Revista Axxón » «Segundo teatro de operaciones: la Charly contra la Lenon y la Macárni», Ricardo Giorno - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA


Ilustración: Guillermo Vidal

 

 

«En el principio era el Verbo…»

Juan 1, 1.

 

 

Y aquí vamos de nuevo entonces, me digo: justo en el 147º aniversario de la primera incursión, nosotros volvimos a «desembarcar» en Malvinas. Y pasó una semana ya de ese desembarco. En fin, eso de desembarcar es un decir, claro. Una mera analogía. Pues, en rigor, no viajamos en barco sino en acordes musicales.

Desde que se descubrió la relación sonido-materia, desde que se implementó para crear —recrear, duplicar— objetos o seres «animados», el mundo es otro.

El Verbo Creador. Así llamaron a la invención, herejes de mierda. Y además, lo que se dice crear, con ella no creamos nada. ¿Un almuerzo abundante y caliente, nacido de una hábil combinación de ritmo, melodía y contrapunto? Eso no es crear, sólo duplicar algo que ya conocemos de antemano. Pero hay que reconocerlo: el medio es prodigioso. Que se corporicen las cosas, que se copien a partir de la nada —de la aparente nada— no le quita mérito.

Pero ahora lo importante es que estuvimos acá antes de que se cumplieran ciento cincuenta años de ocupación inglesa. Y que reclamemos nuestras islas como lo que son: nuestras. Porque si se hubiesen cumplido los famosos ciento cincuenta años, ya no hubiésemos podido reclamar nada, las islas serían de ellos sin lugar a pataleos. Lo sé bien. Lo estudié a fondo. Total ahora, si nos rajan a patadas en el culo como sucedió la primera vez, momentos antes de que se volviera a la democracia y se diera inicio a la Edad Memoriosa, los hijos de puta de los ingleses tendrán que aguantarse otros ciento cincuenta años para que las Malvinas pasen definitivamente a su territorio. Para que sean su tierra.

La tierra, el terruño… ¡puta madre! ¡Un lugar donde echar raíces! Y eso es lo único que debería importarle a la humanidad de hoy, que ya ha cubierto sus necesidades materiales, en lugar de pasárselo en la plena ociosidad, tan cara a la involución.

Un laberinto de carpas, el campamento. Sí, campamento, la concha de la lora. Un simple campamento a la antigua, aunque con materiales modernos. Mucho Verbo Creador para todo, pero el soldado todavía necesita comer, dormir y cagar entre saltos. Por eso el campamento, porque necesitamos reunirnos y confraternizar en camaradería. Como Dios y la patria mandan y bajo la exigencia propia de la vida militar, para que el efectivo no se achanche; otra que cuarteles cinco estrellas, cuarteles de lujo que los instrumentos bien podrían generar.

Y, en medio de este quilombo de vigas y toldos, algo me lleva a recorrer mi vida. Algo que no sé definir.

Una de las planicies de las islas, de nuestras queridas islas, me sirve de escenario. Y, en un soplo que se me hace perpetuo, mi vida pasa ante mí. Y la espina se me clava aún más en el corazón.

¿Corazón? Qué carajo estoy diciendo, si yo no tengo corazón. Dentro del pecho tengo un amasijo, tengo una máquina de bombear bilis. Un fuego que apenas me deja seguir respirando.

¿Corazón? Nada de eso: odio tengo yo. Un odio visceral a los ingleses. Un odio que me sirve de motor para no dejar de avanzar. Eso tengo.

Y de pronto tropiezo. Bajo la vista: agazapada en el pasto, una de las nuevas trompetistas ensambla su centelleante juguete.

—Escuchame, nena…

—… Malena —me corrige.

Su mirada se me hace una mezcla de nerviosismo y altanería.

—Escuchame… nena. Si la ajustás así, el arma va a entrar en pérdida. Y si hay concierto, después no vas a poder dormir por días. En el caso de que sobrevivas, claro.

