciales, radiotelescopios, informática y electrónica similares a las nuestras.

Mas hay que considerar la otra posibilidad: no olvidemos que Homo sapiens ha desarrollado todo ello solamente en los últimos 50 años, a pesar de que hace al menos dos millones que estamos sobre la Tierra.

¿Qué hay de las demás subespecies humanas prehistóricas? ¿Qué de los agricultores primitivos? ¿Qué de los cazadores del período glaciar? ¿Qué de los sumerios, asirios, babilonios, hebreos, egipcios, griegos, mayas, aztecas, incas y romanos? ¿Qué de los reinos medievales? ¿Qué de los contemporáneos de Dante, de Da Vinci, de Mozart, del Zar Nicolás? A pesar de que cada una de estas culturas poseyeron tecnologías adecuadas a sus necesidades, no disponían de transmisores de radio, radiotelescopios ni radiofaros. Desde el punto de vista de un observador extraterrestre, el 99% de las grandes y avanzadísimas civilizaciones humanas han sido completamente indetectables. Nunca se habrían enterado de la existencia de un Ramsés, de un Nerón, de un Shakespeare, de un O´Higgins.

La desagradable posibilidad de que enfrentemos a un universo poblado de culturas desarrolladas pero sin radiotelescopios es, como se ve, muy real y deprimente. Puede haber grandes imperios en otros planetas: civilizaciones avanzadas, pletóricas de conocimientos, ciencias, artes y tecnologías, pero todas en estados de desarrollo anteriores al equivalente de nuestro siglo XX. En ese caso, nunca nos enteraremos de que existen a menos que comiencen a irradiar hacia el espacio. Si están en la época victoriana no hay problema, en 50 años los descubriremos… Pero si su nivel de desarrollo es el de la Roma Republicana, nos quedan 2.000 años para encontrarlos. Por no hablar de si son todavía grupos de recolectores como los africanos de nuestra propia Madre Eva hace 74.000.

Nos resultaría imposible descubrirlos

Entonces, la detección de culturas tecnológicas dependerá, como es evidente, de su nivel de desarrollo, y nadie puede garantizar que existan algunas tanto o más evolucionadas que nosotros.

Aunque no comulgo con la teoría de alienígenos «demasiado extraños» (ya dije que para mí serán -si existen- mamíferos sumamente parecidos a nosotros) no sería descabellado pensar que puedo estar equivocado. Tal vez la hipótesis de la Tierra Rara es parcialmente cierta, y los extraterrestres que existen en nuestra galaxia son demasiado diferentes y ajenos como para que los identifiquemos como especies inteligentes.

Con esto quiero decir que lo que el Hombre busca como evidencia de inteligencias extraterrestres consiste en cosas que nosotros mismos hacemos, o en conductas que es dable que adoptemos si nuestro desarrollo tecnológico sigue la dirección que parece llevar hoy en día.

En otras palabras: buscamos naves espaciales, transmisiones radiales, señales de microondas, signos de colonización interestelar, altos niveles de gases de efecto invernadero, planetas víctimas del calentamiento global atribuible a la quema de combustiles fósiles, y así al infinito.

Una cultura indetectable desde otra estrella

Pero podría ocurrir que los extraterrestres no fueran como los imaginamos. Acaso sean capaces de teletransportarse sin necesidad de embarcar en naves espaciales -o viajar no les interese en absoluto- y por ello jamás encontraremos sus vehículos. Pueden haber desarrollado una tecnología de comunicaciones no basada en las ondas de radio, o ser telépatas y no necesitarla. Nuestros radiotelescopios nunca recibirán sus transmisiones. Puede que no sean una especie colonizadora y que se hayan quedado en su planeta. Puede que hayan desarrollado tecnologías de energía que no produzcan gases destructivos y, en consecuencia, no podamos descubrir calentamiento global de ninguna clase. Estas características serían, desde nuestro punto de vista, exactamente iguales a las circunstancias de una especie más atrasada que nosotros: ambas serían similarmente indetectables.

