Revista Axxón » «La ruta a Trascendencia – 3 – El mensajero de los persecs», Alejandro Alonso - página principal

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3

El mensajero de los persecs

 

 

«No especulamos, no decidimos, no evitamos. Lo que tenga que ser, será.» Esta máxima trascendi, que Susana tenía escrita en un cuadrito que colgaba en una pared de su oficina, definía como pocas la mal llamada cobardía trascendi. Lucio Domínguez, el director del periódico, decidió que ése era un buen leit motiv para poner junto al nombre del diario.

El viejo Lucio era un tridi de Lacroix. Fue contratado por los gendarmes para manejar el diario y la imprenta. Hubo que traerlo de afuera a causa del proverbial despiste temporal de los tracs. Más de la mitad de ese periódico desarrollaba temas externos a Trascendencia. Información que llegaba a través de la Gendarmería y de las agencias de noticias. Si hubiera tratado lo que pasaba dentro del pueblo no lo habría leído nadie, pues los tracs hablaban bastante de sus asuntos, en la calle o en la asamblea de la comuna. No había secretos.

Otra parte del periódico hablaba de temas científicos. Todos ellos eran rarezas científicas, así que era una sección muy popular. Susana editaba esa columna, pero se sentía frustrada porque los lectores tomaban las ideas que ella vertía en el periódico y desarrollaban nuevas teorías, una más disparatada que la otra.

En cuanto al leit motiv, yo lo habría considerado una aberración no sólo comercial y periodística, sino lógica. Pero Lucio lo había adoptado en la época en que descubrimos a los persecs. La frase, entre líneas, transmitía otro mensaje: No es culpa nuestra, fuimos tan inocuos como pudimos.

Esa idea de inocuidad caló hondo entre los físicos de Primer Epicentro, después del descubrimiento hecho en la cueva.

Yo acuñé otra frase menos popular: Piensa en voz baja para que puedas oír los gritos de los persecs. Los perseguidos, que terminamos por llamar persecs, eran la obsesión de todo el pueblo. Si hasta ese momento los tracs evitaban especular sobre el futuro, a partir de ese día se volvieron cada vez más pasivos.

Especialmente Lando.

Él y los otros tracs sentían la culpa del que sobrevive a un accidente. Se preguntaban por qué ellos sí y los persecs no. Y los que no sentían esta culpa cargaban con la idea de que un paso en falso podía eliminar en el otro eje a quien había sido su vecino, su esposo, su hijo.

En el caso de Lando, esa culpa se transformó en una fantasía autodestructiva de la que me propuse rescatarlo.

Pensé en sacarlo de Trascendencia, llevarlo a ver a los viejos, pero deseché la idea: no le sería fácil sobrevivir con miles de maniáticos especuladores rondando su casa de la capital.

También pensé en buscar una forma de volverlo tridi. No era una búsqueda real. Una vez que Primer Epicentro imprimía en tu cuerpo una existencia extensa en el tiempo, ya no había vuelta atrás. Pero yo lo acribillaba a preguntas en un intento de acercarme a él. ¿Cómo fue la trascención? ¿No hay manera de hacer que esa máquina funcione al revés? Si te vas de la zona de influencia de Primer Epicentro, ¿volvés a ser tridi?

Lando se hartó pronto de mí.

Cuando ya no supe qué hacer, fui a pedirle consejo a Susana. Ni al psicólogo de Hastings ni a Eduardo, sino a Susana. Tal vez acudí a ella porque era la menos trac de todos. Cuando Lando me dijo que él era menos trac que los demás, se equivocaba: era un trac típico. Sólo que muchas veces le habían señalado que no era nativo y que tampoco pertenecía al grupo que había «trascendido» en la Guerra. Él llegó después.

Con Susana pasaba lo contrario. Era bastante impopular en el centro y yo sabía por qué: una mente inquisitiva estaba fuera de lugar en Trascendencia.

Susana escuchó atentamente el planteo sobre mi hermano; sobre los tracs, en realidad. Me contó que en el centro de investigación ese estrés se vivía de otra forma. Que tridis y tracs tenían la sensación de estar trabajando contra reloj. ¿Por qué? Nadie sabía.

Por lo general, frente a la dificultad para encontrar un punto de abordaje a un problema, los tracs estaban mejor preparados que los tridis. Procesaban lo que sabían en paralelo, creando un sistema de asociación de ideas en varios planos. Dividían su tiempo de acuerdo con la disponibilidad de estelas y trabajaban sobre distintos temas relacionados. Repasaban todos los abordajes disponibles e incluso leían sobre temas no relacionados. En resumen: saturaban la mente de material.

