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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

1

Pocos lugares hay más tristes que una estación espacial de viajes. Tarde o temprano, llega el momento en que el observador descubre una cierta pesadumbre en esas filas de maletas anónimas que viajan solas por las cintas mecánicas, o en el murmullo monótono de los altavoces que dispersan anuncios sobre colonias remotas. En realidad, nadie puede huir de esa sensación abrumadora de despedida continua que proviene de las salas desde las que pueden verse las naves alejándose hacia otros mundos. En los numerosos tablones electrónicos aparecen y desaparecen los horarios de salidas y llegadas desde diversos puntos de la Galaxia, en un proceso inagotable:

Cráthes (Península Sur de Luna de Europa): 3 días: 8 horas: 34 minutos.

Augusta Flavia (Marte): 45 días: 23 horas: 08 minutos.

Singapur-Oeste (Tierra): 21 días: 12 horas: 06 minutos.

Todo se encuentra siempre bajo un perpetuo estado de mudanza, de cambio, de prisa por salir o por llegar. Junto a las cabinas de reposo, en las que descansan centenares de viajeros en estado de trance, se extienden muchos edificios de poca altura con funciones muy diversas: tiendas de empeño, consultorios y oficinas burocráticas para problemas con los pasaportes o las aduanas en los centros de destino. Por este paseo sintético, bordeado de flores artificiales, camina ahora una joven embarazada con una maleta en la mano. A veces se detiene en los escaparates, y con la mirada perdida se fija en algo que la distrae de sus meditaciones. De estatura media, con el pelo castaño corto a la moda del sur de Luna, se acaricia la barriga de ocho meses como si fuera su fetiche secreto. Lleva unos pantalones negros y una camisa marciana de color naranja ensanchada por la prominencia de su embarazo.

Una fachada roja absorbe toda su atención. Parece una oficina como las de subastas, pero sin ningún cartel que indique su actividad comercial ni el sentido mismo de su existencia en esa avenida populosa. Detrás de una cristalera sucia se vislumbran los reflejos pálidos de varias luces artificiales de color amarillento, así como un pedrusco rojo que resplandece desde una pared, incrustado en un escudo. La joven descubre una máscara tribal encima de una repisa, una réplica de un milenario reloj de cuco y un anacrónico escritorio vacío.

—Vaya —murmura, y se toca el anillo de su mano izquierda de forma inconsciente.

Aquí, en la estación, todo se anuncia o se describe, ya sean los viajes, las llegadas y sus horarios, los precios de la comida, o las fechas de las subastas para poder lograr algo de crédito en caso de apuros. Por eso la atrae ese curioso anonimato de la tienda, con su campanilla sobre el marco de la puerta verde, y esa vaga percepción de soledad que embarga su interior entre las sombras. Casi acostumbrada al infierno burocrático de los mostradores, de las oficinas de registro pobladas por funcionarios rapaces y sin escrúpulo, y en medio de una turba de comerciantes y turistas, el local parece invitarla con el encanto de su propio silencio.

Cuando la campana suena, un aire polvoriento se sacude de varios anaqueles antiguos, desplazando una fina nube de partículas por el entorno. Una vez cerrada la puerta, parece como si el ruido constante de personas y máquinas se hubiese amortiguado de golpe, encerrando al local en una dimensión desconocida. La joven da dos pasos, indecisa, con la intención de volverse de nuevo a la calle y seguir su periplo, pero una voz ronca la detiene en el vestíbulo.

—Pase, pase —y enseguida escucha una tos al fondo.

—Disculpe —dice la muchacha, alargando el cuello hacia el interior, donde por fin ve a un hombre de edad madura y medio calvo; se encuentra detrás de un mostrador de madera con una máquina registradora y varios dispositivos electrónicos bastante más modernos.

—¿Sí? —insiste el hombre, curioso.

—Yo… —balbucea la joven—. Creo que me he equivocado.

El comerciante le hace un gesto rápido con la mano para que se acerque. La joven mira a su alrededor, a los jarrones de falsa porcelana, a los huecos en los que se acumulan libros de papel y estatuas, a una puerta estrecha en un rincón, y a un hombrecillo rubio sentado en un sofá leyendo como si fuera parte del catálogo de objetos en venta. Por un segundo tiene la impresión de encontrarse de nuevo en casa, o al menos en una tienda de su pequeña ciudad nativa, pero esa engañosa certidumbre la inquieta en lugar de calmarla, como si estuviese segura de que un espacio así no debiera estar nunca colocado en una estación tan aséptica, tan fría.

—¿En qué puedo ayudarla? —dice al fin el hombre, entrelazando los dedos de sus manos sobre el mostrador. Al fijarse mejor en su estado, el anfitrión dibuja una mueca amable:

—¿Desea algo de recuerdo? Mire, tenemos todo tipo de cosas, venidas de todos los rincones de la Galaxia —y le señala a una urna redonda en la que flota una esquirla de cristales azules que resplandecen con un fulgor mágico.

—¿Esto… es una casa de empeños? —pregunta al fin, y deja la maleta a su lado. Por la cristalera se divisa gente que va de un lado para otro, atareada.

—Bueno —comenta el hombre, al que la luz diluida de una lámpara trasera destaca una calvicie mal disimulada por unos pocos mechones de pelo suelto—, la verdad es que no, esto solo es una tienda de antigüedades de varios mundos. Me llamo Gotem.

—Dira —dice la joven—. Encantada.

—Lo mismo digo, Dira. ¿Un viaje de placer?

Tras varios segundos confusa, la muchacha responde al fin:

—No.

Gotem arruga un poco su nariz carnosa.

—Disculpe la pregunta. A veces hablo demasiado y no me doy ni cuenta. Llevo aquí tanto tiempo que olvido las buenas maneras… en fin, soy un desastre.

—No se preocupe —le disculpa Dira, algo nerviosa—. No tiene… importancia.

Los ojos azules de Dira se humedecen mientras la boca se arquea hacia abajo en un rictus incómodo.

—Bueno —dice Gotem, rascándose la nuca—. ¿Y ve algo que le guste? Mire, tenemos vasijas de la colonia de Persac, lámparas estilo Titán, de todo. Hasta un casco labrado de la dinastía Otari. Por allí, ¿lo ve? Claro que entre usted y yo, no tengo la menor idea de qué dinastía es esa, pero a mi agente se lo vendieron así, y suena bien, ¿no le parece?