Se fija en la trompeta, me mira a mí, de vuelta a la trompeta.

—¿Y vos qué sabés, vieja? —dice con gesto burlón—. En el Conservatorio jamás nos hablaron sobre «entrar en pérdida».

—Alfredo Le Pera, mucho gusto —y le extiendo la mano—. Y decime Pera, como mis amigos.

Eso la desacopla. Me estrecha la mano y me sonríe, ahora franca. Cuánto hace que no veo dientes blancos.

—Pero… —y ya el tono es amistoso, aunque no dejo que termine.

—¿Me mostrás la garganta, Malena? Dale, abrís la boca, sacás la lengua y decís «Aaaaaaaaa».

Ella no responde, solo tuerce la cara.

—Che, no es para joderte. Es que hace mucho que no veo una gola flamante.

Y entonces mira al cielo y abre la boca: flamante es poco, mamita. Tiene el chaperío mejor que un cero kilómetro. Los implantes lucen absolutamente perfectos por donde se los mire. Al lado de la de ella, mi pobre garganta —me la tendría que haber mantenido, soy un fiaca de mierda— parece un desecho volcánico.

—Ya sé —me dice, sacándome del embrujo de esa belleza blindada—. Ya no soy humana, ¿no?

—¿Por un cacho de lata que te pusieron en la garganta no vas a ser humana? ¿Sos pelotuda, vos, o el titanio te quemó el cerebelo?

—Es la bola que se corre entre los novatos. Dale, Pera, batime la justa.

—Nada que ver, piba…

—… Malena.

—Bueh, Malena. Y decime, Ma-le-na: ¿entonces los del coro qué carajo son? Esos sí que tienen la garganta enchapada al mango. Hasta un fuelle en el garguero tienen. ¿Así y todo, vos te creés que cuando cogen sale un robotín? Dejate de joder, nena. Somos más hombres que los «hombres» que quedaron en el continente, cagones del orto.

—Si vos lo decís… —y me regala otra sonrisa—. Pero volviendo a eso de «entrar en pérdida», en el Conservatorio nos enseñaron a ensamblarla así.

Qué nuevita es, la recalcada concha de mi hermana.

—Mirá, Malena, los del Conserva hace como mil años que no pisan un campo de batalla.

—¿Mil años? Si la guerra apenas comienza.

—Es un decir, nena. ¿Además vos te creés que van a admitir la berretada de merca con que nos proveen? A duras penas podemos mantener un concierto con los ingleses.

—¿Entonces?

—Entonces la campana ponétela entre las tetas.

—¿Así?

—Así. Y andá armando las clavijas desde la boquilla hacia tu corazón. Cada tanto, dale un golpecito. Como para ver por dónde vas, ¿vistes? Si golpeás con los ojos cerrados, vas a sentir por qué te lo digo.

—Gracias, Pera —y me sonríe de nuevo—. Mejor voy a mi tienda, ¿sabés? Acá hay mucho viento, así que prefiero cruzarme todo el campamento y preparar el arma ahí.

Y se las toma.

Y se da media vuelta y me encara:

—¿Por qué llamás «concierto» a la batalla? —sin esperar respuesta, huye hacia el sector de los vientos, que ya están afinando en modo instrumento musical: las gordas burbujas de los trombones, el insinuante y gatuno discurrir del fagot, los pesados clamores de las tubas, la centellante queja de las trompetas.

Y yo le iba a gritar que sólo los veteranos le decimos «concierto», pero oigo un carraspeo a mi espalda. Ya sé quién es.

—¿Maestro? —digo mientras giro para enfrentar a nuestra nueva batuta.

Y lo miro seco. Bien a los ojos. Lo miro con el firme convencimiento de que me viene a romper cabalmente las pelotas.

—Buenas, Le Pera —me dice—. Tenemos que comunicarnos con la Academia de Compositores —me le sonrío en la cara al escucharle ese pomposo título—. Y no me venga con eso de que «Hace como mil años que no componen nada».

