Revista Axxón » «Tormenta en los mares del Sol», Tendai L. Huchu - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Zimbabue

 

 

«Si me es dado salvar una vida, todo es agradecimiento. Pero también puede estar dentro de mí el poder de tomar una vida; y esta enorme responsabilidad debe ser enfrentada con gran humildad y plena conciencia de la propia fragilidad. Por encima de todo, no debo jugar a Dios».

Del juramento hipocrático

 

 


Ilustración: Ferrán Clavero

Hay muchos tipos de silencio y cada uno puede ser una canción. Y la forma en que se siente, una danza. En una sala llena de gente, el silencio puede ser el roce de la ropa, el sonido de la respiración, una tos ocasional. En las oscuras casas vacías, el silencio es el crujido ominoso de las escaleras de madera y el artesonado de los techos. En los bosques, es la prisa de un arroyo que, aunque cercano, no se puede ver; las hojas que se mecen en la brisa suave, la distante llamada de apareamiento de un pájaro desconocido.

Sólo en la inmensidad del espacio se puede de vez en cuando, muy de vez en cuando, capturar el silencio absoluto del vacío. Y sólo si para entonces te conservas íntegro en cuerpo y mente.

Cuando como, el sonido de mi mandíbula moviéndose hacia arriba y hacia abajo —los remolinos de saliva, los dientes crujiendo en la rica carne, combustible precioso para mi cuerpo— son golpes en el silencio del espacio. Es el sonido de la vida en el espacio vacante, un desafío a la muerte. Y con el sonido de la deglución, la garganta abultada, no se siente sino alegría y alivio, libre de objeciones de conciencia y pensamientos infantiles sobre el ensanchamiento de la cintura y los conteos de calorías. Es más que el disparo de las neuronas, una respuesta primitiva que trasciende y se convierte en un acto de fe y devoción, aunque mis oraciones vayan a un Dios sordo.

El ZSS Changamire Dombo, primero de su clase, es la ballena en cuyo vientre yazgo y donde pierdo y encuentro mi religión una y otra vez.

Y es una belleza también. Suave en todo su contorno como una piedra de río. Negra y fuerte, proyectaba su larga sombra sobre el Área de Lanzamiento por donde las cámaras de televisión nos siguieron hace tres años. Cuatro astronautas caminando en nuestros trajes espaciales de color blanco inoxidable. Mil ciento ochenta y seis días para ser exactos. Un año, el período de tiempo que la Tierra tarda en dar una vuelta alrededor del Sol; un día, la rotación de la Tierra sobre su eje. Según la circunstancia, estas medidas de tiempo cobran o carecen de sentido. Una estrella ardiendo con fulgor, una arrogante piedra preciosa en el centro de todas las cosas, presta escasa atención.

Pero yo sí lo hago.

Y recuerdo.

Sus nombres:

Makomborero Gwede. Rangarirai Pasuwa. Jabulani Dube. Padres, hijos, esposos, hermanos, amigos, posibilidades infinitas, personalidades y pensamientos apilados en cuerpos conformados de carne, agua y hueso. Mis compañeros y muy eficientes tripulantes.

Cuando yo tenía quince años mi padre, el capitán de un hidro-dirigible, me contó una historia que sucedió hace unos cientos de años, cuando la palabra «barco» significaba naves que surcaban los océanos de la Tierra. En 1884, un australiano compró en Inglaterra un yate que bautizó «Mignonette». Un nombre hermoso, muy femenino, el nombre de una pequeña hierba con fragantes flores blanco-verdosas. Pero el propietario de un barco rara vez es quien lo navega, por lo que el caballero contrató a un diestro marino llamado Dudley para desafiar los mares agitados y hacer el peligroso viaje hasta Australia.

Por más que mi padre trató de convencerme, nunca hubiera seguido sus pasos. Me sentía mucho más atraída por seguir la profesión de mi madre, así que en lugar de marino me convertí en médica. Pero el destino juega sus propias cartas y fui tentada para ejercer como médico espacial. Si cuando tomé la decisión hubiera sido más grande podría haber invocado otro argumento con más onda pero siendo uno de los cuatro especialistas en Zimbabue, nunca me postulé para el puesto en el Changamire Dombo. Fui seleccionada porque de los otros tres médicos uno era asmático, el otro tenía más de sesenta años y el último era del sur de Sudán, nacionalidad que lo descalificaba sin más (aunque la versión oficial de los hechos enuncie que en modo alguno esa fue la causa y que se le otorgó la misma consideración).