Así sería más fácil

Un planeta como el nuestro, con su increíblemente abundante dispendio de energía eléctrica, es sumamente visible desde el espacio si se lo observa desde el lado nocturno. A distancia y con un poderoso telescopio orbital, los extraterrestres deberían ser capaces de descubrirnos, como nosotros debiéramos serlo con respecto a ellos. Tenemos los poderosos telescopios en cuestión, pero, a pesar de todo, no vemos luces en las caras oscuras de los exoplanetas. Nuestras técnicas espectrográficas deben, en teoría, permitirnos descubrir gases que sólo pueden existir donde hay vida (y nótese que ya no estoy hablando de civilizaciones tecnológicas, sino de vida de rango inferior, incluso bacteriana): oxígeno o metano, por ejemplo. Y no vemos nada de ello. No hay señales de polución industrial pretecnológica (recordará el lector que hemos definido «civilización tecnológica» como aquella que dispone de radiotelescopios), por ejemplo la de la Tierra en el siglo XVIII, y no encontramos ningún otro tipo de señal artifical que nos convenza de que hay alguien allí. ¿Será que estamos solos?

Desde el descubrimiento del primer exoplaneta en 1988 hasta hoy, pasando por la primera observación directa de uno de ellos en 2004, no hemos visto nada que parezca de origen biológico, por no hablar de producto de la tecnología.

Y, para colmo, la enorme mayoría de los exoplanetas descubiertos ni son sólidos ni parecen habitables. ¿Es la Tierra tan singular en realidad?

 

Si bien con nuestra actual tecnología de viajes espaciales podría tomarnos entre 5 y 50 millones de años explorar y colonizar toda la galaxia, ese tiempo se reduciría a menos de medio millón de años si utilizáramos sondas autorreplicables de tipo de las Sondas de Von Neumann o de Bracewell (estas últimas no solo diseñadas para explorar sino también para entrar en contacto con civilizaciones extrañas). Si hay culturas más avanzadas que nosotros en la galaxia, es lógico pensar que han desarrollado algún tipo de tecnologías como estas, por lo cual el espacio interestelar debería estar lleno de sus restos o directamente de sondas activas. No hemos hallado el mínimo rastro de ellas. Toda la basura visible es incuestionablemente nuestra.

Una sonda autorreplicable de Von Neumann.
¿Por qué no encontramos las de ellos?

Ninguno de los planetas del Sistema Solar que hemos sido capaces de hollar o de observar de cerca muestra tampoco la más mínima evidencia de haber sido visitado por civilizaciones extraterrestres, a pesar de que sería muy fácil para ellos haber dejado -ex profeso o inadvertidamente- señales que así lo demostraran.

Los planetas extrasolares conocidos tampoco muestran signos de poseer megaestructuras de nivel planetario. Las esferas de Dyson (esferas compuestas por millones de satélites solares, capaces de suministrar energía ilimitada a una civilización supertecnificada) son muy factibles de haber sido descubiertas por nuestras especies vecinas. Sin embargo, las esferas de Dyson cambian las emisiones de las estrellas de manera muy característica, y tales cambios jamás han sido observados. Cualquier civilización altamente desarrollada sería capaz de modificar los espectros de emisión de su estrella a un punto tal que nosotros fuésemos capaces de detectar la diferencia, pero todas

Respecto de la sine qua non habilidad para construir radiotelescopios, la disponibilidad de ellos por parte de una cultura ajena poblaría el campo adyacente a su estrella de claras muestras de actividad de radio artificial. Los objetos lógicos para buscar estas emisiones son las estrellas tipo GII de la Secuencia Principal, es decir, astros similares a nuestro propio Sol. Nunca hemos encontrado nada por el estilo. El proyecto SETI lleva décadas revisando las estrellas parecidas al Sol, y ninguna señal radial proveniente de ninguna de ellas ha sugerido siquiera tener origen artificial. En tantos años, solo la Señal ¡Guau!, detectada en 1977, pareció producida por un radiotelescopio, pero duró apenas unos segundo y nunca más volvió a repetirse.

Si los vemos, será en una estrella GII. Lo demás es hojarasca

Como se ve, pueden haber numerosos motivos para la Paradoja de Fermi, esto es, que la Ecuación de Drake prediga que existen muchísimas civilizaciones tecnológicas en la galaxia pero que, a pesar de ello, no seamos capaces de descubrir a ninguna. Esta aparente falta de evidencias ha desvelado a los investigadores desde 1961, y muchos han intentado desarrollar algún tipo de explicación para esta realidad.

Como es de esperar, cada una de esas explicaciones es una tentativa lógica de bajar el valor de uno o más de los términos de la ecuación, y vale la pena echar un vistazo en profundidad a las más citadas y mejor conocidas.

La primera, más paranoica y obviamente anticientífica de ellas es que los extraterrestres no solo existen, no solo han colonizado otros planetas, no solo viajan normalmente por la galaxia, sino que han desembarcado en la Tierra desde hace mucho y hoy se encuentran entre nosotros, pero mimetizados u ocultos.