Y dormían mucho. No era raro que los científicos durmieran siestas de varias horas en distintos momentos del día. Nada de narcóticos; la siesta era necesaria para que el inconsciente asimilara las experiencias de las estelas.

Este proceso se llamaba multipensamiento. A veces, después de varios días de multipensamiento, conseguían resolver un problema o encontrar un nuevo abordaje para un tema que parecía un callejón sin salida. El hecho de que cambiaran de marco temporal para interpretar la caída de la nave, al final de la Guerra, fue una consecuencia de los principios del multipensamiento.

Susana aplicó esta disciplina a la cuestión de los persecs. Al principio no resultó nada: el multipensamiento y la necesidad real de trabajar contra reloj no se llevan bien.

Para peor, sus compañeros empezaron a retacearle colaboración y eso la preocupaba. Cuando le expliqué esa actitud en las palabras del psicólogo de Hastings, se quedó mucho más tranquila. Empezó a entender y ese entendimiento le permitió llevar las cosas más lejos. ¿No estaría eso también afectando a los persecs?

Después de meditarlo varias horas, Susana llegó a una conclusión: si las fuentes de especulación estaban localizadas geográficamente, los persecs tendrían una mayor posibilidad de esquivar sus efectos. La fuente de especulación, en este caso, éramos ella y yo.

Esa semana Susana abandonó su departamento de Primer Epicentro y se mudó a la casa pública donde yo estaba parando. Nuestras habitaciones eran contiguas, separadas apenas por la pared y las puertas comunicantes.

De a poco, Susana abandonó la introspección del multipensamiento y empezó a discutir sus ideas conmigo. La discusión se nos hizo rutina. Por las tardes abríamos esas puertas y especulábamos sobre los persecs, la física, las obsesiones de nuestros vecinos, Lando y su soledad…

El destino quiso que ella sufriera una gripe, con fiebre y todo, y yo me encargara de atenderla. Ella decía que no quería, pero no pudo evitarlo. Tal vez se sentía a mi merced.

Tal vez le gustó.

A mí, sin embargo, la idea de que ella se sintiera tan a gusto conmigo me inquietaba un poco.

 

 

Cuando le comenté a Susana las fantasías de Lando y los otros tracs, ella coincidió en que mi preocupación estaba justificada. Al principio no entendimos del todo esa obsesión, pero a lo largo de numerosas charlas que se prolongaban desde la hora del té hasta la madrugada, descubrimos que el problema tenía mucho que ver con la impotencia que todos sentían. Los tracs tenían que hacer algo por los persecs.

—Si estamos ahí en cuerpo y conciencia, viviendo el pasado y el futuro, ¿por qué no hacemos algo para cambiarlo?—me dijo una vez Susana.

—¿De qué estás hablando?

—Es la pregunta básica.

—¿De qué estás hablando? —repetí.

—De la multimotricidad.

—¿Qué es eso?

—A ustedes les puede parecer magia pura, pero yo creo que es posible y sería una forma de hacer algo por los persecs.

—Ah.

Susana se echó a reír.

—No pongas esa cara —dijo—. Es sencillo. Los tridis viven extensamente en tres dimensiones y puntualmente en una: el tiempo. Pero los tracs tenemos extensión en el tiempo. Existimos en un conjunto de puntos de la línea temporal. Y si estás ahí, podés hacer cosas.

—¿Y por qué no las hacen?

—Parafraseando a un famoso escritor: «Al universo no le gusta».

—¿No le gusta qué?

—La paradoja. Cuando algo no coincide o resulta inarmónico en el devenir del universo, éste lo cambia o lo elimina. Eso insume cantidades fabulosas de energía. Pero hay un margen de flexibilidad y podríamos actuar dentro de ese margen.

Susana propuso transmitir a los persecs un mensaje que les asegurara, sin ningún género de dudas, que sabíamos de su problema. Un mensaje que les llevara una propuesta sin que ese proceso los destruyera.

La transmisión del mensaje planteaba una serie de interrogantes: dónde, quién, cómo. Esta última pregunta fue la punta por donde se empezó a desenredar la madeja. La multimotricidad era peligrosa, pero viable.

