Revista Axxón » «Los últimos días de la eternidad», Michael K. Iwoleit - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ALEMANIA

 

Él era un dios, aseguraba. Era el creador de muchos mundos, incluso del nuestro, aunque no podía afirmarlo con seguridad. Tal vez, susurraba, lo descubriríamos antes de lo que esperábamos.

Lo encontré en un campamento de cosechadores al sur de Cape Jones. Durante semanas, yo había estado vagando por la reserva de ranas del norte de Quebec, mal equipado, enfocado en mí mismo y dudando de mi seguridad. Encontré unos restos: una cápsula de casi diez metros de largo que al impactar había formado un cráter en la helada margen del Roggan superior. El piloto había desaparecido. No podía haber ido muy lejos, si aún estaba vivo.

—¡Eres Boyd! —dijo cuando abrió por primera vez la puerta de su habitación diminuta con olor a humedad—. Boyd Sheridan. Ya recuerdo. No vas a creer cuánto tiempo ha pasado.

—Christopher —dije—. No esperaba que fuera de otra forma. Así que lo lograste, después de todo.

—Y tú también.

—No. Aún está en mi futuro.

Este tenía unos diez años más que el Christopher que, al mismo tiempo, estaba forjando una carrera en una plataforma orbital sobre el Mar Caspio. Advertí inmediatamente que el vuelo le había arrebatado algo elemental. Su voz sonaba como si proviniera de las profundidades de un abismo; su mirada parecía llegar a mí desde años luz de distancia. Aún no estaba en la Tierra.

Christopher aún está en Quebec y me aseguré de que permanezca allí. Los trabajadores del campamento creen que está loco, pero lo toleran y lo alimentan si él participa de la rutina diaria. Claro que, con el chip-ID que tiene implantado debajo de su piel como todos los empleados de AEI, fácilmente podría demostrar que es Christopher Lemant, nacido en 1997 en Nancy y ex-esposo de Anthea Vior, hija del mecenas más poderoso de AEI. Pero todo el mundo sabe que Christopher Lemant desapareció en noviembre de 2038 en una misión de prueba. Fácilmente puede deducir por sí mismo que los oficiales de Quebec, que vigilan su joven país soberano con desconfianza y sospechan que todos los vagabundos son inmigrantes ilegales, no creerán una palabra de lo que diga. Entonces espera que yo lo saque de allí. Espera en vano.

Christopher y yo éramos amigos y competidores desde el día en que nos conocimos, en el seminario de principiantes de la academia AEI de Genf. En aquellos días aún éramos como niños, retoños de élite llenos de entusiasmo e ideas, talentosos pero indisciplinados, uno más ambicioso que el otro y con entusiastas planes para el futuro. Él alardeaba diciendo que sería el primer piloto de una sonda espacial más rápida que la luz. Yo, por mi parte, sería el primer hombre que construiría el motor hiperlumínico que la propulsaría.

Christopher era un tipo fuerte, vigoroso, de cara regordeta y equipado con una convicción enérgica pero tortuosa. Yo era más alto y más enjuto, hablaba menos y cultivaba una perseverancia de naturaleza más intelectual que física. En el primer torneo deportivo, lo desafié a una carrera de cinco mil metros que gané por varias vueltas. En los exámenes de desempeño del día siguiente, me ganó en judo. Desde entonces, no pudimos vivir sin el otro. Nuestras vidas juntos se convirtieron en una misma carrera. Con Anthea, él logró su primera victoria importante.

Llegamos en los días más florecientes de la academia, cuando la Administración Espacial Internacional estaba surgiendo como la única organización internacional que no había perdido poder en los turbulentos días de la desintegración soberana, sino que había adquirido más. Apenas quince años antes, en otoño del 2007, Lawrence Hassler, investigador de la Agencia Biocorp de Strathmore, Canadá, había patentado una innovación biotecnológica que implicaría el fin de una docena de industrias. Desde entonces, se habían creado en todo el mundo unas doscientas zonas, eufemísticamente llamadas «reservas de ranas Hassler» y más apropiadamente llamadas «corrales y mataderos de ranas Hassler». Fue la única revolución verdadera del siglo veintiuno, cuyo aspecto primario fue permitir que los países y regiones se volvieran totalmente independientes de la fuentes externas de energía y de las materias primas, lo que a su vez favoreció un aislacionismo global del que muy pocas instituciones diplomáticas pudieron defenderse. Al final, quedó una sola cosa que nadie podía conseguir por su cuenta en este clima político alterado: la expansión humana hacia el espacio. Y, por lo tanto, surgida de una modesta unión de expertos que inicialmente sólo manejaban la estación espacial internacional, nació la AEI, que creció hasta ser la organización más poderosa de la Tierra.

La élite de la AEI maduró y generó una nueva diplomacia que superó las fronteras nacionales tan fácilmente como superó el abismo gravitatorio entre la superficie y la órbita de la Tierra. Christopher y yo no podríamos haber estado más satisfechos en ningún otro lado. Nos sentíamos miembros de una nueva nación, formada sólo por jóvenes esperanzados para quienes la arrogancia chauvinista no significaba nada. Él era un francés de descendencia flamenca, con un toque de eslovaco, mientras que yo era un inglés con sangre irlandesa por parte de padre y rastros de alemán en el linaje de mi madre. Queríamos, literal y figurativamente, dejar atrás la Tierra y enarbolar la bandera del conquistador donde la humanidad jamás hubiera estado antes. Las circunstancias, en ese entonces, aún nos permitían tener esos sueños románticos.

Obstinados y ansiosos, pero sin brújula e impacientes, atacamos todos los obstáculos que la currícula de la AEI puso en el camino de nuestras ambiciones. Valientemente, Christopher aprobó sus preliminares y fue aceptado para rendir los exámenes de piloto, arduos tanto física como mentalmente; tal vez uno de cada cien aspirantes lograba calificar para volar, primero un transbordador orbital, luego una nave de exploración y finalmente, quizás, un crucero interplanetario. Yo absorbí todo lo que pude meter en mi cabeza en materia de física cuántica y relativista, tecnología de la propulsión y cronodinámica. Celebrábamos cada pequeño elogio y cada buen resultado de un examen como una rutilante confirmación de nuestra estrategia. Éramos felices juntos y estábamos celosos del otro. Nunca un progreso de uno pasaba inadvertido para el otro.

Entonces llegó Anthea.