—No lo sé —responde Dira sin mirarle, y se seca un lagrimal húmedo con un nudillo—. Tengo… que irme, lo siento.

—¿Se encuentra bien?

La joven agacha la cabeza, tambaleándose un poco.

—Ay, ay —dice Gotem, y sale del mostrador rápidamente—. Siéntese aquí, por favor.

El comerciante coge una silla plateada de patas bajas y la coloca sobre una alfombra de colores chillones. Dira se sienta mansamente, colocando sus dos manos sobre la barriga.

—¿Está mareada? Un momento, solo un momento.

A continuación, Gotem se acerca a una vitrina en la pared en la que reposan numerosas botellas de diversas formas y tamaños; mientras busca el objeto oportuno, habla en voz alta, de espaldas a ella:

—Tengo agua de los manantiales de Sogu, ¿sabe? Recién extraída de las cuevas que hay debajo de este cascajo flotante, dentro del asteroide. Es lo mejor para los mareos, sin duda. Verá, espero que no se sorprenda, pero yo hace tiempo vine aquí porque había oído hablar de los cruceros de larga distancia. Como lo oye. Quería hacer un estudio sobre…

Justo en ese instante se escucha una campana en la puerta.

—¡Vaya, hoy estamos de suerte! —dice con la botella y un vaso azul en la mano, pero en la silla ya no hay nadie.

—Se ha ido —le notifica el hombrecillo del sofá.

A Dira la maleta le pesa ahora una tonelada, y ni siquiera sabe adónde encaminarse. Todo le da vueltas, y un torrente amargo de emociones trepa por su garganta hasta aturdirla, ralentizando sus pasos. La avenida se alarga y se ensancha cada pocos segundos, y los rostros de los turistas y los funcionarios se transforman en semblantes grotescos, casi animales, figuras que le sonríen o la señalan. Nunca podré salir, se dice sudorosa. Apenas un momento más tarde, ve a su alrededor a un coro de seres indiferentes que la observan desde arriba mientras un hombre le habla sin pronunciar sonido alguno.

Al fin, tras un largo rato inmóvil, despierta sobre una especie de cama blanda, en una habitación espaciosa con vistas a las estrellas. Se endereza como puede, llevándose una mano a la frente.

—¿Qué… qué ha pasado? —susurra.

—¿Está usted bien? —le pregunta un hombre maduro sentado en una silla. Pronto reconoce al individuo de la tienda.

—Uff —resopla Dira, y se agarra la tripa para comprobar que aún sigue con ella—. ¿Dónde estoy?

—Se desmayó —explica Gotem, con un trapo en una mano. Dira le mira de soslayo, avergonzada.

—Lo siento… de verdad. Tenía que irme.

—Lo gracioso es que ahora se creen que es usted mi mujer, ¿sabe? Los ganumas de las tiendas de al lado. Un médico local la asistió aquí, hace un rato, es un buen tipo… Espere, espere, descanse, por favor.

Dira vuelve a reclinar la cabeza sobre la almohada, sintiendo la humedad de su sudor en el cabello pegajoso.

—Yo…

—¿Necesita créditos para volver a su casa?

—N-no… —responde Dira y se fija en las facciones maduras de ese hombre de ojos negros y nariz gorda.

—Entonces —dice Gotem con cautela—. ¿Puedo preguntarle por qué no se marcha? ¿Ha visto algo que le gustara de este sitio?

—No lo sé —responde de nuevo con los ojos vidriosos y contiene una mueca de dolor. De pronto mira a su alrededor con expresión nerviosa:

—¿Y mi maleta? ¿Dónde…?

—Tranquila, está ahí, ¿la ve? —y Gotem le señala a un rincón del cuarto. Ya un poco más relajada, Dira contempla las estrellas.

—Son preciosas —comenta al fin, casi con un susurro.

—Bueno, no tanto, al menos en mi opinión. De cerca dan demasiado calor, se lo aseguro.

Dira no puede evitar sonreír un poco mientras desvía sus ojos hacia Gotem.

—¿Vive aquí?

—¿Yo? —y Gotem se rasca la nuca en un gesto con el que parece buscar una expresión más adecuada a sus ideas—. Verá, le estaba comentando antes, cuando decidió irse sin decir adiós…

—Lo siento, de verdad —responde con voz plañidera.

Gotem sonríe alegre.

—Es broma, mujer, no se apure. En realidad, ahora mismo llevo este negocio. El edificio entero pertenece a un hombre que vive en Astromus, un planetoide con una base científica, muy lejos de aquí. Es mi socio, y a veces viene de visita, pero no mucho. ¿Se encuentra ya mejor?

—Sí, muchas gracias —responde Dira, y resopla.

—Me alegro —dice con una ceja más levantada que la otra—. ¿Puede decirme dónde está su casa?

—Ya no lo sé —responde seria—. Antes creía saberlo… pero ya no.

—Venga, arriba ese ánimo. ¿Qué me diría si le dijese que llevo casi quince años sin salir de esta estación?

—¿Quince años? —pregunta Dira, incrédula.

—Ya sé lo que está pensando. Que estoy como una cabra, ¿a que sí? Y no se equivoca, esa es la verdad.

—Yo no he dicho eso —se defiende Dira con una breve risa juvenil.

Gotem hace una pausa mientras se reclina sobre su silla. Luego, mientras se rasca la nuca, comienza a hablar despacio:

—Quince años aquí es como treinta en cualquier mundo, se lo aseguro. Cuando la vi entrar con la maleta me recordó usted a mí, hace tiempo.

—¿De verdad? —masculla Dira y se endereza en la cama como puede mientras flexiona las piernas todo lo que le permite su barriga.

—Como se lo digo —asiente Gotem con una expresión amable—. ¿Sabe? Tengo que confesarle una cosa. Al principio pensé que era una de ellos.

—¿A qué se refiere?

—A la gente que viene por aquí —revela Gotem, y observa con aire nervioso a la joven—, y no hablo de la clientela, está claro. Esos no cuentan.