Y su sonrisa franca me compra.

—Está bien, Maestro, qué necesita.

—Una antena.

—¿Y por qué me la pide justamente a mí?

—No quiero gastar la voz del coro, Le Pera. Usted es el último que queda de los que se saben las partituras de memoria. Y además su tipo de instrumento no es meramente un arma.

—Y bueno, dele.

—Acompáñeme.

Cargo el estuche y lo acompaño.

Adentro de la tienda más grande, ya nos aguarda el Asistente del Maestro.

—Hola, Plomo.

—¿Qué hacés, Perita? —se levanta y viene hacia mí—. ¿Nos vas a violar?

—Sí, boludo. Siempre el mismo chiste, vos. Mirá cómo me río: jijiji.

—Y siempre el mismo pelotudo amargo, vos.

Nos pegamos un abrazo. Hay buena onda.

Abro el estuche. Saco la viola. Afino un poco: voy a tener que cambiar el arco, qué lo parió. La potencia bajó a niveles apenas tolerables.

Y me quedo esperando.

El Maestro carraspea mientras se frota los pulgares contra los índices y medios.

—¿Y? —me apura.

—Aguardo instrucciones, Maestro.

—No me la haga lunga, Le Pera. Usted sabe que yo todavía no me sé las partituras. Que tengo que recurrir al chip.

—Dale, Perita —salta Plomo mientras se rasca las pelotas con una de las batutas—. Tocate algo.

—Qué forro que sos —le digo—. Y… —lo miro al Maestro—. Voy a tocar «Chipi chipi», entonces. La antena va a ser pobre, pero se las van a arreglar. ¿De cuánto tiempo disponemos?

—Dos minutos.

—Pan comido.

Y, justo en la parte correcta, me hundo en la música. Sin saber cómo mierda funciona, hago funcionar el Verbo Creador. Me embola llamarlo así.

Un fulgor repentino, una aurora boreal y un humo espeso y gris salen de la viola. Y en un chasquido vibrante se aúnan: la antena se corporiza. Si bien es pobre, tal como reza la canción, servirá.

El Asistente del Maestro y el Maestro se toman de la mano y rodean la antena. Me queda de frente la cara del Maestro. Habla entre dientes. No entiendo lo que dice. Pero los gestos son elocuentes: se viene la malaria. Se cierne la tormenta, en palabras del mismísimo Churchill. ¿Alguno de mis colegas sabrá quién fue Churchill? En fin…

A una señal del Maestro, dejo de tocar. La antena desaparece.

Plomo me apoya una mano en el hombro.

—Nos cae una jodida, Perita.

El Maestro se sienta y nos invita a sentarnos.

—Desde la Academia de Compositores me acaban de comunicar una noticia funesta —dice—. Mañana nos saldrá al paso la Brigada Sinfónica Lenon.

—¡Mierda!

—¿Quieren tomar algo?

—Yo —digo—, jugo de tomate frío.

—Los dejo —dice Plomo caminando hacia la salida—. Esto va para atrás.

—Ya que se va —le dice el Maestro mientras abre dos latas—, dé órdenes de levantar el campamento.

Y me quedo a solas con él. Y él se sienta a mi lado mientras me pasa una de las latas. Y permanecemos en silencio. Como dos extraños.

—A ver si entendí bien —le digo al fin—: ¿No era que la Lenon estaba asolando África?

—Los ingleses quedaron impresionados cuando les despachamos a sus quintetos.

—¿Y por eso nos piensan tirar con una brigada completa?

El Maestro carraspea y se reacomoda en la silla, molesto.

Dos brigadas, Le Pera —me corrige haciendo la ve de la victoria delante de mi cara—. Dos.

Me paro de un salto, tiro el jugo al carajo.

—¿Cómo dijo?

Él permanece quieto.