Nunca olvidaré el día en que Anthea, flanqueada por guardaespaldas, entró en el gran auditorio multimedios de la academia por primera vez. Anthea Vior, hija del eminente Héctor Vior, cuyos intereses industriales habían desarrollado el primer impulsor Baumann, haciendo factibles los vuelos dentro del sistema solar; Anthea, la áspera, pálida belleza a quien nunca le gustaba la chusma que la rodeaba y que pasaba la vida reprimiendo a la chica desafiante y amante de la libertad que era en el fondo de su corazón.

Christopher y yo éramos los únicos jóvenes de la academia sin temor a tener líos con su padre y también los únicos que no le permitimos percibir inmediatamente cuánto la deseábamos. Anthea quedó impresionada porque nos hacíamos los payasos frente a ella y por ella. Ella nos divertía constantemente concibiendo nuevos trucos para perder de vista a los guardaespaldas. Era gracias a sus contactos que nunca nos citaban para ver al Decano por nuestras fechorías.

—Mi padre quiere librarse de mí —nos dijo una noche en que estábamos bebiendo en un entrepiso, mirando el crepúsculo que teñía de rojo el parque del campus. Anthea había derramado vino sobre su regio atuendo de seda y las lágrimas le corrían el maquillaje—. No confía en que puedo defenderme por mí misma. En su opinión, necesito un hombre, alguien a quien admirar y respetar. Pero no voy a obedecerlo. Si alguna vez me caso, será únicamente con uno de ustedes.

Hablaba absolutamente en serio.

—¿Oíste? —bromeó Christopher—. Se refiere a mí.

—¿En serio? Con todos tus problemas de espalda por el entrenamiento, no estaría tan seguro, si fuera tú —respondí.

Anthea resopló sin elegancia.

—Aún no me decidí —dijo—. Pero será el que tenga más éxito. ¿De qué otra forma podría decidir?

No es necesario decir que nuestra competitividad tomó un nuevo giro desde ese día en adelante.

Durante los dos años siguientes, nos abrimos paso a través de todos los seminarios, cursos y excursiones que pudimos. Sudábamos todas las noches en las terminales de la biblioteca. Íbamos juntos en auto al mar y a las montañas cada vez que podíamos. En unas pocas ocasiones y por pura temeridad, incluso fuimos directamente hasta el borde de la reserva Hassler más cercana. Anthea se concentró en sus estudios de administración, reglamentos y procedimientos de la AEI, que para nosotros eran áridos y aburridos. Christopher desafió a su cuerpo al extremo y se arriesgó a sufrir un daño permanente en la espalda con el fin de dar un salto casi imposible en su carrera: pasar de cadete común y corriente al grupo de élite de los pilotos de prototipos. A mí, por otro lado, se me metió en la cabeza que iba a resolver el mayor problema de la época: la construcción del impulsor hiperlumínico.

A pesar de los minuciosos intentos de los guardaespaldas por socavar nuestra amistad con Anthea, nos volvimos cada vez más íntimos. Más de una vez, Anthea se durmió en mis brazos o en los de Christopher, exhausta por sus estudios maratónicos. En aquel momento, nunca llegamos al sexo.

El mejor período que pasamos juntos fueron las vacaciones semestrales de 2024, un año antes de la boda de Christopher y Anthea en la nueva estación orbital Nautilus. Fue nuestro primer viaje orbital. Estábamos entusiasmados como niños cuando nos guiaron por las cinco cubiertas junto con otros veinte candidatos al examen. Ninguno de nosotros podía quitar los ojos de los magníficos accesorios de las cubiertas, los observatorios y las lujosas habitaciones. El punto alto del día fue nuestra visita a la sombría cubierta panorámica, donde nos permitieron observar el lanzamiento de una nave de vela solar.

Para los tres, el espectáculo fue una espléndida ilustración de todas las esperanzas que habíamos puesto en el futuro. Nos sentamos separados del resto, tomándonos de las manos, con la curvatura de la Tierra a nuestros pies, cuando la lanceta plateada de la nave de vela solar salió deslizándose del muelle principal Nautilus. Su vela iridiscente microdelgada tardó una hora en abrirse y cubrir un cuarto del cielo estrellado.

No sucedió nada más. Se había vuelto natural llamar «lanzamiento» al despliegue de una vela solar. La verdadera ignición no ocurrió hasta dos semanas después, cuando la presión de los fotones de la luz solar sobre la vela finalmente desplazó la nave en un grado digno de mención. La fase de aceleración hacia los confines del sistema solar tardaba cinco años. Incluso entonces, la nave sólo alcanzaba una diminuta fracción de la velocidad de la luz, de modo que los exploradores de a bordo que habían partido hacia uno de los sistemas solares vecinos no tenían esperanzas de volver a ver la Tierra.

Yo no esperaba que la vista de esas dos inmensas alas de mariposa me fascinara tanto y, al mismo tiempo, me irritara.

—¿No es risible? —dije cuando nos quedamos en silencio—. Gastamos miles de millones en una sola vela solar y ni siquiera sabemos si esos exploradores alguna vez lograrán su cometido. ¿La humanidad realmente quiere expandirse en el espacio de esta forma? Si hay un Dios, se está riendo de nosotros.

Por el rabillo del ojo, vi que Anthea arrugaba la frente y que Christopher sonreía.

—¿Comienza el viejo sermón? —se burló él—. Revélanos, gran Mefisto, cómo lograrás romper la barrera de la velocidad de la luz. ¿Acaso no hay unos cuantos axiomas de la teoría de la relatividad haciéndote una zancadilla?

—En absoluto —afirmé—. Sólo establecen que un objeto no puede acelerar por encima de la velocidad de la luz. Permiten la existencia de partículas que pueden moverse más rápido que la luz, pero que nunca pueden, sin embargo, desacelerarse por debajo de la velocidad de la luz.

—¿Cómo la llamaste? —preguntó Christopher—. ¿Materia trans-c?

—Exacto. Propongo que las esferas trans-c y sub-c se superponen. Las partículas trans-c posiblemente pueden ser la misteriosa materia oscura que los físicos han estado buscando. Debería ser posible transferir un objeto material como una nave a la esfera trans-c, donde podría moverse más rápido que la luz, y una vez que llegue a destino podría ser retransferida a la esfera sub-c, es decir, a nuestra esfera.

Christopher le guiñó un ojo a Anthea.

—¿Y cómo vas a hacer eso?

—No lo sé. Sólo sé que una nave como esa tendría muchas cualidades interesantes.

—¿Por ejemplo? —preguntó Christopher.

—Por ejemplo, si volara a una estrella extraña y regresara, podría volver a la Tierra en un momento anterior a su lanzamiento—. Miré a las estrellas, ignorando su paulatina sonrisa.