Este viejo tópico de la ciencia ficción ha cautivado las mentes no solo de los aficionados a ella, sino también de toda laya de místicos y seudocientíficos, además de los amantes de las teorías conspirativas y paranoicas. Si están aquí, dicen estos, es probable que los gobiernos tengan tratos secretos con ellos y que, por consiguiente, los estén protegiendo. No hace falta decir que no tenemos ni la más mínima evidencia de tamaño despropósito -aunque desde el punto de vista de los paranoicos, acabo de convertirme en uno de los conspiradores por causa de lo que he dicho-.

La doctrina «clásica» de este absurdo imputa a las sociedades la negación de esta supuesta realidad, e implica, obviamente, un grado de control de los extraterrestres sobre la Humanidad tan grande que es prácticamente imposible de conseguir sin sangre. Se ha llegado a decir que llevan siglos observándonos, pero el razonamiento hace agua sin embargo: si la raza ajena es tan poderosa técnicamente como para espiarnos mediante nanotecnología o lo que fuera, ¿por qué no nos han destruido en primer lugar en vez de verse forzados a negociar con nuestros gobiernos una traición a nivel especie? ¿Qué observan? ¿Por qué? ¿En qué sentido puede resultarles tan interesante nuestra lamentable e indigna sociedad como para invertir pingües recursos e ingente cantidad de años para investigarnos?

Una «teoría» difícil de probar

El folklore «ovnilógico», por llamarlo de algún modo, plantea la persistente negativa de la sociedad científica seria a aceptar que esto es así. El «pequeño problema» de los cultores de estas teorías conspiranoicas es que no pueden aportar ni la más minúscula prueba de que los alienígenas están o hayan estado aquí.

Un importantísimo término de la Ecuación de Drake, como hemos visto, es el tiempo de supervivencia probable para una civilización tecnológica desde que descubre el poder del átomo hasta que se autodestruye de propósito o accidentalmente.

Este es un fuerte argumento en favor de nuestra soledad extrema en el Universo: muchas voces, algunas de ellas insospechables y muy reconocidas, se han alzado para pregonar que una civilización tecnológica desaparece dentro del primer siglo de haber diseñado su primer radiotelescopio. Ello así, pues, haciendo los cálculos correspondientes, estamos solos en la Galaxia, y esta es la explicación de que los extraterrestres no existan ni puedan existir simultáneamente con el Hombre. Por lo tanto, ninguna civilización técnica tiene ni ha tenido jamás oportunidad de confrontar con otra similar, y las esperanzas en este sentido son directamente descabelladas cuando no imposibles.

Como hemos dicho, para tener radiotelescopios hay que tener primero armas nucleares, y para diseñar y construir armas nucleares hay que poseer el impulso de destruir a nuestros iguales en primer lugar. Una raza con este tipo de tendencias tiene muchas chances de usar sus armas efectivamente en el corto plazo, y sus probabilidades de autodestruirse en el primer siglo son en verdad muy altas.

Si juegan con lo de la izquierda, primero jugaron con lo de la derecha

En realidad, ni siquiera es necesario que la especie se autoextinga: con que efectue una destrucción lo suficientemente extensa como para volver a un estadio pretecnológico alcanzaría para volverse indetectable y asimismo incapaz de escuchar a la otra parte, ubicada en el espacio lejano.

La guerra nuclear a escala global puede lleva a la Selección Natural a reinventar, incluso, la inteligencia humana o hasta al Hombre mismo, dejando el planeta sin actividad artificial visible desde el espacio por cientos de miles o millones de años. Alcanzado de nuevo el estado técnico, un nuevo cataclismo se produciría en solo cien años. De tal modo, las emisiones radiales artificiales serían apenas destellos de un siglo de duración, separados por millones de años de silencio: algo tan obviamente difícil de descubrir que todo contacto sería, por definición, astronómicamente improbable. A todos los efectos prácticos, pues, cualquier raza técnica estaría, por la propia naturaleza de su capacidad técnica, sola en la galaxia en cualquier momento dado.

Sagan, con todo y lo optimista que era, siempre creyó que había una y solo una de dos posibilidades: o nos autodestruíamos en los citados lapsos, o dominábamos nuestras tendencias autodestructivas para maniatarlas y lograr sobrevivir como cultura tecnológica en la escala de los millones o miles de millones de años. En el primer caso, estamos solos; en el segundo, hay en este preciso instante más de un millón de civilizaciones como la nuestra buscándose mutuamente en la oscuridad del espacio, y tarde o temprano alguien nos hallará por fin.