—Dos brigadas —repite, y me suena abatido—. La Macárni ya fondeó en Puerto Argentino.

Como si no pudiese soportarme la mirada, se levanta y sale de la tienda.

Me deja pensativo: ¡la Macárni y la Lenon juntas! Los perros ingleses nos van a masacrar. ¿Qué esperan los del Conserva para ordenar retirada?

Unos gritos me sacan de mis pensamientos:

—¡Levantamos campamento!

Afuera me cruzo con la trompetista, que se me cuelga del cogote y me estampa un beso.

—Sos un genio, Pera.

—Ya lo sé, nena.

—Malena, viejita.

—Pssé.

La veo marcharse con los suyos. Carga una mochila más gorda que ella. Yo no tengo demasiados pertrechos para transportar: me embola ponerle sobrepeso a los deslizadores. Eso sí: la viola, siempre conmigo.

A lo lejos diviso el monte Dos Hermanas. Seguro que a sus pies se librará el primer concierto. Espero que podamos sobrevivir. Que aguantemos más de uno. Si consiguiéramos el apoyo de la Pappo, sería otro cantar. Pero no, soy un gil de goma: ahora la Pappo y la Gieco estarán cruzando la cordillera, defendiendo las fronteras de la Patria.

De pronto me descubro abrazado al estuche, pensando en el significado de la palabra Patria. ¿Patria? Mañana seremos sacrificados en su honor, sin duda. ¿Valdrá la pena nuestro sacrificio? Una voz interior se me abre paso desde el pecho: «¡O juremos con gloria morir!». Y sí, siempre vale la pena sacrificarse por lo que uno ama. Todos los días suscribo ese juramento, yo.

Nos movemos. Adelante marchan los eléctricos, flanqueados por las cuerdas. ¿Por qué todavía les decimos «eléctricos»? Estos nada que ver con algo tan superado como la corriente eléctrica. En fin, será por la misma razón que a mi instrumento le decimos «viola». Y sí, debe ser por el formato, porque nos recuerdan a aquellos remotos instrumentos.

Y veo que, precedidos por las cuerdas, los vientos —Malena en un extremo— se despliegan en abanico. Los seguimos el Maestro, el Asistente del Maestro y yo. Me doy vuelta: pegadito, el coro. Y detrás de la percusión, el gordo de la Tuba Gigante no se puso en marcha todavía. Esa arma de destrucción masiva siempre será la última.

Ventoso el verano en las islas. Demasiado. Una gran joda un concierto en medio de las ráfagas sureras. Sobre todo, con la diferencia de tecnología con que nos supera el enemigo.

Plomo se me acerca y me apoya una mano en el hombro.

—¿En qué estás pensando, Perita?

—Pienso en cómo voy a morir, Plomo.

—Vos ya creés que nos van a mandar al amasijo, nomás. Que no van a ordenar retirada.

Lo miro y me sonrío. ¿Para qué contestarle?

—A ver —insiste—: ¿cómo te imaginás tu muerte, vos?

—Dejá, que se está poniendo el sol y me viene la melanco.

—Nocturno de princesa —y se caga de risa de su propia ocurrencia.

—Sí —le digo—, vendría bien antes de dormir.

—Dale, Perita, desembuchá: ¿cómo te imaginás tu muerte?

—Hablemos de otra cosa, che. ¿Vos en qué pensabas?

Me hace caminar más despacio. Huele el aire, tuerce la boca.

—Pará —me dice—: ¿no te sentís como medio sucio y desprolijo?

—¿Y eso a qué viene? —digo, pero lo pienso mejor y me huelo los sobacos—. Y sí, un poco sí.

—¿Querés que te lleve un cacho el estuche, Perita?

Niego con la cabeza.

—Bueno, como prefieras —Plomo se seca los labios con la palma—. Ya que me preguntaste, pensaba en la rotura de orto que les hicimos a los quintetos ingleses.