—¿Entonces el vuelo espacial sería simultáneamente un viaje en el tiempo?

—Al pasado, sí.

—Y es por eso que persigues fantasmas —dijo Anthea—. Nuestro universo no permite el viaje en el tiempo. Imagina las consecuencias. —Con las puntas de los dedos, trazó el contorno irisado de la vela solar—. Mírala. Nunca tendremos nada mejor. Tal vez habrá otras más rápidas y más grandes, pero en principio hemos alcanzado el límite de lo posible.

Después de mis exámenes, me dediqué a investigar para demostrar lo contrario. No logré resolver el problema y, seriamente y por primera vez, comencé a quedar a la zaga de Christopher.

Tuvo la suerte de los imprudentes cuando, después de los exámenes, fue transferido al sector de entrenamiento en la órbita de Marte. Sus primeros vuelos de práctica en un exiguo transbordador de cadetes, que él consideraba por debajo de su dignidad, sorprendían y superaban a los de sus instructores. Ni siquiera las maniobras de aterrizaje sobre las escarpadas rocas de Fobos eran un desafío para él. Cuando finalmente le permitieron a Christopher dejar la órbita de Marte en una nave de exploración, quemó tres cámaras de fusión de la turbina Baumann y, a 0.02 c, alcanzó la velocidad más alta jamás registrada en el sistema solar. Después de las audiencias disciplinarias, lo enviaron a casa para recibir más entrenamiento. Ya estaba en la vía rápida que lo llevaría a ser piloto de prototipos.

Anthea, ahora presionada más que nunca por su padre para casarse, se decidió por Christopher. En otoño de 2025, Christopher fue recibido festivamente en la mansión campestre de la familia en Módena y abrazado por los paternales brazos de Héctor Vior. El fin de semana posterior se casó con Anthea, y más tarde se vanaglorió, con una burlona falta de respeto, de que él debía ser uno de los últimos hombres de Europa a quien los padres de la novia habían arrastrado hasta un altar genuino. La exclusiva fiesta de bodas duró cuatro días, aunque Héctor Vior hubiera preferido mantener a la pareja bajo su ala mucho más tiempo. Pero Anthea y Christopher se las ingeniaron para poner doscientos cincuenta kilómetros entre su hogar y la residencia de Héctor. Vi por holoTV el pequeño castillo de agua que habían construido ellos mismos en lago de Como.

Por supuesto, yo me mantuve lejos de la boda.

En la semana anterior a su partida a Módena, Anthea me visitó en Jülich, donde me habían enviado a investigar cosmología cuántica en el centro de investigación nuclear de la AEI. Como todos los graduados más capacitados, disfrutaba de los principescos beneficios que incluían el alojamiento en un apartamento de doscientos metros cuadrados, que era parte del flamante complejo residencial. Una selección de voluntariosos asistentes de laboratorio, que revoloteaban alrededor de los investigadores jóvenes y altamente conceptuados como groupies alrededor de estrellas pop, era parte del paquete. Aún insatisfecho, yo me repartía entre días de trabajo de doce o catorce horas y encuentros ocasionales con mujeres que nunca borraban mi anhelo por Anthea.

Una noche, Anthea apareció en mi puerta sin previo aviso. No era difícil adivinar que la invitación que había venido a hacerme era sólo un pretexto. Lloró interminablemente, disculpándose cada vez que surgía un gesto hospitalario de mi parte como anfitrión. Sin embargo, no me respondió cuando le pregunté qué le ocurría. En un ataque de rabia, la eché, diciéndole que se fuera al diablo. Después de eso, no la vi durante años.

Yo habría soportado mejor mi estadía en Jülich si hubiese tenido menos éxito. Tuve éxito en las elegantes descripciones matemáticas de las anormalidades físicas que podían ocurrir en la esfera trans-c. Revelé mis hallazgos en todas las revistas web más reconocidas de mi especialidad, pero sólo logré renombre internacional en aislados círculos sectarios de físicos teóricos. Con la excepción de unas pocas apariciones en los medios públicos, yo no era nada comparado con Christopher, que había logrado la admiración mundial por sus espectaculares vuelos de prueba en las márgenes de los cinturones de asteroides. No pude avanzar más en cuanto a los usos prácticos de la física trans-c. Noche tras noche, caminaba como un sonámbulo sin rumbo por las seis habitaciones de mi apartamento, soñando con lugares extraños donde vivía una vida significativa como asceta recluso.

Al comienzo de 2028, cuando mi titularidad pasó a ser objeto de revisión, me fui del sector de investigación de la AEI con una licencia por tiempo indefinido. Firmé un contrato con Reuters y los dejé pagarme una excursión por el mundo de dos años, trabajando como corresponsal de ciencia. Organicé las cosas de manera tal que pudiera informar sobre las nuevas mutaciones de ranas Hassler en tal o cual reserva. Muy rara vez, me solicitaban entrevistas con personas intrascendentes, pertenecientes a empresas de biotecnología o instituciones privadas que a menudo desaparecían del mercado tan rápido como hacían furor. Las circunstancias de esta nueva carrera satisfacían mi necesidad de aislamiento, tal como yo lo había planeado.

Durante este período, en mi mente fue madurando una idea cuyo irresistible absurdo me inspiró una renovada determinación

Aún quería inventar el impulsor hiperlumínico —en cuanto a eso, nada había cambiado— aunque sospechaba que Anthea ahora tenía un gran rol que asumir dentro de mis ambiciones. Al principio, cuando se me ocurrió la idea de que el impulsor hiperlumínico no necesitaba un inventor, pensé que era un acto autodestructivo. Supongamos por un momento que en un punto n del futuro se lanzara la primera sonda hiperlumínica. Para decirlo simplemente, si la sonda funcionara según el principio que yo estimaba posible, regresaría a la Tierra en un punto n menos x. Lo único que había que hacer era encontrar esa misión del futuro, diseccionarla, estudiarla y entender cómo funcionaba el impulsor. La cuestión de cómo se construía el motor se resolvería de este modo.

Aunque pareciera una locura, significaba que yo no tenía que inventar ese impulsor. Sólo tenía que tener la esperanza de encontrarlo, si la misión regresaba durante el lapso de mi vida. Ya que ningún otro además de mí preveía tal resultado, yo sería la primera persona que estaría allí para deconstruir, analizar y finalmente construir el motor. No obstante (y aquí me atrevía a formular una argumentación ontológica circular), la mera decisión de construir la sonda en la primera oportunidad que se presentara podía hacer inevitable que alcanzara la Tierra en el futuro previsible.

