Revista Axxón » «El umbral en la playa», Pé de J. Pauner - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO


Ilustración: Hernán Costa

Se arrastra a un lado de la cueva del Umbral, como tantas otras criaturas. A veces no lo ven los que quieren atravesar al otro lado. Otras veces le escuchan. Otras más ni eso, pero con el tiempo ha dejado de importarle. Sabe que depende mucho del grado de evolución del alma el que se le vea o escuche o sienta. Así, sigue arrastrándose a un lado de la cueva del Umbral.

Pasan mil años y entonces llega un nuevo peregrino. Como otros, quiere atravesar el Umbral, pero es impaciente. Se queda de pie ante la cueva, le estudia, le da vueltas, la sube y baja —como una araña—, vuelve al frente y se sienta en flor de loto. Su impaciencia parece congelarse. Medita. Entrecerrados los ojos y las manos sobre el regazo.

Mientras tanto él se mueve, deslizándose sobre el muro exterior de la cueva, todo cabellos enmarañados y dientes mal dispuestos, todo mugre y limo y musgo que le crece entre las uñas y la cabeza y el lomo abultado por los bubones, todo desnudez hedionda y costrosa.

Atisba. Espía.

Mira atentamente. Asoma la cabeza. Las manos aferradas a la roca.

El peregrino se retira.

Ha abierto los ojos y se ha puesto de pie para irse por donde vino, de pronto; así, de súbito; así, de rápido; así…

Entonces decide salir y descubrir si algo ha cambiado en la entrada de la cueva del Umbral. Nada. Todo sigue igual. El mismo agujero negro que conduce a… el mismo aliento a frutas y viento enrarecido y nieve, y sonidos de aves pero también de leones. El mismo aliento a muerte. Y a santidad. Y a rosas. Y a cera de velas. Y a mujeres. Y… y…

No, nada ha cambiado en la entrada de la cueva que conduce al Umbral. La misma pared de roca rugosa, aquí y allá afilada, las mismas piedras que al contacto con la baba de los caracoles brilla con el Sol de los Milenios que canta una canción de separación de continentes y extinción…

Entonces escucha detrás de sí algo como pasos veloces que tropiezan con piedras. Pasos torpes y veloces. Se escabulle. Se esconde detrás de la pared lateral y atisba. Espía.

Es el peregrino que regresa.

Corre. Derecho.

Directo a la entrada de la cueva. Le observa. Asombrado, le mira acercarse. El peregrino pasa como el aire y entra. Lo engulle la negrura de la cueva. Él le ha seguido detrás en cuanto se mete y se da cuenta de que la oscuridad le ha pillado. Permanece fuera y aguarda. Desde dentro surgen sonidos. El peregrino se ha dado de bruces con algo. Maldice. Regresa arrastrando los pies —puede oírle—, así que se dispone a escapar.

Y escapa. Se esconde.

El peregrino sale, derrotado, frotándose el golpe en la cabeza. Se retira. Se aleja. Es solo un punto en la línea del horizonte.

Un par de voces le despiertan. Se frota los ojos. Observa a una pareja vestida con las túnicas de los filósofos que llegan a la entrada. En los ojos de ambos hay amor. Mutuamente se miran. Se les derriten las manos. Se tocan. Se acarician lentamente. Sobran las ropas como las alas de una gallina. Pronto comienzan a desnudarse. Él es todo músculos y su piel brilla al sol del mediodía. Ella es toda belleza y gracia, como un pez, reluce. Dos cuerpos perfectos. Se abrazan. Se arrodillan y besan. Pronto caen al suelo y se aman. Sin dejar de verse a los ojos se levantan, así, desnudos, y se internan en la negrura, cogidos de las manos.

Él aguarda a que salgan, derrotados, vencidos también por el Umbral. Demoran. No salen aunque la tarde se le muere en el horizonte y las olas revienten cada vez más cerca. Una marea de Siglos se aproxima…

Despierta como siempre. Con el sonido del mar en las orejas y en los oídos y en el tuétano. Se despereza. Un sonido deslizante le pone alerta. Ve la barca sobre el mar. Un marino joven, imberbe, conduce a un hombre barbado y de espalda curvada por los años, que lleva un báculo y viste de negro. Es la viva imagen de Caronte, piensa.

Caronte desembarca y sube la cuesta hasta la cueva. Camina con tropiezos. El joven le ayuda. Llegan frente al Umbral donde Caronte se sienta en una roca. Medita. Demora. Cierra los ojos. Parece dormitar. Se apoya en el báculo. Cabecea.

El joven permanece en silencio. De pie, a su lado. Caronte se queda dormido. Cae sobre el suelo de piedras sueltas. El báculo se desliza y se extiende yerto, seco, muerto.

El joven hace un ademán imperceptible con la cabeza, como aceptando lo inevitable. Una despedida o un gesto de respeto. Se da la vuelta y abandona la zona de rocas, sigue por la arena, embarca y rema por el mar hasta perderse en la distancia. Mientras le observa irse ha perdido la oportunidad de enterarse qué ha pasado con el cuerpo de Caronte en el suelo. No está. Permanece solo el báculo y la túnica negra, como las alas cortadas de un cuervo en pleno vuelo, vacías.