—¿Hay más mujeres embarazadas que vengan a visitarle? —dice Dira dibujando una sonrisa triste.

—Pues de momento es usted la única. No, yo me refiero a los que vienen a vernos y no saben el motivo, ¿me sigue? Son como las polillas con la luz, si me permite la comparación. Un día se despiertan, abandonan sus casas, sus mundos y vienen a las estaciones en busca de noticias. Ninguno sabe cómo encontrarlo, pero pueden pasarse hasta meses buscando la forma de conseguirlo.

—¿Encontrar? ¿Encontrar el qué?

—A Orilán —dice Gotem y la sonrisa se esfuma de su boca, desviando la mirada hacia el espacio.

—¿Orilán? ¿Es un hombre?

—No, es un planeta —revela Gotem.

—Pero quieren ir a su mundo, ¿no? —deduce Dira.

—Es un poco más extraño que eso, Dira. Ni siquiera lo conocen.

—Usted… es de allí —concluye Dira en una afirmación que pretendía ser una pregunta.

—No, no. Yo soy de la vieja Tierra. Ni tampoco ellos son de allí todavía, pero quieren serlo, se lo aseguro. Sí, no me mire así. Parece una locura, lo sé, pero pasa desde hace siglos.

—No le entiendo.

—Ese es uno de los enigmas, Dira. ¿Puede levantarse?

—Creo que sí —y se levanta despacio ayudada del brazo por Gotem.

—Acompáñeme, por favor —le dice este, y la conduce fuera del cuarto, hasta una sala grande con algunos muebles robustos en la que hay una mujer anciana sentada en una butaca, y un niño tirado en el suelo pintarrajeando un papel con lápices de colores.

—Merlilen, esta chica se llama Dira. Está aquí de paso.

—Hola, Dira —dice la anciana, entornando los ojillos.

Gotem la mantiene por el brazo para que no se tropiece, y al pasar junto al niño, que no hace el menor gesto para mirarles, añade:

—Este chico no sé cómo se llama, la verdad. Es el hijo de un matrimonio que espera en las salas de horarios, como los otros.

—¿Y qué hacen aquí? —pregunta Dira. Gotem se encoge un poco de hombros.

—Mercel, mi socio… bueno, digamos que yo les doy una dirección por si quieren reunirse con otros como ellos. En el puerto hay varias naves que los llevan a Astromus. Mi socio dice que han llegado ya bastantes, ¿sabe? Dice que gracias a su equipo estudian mejor lo que ha podido ocurrir con Orilán. Forman una sociedad pequeña pero útil, en una ciudad mediana, ahora mismo no me acuerdo del nombre. Eso es parte de nuestro pacto: yo llevo la tienda y a cambio le mando gente que quiera unirse a su grupo.


Ilustración: Pedro Belushi

Dira queda absorta con varios cuadros en la pared que describen un mundo azul con una franja que divide un hemisferio oscuro. Todas las pinturas representan el mismo planeta.

—Los pintó la hija de mi socio —aclara Gotem—. Nada de hologramas y esas cosas. Como se pintaba hace siglos. Dice que la visión le llegó en un sueño. No sabe ni cómo pasó, pero está segura de que esa es su forma, y el color de la atmósfera. Es una visionaria, ¿se da cuenta?

—Orilán —murmura Dira, y se para frente a un óleo grande en el que el mundo está dibujado con más detalles, una tierra alargada rodeada por mares desconocidos, siempre con la franja de oscuridad que separa una cara de la otra.

—Los que vienen por aquí miran estas pinturas, hasta que se convencen de que así lo sueñan ellos también. Yo no sé dibujar nada, ni un garabato. Ya le he dicho que soy un desastre.

Abandonan la sala por una puerta que pronto les lleva hasta el salón de la tienda, donde el hombrecillo de antes limpia una máquina antigua con un trapo húmedo. Es un individuo de piel blanca y rasgos suaves con la frente algo abombada.

—Una parejita ha comprado el reloj de pared —anuncia con voz apática, levantando sus ojos saltones para volverlos a sumergir en la reliquia.

—Me alegro —responde Gotem—. Vamos a salir un momento, Bituf.

—Claro, no hay problema.

2

Salen a la avenida de tiendas y oficinas, y el marasmo cotidiano vuelve a aturdir a Dira como una oleada de formas y sonidos caóticos.

—Por favor, Dira, confíe en mí —dice Gotem, que la coge con suavidad del brazo.

—Mi maleta —masculla.

—No se preocupe por eso. Los huéspedes van y vienen, pero en esa habitación no entra nadie, eso seguro. Es mi cuarto y está sellado con un código. Además, nadie puede entrar sin que lo vea Bituf, mi ayudante.

—Usted les da cobijo. A esa gente.

—Bueno, no se crea, tampoco soy un samaritano, ¿sabe? Cobro seis créditos por habitación. Los que buscan a ciegas ese mundo no saben ni su nombre. Si se lo pronuncias te dicen enseguida que es ese, justo, el que buscaban. Lo peor es cuando se obsesionan, cuando se quedan por aquí, en la estación, o no se fían de mi socio en Astromus. Si le digo la verdad, tengo un buen olfato para reconocer orilenses reales: así llamo yo a los que sueñan con el planeta, pero el nombre es lo de menos, vaya. A los falsos o los curiosos, los echo sin contemplaciones. Muchos están seguros de que algún día llegará una nave que les lleve a Orilán… Lleva un anillo muy bonito.

Dira levanta melancólica su mano izquierda para mostrarle una alianza de plata terrestre con una piedra grisácea y redonda engarzada. Gotem sostiene su mano un instante para luego mirarla.

—¿Sabe usted qué piedra es esta?

—N-no, no lo sé. No la compré yo… y no me lo dijo.

—Vaya, disculpe de nuevo, no pretendía… —se excusa, sin dejar de observar la gema, que ahora parece emitir un brillo licuado en medio de una enorme sala de venta de pasajes—. Soy coleccionista, y a veces me fijo un poco…

Al pasar junto a un café cubierto de neones fosforescentes, una joven pequeña y morena se les queda mirando con una sonrisa:

—¡Eh, Got! ¿Tu nueva novia?

—Pero ¿qué le has hecho a esa chiquilla, bribón? —grita un hombre gordo con una roncha en el cuello—. ¡No se te puede dejar solo!