La guerra nuclear, aunque con mucho la más probable, no es la única causa que puede provocar la autodestrucción de una cultura técnica: un desastre ecológico le sigue como motivo probable. Al paso que va la Tierra, el calentamiento global muy bien puede conducir a la extinción no solo de Homo sapiens, sino de toda vida sobre el planeta. La Tierra podría terminar con un efecto invernadero a escala cósmico como Venus, cuya vida -si la hubo- terminó ahogada en un horno repleto de ácido sulfúrico.

Otro muy probable escenario de catástrofe global es la así llamada Crisis Malthusiana, por el economista inglés del siglo XVIII Thomas Malthus. Malthus se dio cuenta de que los recursos, en las condiciones ideales de progreso, crecen a un ritmo aritmético. En las mismas condiciones ideales, empero, la población y por consiguiente la demanda de esos mismos recursos aumentan en forma geométrica, configurando lo que en matemática se conoce como diferencial lineal-exponencial. O sea: los recursos crecen en forma lineal y la demanda en forma exponencial. En este caso, ni siquiera hace falta la guerra para eliminar a una civilización entera, o bien el diferencial lineal-exponencial provoca esa misma guerra nuclear. Hoy en día, algunos países de muy altos valores de crecimiento poblacional como China o la India se perfilan como candidatos al punto crítico de una catástrofe malthusiana.

La contaminación sigue en la lista de catástrofes de extinción masiva, así como experimentos físicos fallidos (la creación accidental de un agujero negro en un ciclotrón es el paisaje más socorrido), así como las inteligencias artificiales superpoderosas pero malignas (la Skynet de Terminator).

Experimento fuera de control: un agujero negro artificial se come a la Tierra

Una de las así llamadas «máquinas del fin del mundo» favoritas de las últimas décadas son las nanomáquinas descontroladas. En una teoría catastrófica muy conocida, los nanobots, aunque bien intencionados y programados, se salen de control y, en su afán de replicarse a sí mismos, pierden de vista sus objetivos verdaderos y terminan con todos los recursos de la Tierra, devorando desde nuestros alimentos hasta las materias primas industriales. Esto se denomina «ecofagia», un organismo o máquina que devora el ecosistema, lo cual es en última instancia un ecosistema que se fagocita a sí mismo.

A todo ello hemos de sumar la guerra biológica, que tiene tendencia a salirse del control militar para ponerse en manos de la Selección Natural y de la Madre Evolución, cuyos objetivos casi nunca son los mismos de los generales. Hay registrados casos de guerra biológica que se ha vuelto contra sus operadores, como la viruela difundida intencionalmente por los conquistadores entre los aborígenes americanos o la peste bubónica infiltrada ex profeso por los japoneses en el Manchukuo.

Por último, no debemos olvidar las catástrofes completamente naturales, pero que tienen capacidad para eliminar a las civilizaciones tecnológicas tanto como a las que no lo son: pandemias a nivel global, colisiones con objetos asteroidales o cometarios y erupciones de supervolcanes que llevan a eras glaciares imprevistas y a noches nucleares que causan extinciones masivas.

Muchas voces preconizan que la autodestrucción es una consecuencia natural de la forma en que está construido el universo: si la Segunda Ley de la Termodinámica dice establece que el mundo tiene una tendencia innata al caos y para mantener el orden es necesario un gran consumo de energía, entonces la vida es el estado más elevado del orden y el que por consiguiente requiere de más energía. Este es el motivo del dilema lineal-exponencial. A su vez, una sociedad técnica es el epítome de la vida, y muchos investigadores opinan que, cuando se llega al punto de poder construir radiotelescopios, se alcanza el límite máximo sustentable antes de que la Segunda Ley se imponga y todo el sistema colapse. Si esta hipótesis es cierta, el objetivo de mínima de Sagan se cumple y cada civilización radiotelescópica está sola en su momento y es la única de la galaxia. En este caso, la soledad de los seres inteligentes no derivaría de una cuestión filosófica o existencial sino de una mera y fría ley de la física.