Susana no era capaz de hacerlo, pero algún trac debidamente entrenado seguramente podría.

El plan era simple. Lo concebimos en una de esas tardes de charla, poco después de su gripe. Requería que uno de los nuestros se aislara y transmitiera un mensaje a los persecs donde se les indicara un lugar de residencia. Para hablar con los perseguidos, utilizaría una de las estelas del futuro. Luego de transmitir ese mensaje, el trac elegido tenía que quedarse para hacer realidad ese futuro y no destruir su propia estela.

Sólo quedaba la cuestión de encontrar un lugar para los persecs.

Lando tuvo que mover cielo y tierra y, por primera vez desde su trascención, tuvo que viajar a Hastings. Ese viaje le exigió una fortaleza tremenda y fui testigo de esa hazaña. Las reuniones no fueron públicas ni mucho menos, sólo con algunos representantes del gobierno provincial y de las Fuerzas Armadas.

Hubo objeciones, pero una vez que se conoció la tragedia de los persecs en toda su truculencia, costó poco convencerlos de que no era conveniente interferir. Por otra parte, Lando sacó a relucir todas y cada una de las rarezas trascendis durante la negociación y los tiempos se acortaron notablemente. La gente teme todo lo que no conoce, y nadie quiere tratar con un tipo que puede ver el futuro.

Lo que mi primo obtuvo fue una parcela muy extensa para fundar Nueva Redención. Mejor dicho, para establecer un sitio donde los persecs pudieran fundarla. Los gendarmes y tracs pronto bautizaron este lugar con otro nombre: Persecuta.

Nueva Redención tenía que estar aislado, pero a una distancia razonable de Trascendencia como para que los persecs pudieran llegar. No sabíamos en qué condiciones estaban o si podrían movilizarse mucho. Ese lugar resultó ser un bosquecito a seis kilómetros de Trascendencia. En torno a este territorio se obtuvieron diversos compromisos. El primero, y más serio, era el de no visitar jamás esa tierra. Nadie, nunca más.

Gendarmería se hizo cargo de proteger el sitio y mantenerlo aislado del resto del mundo.

Resuelto el dónde y el qué, quedaba la cuestión de quién.

Se discutió mucho al respecto. Lando se ofreció como voluntario, pero no servía. La mayoría de los tracs, aun siendo como eran, no servía.

Se llegó a la conclusión de que el trascendi que hiciera de mensajero tenía ser muy consciente de sus estelas futuras. Tenía que estar dispuesto a pasar buena parte del tiempo en el extremo de su condición de trascendi, poniendo toda su concentración en las percepciones más periféricas. Eso le permitiría ver primero y, tal vez, actuar después en ese futuro distante.

Hubo un reclutamiento que fue breve: no había tantos candidatos. De ese reclutamiento resultó bien poco. Al principio, la búsqueda se concentró en el centro de Trascendencia, luego en las granjas. Se buscaba a un hombre o mujer de edad mediana que entendiera la gravedad de la situación.

No funcionó.

Una tarde, a una semana de terminado el reclutamiento y mientras Susana y yo tomábamos el té con los Sanguineti, Eduardo me pidió que lo acompañase a buscar a su padre, que estaba en el campo.

—Está viejito, pobre. Tiene noventa y seis.

—¿Es trascendi?

—Sí, de los primeros.

—¿Y a qué se dedica?

—A nada. Come, duerme, toma sol como un lagarto y está en la luna la mayor parte del tiempo.

—¿Puedo hablar con él?

—Sí, pero no te asustes si te contesta cualquier cosa. Tiene la sensibilidad de una piedra. Se llama Giancarlo. —Eduardo miró hacia donde estaba el viejo—. No sé para qué me preguntás si de todos modos vas a hablar con él.

—¿Qué?

—Que estás hablando… Perdonáme. Te veo hablando con él y ya sé qué vas a hacer. Mejor no te digo nada.

—Sí, mejor.

Giancarlo resultó ser flaco, alto y apergaminado. En otra época debió haber sido un toro, pero ahora estaba consumido y con la mirada apagada, sin más vitalidad que una corteza reseca. Insustancial hasta la transparencia.

—Hola, abuelo —dije.

—Sí, acepto —contestó sin mirarme.

—¿Acepta hacer de conejillo de Indias?

—Sí.

—¿Y por qué no esperó a que le preguntara?

—No hacía falta.

—Yo creí que ustedes olvidaban el futuro.

—No sé.