Sin dudarlo, declararía demente al hombre en el que me he convertido desde entonces, pero Christopher —el Christopher actualmente atrapado en Quebec— por cierto ha hecho aseveraciones más fantásticas que las mías. Y hay algo más que me permite dudar de mi aparente falta de confiabilidad: la sonda realmente aterrizó, o se estrelló, para ser exactos. Puede que los lectores cultos aún recuerden la misteriosa anomalía de Ceres en el verano de 2030.

En ese momento, yo estaba de visita en un campamento de cosechadores lindante con el Parque Nacional de Yellowstone, donde se criaban las ranas Hassler más grandes. Cuando los contenidos de sus bulbos anormalmente hinchados se derramaban sobre el terreno en hectolitros daban un espectáculo de excepcional repugnancia. Esta raza específica de Hasslers supuestamente sintetizaba un petróleo para calefacción muy puro, pero lo que salía a chorros cuando los cosechadores abrían los estómagos de los rebaños maduros se parecía más a una crema de avena indefinible y fibrosa. Reuters me había prometido un buen premio si lograba un informe exclusivo y yo pretendía ganarme ese dinero antes de dejarlos para dedicarme a cosas mejores.

Los constantes correos electrónicos de Anthea me seguían por todo el planeta. Yo los ignoraba, pero no podía escapar tan fácilmente de Christopher. Siempre aparecía en las noticias. Recientemente, había tomado el comando del astillero de prototipos de la AEI: una cosa metálica gigantesca con forma de cangrejo, a cien kilómetros por encima del Mar Caspio. Las noticias me provocaban una satisfacción lúgubre, porque imaginaba a Anthea sola y amargada en su castillo de agua, pensando en nuevas maneras de implorar mi perdón. Estas cavilaciones celosas abruptamente fueron ensombrecidas por un informe en las noticias acerca del fenómeno que, por un tiempo, mantuvo a todo el mundo aterrado.

El 28 de agosto de 2030, a las 8:30 hora estándar de la Tierra, el puesto fronterizo automatizado de la AEI, ubicado más allá del asteroide Ceres, anunció la llegada de un objeto misterioso. No podían darse precisiones claras en cuanto a su forma, tamaño y masa. Sólo se lo detectó por ciertas distorsiones espaciotemporales cuando rozó el asteroide a una velocidad de 0.8 c, para luego desacelerar exponencialmente hacia la Tierra. En su proximidad, fluctuaban hasta los intervalos de medición de los más precisos relojes de resonancia de hadrones. En una noche clara, se podía observar a simple vista que las constelaciones se inflaban y desinflaban alrededor del objeto en movimiento, como si una lente gravitacional estuviese desplazándose por el cielo.

La especulación de la prensa mundial sobre el evento proliferó como la mala hierba cuando el objeto rozó una de las más importantes estaciones de transbordadores orbitales, causando daños considerables y provocando una caída de presión que acabó con decenas de vidas. Los rumores se intensificaron cuando la cosa, con su campo gravitacional reducido a un milésimo de su fuerza original, finalmente invadió la atmósfera de la Tierra dos días después. Unos observadores del norte de Canadá informaron de una especie de meteorito con una helada cola azul.

Las reconstrucciones indicaban que el objeto debía haber descendido en la reserva de ranas de Quebec. El rastreador satelital permaneció indeciso y nunca se realizó una expedición planificada, probablemente porque nadie quería arriesgarse al peligro de ser devorado por una hambrienta horda de ranas Hassler. La anomalía de Ceres fue olvidada cuando la sorprendida atención del mundo se centró en las dramáticas evacuaciones orbitales.

Yo, por otra parte, estaba electrizado. Gasté todo mi dinero en una fiesta de despedida que, por un rato, distrajo a los cosechadores del aire pestilente suspendido sobre su campamento. Después, informé sumariamente a Reuters que los mandaba al infierno y partí hacia Quebec. Mi identificación de la AEI me ahorró un montón de problemas en la frontera. En un hotel de Fort George, estudié los artículos de prensa y las revistas especializadas durante unos días y adiviné con fundamento dónde podía haber descendido el objeto. No logré contratar ayudantes ni siquiera con promesas de recompensas exorbitantes. Cuando les expliqué a los pobladores locales que estaba planeando una excursión a la reserva Hassler y necesitaba uno o dos compañeros, me declararon loco abiertamente.

Para los montañeses de un pequeño asentamiento en el curso inferior del río Roggan mi partida hacia la reserva, a pie y sin nada más que un equipo compacto cargado en mi espalda, fue un acontecimiento de primer orden.

Naturalmente, los peligros de una zona de crianza Hassler exigen respeto. La única preocupación de una rana Hassler es alimentarse y devora cualquier cosa digerible que se le acerque demasiado. El que termina en las garras de estas criaturas anfibias no tiene oportunidad de sobrevivir. Estos monstruos son difíciles de matar porque poseen ganglios en lugar de un verdadero cerebro y una poderosa capacidad regenerativa (en algunos campamentos de cosechadores, no coser a los monstruos eviscerados antes de devolverlos a la reserva se ha vuelto una práctica aceptable). Yo tendría que haber estado equipado con un arma de rayos X por si se presentaba una confrontación, pero como no podía acarrear artillería militar me conformé con un metralleta y un puñado de granadas aturdidoras que no le provocarían más que un bostezo a una rana de tamaño adulto.


Ilustración: Tut

Aún me asombra haber sobrevivido a mi excursión de catorce días, al precio de perder diez kilos y sufrir una herida en la espalda como resultado de dormir en los árboles. Cuando, después de horas de marchar a través de los espesos bosques de pino, inesperadamente llegué a un claro con vista al cráter de impacto, experimenté uno de los momentos más estimulantes de mi vida. El cuerpo con forma de habichuela de la sonda espacial relucía como una gema bajo la intensa luz de la mañana. Podría haber tardado años en descubrir y copiar la intrincada técnica de su casco, pero rápidamente advertí que era una sola pieza, moldeada en un material medio metálico, con un diseño maravilloso que recordaba a un microchip enorme.

Asegurar la sonda y llevarla conmigo a la civilización era impensable. Durante tres días, usé cada segundo de luz solar para fotografiar y dibujar el objeto hasta el último detalle. En el camino de regreso desde el lugar del impacto, tuve la incómoda sensación de no haber hecho lo suficiente. Me sentía como un aficionado que no entendía absolutamente nada de este accidente que se relacionara con principios técnicos confiables. La cabina de comando consistía en un asiento instalado dentro de un cascarón vacío, con un recubrimiento interior formado por cuerdas de metal retorcidas. Excepto por una especie de monitor de pantalla plana ubicado por encima del asiento del piloto, no se distinguían indicadores ni instrumentos. No había duda al respecto: necesitaba al piloto. Sólo él podría explicarme el funcionamiento de la sonda.