—¡Ya era hora, muchacho! —suena otra voz a lo lejos.

—Ni caso —le murmura Gotem a Dira, sin mirarla a la cara.

Al poco rato recorren los hangares principales, donde las sinuosas colas de viajeros se agolpan tratando de concentrarse sobre los mostradores de azafatas y los kioscos de información. Atado por una cadena a un poste, un perro solitario otea los alrededores buscando a su dueño; dos jóvenes se abrazan desconsolados junto a una cabina de estampas sensoriales. Definitivamente hay algo triste en este sitio, se dice la joven, que de pronto se suelta de Gotem para observar a un muchacho delgado que les mira desde un puesto ambulante de comida sintética: en sus ojos se dibuja un brillo de hostilidad indefinible.

—Es uno de esos, sí. Un orilense —le explica Gotem—. Vino a mí hace unos días. Cuando le conté lo que sabemos se enfadó conmigo, todavía no sé por qué. Creo que quiere volver a su Marte natal. De todos modos, no le di la dirección de Astromus, donde está mi amigo. No me gustan los violentos.

—Gotem —dice Dira tras unos segundos—. Ha dicho que esos… orilenses vienen aquí y no saben por qué.

—Bueno, el problema es otro, Dira. Son muy pocos los que vienen de vez en cuando, apenas cinco o seis cada mes estándar, ¿sabe? El problema está en Orilán, desde el principio.

—No le entiendo.

—Yo lo llamo planeta sombra —dice al fin Gotem, y desvía sus ojos oscuros hacia el espacio que se vislumbra en las cristaleras gigantes del puerto mayor—. Mi socio lleva mucho buscando su posición exacta, casi media vida, según dice. Si le digo lo que pienso, creo que quiere formar una sociedad que influya en Astromus, sobre todo para que se muevan fondos de créditos y se busque el mundo con más fuerza. Yo lo dudo, sinceramente. Quizá Orilán es como un espejismo, ¿por qué no? Por alguna razón que no conocemos, mantiene una influencia sobre algunos elegidos.

—Pero… —masculla Dira—. Eso es imposible.

—Una estrella extinguida lleva su luz a nosotros aunque se haya apagado hace miles de años. Pues lo mismo puede pasarle a Orilán, ¿quién sabe?

Caminando, llegan hasta las cristaleras que dan a los hangares externos, donde flotan las naves de remolque. Una farola solitaria produce un monólogo de destellos ocasionales, destacando las sombras de una extraña flor mutante que crece en una esquina. —Verá —prosigue Gotem—, en el fondo son una minoría. ¿Qué son unos cuantos centenares entre millones de pasajeros de cada año estándar, eh? Pues nada, como que no existen. En cada estación se repite esto, seguro. De golpe se despiertan, lo dejan todo, y se van a una estación a buscar el vuelo que los lleve a Orilán. No saben ni cómo se llama, pero lo hacen casi por instinto, como los sonámbulos. Luego vienen a la tienda, muchos, no todos, y allí conocen el nombre. Los que de verdad lo desean, se marchan en las naves que les digo y se van con Mercel y su grupo. Suena absurdo, pero ocurre. Por supuesto, esto no interesa a nadie.

—Pero… eso no tiene sentido —protesta Dira débilmente, y sus ojos se iluminan al excitarse con la historia—. Un planeta no puede atraer así, desde esas distancias. Y si… si ya desapareció, peor aún.

Gotem mira a Dira como si le estuviera contando un gran secreto.

—Bueno, quizá el planeta se fragmentó, los pedazos salieron por el espacio, y no sé… en algún momento llegaron a nuestra Galaxia, y luego a nuestro sistema. Imagínelo, ¿quién sabe? Es solo una hipótesis.

—¿Quiénes son ellos? —dice Dira y se gira buscando con la mirada a uno cualquiera entre los pasajeros—. Esos orilenses.

—Gente como usted o como yo, nada más, ya se lo he dicho. Toman una nave, llegan hasta aquí, y deambulan sin saber lo que están buscando. Al menos mi socio acoge a los que puede a cambio de trabajo en su comuna. En Astromus la vida es más dura, y mi amigo necesita tiempo y colaboración. Dice que esos radares… bueno, que le ayudarán a descubrir dónde está.

—Pero entonces…

—Escuche —la interrumpe Gotem con gesto tierno, y se acerca al cristal de separación con los muelles flotantes—. Puede que Orilán ya no exista siquiera, quiero decir ahora mismo. Pero algo de su influencia, algo, se mantiene, como una radiación. A Mercel le hace gracia mi teoría, dice que soy un metafísico. ¿De verdad que ya se encuentra bien, Dira?

—Mucho mejor —dice la joven, y se acaricia instintivamente su barriga—. Gracias, Gotem, por todo. Creo que ya podemos tutearnos, ¿no?

—Pues yo creo que sí —sonríe Gotem, nervioso, y pestañea un poco.

Pasean por un corredor hasta una sala mugrienta en la que se apiñan mendigos y viajeros humildes, tumbados en sillas de plástico o en los rincones, entre cacerolas y hamacas.

—Algunos de estos son orilenses, aunque no lo sepan —comenta de pasada—. Dentro de una semana como mucho, alguien les dirá que hay un sitio donde se les acoge un rato, donde se les da información, o donde pueden compartir experiencias; lo que sea. Siempre la misma historia.

Dira mira a las estrellas y busca en su imaginación un lugar en el que exista Orilán. Pero eso solo la deja abstraída durante varios segundos, como si el espacio acabara transformándose en un laberinto eterno, sin fin ni principio.

—¿Volvemos? —pregunta Gotem con voz suave.

—Sí, por favor.

Al regresar a la tienda, Dira se disculpa para ausentarse un momento.

—Eso no hace falta ni decirlo —aclara Gotem—. El baño está en la puerta de la derecha, Dira. El código de mi habitación es 1, 2, A. Por si quieres coger algo del equipaje.

Pocos minutos después, Gotem observa en su sala de objetos pintorescos la urna en la que flota la roca azul, que ahora se ha oscurecido al acercarse un poco sobre ella; mientras, el hombrecillo le mira de reojo desde el sofá con un libro entre las manos.