—¿No sabe? —Miré a Eduardo—. Dice que no sabe. ¿Cuándo puede empezar, abuelo?

—Ya está hecho, ahora déjenlos tranquilos.

Dicho esto, recuperó su transparencia. Esa condición de ser casi nada en medio de las estelas pasadas y futuras. De ser una estela más.

Le pregunté a Eduardo si era una broma, pero me aseguró que no.

—Ya está. Andá a avisarles a los demás —me dijo.

Eduardo se quedó con Giancarlo, tratando de convencerlo de que volviera a la casa, que era hora de cenar.

<Tengo que quedarme acá, hijo. El futuro ya está escrito.>

Por lo que supe después, el viejo podía pasar días enteros en ese estado ausente, bebiendo líquidos apenas, y pidiendo que lo dejaran solo.

Evidentemente no necesitábamos un héroe, sólo un tipo inocuo que inspirara confianza a los persecs.

Fui al pueblo a informar.

Con el tiempo, Persecuta se transformó en una especie de bosque encantado. Más por lo que no se sabía que por lo que se podía ver. Los gendarmes hablaban de ruidos, de luces, de movimientos apenas percibidos con el rabillo del ojo. No había autorización para investigar, por supuesto. Ahí se daba la proverbial paradoja del gato encerrado en una caja. Nadie sabe si el minino está vivo o muerto. En este caso, sin embargo, abrir la caja significaba matar a los persecs.

 

 

La amistad de una física tenía sus ventajas. Susana me ayudó a despejar muchas dudas sobre la Guerra y sobre cómo había llegado Trascendencia a ser lo que era.

En nuestras primeras salidas, era bastante común que nos fuéramos con el coche a algún sitio apartado, generalmente a la sierra, y allí retozáramos como adolescentes. Una especie de primavera perpetua. Nunca hablamos directamente de amor. En parte porque ella me llevaba cuatro años de ventaja en la vida, y su actitud me lo recordaba permanentemente. Y en parte porque, en algún lugar de mi cabecita tridi, me negaba a aceptar que estaba saliendo con un fenómeno tetradimensional.

Susana intuía mi indecisión. Tal vez se lo dije en algún futuro que nunca llegó a plasmarse. En todo caso, nunca me lo reprochó. Al contrario, ella quería formar parte de mi vida y jugaba a hacer de hermana compinche, de madre cariñosa, de amiga, de consejera espiritual.

Y de profesora de Física, claro.

En general, no me apasionaba la ciencia. Pero vivía en un lugar especial que disparaba toda clase de preguntas. Y me apasionaba que Susana las respondiera.

—¿Cómo se movía la nave que cayó en Primer Epicentro? ¿Cómo hacía para viajar más rápido que la luz? —le preguntaba.

Sus respuestas generalmente empezaban corrigiendo mi pregunta:

—Localmente no hay nada que pueda moverse más rápido que la luz. Pero nadie sabe a qué velocidad se puede mover el espacio-tiempo.

Ella nunca se cansaba de hablar de esas cosas. Una tarde, después de un almuerzo frugal en medio de la serranía, hablamos de la nave espacial de los epics y del accidente de Primer Epicentro. También hablamos sobre las estelas: por qué yo veía las copas de los árboles desenfocadas donde Susana y sus presencias del pasado y del futuro veían ramas en distintas posiciones. Al igual que Lando, Susana se refería a esas presencias temporales como «mis estelas». Para mí, las estelas de Susana eran esos fantasmas charlatanes que siempre terminaban alcanzándola.

—No entiendo el tema de los pliegues, de un espacio-tiempo plegado —le dije aquella vez, mientras jugaba a multiplicar su cabello con sólo moverlo.

—El espacio-tiempo puede ser comprimido o expandido —me explicó—, al menos en teoría. Una nave como la de los epics, que quiera moverse «más rápido que la luz», comprime el espacio-tiempo delante de ella y lo expande detrás.

Susana vio mi perplejidad y confusión, o quizá vio un futuro cercano donde al final de su trabajosa explicación yo le decía que no había entendido. Se puso en el papel de maestra y me dio un ejemplo.

—Mirá esa hormiga.

Esa hormiga era tres hormigas caminando en perfecta hilera.

—Las veo.

—Ahora imaginemos que esa hormiga puede moverse, con toda la furia, a dos centímetros por segundo. Y que se aleja de nosotros a esa velocidad.

—Sí.