Si él había logrado evadir a las ranas Hassler, reflexioné, entonces existía una posibilidad de que lo hubieran visto en alguno de los campamentos de cosechadores. Cuando regresé a la civilización hice que una avejentada prostituta de provincia me masajeara para quitarme la fatiga de los brazos y piernas en un motel barato, después de lo cual viajé en un jeep alquilado a dos docenas de campamentos de cosechadores, describiendo aproximadamente un círculo alrededor de la reserva Hassler. No tuve que buscar demasiado. En secreto, había jugado con la posibilidad de que Christopher fuera el piloto y acerté.

«Campamento de cosechadores» es un eufemismo para designar a estos equipos, que yo más bien llamaría mataderos móviles. Los campamentos son mayormente automatizados, equipados con máquinas de captura y carga protegidas por barricadas que abastecen constantemente los trenes de carga que transportan los bienes sintetizados por las ranas Hassler: gránulos de metal, gas licuado, materias primas orgánicas, etcétera. Diez hombres pueden manejar cómodamente un campamento y, en consecuencia, no se necesitan más cuartos para el personal que esos. El hombre herido y confundido que salió de los bosques tambaleándose unos días después del aparente impacto del meteorito tuvo que acomodarse en una sala de almacenaje en las barracas.

Los trabajadores de un campamento son, en su mayor parte, sujetos burdos, indiferentes, embrutecidos por la carnicería diaria, e interesados en muy pocas cosas que no sean sus premios, las drogas y las prostitutas. Por esta razón, no le preguntaron al extraño de traje espacial gris mate nada más sobre lo que le había ocurrido. El capataz que me llevó hasta él me dijo que, aunque el extraño no estaba muy bien de la cabeza, al menos era humilde y sin pretensiones. Por lo tanto, podía quedarse hasta recuperarse.

—Boyd, tienes que escucharme —dijo Christopher después de que nos terminamos una botella de brandy para celebrar nuestro reencuentro—. El accidente debe evitarse a toda costa. Debemos extender la retransferencia cuanto sea posible. No tienes idea de cuántas cosas dependen de eso.

Su habitación estaba iluminada por una luz tenue y el suelo estaba cubierto de mantas. En un rincón estaba su bolsa de dormir. Vi un traje arrugado que parecía parte de un paracaídas plegado. Unos objetos hechos del mismo material semimetálico de la sonda espacial refulgían en la penumbra.

—La conciencia, Boyd —declaró en un tono que me resultó sumamente irritante—. No pensamos en eso. ¿Qué le ocurre a la conciencia del piloto en el pasaje de la esfera trans-c a la sub-c? ¡Dios, yo lo experimenté! No creerás lo que me pasó, lo que he sido.

Su proximidad se me antojaba repulsiva de un modo que sobrepasaba la mera aversión. No era su inquietud, ni el acento indeterminado que había adquirido, ni su ansiedad avasallante. Christopher había envejecido diez años y era como si ahora perteneciese a una especie completamente distinta.

—¿Qué año es? —preguntó.

—2030.

—Bien. Entonces dispones de ocho años. En noviembre de 2038, la Prometeo se lanzará en su primer vuelo de prueba.

—¿La Prometeo?

—La primera sonda espacial hiperlumínica. Tu nave. La construirás. Pero esta vez lo harás bien.

—No entiendo lo que tratas de decirme.

—Lo he pensado. Tu diseño original contenía un error de construcción. La Prometeo no soportó las tensiones de la retransferencia. No debe volver a ocurrir.

—¿Qué debo hacer? Ni siquiera sé cómo funciona la propulsión.

—No soy ingeniero, pero conozco la sonda lo suficiente como para ayudarte.

Por unos días, cavilamos sobre los planos que yo había esbozado y las fotografías que había tomado de la Prometeo, hasta que entendí los fundamentos de su construcción. En principio, el impulsor funcionaba como yo había pensado que debía hacerlo, sólo que además servía como mediador para un tercer tipo de materia: la ingrávidas e inextensibles partículas de c-plana que se movían exactamente a la velocidad de la luz y que no podían acelerarse ni desacelerarse. La esfera c-plana se usaba como puente para transferir una configuración —en este caso, un objeto material— al rango más rápido que la luz.

Construir la sonda exigiría varias innovaciones tanto en la tecnología microelectrónica como de fabricación. Ocho años era un lapso muy ajustado para poder terminarla. Pero Christopher estaba conmigo, por lo cual yo podía al menos suponer que podría conseguirlo. Lo dejé allá con la promesa de que lo traería a casa desde Quebec lo más pronto que pudiera. Él estaba tan confundido que ni siquiera pensaba en su doble del presente. Desde el principio, no tuve ninguna intención de hacer nada por él, salvo concederle algunas llamadas de cortesía. De pronto, tenía los medios para ganar terreno ante los ojos de Anthea.

Ese mismo mes visité la administración de la AEI de Milán y presioné descaradamente a todas las personas importantes con poder de decisión. Ya podía presentarles suficiente como para negociar un contrato de licencia lucrativo, que garantizaría a la AEI el uso ilimitado de mi motor hiperlumínico cuando estuviera listo para patentarlo. Yo ganaría, además de un salario récord, equipos de laboratorio ilimitados, doscientos asistentes y el mayor presupuesto de investigación jamás otorgado por el consejo ejecutivo de investigaciones desde las pruebas de Baumann. Christopher debió sorprenderse en gran medida al enterarse de que yo asumiría la dirección inmediata del centro de investigaciones de Strasburg, que anexó al astillero de prototipos que había estado a su cargo.

Volví a verlos, a él y Anthea, en un congreso de la AEI que se llevó a cabo en Budapest en 2031. La estrella de Christopher estaba declinando. A pesar de sus puestos de responsabilidad, no quería que le sacaran las misiones de prueba más espectaculares. Durante el primer chequeo de una nueva variante Baumann con seis cámaras de fusión, sus antiguos problemas de columna resurgieron y tuvo que realizar todo el trabajo usando un servo-corset. Anthea, obviamente, lo acompañaba contra su voluntad. Estaba más hermosa que nunca: deslumbrante, altanera, con la piel muy bronceada y curvas voluptuosas. No se molestaba en esconder su mala actitud hacia Christopher.