—¿Se lo has dicho? —le pregunta.

—No, todavía no. ¿Se fueron ya los otros?

—Sí, en el vuelo del Calixto de hace media hora. Me da la espina de que ni se lo huele.

—No lo creo —dice Gotem con aire meditabundo—, tiene los mismos síntomas, claro. Solo que está un poco confusa, nada más.

Durante una larga pausa ninguno dice nada. Bituf deja el libro que ojeaba sobre una réplica de cojín terrestre.

—¿Y qué vas a hacer con ella? Supongo que mandarla con Mercel, ¿no?

Gotem se rasca la nuca, azorado.

—Bueno, ella es un poco distinta, ¿sabes? No me importa si quiere quedarse una temporada con nosotros, la verdad. Necesita tiempo para pensar… y no parece que quiera volver a su casa. Hay cuartos de sobra, y Mercel no vuelve hasta dentro de doce semanas por lo menos. O eso me dijo.

—Ya, ya —dice el hombrecillo con una sonrisa, y se levanta del sofá.

—Sé lo que estás pensando y no es eso. No sigas por ahí, te lo advierto. ¿Por qué estáis todos siempre con lo mismo?

—Yo no he dicho nada, Got. Tú sabrás lo que haces.

Un rato después, Gotem mira por las cristaleras de la calle, observando a la gente. Lleva las manos a la espalda y una ceja más levantada que la otra. ¿Debe llevarla con Mercel y los otros? Casi nadie dura demasiado tiempo a solas en la estación, excepto los parias, los que viven en las bodegas internas, los que cantan las leyendas del planeta fantasma y anónimo. Mira hacia la puerta que le separa de las habitaciones, y piensa en su huésped, en la causa de tenerla en casa. Es una orilense, está seguro.

—No seas idiota, Gotem —murmura al fin. Entonces, como cada vez que libra un conflicto consigo mismo, nota un dolor agudo en su cerebro, una de esas terribles neuralgias que a veces le aturden durante sus descansos o en ciertos momentos imprevisibles. Aprieta los puños y cierra los párpados con fuerza. No, ahora no, se dice, y se apoya sobre el marco interior de la ventana con el cuello hundido entre los hombros.

Poco a poco distingue una esfera solitaria en medio de las tinieblas. Bajo la atmósfera, sobre capas de gases turbios, ve mejor las culebrillas de luces aterradoras que cruzan el aire de una nube a otra como viejos espectros demenciales. Así, desciende en caída libre a las regiones sólidas de los archipiélagos de ónice, a las montañas rojas, y al mar divisorio, que casi en la mitad de sus aguas permanece para siempre aislado por las sombras de la cara oculta, la que nunca da al misterioso sol que le dio vida: justo en ese océano desconocido, en cuyos fondos se esparcen las llanuras de rocas de tantos esqueletos fósiles, surgen en masa los orilanes, criaturas inmensas y milenarias que ahora salen a las orillas de sus costas y miran a las estrellas con grandes ojos negros. Les llaman, en silencio, invocan a los viajeros del futuro a encontrarles.

Ori-lánnnnnnn, mugen en grupo, en un canto que se eleva al cielo como la promesa de un encuentro imposible.

Al cabo de unos minutos abre los ojos y se endereza con lentitud, casi le falta aire, pero lo recupera inspirando hondamente por la boca. Ya pasó, piensa y se palpa la coronilla, que aún le late un poco. Como si no pasara nada en absoluto, Gotem regresa al mostrador de madera.

—Bueno, Got, pues voy a dejarte —dice Bituf, y se abotona su abrigo oscuro—. Es mejor que os deje un poco de intimidad.

Gotem frunce el ceño.

—¿Vas a ser siempre igual de pelmazo?

—No siempre, amigo, no siempre —y le da unas palmaditas en el hombro—. Nos vemos el Intervalo que viene.

—Aquí estaré, ya lo sabes. Gracias, Bituf —y Gotem se coloca detrás de su mostrador con una sensación extraña que recorre sus manos. Al girarse para ordenar algunos objetos de las vitrinas vuelve a oír la campana.

3

De espaldas a la puerta del negocio, Bituf introduce sus manos en los bolsillos con aplomo. Luego, mientras mira a un lado y a otro de la calle, chasquea la lengua con sus dientes en señal de molestia. Al fin, se pierde entre la muchedumbre de la avenida, por entre los comercios y las oficinas burocráticas. Sobre su cabeza distingue, como de costumbre, la estela de varias naves que se alejan en la distancia, pero no parece prestarles más atención que si hubiera descubierto algunas moscas en la tienda de Gotem. Al cabo de un rato, baja por las oscuras escaleras de una galería de transportes, y luego en un ascensor que le lleva despacio a la planta Menos Siete, donde hace una llamada desde una cabina de pared. Mientras espera, se sienta en un banco de acero junto a otros individuos. Recoge un periódico local, Encrucijada, y lee distraído algunas noticias y rumores. Un cuarto de hora después, una voz le hace subir la mirada:

—¿Señor?

Es un muchacho muy joven, casi un adolescente con granos en la barbilla, enfundado en un uniforme azul de mozo. Bituf dobla el periódico metódicamente y lo deja sobre el asiento. A continuación, se sienta en la parte trasera de un cochecito pilotado por el muchacho, y se interna por los túneles profundos. El adolescente le cuenta algo sobre una obra en las plantas menores, pero el hombrecillo no lo escucha. Cuando concluye su viaje introduce su tarjeta crediticia en la ranura del vehículo.

—¡Gracias, señor! —se despide el muchacho.

El resto de su viaje lo completa caminando hasta llegar a un edificio sin ventanas en una sala enorme y sobre cuya fachada sobresale un signo grabado en oro puro. Una pareja de policías muy altos lo detiene en la entrada y le pide su documento acreditativo. —Adelante, caballero —dice al fin uno.

En el enorme vestíbulo divisa a un funcionario de uniforme gris que atiende a varias personas con maletines oscuros. Bituf pulsa un botón en la pared que se ilumina enseguida; unos segundos más tarde se abre una compuerta que descubre el espacio de un gran ascensor con varios individuos silenciosos de ojos tristes y facciones lánguidas. Durante el trayecto hacia abajo, nadie dice nada en absoluto, salvo algún que otro murmullo incomprensible.