—Pero, de repente, se sube a una oruga como ésta. —Me mostró una oruga tridi, en una hoja trascendi que ella acababa de sacar vaya a saber de dónde—. Y esta oruga también se mueve a dos centímetros por segundo, y se aleja de nosotros. ¿Me seguís, bachiller?

—Sí gordi, te sigo.

—¿A cuánto se mueve la hormiga?

—A cuatro.

—No, amor. Localmente se sigue moviendo a dos centímetros por segundo, pero se aleja de nosotros a cuatro centímetros por segundo.

—Retorcido, pero muy gráfico.

—Ahora lo voy a hacer más complicado. —Dejó la hoja en el piso—. Digamos que la oruga se queda quieta y lo que se mueve es el piso. Entonces la oruga arruga el piso que está por delante y estira el que está por detrás.

—Pobre hormiga.

—Chistoso. Bien, si la oruga fuera la nave, y la velocidad de la luz fuera de dos centímetros por segundo, y el piso fuera el espacio-tiempo que la nave comprime y expande, entonces se podría mover de un punto a otro más rápidamente de lo que lo haría la luz en un espacio-tiempo sin comprimir.

Tardé medio minuto en deglutir todo lo que me había dicho. Hay libros enteros con fórmulas matemáticas que explican este fenómeno, pero eso lo supe luego. Siempre que pienso en el plegamiento del espacio-tiempo, se me aparecen la hormiguita viajera y el gusanito arrugador.

—¿Y cómo llegamos desde ese gusanito a los trascendis? —pregunté.

<El espacio-tiempo puede ser comprimido o expandido…>

—Eso es más complejo. La mayoría son suposiciones, premisas.

Vaciló, y esa vacilación la pintó de cuerpo entero: por momentos muy segura, y por momentos endeble y llena de dudas.

Una mujer adorable.

—Lo primero a considerar —dijo Susana, jugando con la hormiguita viajera—, es que se necesita mucha energía para comprimir y dilatar el espacio-tiempo. Probablemente en el mismo orden que una pequeña nova. Así que tal vez la compresión no se hiciera con energía continua, sino con picos de energía pulsatoria. Eso explicaría la existencia de estelas puntuales, que bien podrían coincidir con los picos máximos de esos pulsos. Probablemente, si esa energía fuera continua, nuestra extensión temporal también sería continua. ¿Me seguís, Tony?

—Hasta la Luna.

<Con toda la furia…>

—Por otra parte, nada que estuviera dentro de la nave podría sobrevivir a una emisión de energía de ese tipo. Nada físico, quiero decir. Yo creo que si estos tipos tienen la habilidad de manipular más finamente el espacio-tiempo, podrían trascender y poner el eje de trascención en su pasado. De esa forma estarían a salvo de las emisiones de energía.

Susana hizo una pausa mientras yo trataba de digerir esa idea.

<La mayoría son suposiciones, premisas.>

—Todo esto es muy loco —se atajó. Tal vez pensaba que yo estaba en condiciones de objetar algo de su explicación—. La verdad es que no tengo la menor idea de cómo se puede distribuir toda esa cantidad de energía en distintos ejes de trascención. Pero eso explicaría por qué el impacto no acabó con media provincia. O con todo el planeta. El núcleo de la nave está cien metros bajo tierra. Una de las dudas que todavía tenemos es dónde fue a parar toda la energía cinética del impacto.

—No dónde, sino cuándo —objeté con tono triunfal.

—Sí, eso —concedió Susana.

<¿Me seguís, Tony?>

—O sea que manejaban la nave, previendo eventos futuros y corrigiéndolos mucho antes —arriesgué yo—. En ejes de trascención anteriores al de la nave.

—O no, quizá tuvieran multimotricidad absoluta y manejasen las naves directamente con sus estelas. Y esas estelas terminaran consumiéndose, sólo para se crearan estelas nuevas. No sabemos de qué están hechos estos tipos. Para eso habría que llegar al corazón de la nave y hasta ahora no pudimos. En ese caso tendrían que lidiar con las paradojas, pero sería en medio del espacio vacío. Donde no hay nada, o casi nada, tal vez haya menos consecuencias paradojales… No tengo idea.

—¿Porqué razón el equipo no pudo llegar a la nave?

—Encontramos fragmentos, incluso parte del mando de la nave, pero no pudimos llegar al motor. Hay radiaciones, la temperatura aumenta abruptamente a medida que excavamos. Los sonares no pueden detectar el núcleo. En temporada alta parece cambiar de posición o los instrumentos derivan.