Acontece algo extraño frente al Umbral. Un hombre llega llorando, se arrodilla, desgarra su ropa. Extrae un puñal dorado, un hermoso Kerís con incrustaciones de madera y gemas en la empuñadura. Sin dejar de llorar, hunde la hoja entre dos costillas y gime. Cae de frente. El puñal se interna más y le parte el corazón.

Asombrado observa. Le rechazará el Umbral, seguro. Espera. Se acerca al cuerpo. Le da vueltas, mira brotar la sangre a borbotones espumosos. Un ruido le distrae. Mira. Un ave vuela desde una rama, detrás y arriba de la cueva del Umbral. Cuando mira al cuerpo yaciente a sus pies no lo encuentra. Otra vez las ropas vacías pero esta vez empapadas en sangre. Rascándose la cabeza se retira, abrumado, pensando…

Es de noche. Las estrellas gotean de vez en cuando. Se apagan. Duermevela. Duermevela y cansancio. Cansancio y bruma. Entonces los gritos y risas y conversaciones y la muchedumbre. Y la luna que le revela los rostros.

Asustado les ve.

Son muchos. Muchos y muchos.

Todos tienen la piel de distintos tonos, negros y blancos, amarillos y enrojecidos, morenos; y calvos y ancianos, son niños y rubios, mujeres, recién nacidos y de cabelleras largas… hablan entre sí pero algunos no se entienden. Se confunden los dialectos. Se arremolinan frente a la entrada y murmuran. Señalan con el dedo. Se preguntan. Se responden. Nadie se atreve a pasar. Nadie se atreve a trasponer el Umbral.

Se agitan. Se mueven.

De entre ellos surge un niñito. Solo. La muchedumbre calla. Le observan. Le dejan pasar. Se detiene. Mira la entrada. Respira profundo y camina resuelto. Pasa.

Uno a uno los niños surgen, se separan de entre la multitud. Entran a la cueva. Alcanzan y trasponen el Umbral.

Luego es el turno de los viejos. Una fila interminable de viejos que entra. Viejos de todas las razas. Viejos con todo tipo de arrugas. Viejos cansados y aún ágiles. Ancianos cuyos ojos brillan o están cubiertos por una capa blanca. Ancianos con o sin barba. Ancianos. También ancianas. Todos entran. No salen.

La multitud se queda fuera. Reducida y asombrada. Comienzan a murmurar entre sí. Señalan la entrada. El rumor crece. Alguien emprende la huida. Los demás le siguen. Escapan. Aprisa. Corren. Temerosos, se vuelven solo una línea móvil en el horizonte junto a la playa.

Pasan cien años y una liebre perseguida por un lobo se interna en la oscuridad de la cueva. El lobo la sigue. Nunca se les vuelve a ver.

Caen sobre sus hombros otros lánguidos mil años.

Una mariposa que aletea azarosa se interna…

Una mañana se presenta un derviche. Se pone a girar frente a la entrada. Le observa sin perder detalle. Fascinado, abre la boca. El derviche arranca polvo y las rocas saltan desde sus sandalias a cada giro.

Y canta.

Al Universo pertenece el bailarín… amén.

Aquel que no baila no sabe lo que ocurre… amén.

Ahora,

si seguís mi baile,

veros a vosotros mismos en Mí,

que estoy hablando…

Aprended a sufrir y seréis capaces de no sufrir. [1]

Mientras gira se va borrando lentamente. Se extiende al aire. Es uno con el viento. Sus colores se apagan. Sus contornos se difuminan lentos, como sangre de granada en el agua. Ya no hay derviche, solo un ligero remolino de aire gris que se interna en la cueva…

Se sitúa frente a la cueva del Umbral. Decide entrar. Una tenue línea de oscuridad es, en sí, el Umbral. Lo sabe ahora. Lentamente introduce la mano. Sus dedos sucios tocan la negrura. Los retira, como quemados.

¿Cuánto tiempo ha pasado?

Dentro hace frío. Y es húmedo. Sale. El sol brilla alto.

Una cosa metálica que surca los aires pasa volando. Deja una estela detrás y lleva luces rojas en sus alas de artificio.

Un millón de años. Dos millones. Cien millones.

Mucho, mucho tiempo.

Cansancio. Cansancio.

Comprende que los años pesan y pasan. Pasan y pesan. Los años… bueno, los años…

Ha decidido dejar de temer al Umbral.

El viento sopla…

Trae escarcha sobre las hojas de hierba esparcidas sobre el suelo de piedras sueltas.

Respira profundo. Entra a la oscuridad.

La negrura se cierra. No hay sonidos ni sabores. No hay colores. Ni dolor. Tampoco siente hambre, frío, calor o temor.

Sigue más allá de este punto.

Hasta ahí sabemos.

Después…

Después… en fin, eso…

NOTA

[1] Fragmento del Evangelio Gnóstico Hechos de Juan.[VOLVER]

Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo «Las cinco grandes utopías del Siglo XX» en la web española Alfa Eridiani.

Hemos publicado en Axxón, además de varias ficciones breves: EL OTRO MESÍAS y EL HOMBRE EQUIVOCADO


Este cuento se vincula temáticamente con DOBLE O NADA, de Sergio Gaut vel Hartman; EN EL UMBRAL ENTRE LUGARES Y TIEMPOS, de María Eugenia Pereyra; y LOS ÁRBOLES DE ISAAC LEVITAN, de Pablo Dobrinin.


Axxón 232 – julio de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Mundos paralelos : Ser fantástico : México : Mexicano).

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