—Bienvenido —le saluda una azafata pelirroja al salir a la gran cámara luminosa, y a lo lejos se oye una música suave, relajante. Bituf mira a las bóvedas superiores y apenas tiene conciencia de encontrarse en el interior del asteroide, una zona solo reservada a ciertas empresas y organizaciones. Después de saludar fríamente a algunos hombres y mujeres que se cruzan con él a su paso, se adentra en una sala espaciosa a través de una puerta automática de acero: es una galería coronada por varias lámparas flotantes que alumbran a decenas de funcionarios y a sus mesas de estudio cuajadas de máquinas e informes; a su alrededor, nota una fragancia dulce aunque algo empalagosa para su gusto. Casi apático, Bituf recorre la galería observando las estatuas de los fundadores que abundan entre ciertas plantas exóticas y pequeñas fuentes de dos niveles sobre las que caen cortinas mansas de agua tibia.

Al fondo, un anciano de pelo platino y nariz ganchuda se le acerca junto a una secretaria joven y muy alta, de rasgos orientales. El hombre lleva un adusto traje negro con una srima azul, una especie de corbata marciana con triple nudo, y se apoya en un bastón en cuyo pomo sobresale una esfera de bronce.

—¿Alguna novedad? —le pregunta. Bituf desvía la mirada a la secretaria, que lo observa como si fuera un objeto inerte.

—Ninguna, señor. Llegó una muchacha, pero no sabe de dónde viene. ¿Podría hablar con el Regente, por favor?

—¿Hoy? —dice el viejo, enarcando las cejas—. Hoy imposible, está de viaje. ¿Tiene algo de interés que notificar? Puedo decírmelo a mí, sin problemas.

—No tiene importancia —se excusa Bituf y vuelve a meterse las manos en los bolsillos.

—Hablemos —dice el viejo, y se gira con lentitud sobre sus pasos.

Caminando despacio por las baldosas de granito artificial, Bituf escucha algunos comentarios del anciano sobre el estado de ciertos suministros y sobre los cargueros que llevan el androcylus en sus bodegas. Luego, atraviesan una puerta de dos hojas y llegan hasta un salón con decenas de individuos que estudian datos en las pantallas de unas máquinas de gran tamaño, de las que brotan hologramas luminosos y fantasmales.

—Todo bien arriba, entonces —dice, al fin, el viejo. La secretaria camina casi detrás de él golpeando el suelo con sus tacones.

—Sí, señor.

—Hábleme de esa mujer, la que ha venido hoy.

—Bueno —comienza, algo azorado—. Es como todos. Gotem la está estudiando, por si puede ir a Astromus y servir en algo útil. Pero está embarazada.

—¡Vaya! Interesante —observa el viejo, y lo mira de reojo, con curiosidad—. ¿Y de cuántos meses?

—Pues… no lo sé, señor. No estoy seguro.

—Eso puede significar muchas cosas, hijo. Muchas. Puede que venga de algún planeta donde le hayan inoculado el suero. O que sea de nuestras reservas, alguna desertora. A veces afecta a las embarazadas, no sería el primer caso.

—Pero Got, eh, Gotem…

—¿Sí, Bituf?

—Creo… no sé. Se le ve un poco cansado, señor. Creo que lleva demasiado tiempo en la tienda. No deja de hablar de su teoría sobre Orilán, y además se la cuenta a casi todos los que vienen.

—Bah, es inofensivo, muchacho, y usted lo sabe. Y, por lo que sabemos, cumple muy bien su papel, ¿o no? Sin saberlo, ha detectado a varios espías de OPTIMUS. Suena irónico, pero es así.

—Sé que hace bien su trabajo, señor. Doy fe de de ello. Solo digo que…

—¿Sugiere que debemos preocuparnos por él? —y el anciano se detiene para mirarle con sus acuosos ojos verdes—. ¿O quizá por usted?

—¿Por mí, señor? —y Bituf enarbola una mueca de sorpresa.

—Claro, claro, por usted. También usted lleva mucho como inspector de ese punto. Puede que su amistad con el sujeto le impida ver las cosas claramente.

—Con todos los respetos, señor…

—Ese Gotem —dice el viejo y mira al techo como si alguien estuviera suspendido en el aire—. Laska, algo de información, por favor.

La secretaria saca una pequeña lámina electrónica que pulsa varias veces. Luego habla con una voz fina y algo monótona:

—Según nuestro informe nació en Nueva Nápoles. A su madre le inyectaron un suero más primitivo que el de ahora.

El anciano sacude la mano libre y sonríe con el ceño fruncido.

—Lo recuerdo, lo recuerdo. A los de esa generación les dio por varios problemas y síndromes, ¿se lo he contado ya, Bituf?

—Alguna vez, señor.

—Alguna vez —masculla el viejo, algo molesto por la respuesta, pero enseguida continúa, ignorando el comentario—. Tenían visiones más claras al inducirles el mismo complejo, pero se volvieron inestables. La mayoría, claro. Gotem no, Gotem es perfecto para lo que nos importa. Digamos que entiende mejor que nadie a los que vienen y los manda donde hacen falta. Usted y yo, por ejemplo, no podríamos hacerlo bien nunca. Nos sobra distancia con los afectados. Nos delataríamos enseguida.

—Tiene usted razón —admite Bituf, sumiso.

—Claro que la tengo —sonríe el viejo—. Cuando yo era niño viví varios años en otra estación. Mi padre era ingeniero, y trabajaba para la empresa. Era un gran hombre. Pero demasiado temerario, muy impulsivo. Se inyectó él mismo la dosis, y eso lo perdió, al final.

El viejo lo lleva hasta un corredor con varias puertas rojas de dos hojas cada una. Sin detenerse, abre una de ellas, y se adentran en una sala alargada con numerosos pupitres en los que unos niños atienden a una profesora alta y morena que usa plataformas y que viste un adusto traje negro; sus rasgos huesudos adquieren el aspecto de un pájaro exótico gracias al moño tirante que luce sobre su nuca. Sobre una pantalla holográfica se representa un mapa con montañas y valles, y un mar que lo ocupa casi todo. En la parte inferior destacan un nombre y varios códigos.