Cuando te haces astronauta no te dicen que la peor parte es la comida. No se encuentran tiendas de camino a Júpiter, no hay lechuga flotante para ensaladas ni peces para sentarse a pescar en el casco mientras se contemplan las estrellas distantes. Y por más que sean altamente nutritivos, llega el punto donde uno se cansa de los paquetes de raciones de sabor de Soylent Ultra. Toda la semana comiendo eso y te llenas de gases. Entonces los fines de semana compartimos la comida. Nos sentamos a la mesa como una familia y comemos galletas, fruta deshidratada (mi masawu favorito), mierda enlatada y lo de siempre, fideos instantáneos.

Durante el primer año nos bebimos varias veces nuestra orina reciclada. Un pequeño precio a pagar para recorrer las lunas de Júpiter, caminar en Europa, y estudiar el sistema, pero hubo momentos en los que con gusto hubiera dado todo por un poco de sadza con muboora e Ishwa picante. Eso, con más un poco de alcohol y sexo. Porque además, se nos prohibió mantener relaciones sexuales ya que podrían afectar la dinámica del grupo y en última instancia, la moral a bordo de nuestra gran lata.

El comandante Gwede, un oficial de la fuerza aérea, era un hombre endurecido, de pocas palabras, estricto con el protocolo pero con la inteligencia suficiente como para saber qué reglas se pueden morigerar. Tenía un aire de lobo, acentuado por unos caninos afilados. Conmigo guardaba la misma distancia que con el resto de la tripulación, algo que me recordó al distante y misterioso capitán de la Leonora Christine. Jabulani era nuestro payaso y Rangarirai, aunque de voz suave, era grande y musculoso y suspiraba cada segundo por su esposa e hijos. Los mensajes entre nosotros y la Madre Tierra evocaban las épocas donde se escribían cartas, pero nos recordaban que no estábamos solos, que pertenecíamos a una comunidad, allá, en aquella frágil bola de luz azul que de lejos parecía simplemente otra estrella más entre las miles de millones. Los ejercicios y los experimentos científicos que llevamos a cabo casi todos los días mantenían nuestra mente ocupada.

El viaje a Australia en 1884 no fue más seguro de lo que había sido el viaje del capitán Cook cuando descubrió el continente. Es cierto que había mejores mapas, cartas de navegación, pero el vasto mar azul seguía siendo el diablo. El capitán Dudley contrató a tres hombres para ayudarle con el yate: Stevens, su compañero; Brooks, marinero; y un chico llamado Parker. Los preparativos para cualquier tipo de buque, ya sea para el mar, hidro-aire o el espacio son más o menos los mismos: la contratación de un equipo capaz, cartografía del viaje, asegurar provisiones suficientes y contratar el seguro. El resto está en manos de la respectiva divinidad en la que cada involucrado pueda creer. El 19 de mayo, el Mignonette zarpó hacia el sur para rodear el Cabo de Buena Esperanza, donde podrían abastecerse y descansar.

Cuando me detengo a pensar, advierto lo mucho de mí que pervive en los recuerdos, memorias de un pasado revivido y reinterpretado. Un poco menos vive en el presente y mucho menos, en el futuro. Esto hace más soportable la terrible experiencia de vivir en medio del hedor de los cuerpos y Dios sabe qué más.

Uno de mis trabajos a bordo de la Changamire Dombo era hacer el mantenimiento de rutina de los sistemas de purificación de aire. Suena complicado, pero me gusta pensar que era tanto el médico y como un sobrecalificado personal de limpieza. Los sistemas eran versiones modificadas de las utilizadas en las viejas estaciones espaciales, una cama de carbón activado y una cama absorbente de hidróxido de litio con ventiladores para captar, purificar y hacer circular el aire.

Sin embargo, el aire nunca olía como en casa. A veces era demasiado crocante, otras veces era un poco rancio, al igual que cuando uno aterriza en un aeropuerto de un país extranjero y por algunas horas, antes de que se adapte la nariz, se puede oler a la gente, la comida y todo lo demás.

Casa.

Un pequeño bungalow en el fondo de un cul-de-sac.

Un planeta entero.

Hemos visto maravillas que nadie más ha visto. Huellas dejadas en mundos muertos. Banderas plantadas, no para reclamar territorio, sino como símbolos, como hombres de las cavernas pintando las paredes. Y cuando terminamos, declinamos el poderoso influjo del hipnótico mundo rojo y volvimos a casa.

Navegamos el mar solar, el timón firmemente orientado hacia la estrella más brillante de todas las que podían verse.

Y navegamos, lo hicimos, en el inmenso vacío, una hoja navegando en el eterno tira y afloja gravitacional entre Júpiter y el Sol. Y de repente nos vimos atrapados en una tormenta. Nos enteramos de que llueve en el espacio.