Fui la estrella del congreso. Mis primeros artículos sobre los fundamentos de la tecnología de propulsión trans-c ya habían aparecido y las incontables recepciones, entrevistas y simposios me habían dado la sensación de que todo el mundo depositaba en mí sus esperanzas de una innovación en el viaje interestelar. Anthea me hizo saber, por medio de un conocido mutuo, que se alojaba en el hotel del congreso, en una habitación individual. Después de un banquete lleno de patéticas charlas banales, galante y alcoholizado, golpeé a su puerta.

—Boyd —fue lo único que dijo cuando abrió, envuelta en nada más que unas ropas transparentes.

—Una vez afirmaste —le dije arrastrando las palabras— que siempre te inclinarías por el más exitoso de nosotros. Ahora soy yo.

—Sí. Dije eso. —Me miró de la cabeza a los pies.

Sin más palabras, me atrajo al interior de la habitación, me arrancó la ropa y se aseguró de que yo eliminara todo el alcohol por la entrepierna. A la mañana siguiente, le dijo a Christopher sin misericordia que iba a dejarlo.

Sin el consentimiento de él, Anthea vendió el castillo de agua del lago Como y se mudó a mi villa, la que yo había construido en el barrio aristocrático de Strasburg. Nunca fue especialmente apasionada conmigo y decir que éramos la pareja más feliz habría sido una clara mala interpretación de la realidad de la relación. Ella se adaptó sin esfuerzo al hecho de que yo tuviera tiempo para ella sólo una noche por mes, aunque yo apreciaba su constante compañerismo. El foco estaba centrado en la réplica de la sonda.

Después de caer en desgracia, Christopher desapareció unos años. Nunca descubrí qué hizo en ese período, pero abundaban los rumores de que él, como yo, se había embarcado en un viaje por el mundo sin rumbo fijo. No me precupaba por él. Por cierto, sabía cuál era su futuro. Y, por lo tanto, no me causó la menor sorpresa que de pronto apareciera en 2036 como candidato para la selección de prototipos. Me dijeron que, después de numerosas operaciones en la espalda, había vuelto con renovada autoconfianza para solicitar que le asignaran el primer vuelo hiperlumínico de prueba.

En ese entonces, la Prometeo era sólo un concepto de diseño avanzado. Me las había ingeniado para transferir y retransferir pequeños objetos a la esfera trans-c en experimentos de laboratorio. No me molestaba haber tenido que adoptar algunos detalles técnicos que yo aún no entendía debidamente. Expresé mi preferencia por Christopher como posible piloto de pruebas desde el principio. Bajo circunstancias distintas, me habría preocupado que él pudiera reconquistar a Anthea con una misión exitosa. Pero, por supuesto, sabía que nunca regresaría de ese vuelo.

En cuanto al otro Christopher que estaba esperando su liberación en Quebec, sólo sentí remordimiento de conciencia al comienzo. A lo largo de mis visitas ocasionales, me percaté de que había perdido todo su sentido del tiempo. Incluso cuando yo dejaba pasar los meses, él creía que lo había visitado el día anterior. Soportó numerosos cambios de grupo de trabajo; casi como una mascota, los trabajadores lo pasaban de un grupo a otro. Creo que podrían haber pasado décadas sin que él perdiera la paciencia.

Le concedí una última visita la semana anterior al gran día, el que habíamos programado para el histórico vuelo de Christopher a bordo de la Prometeo. Anthea y yo habíamos invitado algunas decenas de amigos, parientes y colegas a nuestra isla privada en las costas de Venezuela, desde donde observaríamos las distorsiones del cielo provocadas por el lanzamiento. Anthea ni siquiera preguntó cuál era el propósito de mi viaje a Quebec. En cambio, compró una montaña de baratijas en el centro comercial de Fort George mientras yo buscaba el campo de cosecha, pues para entonces lo habían trasladado.

Ese día, Christopher estaba solo en el campamento. Los cosechadores estaban ocupados, liberando una nueva tanda de larvas Hassler en los bosques. Los hombres casi nunca variaban su rutina diaria y esto era parte de ella. Las ranas Hassler son un hardware biológico tan resistente y flexible que prosperan en ambientes adecuados —los bosques húmedos, los pantanos y las regiones costeras son especialmente convenientes— y en sus bulbos producen confiablemente toda clase de sustancias, según cómo se haya modificado su metabolismo. Los cosechadores a menudo cumplen con las cuotas de producción esperadas tan solo atrapando y explotando a las ranas que vagan por los confines de sus reservas.

Estábamos sentados en la cabaña del personal y Christopher no estaba escuchando una sola palabra de lo que yo le decía sobre las aparentes dificultades de hacer pasar a alguien por la frontera sin ser detectado. Parecía más distraído y extraño que lo normal.

Fue la conversación más extraña y desconcertante que tuve en mi vida.

—Dime, ¿puedo confiar en ti? —preguntó.

—Por supuesto —respondí.

—¿Puedo decirte cualquier cosa sin vueltas, sin importar que suene extraño e increíble? —Miró la tierra removida que estaba debajo de la ventana. No me miró a los ojos ni una vez en toda la noche.

—Ya es bastante sorprendente verte aquí —respondí—. Así que estoy listo para considerar cualquier cosa.

—¿Y si te dijera que soy un dios? No, no un dios, sino un creador. Así suena más neutral.

No le contesté. En el pasado, él ya había exhibido inclinaciones de este tipo a las que yo consideraba inventos de un alma enferma.

—¿Alguna vez te preguntaste qué motivó a Dios para crear el mundo? —preguntó.

—No soy una persona religiosa, lo sabes.

—Nunca hubiera afirmado otra cosa de mí mismo. La gente siempre habla de Dios como una divinidad absoluta, un ser supremo que actúa con intencionalidad. Pero quizás Dios es algo totalmente distinto.

—¿Como qué?

—Creo que Dios puede haber estado motivado por circunstancias extraordinarias para crear el mundo. Nunca lo planeó y no fue intencional.

—¿Por qué piensas eso?

—No vas a creerme, pero es lo que me sucedió a mí. —Tragó saliva con dificultad—. En la retransferencia, ocurrió algo que, impredeciblemente, me forzó a asumir el rol de un creador. Creé un mundo entero. Tal vez no sólo uno, sino muchos mundos, todos ellos comprendidos dentro de una estructura jerárquica. —Estiró los brazos—. Puede que incluso este mundo sea mi creación. Me aterra.

Permanecí callado, deseando poder desaparecer.

—Crees que estoy loco, ¿no? —dijo, sin apartar la mirada de la ventana—. No puedo demostrarte lo contrario. Pero, para entenderme, debes considerar dos fenómenos del tiempo. Los términos tiempo objetivo y subjetivo significan algo para ti.