—Saludos, profesora.

—Saludos, señor —dice la mujer, algo excitada, y enseguida mira a su clase con gesto severo—. ¡Niños, levantaos! Saludar al profesor.

Los niños se levantan a la vez con un ruidoso estrépito de sillas y emiten un saludo casi inarticulado. Sobre los pupitres hay un conjunto de dibujos y apuntes, además de una pequeña pantalla redonda con el mismo mapa que se proyecta detrás de la profesora; enseguida, el viejo señala a su secretaria.

—Laska, trae un dibujo de esos, por favor.

La muchacha recoge un papel de la mesa de una niña rubia que los mira con ojos diluidos.

—¿Ha visto, Bituf? —y le muestra el dibujo de unas tierras extrañas con ríos y lagos—. Las nuevas generaciones mejoran. A estos chicos no hace falta rescatarlos, ni educarlos, porque ya lo están.

—Ya lo veo, señor.

—Gracias, Laska —dice el anciano, que vuelve a entregarle el papel a la secretaria. Luego se dirige a la profesora—. Saludos, profesora.

—Saludos, señor.

Al salir de la clase, Bituf parece más taciturno que de costumbre, pero al fin pregunta lo que tiene en la cabeza:

—¿Son de algún nuevo programa, señor?

—¿Esos críos? —y el anciano arquea hacia abajo su boca, formando arrugas grises en torno a su barbilla—. No, son los hijos de los monitores, de los pilotos, de algunos funcionarios de la Corporación, todos impregnados, claro.

Ahora se desplazan despacio por la sala de máquinas holográficas mientras Bituf siente la tensión de un poder inefable en la figura de ese viejo de cabellos grises, en la forma en que se agarra al pomo de su bastón de ébano.

—Escuche, Bituf. Yo le entiendo, de verdad. Para ustedes, los inspectores, no es fácil, lo sé. Pero no se implique demasiado. Gotem es uno de los mejores aquí, y las cosas son como son. Hay una oficina crediticia, en la calle Foltac, donde tenemos otro agente que recluta a los náufragos, como yo les llamo. Y también allí tenemos a un inspector como usted, aunque no lo conozca. Es un proceso complejo que requiere organización. ¿Sabe el presupuesto que le cuesta a la Corporación mantener estas delegaciones, hijo? Aquí depuramos y rastreamos lo que nos interesa.

Bituf piensa ahora en los descartados, en esas masas de perdidos que deambulan de una estación a otra, o enloquecen y se meten como polizontes en grandes cargueros de largas distancias.

—Tarde o temprano —prosigue el viejo— uno se hace siempre las mismas preguntas, ¿verdad? ¿Para qué? ¿Por qué hago esto o lo otro? Es inevitable. Mire, hace más de tres siglos que encontraron nuestra substancia en el asteroide de Montus Morut. Supongo que lo habrá leído en su instrucción.

—Hace tiempo, señor —concede Bituf.

—En el 225, Arten opina que el parásito reproduce las visiones cuando se estimulan de forma adecuada. Pero es solo una hipótesis, claro. Todavía nos queda mucho por descubrir sobre su naturaleza, las imágenes comunes entre unos y otros. Se está invirtiendo mucho dinero en esto, se lo repito. Pero se espera ganar mucho más, a la larga.

—ARMEDIA es la más grande en el espacio —añade Bituf, como si aún fuera un niño que recita en clase una lección muy valiosa.

—Eso sin duda. Perdió la Quinta Guerra Capital, pero fue la más rápida fuera de la atmósfera terrestre. Nuestros fundadores comprendieron lo que aportaba el androcylus. Por eso conquistamos el meta-espacio.

Bituf recuerda lo que ha estudiado. La Corporación compró el androcylus a cierto gobierno de palurdos lunarios, mucho antes de que él, o incluso ese vejestorio, naciesen. Con eso se acabaron los debates teológicos, las dudas existenciales; toda esa basura, piensa. Tomaron los casos de Luna y Virakia y estudiaron los efectos en los sujetos cobayos hasta que dieron con la forma de sacarles partido: así de fácil. No siempre se ha podido controlar y localizar a los hijos de los hijos, pero para eso tienen las estaciones: es el sitio perfecto donde recogerlos. En el fondo no sabe quién tuvo la primera visión del planeta, pero lo que importa es que se ha heredado de una generación a otra.

—Esos monstruos que dicen que ven —dice el anciano con una sonrisa amarilla de dientes diminutos—, y esos mares, no los creó ARMEDIA, de eso estoy seguro, digan lo que digan. Ellos añadieron los detalles, no nosotros. Y eso es lo misterioso, Bituf, ¿no le parece? El androcylus es un ser vivo que modifica nuestra materia, pero nos ayuda, siempre nos ha ayudado.

—El Efecto Clímades, señor —recita Bituf, y se reprende por ser tan servil con ese viejo soberbio.

—Exacto, ya nadie sabe cómo surgió la idea del mundo, pero apareció así, tal como suena. A mí lo que más me asombra es cómo acaban por reunirse entre ellos, aunque no se conozcan de antes, o uno sea de Marte y el otro de Eruki. Sospecho de algunos receptores genéticos del androcylus para formar comunas humanas, pero todavía no está demostrado. Hay delegaciones supremas donde se estudia el asunto a fondo, Bituf. Nosotros solo somos un departamento residual en una estación de segunda categoría, no podemos hacer mucho. Por eso lo mejor es seguir el proceso desde los embriones, en vía directa. Mire ahí.

Se detienen junto a una gran pared de cristal con vistas a unos hangares oscuros en los que reposa una nave mediana con un nombre escrito en su costado: Misionero 14.

—Tenemos ocho unidades iguales —y el anciano levanta el bastón para señalarla con aire de orgullo—. Salen por cavernas periféricas como esta, y encima sin tasas de viaje, ni gastos extras: gratis. ¿Sabe que ya hemos logrado construir otro puerto en Hilateye? Adivine con qué mano de obra se ha hecho. Toda esa gente, Bituf, tiene una especie de energía propia por encontrar Orilán, y esa energía es nuestro combustible, nunca se engañe. Solo tenemos que decirles lo importante que es descubrir ese mundo antes que nuestros enemigos. En lo que nos atañe, Orilán será la joya del universo, un nuevo paraíso escondido entre las estrellas. Nuestro objeto es reconducir, sistematizar, unificar, ¿recuerda los principios que le enseñaron?