<El espacio-tiempo puede ser comprimido o expandido…>

—¿Cuerpos?

—No. No había nada que pudiéramos considerar cuerpo.

—O sea que era manejada a control remoto.

—O esos cuerpos están en otro eje de trascención.

—¡Mierda!

—¿Ya te estás cansando, amor?

—No, pero cambiemos de tema.

<Al corazón de la nave.>

<Con toda la furia.>

<Los instrumentos derivan… Al corazón de la nave.>

Susana siempre supo cambiar de tema sin decir palabra.

 

 

Cuando llegó el final de la temporada alta (que no fue exactamente cuando Eduardo predijo y que tampoco tenía que ver con las manchas solares, como me explicó después Susana), se celebró el festival anual de artes y ciencias. La fiesta incluía desafíos para dirimir cuál de las granjas había logrado el zapallo más grande, había una edición especial del periódico y los gendarmes (los treinta asignados en ese momento) desfilaban por la calle principal.

También participaban algunos comerciantes selectos de Hastings y Lacroix. Era la única oportunidad que tenía cualquier tridi de ver a un trascendi, salvo alguna asignación especial, como la mía.

El espectáculo más popular era la batalla de cánones y síncopas. Esa tarde había dos coros: uno religioso (todos vestidos de negro) y otro escolar (seis chicos de once años, vestidos de rojo y amarillo: una mitad en rojo y la simétrica en amarillo). Los escolares tenían un gusto dudoso en materia de uniformes, pero esa ropa tenía un propósito.

No había instrumentos, salvo alguna percusión: un triángulo, un toc-toc, un redoblante.

Susana insistió en llevarme (sí, ella a mí) con la excusa de que también se cumplían seis meses de mi llegada al pueblo. Me pregunté quién le habría mencionado ese hecho (yo lo había olvidado), pero acepté al instante. Para esa ocasión, me puse lo más apuesto que pude y le llevé un ramito de flores silvestres. Eso sumó puntos a mi favor.

Nos sentamos y estuvimos media hora o más en silencio, esperando a que las estelas más fuertes se asentaran. Media hora de silencio y quietud.

Un océano de aburrimiento.

Me imagino que cada trac concentraría su conciencia en las percepciones más periféricas. Yo me levanté y me fui. No tenía estelas que pudieran molestar, ni vivencias con las cuales pudiera pasar el rato.

A la media hora volví y el coro escolar ya estaba subiendo al escenario. Entraron cantando y bailando. Los movimientos eran muy precisos, parecían profesionales. Cantaban una especie de sonsonete circular, con una letra que decía «Josuá subió la escalera, escalón por escalón». Siguiendo por lo que vio en el primero, en el segundo, en el tercero. Me sonó a coro de ángeles.

Un minuto y medio después llegaron las estelas de los chicos. Y Josuá volvió a subir la escalera, desde el primer escalón, en perfecta síncopa respecto del que ya iba por el tercero. Lo raro es que, al entrar los estudiantes originales, se habían dispuesto en forma intercalada. Algunos rojo-amarillo, otros amarillo-rojo. No estaban quietos en el escenario, sino que bailaban en círculos, avanzaban y retrocedían, siempre de frente a la platea. Al entrar las primeras estelas, los amarillos y rojos se mezclaron en ese baile. Por momentos había sólo nueve muchachos en el escenario, por momentos seis (todos de naranja), por momentos doce.

La ovación estalló cuando el tercer Josuá empezó a subir la escalera.

Fue maravilloso.

Las figuras se fueron retirando del escenario perezosamente, como si no quisieran irse del todo. Los ecos de la ovación resonaron largo rato.

 

 

Los aplausos de los tracs me indicaron que la coreografía también estaba pensada para impresionarlos. Lo que yo había visto con mis ojos de tridi me había sorprendido gratamente. Lo que habían visto y oído ellos tenía que ser igualmente deslumbrante. Observé que los tracs no aplaudieron hasta que el primer tridi empezó a hacerlo. A lo mejor, una visión holística de todas sus realidades les permitía percibir algo parecido a lo que yo veía en el presente.

Todavía estábamos hablando del coro de escolares cuando llegamos a mi habitación de la casa pública. Susana no quería ir a la suya y yo no quería que se fuera.