Nuestros sensores no la anticiparon. Comenzó como una serie de golpeteos de luz, casi como si alguien tamborileara sus dedos en el casco. Momentos más tarde toda la nave sonaba como un tambor de hojalata, como el hielo primordial. Cayó sobre nosotros una lluvia de meteoritos provenientes de los albores de la creación del sistema solar. En una decisión equivocada, el comandante Gwede ajustó el curso y nos metió de cabeza en la tormenta. Nuestro casco reforzado no era oposición para las rondas perforantes de la naturaleza. La primer fisura fue en la cocina que se pulverizó. Los motores gravitón recibieron el siguiente golpe, perdiendo gas y líquido en el espacio. Sólo duró unos minutos, pero para cuando la tormenta había pasado nuestra nave había quedado más acribillada que el Ford V8 en el que mataron a Bonnie y Clyde.

Yo estaba en el laboratorio médico, sosteniéndome en forma desesperada de las manijas para evitar ser aspirada por el aire que se escapaba furioso. Los cajones se abrieron de golpe, los cultivos de bacterias, los frascos de medicamentos, las herramientas, todo salió volando como meteoritos. Sentí una mano poderosa que me agarró del brazo y me izó, de forma incómoda, a través de la nave, hacia el puente, mis pulmones vacíos de cada átomo de aire. Mis fluidos corporales en expansión. Cada nervio gritando como si me estuviera quemando y ahogando al mismo tiempo. La muerte en el espacio huele a un dulce destino metálico.

El comandante Gwede me arrojó en el puente y selló la puerta. Por algún milagro, era la única parte de la nave que había quedado intacta.

—Oh, Dios mío: Ranga y Jabulani están en una caminata espacial— lloré tan pronto como pude recobrar el aliento.

—Puente a Cero Dos y Cero Cuatro, responda, cambio— dijo Gwede a través del intercomunicador.

No hubo respuesta.

—Puente a Cero Dos y Cero Cuatro, responda.

Lo repitió una y otra vez, la voz cada vez más débil con cada intento. Sólo respondía el chisporroteo del ruido blanco de la radio.

El 3 de julio, a mil millas de la costa de África, el Mignonette fue atrapado en la ira de Poseidón. El mar se agitaba, soplaban los vientos y las olas del tamaño de pequeñas montañas lo sacudían de aquí para allá. La valiente tripulación luchó contra los elementos hasta que el yate dio una vuelta de campana como el juguete de un niño. Los tres hombres y el muchacho sobrevivieron pero sólo para enfrentar un destino peor. Sin velamen, sin agua potable y sin alimentos, iban a la deriva con un abismo debajo de ellos pensando en el hogar. Mi padre dijo que cuando su necesidad se agravó, invocaron la Ley del Mar y volvieron su mirada desesperada hacia el muchacho Parker.

Para maximizar la capacidad de supervivencia, los ingenieros que construyeron nuestra nave la diseñaron de modo que tuviera cuatro segmentos independientes, cada uno con su propia fuente de alimentación y soporte de vida. El puente era una de estas zonas.

—He radiado un SOS a la Tierra— dijo el comandante Gwede.

Yo reí. Se dio cuenta del chiste y rió conmigo. Madre Tierra estaba a 425.000.000 kilómetros de distancia y nuestra nave iba a la deriva, fuera de curso, y sin motores.

—Ni siquiera sabemos si las antenas funcionan. No recibimos señal alguna.

—¿Tiene alguna una idea mejor?

Debo reconocer que mis conocimientos en materia de ingeniería son limitados y eso siendo generosa. Durante quince días nos alimentamos de barras de chocolate, haciendo durar cada barrita. Cuando se nos acabaron, comimos hielo.

—Los angoleños lanzaron su Luanda Cruiser hacia Ceres, dos años después de nuestra partida. Si estamos emitiendo y logramos enviar la señal, entonces existe la posibilidad de que puedan desviarse para venir a rescatarnos— le dije.

—Eso significaría desguazar su misión por completo.

—El Derecho del Mar se aplica, no van a tener otra opción.

—Incluso entonces ¿cuáles son las probabilidades de que nos encuentren a tiempo?

No tenía respuesta. Algunas preguntas no son ni directas ni retóricas, llevan el veredicto de los hechos.

El puente olía a nosotros y a ozono. El único sonido que se escuchaba durante largos períodos era el de nuestros estómagos suplicantes. Cuando ya no pudimos soportarlo, el comandante Gwede se puso el único traje que teníamos en el puente y salió al espacio para recuperar el cadáver de Jabulani, todavía atado a los restos. Cuando lo trajo, hicimos lo que teníamos que hacer.