—Naturalmente.

—Explícame qué son.

Me encogí de hombros. —El tiempo objetivo es el tiempo físico, el tiempo que afecta a todos los objetos materiales; el tiempo subjetivo se refiere a nuestra línea de tiempo personal. Todos saben que los humanos podemos experimentar la duración de un suceso de maneras disímiles.

Asintió. —Cuando uno se desplaza entre las esferas sub-c y trans-c, —dijo— esa exacta relación entre tiempo objetivo y subjetivo resulta afectada. Un efecto peculiar que nadie pudo prever. Lo sentí durante el lanzamiento de la Prometeo. El salto para llegar a la velocidad hiperlumínica tarda unas horas, que son relativas al tiempo de abordo. Para mí, no tardó ni un segundo. Estaba echado en la cabina de la Prometeo y de repente mi tiempo subjetivo se aceleró. Mi corazón latía tan rápido que me parecía oír las contracciones musculares como sonidos agudos y mi respiración era tan rápida que el movimiento de mi cavidad torácica se volvió una vaga vibración. Entonces la Prometeo alcanzó su velocidad más alta y el tiempo objetivo y subjetivo volvieron a sincronizarse. Mucho más aterrador fue lo que ocurrió durante la retransferencia.

Se quedó callado un rato.

—Dime —dije finalmente.

Tuvo que hacer un esfuerzo visible para continuar.

—Durante la retransferencia —comenzó— ocurrió el efecto contrario. Mi percepción subjetiva del tiempo se hizo drásticamente más lenta, lo que provocó que el mundo que me rodeaba quedara casi paralizado. Mi pecho se elevaba y descendía con una lentitud tan infinita que el aire emitía un rugido profundo cuando pasaba por mi garganta. Escuchaba las contracciones de mi corazón como el tronar de un terremoto inminente. Los indicadores de la pantalla no se modificaron durante horas. Tardé prácticamente todo un día subjetivo en mirar mi reloj. Conté cuántos segundos subjetivos se necesitaban para completar un segundo objetivo de abordo. Sólo entonces tuve un punto de referencia y pude calcular cuánto tardaría la retransferencia en tiempo subjetivo.

Hizo una pausa significativa, como si no quisiera evadir la pregunta que yo debía hacerle.

—¿Cuánto tiempo estuviste en ese estado? —le pregunté.

Cerró los ojos y la sonrisa que entonces esbozaron sus labios expresó una indefensión infinita.

—Seis mil años —me dijo.

 

 

* * *

 

 

Todo mi ser luchaba por no creer ni una palabra de lo que me había dicho. Sin embargo, de pronto ya tenía la explicación de la misteriosa distancia y depresión que lo habían estado afligiendo desde el accidente.

—Aún no sabes lo más importante —continuó—. No puedes saberlo, porque no lo has experimentado. Quizás logre hacértelo inteligible. —Respiró profundamente—. En la retransferencia, uno se da cuenta de que no hay luz ni oscuridad, ruido ni silencio, cerca ni lejos. Sólo existen la variabilidad y la inercia. Si ves lo mismo una y otra vez, comienzas a dejar de verlo; si siempre oyes lo mismo, en algún momento dejas de oírlo. Después de un tiempo, ya no percibía el mundo exterior ni mi propio cuerpo. Durante seis mil años, mi conciencia se volvió completamente hacia sí misma. No podía escapar, no podía morir ni dormir, porque los biomonitores de abordo no permitían que el piloto perdiera la conciencia durante la retransferencia. Durante seis mil años, yo fui todo mi mundo, una entidad dentro de mí mismo, sin acceso a los estímulos externos.

Me surgió una idea que no me atreví a expresar en voz alta.

—Como un…

—Sí, como un dios recién nacido —dijo—. Me sentía como debe sentirse un dios antes de dividir el caos, antes de separar el tiempo en día y noche. Era receptivo a una inconcebible falta de algo, una falta de realidad, de modo que yo mismo creé la realidad. Comencé a reimaginarme el mundo que había perdido, primero delineándolo burdamente, luego haciéndolo cada vez más detallado. Imaginé a la Tierra como una bola de fuego incandescente, como lo fue en sus principios. Permití que se formara el antiguo continente de Pangea, lo partí en dos, formé a Gondwana y dejé que emergieran los continentes actuales. Sembré las semillas de la vida, creé el primer organismo unicelular. En el Cámbrico, experimenté el primer florecimiento de mis poderes creativos, que casi destruyo en un ataque de ira. Concebí generación tras generación de criaturas nuevas, cada vez más asombrosas; inventé los vertebrados, añadí la calidez y la precaución de los mamíferos y finalmente logré crear a la humanidad. Poblé todo el mundo con estos seres racionales, aunque medio locos, cuyo tiempo subjetivo era mucho más corto que el mío, y los dejé pelear durante su larga y sangrienta historia. Nunca me enorgullecí de mi obra. Nunca vi nada admirable en mí mismo y consideraba que adorar a mis creaciones era ridículo. Todo esto había sucedido bajo coerción y debido a la inimaginable ausencia que sentía. Podría haber continuado creando toda la eternidad, pero esa eternidad llegó a su fin.

—Ese mundo que creaste —le pregunté con cuidado— ¿era como el nuestro?

—Por supuesto —dijo—. Se asemejaba al nuestro hasta en el menor detalle. Recreé algo que conocía íntimamente. ¿De qué otro modo podía llenar el vacío que sentía? ¿Con algo extraño que no entendiera?

—Y entonces te estrellaste. De repente, apareciste aquí otra vez y el tiempo objetivo y subjetivo se sincronizaron. El mundo exterior volvió a existir.

—Sí, pero eso no es todo. —Se enjugó la frente con la mano—. Ni siquiera llegué a la mitad de la verdad. No olvides que, en el mundo que creé, también había un Boyd Sheridan que había construido la primera sonda hiperlumínica, un Christopher Lemant que la había piloteado, que había quedado atrapado en el tiempo durante la retransferencia y que también había necesitado crear su propio mundo. ¿Entiendes a lo que apunto?

Yo estaba mareado y apenas era capaz de llevar su argumentación hasta su conclusión lógica.

—Los mundos comprendidos dentro de la estructura jerárquica que te mencioné son muchos —explicó—. Y este mundo, este sitio… —hizo un gesto de resignación que abarcaba todo—. Este mundo podría ser uno de ellos, y eso nos convierte a ti y a mí en las dos personas más importantes de la existencia. Nos convierte en dioses que sufren la misma maldición.

—¿Qué quieres decir?