—¿Rotura de orto, pelotudo? ¿De qué hablás? ¡Perdimos un cuarto de la sinfónica!

—Pero desde el continente nos mandaron a los reemplazos. ¡Aguante la Brigada Sinfónica Charly, carajo!

—Decime de dónde sacás lo que estás tomando, Plomo. Yo quiero un poco.

Me mira torcido y amaga a frenarse, pero sigue. Se hace el ofendido. Se hace, porque jamás lo vi cabrero de verdad.

—Escuchame, Perita: cuatro quintetos eran. Y no nos salieron de a uno. Se nos vinieron al humo los cuatro juntos.

Se nos vinieron al humo los cuatro juntos. Vaya si lo recuerdo. Y qué concierto que nos mandamos.

—El Maestro estuvo bien —digo.

—¿Bien? Requetebién, querrás decir —y se da vuelta hacia él—. Miralo. Mirale los ojos. Tiene siempre conectado el chip a full, loco.

—Eso es muy peligroso.

—No duerme, Perita. Dale que dale escaneando, estudiando las partituras.

—Ese hombre se va a freír la croqueta.

—Es un genio.

—Si pasamos de mañana, va a ser un Gran Maestro.

—¡Ya lo es!

—Cuando pase el temblor, Plomo. Antes no. Le falta mañana al Maestro. Le falta futuro.

—¿Qué le falta de mañana, abombado?

—Ponerse los zapatos de gamuza azul, salame.

—¡El zapato sos vos, paspado! Dale, Perita, no te hagás el misterioso.

—¿En serio no te das cuenta qué le falta al Maestro?

—No.

—Calle, le falta al Maestro. ¡Yeca!

Invento una excusa estúpida y me separo de Plomo, me mando a caminar en soledad: la conversación me dejó con el recuerdo amargo de los que ya se fueron. Nostalgia.

Y la veo a Malena. La pendeja charla despreocupada entre dos trompetas. Qué abismo entre ella y yo, me doy cuenta. Hasta entre el Maestro y yo hay abismo. Él, un genio teórico; yo, un improvisador implacable. Hoy me gustaría tener su genio, y que mañana él tenga mi experiencia.

La noche nos alcanza, y decidimos instalarnos en medio de un mar de pastizales. Mi carpa la comparto con otras tres violas. Hay camaradería, pero no somos amigos: una vez armado el campamento, me voy a lo de Plomo.

—Uy… justo, Perita —me dice no bien me descubre—. El Maestro te andaba buscando.

Entro en la carpa principal, seguido de cerca por Plomo. No me gustan las ojeras de nuestra batuta, y se lo comento en voz baja a Plomo.

—Le Pera —me dice nuestra batuta no bien nos ve—, no trajo el instrumento.

—Ya vengo, Maestro.

¿Cómo ha sido posible que me separara de mi arma? Injustificable. Me vuelvo de pique para mi tienda. Cazo la viola y regreso.

De nuevo frente al Maestro y codo a codo con Plomo, le digo:

—¿Qué es esta vez?

El Maestro me mira. Si ya parece vencido.

—Toque «Aprendizaje», Le Pera. Quiero que por lo menos la lluvia y el viento me digan dónde ir.

Sonamos. Este ya está chapita.

—La lluvia es de abril, Maestro.

—¿Y? —me dice, apuntándome con la batuta—. No entiendo, Le Pera.

Plomo carraspea… y se las toma. Cobarde de mierda.

—No entiendo, Le Pera —repite el Maestro, amoscado.

—Estamos en enero, Maestro. ¿Sabe el despelote que se armaría acá adentro si toco esa canción?

Se queda tieso, la mirada perdida. El pobre necesita un descanso. Un urgente descanso.

—Mire, le voy a dedicar «Canción para mi muerte». En exclusiva se la voy a dedicar, Maestro. Y tocaré las partes convenientes. Y usted ya sabe lo que ese gesto significa: todo lo que salga de mi viola le sucederá solo a usted. Y serán cosas buenas. Confíe.