En julio del 27 la tripulación del Mignonette fue rescatada por una barca alemana, el Moctezuma, que iba desde Sudamérica a Hamburgo con un cargamento de nitrato. Llevaron el cuerpo de Parker a Gran Bretaña, insistiendo en que le darían cristiana sepultura. El 6 de septiembre, la tripulación agradecida desembarcó en Falmouth. Su alivio duró poco porque un policía empleado por el puerto escuchó la historia y los detuvo bajo la acusación de asesinato. Dudley y su tripulación se presentaron ante el magistrado pero el caso fue trasladado al Tribunal Penal Central de Londres. Allí fueron juzgados. Brooks, que se acogió al sistema de testigo protegido, fue absuelto. El capitán, Dudley y su compañero fueron condenados a muerte.

Hacemos el amor en la antecámara de la muerte. Makomborero es tierno y sin las restricciones de la gravedad no hay arriba ni abajo. Hacemos el amor, paralelos entre sí e iguales, flotando a través del puente mustio, iluminados por las luces de la consola de control.

Bajo las estrellas.

Me gusta pensar que su mujer lo habría perdonado.

El sexo es la esperanza.

Cada mañana, sin falta, emitimos una señal y me entero de un nuevo tipo de silencio. El amor no correspondido. La carta desesperada salpicada de lágrimas y perfume, enviada a un amante. Abrir el buzón todos los días sólo para descubrir que está vacío. Sin saber lo que pensaban. Deseando que te contestaran sólo una línea, una mísera línea que demuestre tu existencia. Ese fue el peor de todos los silencios.

Pero el hambre nos tomó por asalto de nuevo.

Una sed vampírica.

Invocamos la Ley del Mar.

Mokomborero me mira a los ojos cuando decidimos echar suertes en la consola. La computadora, una máquina con indiferente frialdad, debe tomar la decisión por nosotros. Se debe elegir entre 0 —él— y 1 —yo—. Y miro a sus ojos marrones y veo todo un universo interior. Me pregunto qué verá en los míos.

0-1-0-1-0-1-0-1-0-1-0-1-0-1-0-1-0-1-0-1-0-1-0-1-0- 1-0-1

En la pantalla frente a nosotros, el ordenador parpadea los números vitales. Es lo justo. Y decide:

0

No sé lo que veo en su cara, si miedo o alivio. Por una fracción de segundo, hay algo a punto de develarse. Luego vuelve a ser el desapasionado soldado y hace un saludo militar. (¿A mí, al espacio, al sol?)

Tan arraigada era la costumbre, especialmente entre la marinería, que los jueces se vieron obligados a reexaminar las circunstancias en el caso del Mignonette. Se aflojaron las sogas alrededor del cuello de Dudley y Stephens. Su sentencia fue conmutada por la de seis meses de prisión. Una vez le dije a mi padre que los hombres deberían haber esperado. Eran sólo 18 días a la deriva. Si hubieran resistido, todos habrían sido rescatados y no hubiera habido necesidad de que Parker muriera. Dijo que yo era demasiado joven y que no entendía.

Un cálido, pequeño retoño crece en mi vientre. Creo que alcanza suelo fértil. En algunas noches sueño con un fuerte ruido en la puerta, un hombre que habla. Umbundu irrumpe y no estoy sola nunca más. Pero mientras espero, miro a las estrellas. Entonces muerdo, mastico, mastico, cierro los ojos, trago y trato de no vomitar. Lloro, espero, me alimento.

 

 

Título original: Storm on Solar Seas © Tendai L. Huchu
Traducción: Pablo Martínez Burkett, © 2016

 

 


Tendai L. Huchu nació en 1982 en Bindura, Zimbabue. Asistió a la Churchill High School en Harare y de allí fue a la Universidad de Zimbabue para obtener su grado en Ingeniería de Minas. Sin embargo, abandonó en el primer semestre. Luego encontró trabajo en un casino donde estuvo brevemente y a partir de allí estuvo pasando de un trabajo a otro. Cuatro años más tarde regresó a la universidad y ahora es un podólogo que vive en Edimburgo, Reino Unido. En 2013 se le concedió la beca Hawthornden. La «Peluquería de Harare» es su primera novela y fue publicada por primera vez en Zimbabue y Sudáfrica en 2010, y luego en Alemania, en 2012.

Sus ficciones aparecieron en Shattered Prism, Ellery Queen Mystery Magazine, Electric Spec y otros medios. Este cuento fue publicado por primera vez en Sockdolager en 2015.

Esta es su primera publicación en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con BORGEANO, de Alejandro Alonso y Daniel Vázquez.


Axxón 271

Cuento de autor africano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Supervivencia, Espacio : Zimbabue : Zimbabuense).

Deja una Respuesta