—Lo sé, señor —responde Bituf, y siguen caminando por la sala.

—Por supuesto que lo sabe. Un inspector nunca debe olvidar estas cosas. Ni lo que han hecho otras corporaciones, cuando adulteraron el suero.

Bituf observa a la secretaria que camina junto a ellos: no recuerda haberla visto antes, pero tiene un aire melancólico que le recuerda a esa joven que se encuentra hoy con Gotem, la chica embarazada. ¿Será también ella otra hija o descendiente de orilanos artificiales?

—Mala cosa —prosigue el viejo sacudiendo la cabeza con lentitud—. Es algo que preocupa a ARMEDIA, y mucho. Supongo que conoce lo de PRIMA OPTIMUS. Cómo convirtió a los suyos en adoradores de una especie de agujero negro místico que llaman Marsila. Y no es la única corporación que usa esos métodos, usted lo sabe, pero la mayoría son drogas sintéticas que no tienen nada que ver con nuestro suero puro. Todo sea por seguir construyendo naves y expandiéndose más allá, ¿verdad? Desengáñese, Bituf: nada une más a las masas que la fuerza de una sola idea. No podemos dejar que nos quiten el terreno que hemos ganado en los últimos cien años. Orilán debe ser más real que Marsila o cualquier otra cosa que salga del suero cuando permuta. Y tengo una noticia para usted: van a construir una nueva ciudad, en el planeta Liro. Una ciudad financiera con controles militares de espionaje. Adivine su nombre.

—Entiendo, señor.

—Y ahora debo irme. Tómese unas horas de descanso y no le dé tantas vueltas al coco, que es malo.

El viejo se marcha con la joven y deja a Bituf solo en la sala. De nuevo piensa en Gotem y sus ilusiones perdidas, en esa vaga conciencia de estar representando una farsa para reclutar a oportunos siervos de la Corporación. Tras la tapadera de la tienda, Gotem ampara y cobija a los que puede, les da esa información que conoce gracias a Mercel y otros ingenieros superiores, gente que lo manipula en la sombra. Luego, con los más adecuados para cada caso, hace una sola llamada: cuando se les reconoce y se los registra a fondo, van a parar a Onatis, la nave nodriza corporativa; de ahí viajan a otros puertos, otros mundos, se los recluye en almacenes, se los instruye y forman parte de la mano de obra, como mercenarios o simples constructores.

No dejan de salir naves con ese cometido, pero pocos podrían imaginarlo. Sabe que la Corporación no inventó nada; tan solo se aprovechó de los resultados de la substancia misteriosa para conseguir ejércitos con los que expandirse por otras Galaxias formando ciudades, colonizando mundos. Sabe todo eso, pero prefiere ignorarlo. Orilán seguirá siendo la fuerza vital y ciega que los lleva a unirse a una misma causa. Es la tierra prometida que los ayuda a mantenerlos mansos, a obedecer ciegamente, en busca de un imposible. No, Gotem no debe ser su amigo: tan solo es el hombre a quien asesora o controla, y por quien informa a sus jefes. A veces ha querido saber qué es lo que ven de verdad los afectados, y cómo consiguen verlo, en qué rincón del cerebro se esconde el androcylus visionario, o de dónde procede.

Solo entonces recuerda su primera visita a las salas estacionarias, en la ciudad de Minsk, en la vieja Tierra, cuando era muy joven y acababa de ser nombrado inspector de tercer nivel con destino la Luna. A lo largo de interminables mamparas grises se extendían filas de camas con mujeres embarazadas con tubos inyectados en los brazos o las piernas. Algunas le miraban con expresiones enigmáticas en sus rostros aturdidos; en cambio, para muchas otras, parecía haberse vuelto invisible.

Durante aquella inspección no pudo evitar fijarse en las pequeñas bolsas de sueros de los ganchos, en ese líquido color ámbar de apariencia siempre inofensiva. Al fin se detuvo ante una cama cualquiera, donde vio a una joven con una gran barriga de casi nueve meses. La chica lo observaba desde la almohada en silencio, hasta que cerró los párpados, como apática. Nuestra guerra, se dijo exaltado, será por la causa de planetas imposibles y galaxias imaginarias: el parásito hará legiones de sus hijos y venceremos.

Ahora, mientras abandona la sala, cabizbajo, Bituf evoca como si fuera ayer aquel goteo sin fin, aquella solución turbia que se deslizaba por el tubo de plástico sin que nada ni nadie lo evitasen.

—Venceremos —murmura la consigna oficial, pero ya no sabe qué significa esa posible victoria, ni quiénes serán los futuros perdedores.

Carlos Pérez Jara nació en Sevilla (España, 1977) y ha publicado hasta la fecha en diversas revistas electrónicas y de papel como Axxón, la revista de ciencia ficción Ngc3660 (“Reliquias mágicas”), Bem On Line (“La ofrenda”) o el fanzine Los zombis no saben leer (“El otro No-Do”). Ha publicado también en la revista de ciencia ficción argentina PROXIMA, nº 14 (cuento “El último Protohombre”), de la editorial Ayarmanot, además de participar en antologías colectivas de la revista Calabazas en el trastero: Bosques (cuento seleccionado: “El ciclo”) y Calabazas en el trastero: Empresas (cuento seleccionado: “Ascenso”) para la editorial Sacodehuesos.

Hemos publicado en Axxón: TEMPUS FUGIT, LEGADO, AL OTRO LADO DE LA LLANURA, LA DECIMOTERCERA CLÁUSULA, HIJA DE HELISURPA, PURGATORIO y ESPÍRITUS Y MARIONETAS.


Este cuento se vincula temáticamente con PURGATORIO, de Carlos Pérez Jara; SELECCIÓN NATURAL, de Elaine Vilar Madruga y EL MATE TE HACE PENSAR CUANDO ESTÁS SOLO, de Rodolfo García Quiroga.


Axxón 240 – marzo de 2013

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía : Sociedad : España : Español).

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