—Espere…

Lo ignoro: al empezar mi ejecución, la inspiración me transporta en la brisa de la música. Y no tardan en partir desde mi viola una onda visible y una bruma rosada y áurea, que se unen en torbellino: una mujer de cierta edad, muy bonita, se va corporizando. Es uno de los llamados hologramas másicos, lo sé de sobra. La mina holográfica es indistinguible de una mina verdadera, una de carne y hueso. A menos que le hagas un tajo a alguna de las dos: con un buen snap de un Rajah ii, ya sabés cuál es la trucha y cuál la verdadera.

Ahora veo que el Maestro y ella se sonríen. Y no me pasan bola.

La mujer prepara la cama, y con dulzura recuesta al Maestro. Ella se reclina a su lado: una cama para dos.

Unos genios los que acoplaron la música al Verbo. Lástima que ya no están. Lástima que sus descendientes, en lugar de evolucionar, resultaron simples monos pelados. Simios ignorantes. Corruptos.

Pierdo la noción del tiempo: ¿cuántos minutos —¿horas, acaso?— hace que me he quedado tocando la parte correcta, aún después de la materialización?

Alguien me aprieta el hombro.

—Hay que descansar, Perita —y Plomo ahora me palmea.

Dejo de tocar.

Maravillosa esta noche, la mina se desvanece entre nubes plateadas de estrellas. Y el Maestro, por fin, duerme un sueño de pupilas lejanas.

—Cumpliste, papá —dice Plomo guiñándome un ojo y cabeceando cancherún hacia el Maestro.

—Tenés razón —digo—. Y no me daba cuenta de lo cansado que estoy.

 

 

Bien de mañana nos ponemos en marcha. Adoptamos la misma formación de ayer.

—Le Pera.

—¿Sí, Maestro?

—Gracias —y vuelve a conectarse al chip.

Ya estamos llegando al Dos Hermanas. En cualquier momento se viene el ataque.

—Asistente —dice el Maestro—, que el coro vaya entrando en calor con la parte correcta de «De mí».

—Afirmativo, Maestro.

Buena elección. Al toque me siento mejor, más estimulado. Se ve que las atenciones del holograma han rejuvenecido al Maestro.

Pero pronto el ambiente se torna denso. Mis movimientos, torpes.

Se me acerca Plomo:

—Los hijos de puta se acercan rápido. Y se vienen tocando nada menos que aquella parte de A day in the life.

Y qué bien que la tocan. Justo esa parte disonante les sirve de escudo, y no nos permite manejar con soltura nuestros instrumentos. De golpe me doy cuenta de que ellos atacarán primero.

—Maestro —le digo—: van a atacar.

El maestro me responde con un gesto: Ya lo sé, contraatacaremos.

¡Es un error! ¡Debemos defendernos a como dé lugar, y luego buscar el resquicio!

Pero… ¿cómo decírselo? Peor sería si me entrometiera. Equivocados o no, los efectivos de la Brigada Sinfónica Charly tenemos que movernos sincronizadamente tal como lo que somos: la mejor Sinfónica de Combate de la Patria.

¡La Patria! Respiro hondo, y la espina clavada en el pecho me da fuerza. Y vienen a mí unos versos:

Yo vi la Patria en el amanecer

que abrían los reseros con la llave

mugiente de las tropas.

La vi en el mediodía tostado como un pan,

entre los domadores que soltaban y ataban

el nudo de la furia en sus potrillos.

La vi junto a los pozos del agua o del amor,

¡niña y trazando el orbe de sus juegos!

Y la vi en el regazo de las noches australes,

dormida y con los pechos no brotados aún.

La voz del Maestro me arrebata del alma los versos de Marechal:

—Le Pera, las cuerdas con «Me siento mucho mejor». Asistente, que los vientos toquen «Fanky». Los dos ya saben qué parte.