Por último, se puede observar el problema de una perspectiva evolucionista, comprobándose que la competencia a niveles psicológicos, esto es, la evolución de ciertos modelos de conducta y pensamiento a expensas de otros mediante la selección natural de los más exitosos, ha dejado una impronta de modos de comportamiento. Esta impronta básica ha mostrado al ser humano como una especia con una tendencia innata a lograr la longevidad, la máxima tasa de crecimiento demográfico posible y, por consiguiente, a una exacción cada vez mayor de los recursos. En pocas palabras: cuanto más inteligente y capaz de autoperpetuarse es una especie, con mayor seguridad agotará los recursos de su planeta y más cerca estará de la autoaniquilación, sin importar si su naturaleza es noble y bondadosa o completamente inclinada al mal. Esta paradoja neodarwiniana explicaría el silencio que hallamos en la galaxia: cuando una cultura ha llegado al punto de inventar el radiotelescopio, tanto las leyes de la física como las de la biología le ponen un punto límite a su desarrollo y la destruyen.

Por consiguiente, estamos solos una vez más.

 

El problema del tiempo de vida de las civilizaciones tecnológicas está intrínsecamente emparentado con otro muy importante: el de las enormes, inimaginables distancias interestelares.

Para ser claros: si los tiempos de vida de las culturas técnicas no se mide en millones o miles de millones de años sino solo en siglos o milenios, una sociedad puede perfectamente extinguirse antes de conseguir establecer contacto con su similar lejana.

En otras palabras: ¿qué pasa si hay en este momento, por ejemplo, diez civilizaciones como la nuestra buscándonos, pero ni ellas ni nosotros poseemos medios de transporte eficientes a escalas relativistas? ¿Qué sucede si ambos tenemos radiotelescopios eficientes y por casualidad descubrimos a las otras, pero ellas se encuentran a 50, 80 o 100 mil años luz de distancia? Tanto ellas como nosotros podríamos extinguirnos por cualquier motivo antes de que transcurrieran los 100, 160 o 200 mil años que llevaría recibir la respuesta a la pregunta más sencilla. Extrememos los términos: pongamos que nuestro corresponsal cósmico no se encuentra a grandes distancias, sino, por ejemplo, en Deneb, una estrella vecina que dista solo 1.550 años luz de nosotros. Le enviamos un mensaje hoy. Nos responde. ¿Estaremos aquí en julio de 5109 para leer la contestación?

Sería axiomático, entonces: por más que nuestra capacidad tecnológica nos habilite para detectar a otras civilizaciones, la comunicación efectiva igual será imposible debido a la inmensa escala de la galaxia y a las limitaciones relativistas de velocidad.

Tristemente, el único paliativo a esta imposibilidad sería lo que las culturas antiguas han hecho con nosotros: la transmisión de información en un solo sentido. Los egipcios nos hablan de ellos, nos han dejado como herencia numerosas piezas de información que podemos aprovechar, pero, obviamente, nunca podremos responderles. Entre culturas interestelares sería lo mismo: cada una podría implementar esta especie de «broadcasting unilateral», llenando el espacio con transmisiones que hablasen de sí misma, de tal forma que cualquiera pudiese leerlas ahora o mucho más tarde, independientemente de la distancia a la que se encontrase y de los miles, cientos de miles o millones de años que tardaran los datos en llegar al receptor.

El cono de luz de la Tierra. Lo que está afuera no se ve

Dados los bajos tiempos de sobrevida que probablemente tienen las sociedades una vez que construyen su primer prototipo de radiotelescopio, es altamente probable que solo se encuentren vivas de a una a la vez. En otras palabras: los radiotelescopios tienen una alta posibilidad de ser aparatos muy raros. Y esto nos hace retroceder a la cuestión de las culturas pretecnológicas. Nadie dice que no hay vida en el Universo. Nadie dice que estamos solos en la galaxia. Nadie dice que no estemos, en este preciso momento, compartiendo la Vía Láctea con cien, con mil o con un millón de civilizaciones, digamos, del nivel tecnológico de la Inglaterra victoriana, de la Francia del Directorio o de los Estados Unidos de 1936 (el año anterior a la construcción del primer radiotelescopio). Nadie dice eso. Pero, de nuevo, no tenemos forma de detectar a esas culturas. No hay manera, en el momento actual de nuestra tecnología.

Para complicar aún más la situación, solo podemos visualizar (o escuchar) las cosas que ocurren dentro del cono de luz de la Tierra. Todo lo que ocurra fuera del cono escapará a nuestra percepción.

Como se ve, las probabilidades de que una Ecuación de Drake optimista sea real oscilan de escasísimas a nulas, y ello demuestra que la supuesta Paradoja de Fermi no es tal.

Pero las razones apuntadas en este artículo y en el anterior no son las únicas, y las restantes pueden ser tanto o más importantes que estas.

Así que las perspectivas pueden empeorar, y casi seguramente, empeorarán.

(Continuará…)