—¿Aún no lo entiendes? Esta jerarquía de mundos está destinada a perecer. Incluso nuestro mundo dejará de existir en algún momento. Inevitablemente. Pero si yo ofrezco lo mejor de mí y me aseguro de que tú construyas la Prometeo lo mejor que tu habilidad lo permita, postergaremos un poco el final. La Prometeo no se estrellará. Christopher Lemant no será repentinamente arrancado de su mundo subjetivo. Se despertará gradualmente. El mundo que forjó entrará lentamente en la realidad y, como una ilusión o un sueño, se dispersará cuando él despierte. ¿Qué otra cosa podemos hacer por su mundo, salvo garantizar que su ruina sea compasiva y delicada?

Con esta última observación, finalmente agotó mis ganas de levantarle el ánimo. No protestó cuando yo, impasible y conmocionado, me levanté y lo dejé en las barracas. Quizás supuso que nunca me vería de nuevo, que pasaría el resto de su vida en ese campamento. No quiero pensar en eso.

 

 

* * *

 

 

Una semana después, la música, el alcohol y la gente me arrastraron otra vez al mundo real que me había parecido tan precario unos días antes. Nuestra fiesta en la playa fue un poco más turbulenta de lo que habíamos planeado porque cientos de equipos de prensa descendieron sobre nosotros para asegurarse una entrevista con «el Einstein del siglo 21» (de verdad me llamaban así). Mis guardaespaldas se pusieron nerviosos y sacudieron a algunos fotógrafos. Tuve mi merecido cuando mi aparente arrogancia ocupó más tiempo en los informes de prensa de holoTV del día siguiente que el lanzamiento de la Prometeo. El escándalo contribuyó a que la mayoría de los televidentes se percataran del fracaso de la misión más tarde.

En las primeras horas de la mañana, cuando la fiesta se había aquietado, estaba sentado en la playa con Anthea y algunos compañeros de copas particularmente resistentes para ver el lanzamiento. Miré el cielo fantásticamente claro, donde centelleaban las baterías solares, cuerpos celestes artificiales que giraban alrededor de la Tierra entre estrellas y planetas. Cuando vimos una luz azulina y la gente aplaudió a mi alrededor, supe que algo andaba mal. El conjunto de impulsores de la Prometeo estaba calibrado para que la retransferencia comenzara cuatro segundos antes del lanzamiento, de modo que tendrían que haber surcado el cielo dos distorsiones, como lupas gigantescas apuntadas a las constelaciones, una un poco antes que la otra. La aparición de una sola significaba que Christopher y la Prometeo no regresarían como estaba planeado.

En una conferencia de prensa oficial, a la mañana siguiente, leí la explicación que había preparado unos días antes, hablé del trágico accidente y renuncié a todos mis cargos con efecto inmediato. Una cantidad de revistas científicas especularon sobre la relación entre el accidente y la anomalía de Ceres de 2030, pero me las arreglé para confundirlos esparciendo rumores entre mi equipo de desarrollo. La lección definitiva que aprendí de la misión fue que siempre había sido un principiante en la física trans-c. El diseño de la Prometeo albergaba secretos que nunca pude resolver. No logré eliminar la falla de construcción de la sonda que Christopher había comentado tan a menudo. Sucedió exactamente lo contrario: la causa fui yo.

¿Cómo lo había explicado Christopher? Dos dioses que sufrían la misma maldición. ¿Existirá un dios que se haya echado la culpa tanto como yo?

Este año, Anthea y yo estamos de regreso en la isla venezolana. La hemos llamado «Isla de Christopher». Hoy soy un famoso Don Nadie y lo disfruto. Como Anthea sabe que la carrera entre Christopher y yo ha llegado a su fin, nos hemos vuelto más íntimos. A veces aparece una chispa de nuestra vieja locura cuando retozamos en la playa y hacemos el amor en las dunas. No niego que quizás, algún día, tendremos una relación matrimonial normal.

Ayer me dormí en la playa y soñé que era Christopher, arrancado repentinamente de su mundo privado por el accidente de la Prometeo. Cuando desperté sobresaltado y miré las olas, por un momento no estuve seguro de si era Boyd o sólo una imagen que se evaporaba en la conciencia de Christopher.

Como los jóvenes no pueden imaginar que su existencia es sólo temporaria, la humanidad en su conjunto sigue adelante con la suposición ingenua y tácita de que el mundo continuará existiendo para siempre. Nunca consideramos que algo puede barrernos de un plumazo de un momento al otro. Sin embargo, podría ocurrir en cualquier momento.

Quizás, los últimos días de la eternidad ya han llegado.

 

Título original: The last days of eternity © 2005, Michael K. Iwoleit
Traducción: Claudia De Bella © 2013.

 

 

Michael K. Iwoleit nació en Düsseldorf, Alemania, en 1962 y en la actualidad vive en Wuppertal. Completó su formación como asistente técnico biológico en 1982. Más tarde estudió filosofía, sociología y filología alemana durante varios semestres y trabajó como asistente técnico en la Universidad Heinrich Heine de Düsseldorf. Desde 1989 es escritor independiente, traductor, crítico y editor, sobre todo en el campo de la ciencia ficción y literatura fantástica.

En el campo de la ciencia ficción es más conocido por sus novelas cortas que han ganado el Deutsche Science Fiction Preis tres veces, y el Kurd Lasswitz Preis, dos. Junto con Horst Pukallus fue galardonado con el Preis Kurd Lasswitz 2000 por la traducción de Feersum Endjinn de Iain Banks. Ha publicado cuatro novelas y unos treinta cuentos en antologías y revistas, algunos de los cuales han sido traducidos al inglés, italiano, croata y polaco. Es co-fundador de la revista Nova de ciencia ficción alemana y co-fundador y editor de la revista internacional de ciencia ficción InterNova, hoy webzine. Ha traducido, entre otras, obras de Cory Doctorow, Sean Williams, Chris Moriarty y David Wingrove.


Este cuento se vincula temáticamente con EL ESTIGMA DE SUZDAL, de Tarik Carson; LOS MOTIVOS DE MEDUSA, de Gerardo H. Porcayo; y LOS FESTEJOS DEL FIN DEL MUNDO, de Pablo Dobrinin.


Axxón 238 – enero de 2013

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje espacial : Viaje en el tiempo : Alemania : Alemán).

Una Respuesta a “«Los últimos días de la eternidad», Michael K. Iwoleit”
  1. Ric dice:

    Excelente cuento. Redondito y jugoso. No conocía a este autor. Espero que Axxon pueda publicar más de él. Me gustó muchísimo.

  2.  
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