Y sin esperar respuesta, y con la batuta como lábaro más que bandera, el Maestro corre hacia la percusión.

Surte efecto, que los tiró de las patas. Ellos dejan de tocar y se abren, se parten en dos columnas. ¿Cómo puede ser? No es posible que sea tan fácil. Debe ser una tram…

—¡¡¡Cuidado, Maestro!!!

Qué lo parió, son buenos estos ingleses. Demasiado buenos. Los perros se abrieron en dos columnas para dejar espacio a la guitarra eléctrica: su arma quirúrgica preferida.

El guitarra toca Nowhere man y lo alcanza de pleno al Maestro, que cae como trapo. ¡Mierda! Perdimos a nuestro guía. Va a estar horas sintiéndose un montón de nada.

Plomo corre y levanta la batuta. Viene desesperado hacia mí.

—Tomá, Perita —y me la entrega.

—¿Estás loco? ¿Qué es esto, una batalla de postas? Vos sos el Asistente. Ahora mandás vos, conchudo.

—Yo siempre voy a ser un segundón. Tomá, defendenos lo mejor que podás.

—¡Puta madre! —dice a mi lado una de las violas—. Empezaron con Lucy in the sky. Y la tocan en andante fortissimo.

—¡¡¡Atención!!! —y mi garganta con arena por suerte me responde y me sale ese grito—. ¡Todos con «Chipi chipi», la parte bajo tierra!

Una ola de tierra nos envuelve, y antes de sepultarnos se convierte en una bóveda defensora. Una trinchera bien protegida.

A pesar de su velocidad extra, los diamantes que llovieron desde el cielo les dieron a pocos. Ningún muerto. Salvo el Maestro, que se quedó arriba en la superficie. Ruego que siga vivo, o que la muerte lo haya sorprendido sin agonía.

—Gordo —le digo al de la tuba—, tocá «No voy en tren».

—¿Para qué, Pera?

—Cuando se materialice el avión, picátelas para el continente con los heridos y los eléctricos.

—Pero yo quiero luchar. Se la tengo jurada a estos piratas.

—¡Es una orden directa, soldado! —y levanto la batuta.

Él mira la batuta y baja la vista.

—Sí, señor —dice.

Esto va a ser un amasijo. Vamos a caer todos. O, con suerte, seremos prisioneros. ¿Cómo reponer luego nuestra única arma de destrucción masiva? El odio no debe cegarme. Ya habrá otros conciertos, otros soldados que nos reemplacen.

El Gordo se va, y Plomo se me viene al humo:

—Firmaste nuestra sentencia.

—Nuestra sentencia está firmada desde el principio, boludo. Apoyame en lo que voy a decir.

—Y bueno, dale.

Antes de hablar, giro para uno y otro lado. Los miro. A uno por uno los miro. Por primera vez en días no soportamos el viento, y acá abajo el silencio nos aturde.

Necesitan una arenga de la hostia.

—¡Soldados! La ayuda viene en camino —miento—. Envié al continente a los eléctricos porque ellos actúan en situación de francotiradores. Y esta batalla… este concierto, se librará instrumento contra instrumento, grito contra grito, carne contra carne. ¡Soldados! Preparen sus corazones y salgamos a romper culos ingleses.

—¡A romper culos ingleses! —me responden de una, motivados a mil.

—Atención entonces: la parte correcta de «El fantasma de Canterville». ¡Al unísono todos!

Una ebullición interna me hace flotar, sentirme liviano. ¿Nos convertimos realmente en fantasmas? Lo real es que podemos atravesar las filas inglesas sin que nos descubran. Y la sensación de liviandad finaliza justo cuando dejamos de ejecutar la música. Justo cuando llegamos a la retaguardia enemiga.

—Coro —digo en voz baja—: con tutti a «Los dinosaurios».