Ella jugaba con ventaja. Sabía lo que iba a pasar, lo vivía por adelantado. Ya estaba haciéndome el amor antes de nuestra llegada a la habitación. Yo lo sabía y me cuidé mucho de no contradecir ese futuro posible.

Todo se dio en forma más o menos natural. Pero con la cercanía de Susana, la sensación de estar reviviéndolo todo era mucho más fuerte que el acto mismo. Como aquella vez en la ruta, cuando reviví mi última cena en la capital, pero mucho más intenso. Luego del segundo o tercer orgasmo, una de las estelas de Susana (no podría decir cuál, se había sacado el reloj) me atravesó. Entonces reviví uno de los momentos culminantes y tuve… otro momento culminante.

Aun después de haber terminado, al límite de mis fuerzas (hacerle el multiamor a Susana era un tour de force), cada una de sus estelas volvía y me regalaba flashbacks de los momentos de pasión. Una hora después seguía estremeciéndome y ella dormía lo más feliz.

Salí de la cama: ya estaba cansándome de que el pasado volviera una y otra vez, justo en ese lugar.

 

 

No todo fueron rosas. Diez meses después de mi llegada a Trascendencia, murieron los viejos. Los tíos, quiero decir. Un accidente de tránsito.

Cuando llegó el telegrama, Lando no estaba en condiciones de recibirlo: padecía de algo, cuyo paralelo más cercano en tridi es el agotamiento mental. Un surmenage tetradimensional que típicamente se manifestaba al final de las temporadas altas. Muchos tracs lo padecían, aunque no con la intensidad de Lando. Los síntomas más notables eran la falta de concentración y el desvarío temporal.

A mi primo sólo le dije que los viejos habían tenido un accidente y que me iba a la capital para estar unos días con ellos, a ver en qué podía ayudarlos.

Lando cargó las valijas en el coche y nos despedimos en la puerta del edificio donde yo paraba. Luego Susana me contó que mi primo tardó un día y medio en darse cuenta de que yo me había ido. ¿Cómo puede ser que se haya ido, si estoy hablando con él?, preguntaba. Poco a poco él supo la verdad de la única forma en que un trac se entera de las cosas: gradualmente, por sus estelas del futuro. Nada que yo hiciera podía cambiar ese futuro en lo más mínimo.

Los viejos habían muerto.

A mi regreso escucharía muchas veces la queja de Lando («Me borré, otra vez me borré»), pero esta vez había sido decisión mía. Ningún trac podía salir de Trascendencia, así que no había forma de que él viajara a la capital para despedir a los viejos.

En la capital, la familia esperaba nuestra llegada. Fue muy duro asumir las consecuencias de la decisión de no permitir que mi primo diera el último adiós a sus padres. No sólo porque me imaginaba lo que Lando diría cuando yo regresara a Trascendencia, sino porque, durante la ceremonia, los parientes estiraban el cuello para ubicar a Lando entre los asientos de la iglesia. Y luego me preguntaban por él, para darle el pésame (a él, no a mí) y la única respuesta posible era que no había podido ir.

Hasta los viejos parecían reclamarlo desde el cajón.

Después del entierro, Germán, uno de los tíos de Lando y el único hermano de su madre, me interrogó concienzudamente sobre mi primo ausente.

—¿Por qué no vino el hijo a despedir a su madre y a su padre? ¿Qué clase de hijo de puta es que ni siquiera…?

—Esperá un poco, Germán. No es así. Lando no pudo venir porque está…

Vacilé. ¿Estaba cómo? ¿Transformado en un freak temporal?

—Lando está enfermo —dije—. Hay una cuarentena en todo Trascendencia. No es una enfermedad exactamente, es algo en la cabeza. No se da cuenta de las cosas. Yo no le dije.

—Eso explica todo.

—Se lo voy a decir de a poco cuando esté listo para saberlo.

—¿Y todos en Trascendencia están igual?

—Sí, pero juráme que no vas a decir nada. Podrías perjudicar a Lando.

—Lo juro.

Germán frunció el ceño, como si quisiera atrapar algo con los dedos de su memoria. Finalmente supo qué era.

—Decíme, ¿estoy mal o Rolando era el comisario de ese lugar?

—No, estás bien. Lando es el comisario.

—¿Cómo puede ser?

—Te dije que no era una enfermedad. Ellos son así.

—Hablás de ese lugar como si fuera un manicomio. —Germán sonrió irónicamente—. No me vengas con que en el país de los ciegos el tuerto es rey.

—No. O sí. Ahora que lo decís, es como un manicomio. No pueden salir y los que están ahí no pueden pensar como vos y yo. Son distintos. Lando eligió ser distinto, se metió a tuerto porque él quiso.

—No entiendo.

—Encontró su lugar en el mundo. A pesar de todo.

—¿Y vos?

—Y yo…

Desde mi llegada a la capital, Germán era el primero que preguntaba por mis sentimientos.

—¿Vos también encontraste tu lugar en el mundo? —insistió Germán.

No respondí en ese momento; no estaba preparado. Me encogí de hombros, me sequé las lágrimas que se me habían escapado y le di un abrazo de despedida. Pero pronto tendría que dar una respuesta a esa pregunta.

 

 

Dos meses después murió Giancarlo, el padre de Eduardo. El mensajero de los persecs.

Murió como vivió: eso lo puedo jurar ahora.

Por lo general, un trac moría pacíficamente. Gradualmente tomaba conciencia de que algo estaba mal, las percepciones del futuro se iban quedando a oscuras. En la muerte eran un poco más tridis. Su conciencia apuntaba nuevamente a la unidad.

Giancarlo no fue la excepción, pero me mandó llamar. Quería hablar con «el tridi».

—¿Por qué conmigo? —le pregunté a Eduardo.

—Supongo que por ese pequeño problemita que tenemos para recordar el futuro.

—Ah, bien pensado. Debe estar relacionado con los persecs.

Lo que el viejo quería decirme estaba relacionado con los persecs, pero no con esos persecs. Hay veces en que, cuando estás buscando a un imbécil, el espejo te devuelve tu propia imagen.

—Los perseguidos mandan saludos. Todo bien —dijo Giancarlo.

—Me alegro, abuelo. ¿Cómo está usted?

—Los otros también mandan saludos —siguió el viejo sin prestarme atención.

—¿Quiénes?

—¿Quiénes son los otros? —preguntó Eduardo.

—Los epics, claro. Los vi en el pasado. Nueve o diez días en el pasado.

—¿Los epics? ¿Los dueños de la nave? —dijo Eduardo, que de un amable empujón me había sacado del medio.

—Se van a ir —dijo el viejo—. Falta todavía. Pero tarde o temprano se van a ir.

—¿Hablan nuestro idioma? —pregunté desde atrás.

—¿Cuánto falta? —preguntó Eduardo.

El último acto de Giancarlo fue un gesto de perversa ironía, uno más.

—Hace veinte años que nos observan —dijo—. Ya me voy, Eduardo.

El viejo dejó de respirar. Cerró los ojos y yo sentí que una especie de orfandad elemental avanzaba sobre todos los que estábamos en esa habitación. No era sólo el dolor de la pérdida. Con su acto de egoísmo, Giancarlo dejaba muchas preguntas sin respuesta. Preguntas importantes. ¿Qué pasará con nosotros cuando la nave parta? ¿Cómo son esos seres? ¿Cuánto falta para que se vayan? ¿Ahora los persecs somos nosotros?

Había demorado las respuestas hasta que ya no pudo dar ninguna. Él cerraba los ojos, y nosotros nos quedábamos a oscuras.

Eduardo y su mujer salieron abruptamente de la habitación.

De poco les sirvió.

En los días que siguieron, vieron al viejo morir una y otra vez con sus estelas del pasado. Era doloroso, desquiciante. Dijeron e hicieron muchas cosas sin sentido, en parte debido al dolor, en parte a causa de la desorientación provocada por el agotamiento emocional.

Me hubiera gustado acompañarlos en ese dolor, pero yo mismo volví a sentir la pérdida de mis tíos y no podía servir de consuelo a nadie. Lando cumplió maravillosamente esa función. Hacía por otros lo que no había podido hacer por los suyos.

—Los caminos del dolor son misteriosos —me explicó. Me puso una mano en el hombro y sentí que me perdonaba la decisión que yo había tomado el día de la muerte de los viejos.

Sí, los caminos del dolor son misteriosos.

Con el tiempo, Eduardo y Clara lo superaron. Salieron de su pena para volver al mundo real y a la cordura. Pero ambos juraban que la última estela de Giancarlo había hablado antes de morir:

—Faltan dos años.

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 263 – febrero de 2015

Cuento de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Tiempo alterado : Argentina : Argentino).

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