Y da resultado. Los argolludos se transparentan. ¡Desaparecen! Por fin vislumbro una ventaja. Y grito entonces a voz en cuello:

—¡Percusión: arranquen con…!

Tarde. Detrás de unos riscos nos llega Band on the run. Y no tenemos más remedio que huir, carajo. Yo había pensado que hoy nos la veríamos sólo con la Lenon. Pero los de la Macárni llegaron al toque. No hay caso, el tiempo no para.

—¡Brigada, tómense de las manos! No corramos para cualquier lado. ¡Coro! ¡Dediquen a la Brigada la parte correcta de «Esos raros peinados nuevos»!

Por suerte, los que iban a la derecha confluyen hacia adelante con los que iban a la izquierda. Y entonces, cuando creo que nos podemos reorganizar, los de la Macárni se unen a los que quedan de la Lenon y se lanzan con Happines.

¿Cómo vamos a zafar de esta?

Miles de pistolas ardientes se corporizan y nos disparan como si fuesen metras. Tan dispersos como nos encontramos, no puedo ordenar algún escudo que nos proteja. Al final seremos aniquilados por armas más antiguas que lágrimas criollas.

Me dan en una pierna y en el costado.

Caigo.

Desde el suelo veo cómo terminan con la mayoría. Es el fin.

Un golpe contra mi pecho me saca de estas lamentaciones. Un bulto que se estremece. Le quito el pelo de la cara.

—Sos vos, piba.

—M-Malena, v-viejita.

—Malena.

—Estoy hecha un d-desastre, ¿no?

—Nena, me gustas así —y le sonrío aunque no sé si ella puede verme. Pero justo me viene una idea. La idea—. Escuchame, Malena: vos te me cantás el Himno Nacional.

—N-no puedo, Pera.

—Sí que podés, piba —la vista se me va nublando y nublando a cada segundo—. Es lo único en que los del Conserva son unos capos.

—¿Lo qué? —y la noto con más fuerzas—. ¿De qué carajo me hablás?

—Los del Conserva saben con la berreteada con que nos proveen. Se ve que algo les debe carcomer la conciencia.

—Cada vez te entiendo menos —y quiere salirse de mi abrazo, pero yo se lo impido con las pocas fuerzas que me quedan—. No puedo cantar, Pera. Dejame.

—Sí que podés, Malena. Allá te prepararon la gola como nadie en el mundo la sabe preparar. Dale, largale la voz a estos giles —estoy por dar las hurras, lo sé—. Ya no hay nada para perder…

Y Malena canta el Himno.

El Himno Nacional, puta madre. Ahora puedo irme tranqui.

Un grito sagrado nos sacude a vencedores y vencidos. Nos iguala. Los pocos libres que todavía quedan en el mundo saben de nuestra gesta. Los eternos laureles la cantan desde ahora y para siempre: una sinfónica desarmada casi, le dio pelea a las dos mejores bandas armadas.

Y por fin puedo jurar mi eterno juramento. Mi último juramento.

Sonrío al cerrar los ojos: la oscuridad me llega en alas de la gloria.

 

 


Este cuento se vincula temáticamente con SARGENTO IGNACIO CÁRDENAS, de Ricardo Giorno; PRIMERA LÍNEA y EL BESO DE LA VALQUIRIA, de Carlos Gardini y HOMBRES Y PIEDRAS, de Alejandro Alonso.


Axxón 248 – noviembre de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Arte : Música : Guerra : Argentina : Argentino).

4 Respuestas a “«Segundo teatro de operaciones: la Charly contra la Lenon y la Macárni», Ricardo Giorno”
  1. ¡Felicitaciones! Un gran ritmo en el relato y desbordante de imaginación. Me sorprendió y me encantó. ¡Bravo, Ric!

  2. Ricardo Giorno dice:

    ¡Guillermo Vidal es un genio!

  3. Nolberto dice:

    Buenísimo. Lo había leído antes.

  4.  
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