Revista Axxón » «Dentro del museo», Ramón Antonio Suárez Moreno - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 MÉXICO

Ataúlfo Cáceres se sentó en una banca en la sala impresionista del Museo Nacional. Observó su pintura favorita: una fiesta a la orilla del Sena. Era el momento más agradable de su día. Cerró los ojos. Podía meterse dentro del cuadro y escuchar la música y el bullicio alrededor mientras los mantuviese sin abrirlos, incluso podía oler el aroma de las flores que adornaban el dibujo. Charlaba con los comensales participando de su alegría. Su sueño terminó cuando escuchó la explicación de una obra a unos pasos de él. Odiaba las visitas guiadas. Dio un suspiro, era hora de marcharse. Le costó trabajo incorporarse ya que Ataúlfo utilizaba un bastón desde que tuvo un accidente de joven del que nunca se recuperó.

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Ilustración: Pedro Bel

Salió a la calle, a su asquerosa vida real. Armándose de valor, comenzó a andar. Se detuvo al ver pasar al maldito Ezequiel Méndez ¿Qué hacía por ahí? Decidió seguirlo.

Ezequiel traía prisa. Después de un par de cuadras, se paró intempestivamente y volteó la vista. Ataúlfo se salvó de que lo viera gracias a una persona que venía delante de él y que le sirvió de escudo. Ezequiel sacó un juego de llaves y se dirigió hacia la puerta más cercana, la que abrió, entrando un poco antes de que pasara Ataúlfo. Era un negocio que vendía enseres para artistas. Había pasado enfrente muchas veces pero no se había fijado en él. Cáceres siguió su camino, unos metros adelante se metió a un pasillo que llevaba hacia una tienda de calzado. Fingió mirar los aparadores que custodiaban la entrada al establecimiento. Revisó la calle, del otro lado de la acera había una tienda que vendía pan y se formó en la fila. Desde ahí podía ver la entrada del comercio para pintores. Al llegar tres mujeres, Ezequiel les abrió, probablemente se trataba de las empleadas. Miró su reloj, casi daban las diez.

Mientras esperaba, Ataúlfo pensó en lo que lo había llevado hasta el lugar desesperado en el que se encontraba. En un principio todo fue sobre ruedas. Siendo un soltero feliz, había triunfado como crítico, profesor y vendedor de arte. Luego, conoció a Roberta, su mujer. Era su alumna y era notorio que estaba embelesada con su maestro. Él no estaba enamorado de ella para nada, pero era de alcurnia y Ataúlfo que venía de clase baja, vio la oportunidad de mejorar en la vida. La cortejó sin importar la oposición de la familia, lo que llevó a un duelo enconado entre ellos. Al final, logró casarse con ella. El matrimonio tenía para él sus puntos buenos. Vivía en uno de los sitios más lujosos y de prestigio en la ciudad, algo que siempre había soñado. Y le causaba gran placer que sus suegros, dueños del sitio, pagaran el mantenimiento de la casa. A través de los contactos de la familia, conoció a personas adineradas y su negocio creció al venderles arte. Lo negativo de la unión era que Roberta se sentía artista, aunque tenía talento, carecía de imaginación, sus cuadros eran copias de algún maestro, muy buenas copias. Ataúlfo la impulsó a que siguiera pintando para que se sintiese a gusto y no lo molestara. Aprovechaba las ventas para regalar los cuadros de su mujer, pagándole a ella de sus ganancias. El mejor momento de su negocio llegó por casualidad. Un cuadro de un pintor aceptable fue dañado al empacarlo mal la compañía de mudanzas. El seguro pagó el desaguisado y Ataúlfo se quedó sin comisión y un gran coraje. La compañía valoró el cuadro como irrecuperable debido a que el autor ya había muerto y no valía la pena restaurarlo, ni siquiera lo recogieron, Roberta lo observó y ofreció arreglarlo. A Ataúlfo le daba lo mismo, ya que pensaba deshacerse de él en la basura. Para su sorpresa, ella hizo un trabajo magnífico. Ése era su verdadero talento. Habló con la compañía de seguros, los cuales le vendieron agradecidos el cuadro por una cantidad irrisoria. Tanto la aseguradora como el anterior dueño no hicieron pública la transacción debido a la mala publicidad que acarrearía. Cáceres prosiguió a venderlo y se embolsó la cantidad total. No sólo eso, le pidió a ella que hiciera un par de copias más. Eran perfectas. Las vendió como genuinas a personas que sabía que no las exhibirían. Eso marcó la pauta a seguir de ahí en adelante. Antes de entregar la obra, le encargaba copias a Roberta y luego las subastaba como si fueran originales.

La fila se movía con lentitud. A Ataúlfo le molestaba seguir parado por tanto tiempo, se movía apoyándose en el bastón de varias formas. Sintió crecer su enojo hacia Ezequiel que para él, era un oportunista. También se dedicaba a vender arte, aunque no le iba bien, además de no ser una persona recta. Trató de pegarse a Ataúlfo para robarle clientes y transacciones, cosa que no le importaba ya que él siempre hacía las transacciones de manera personal y sin que Méndez estuviera presente. Las pocas veces que logró su objetivo fueron ventas menores. Cáceres, para entonces, había amasado una pequeña fortuna. Roberta comenzó a tardar cada vez más en copiar cuadros a pesar de las exigencias de su cónyuge que no se fijaba en su estado físico y mental. Alicaída y callada de naturaleza, cayó en depresión. Él continuó urgiéndola a trabajar con mayor rapidez. Fue mala idea. Un día la encontró en su estudio tirada, hundida en un mar de sangre, se había suicidado. La familia lo culpó. Tuvieron un altercado. Le quitaron la casa y los subsidios. La habían desheredado desde su casamiento, como protección contra el yerno ambicioso, por lo que Ataúlfo se quedó con nada, tan sólo un pequeño estudio y una casa descuidada en las afueras de la ciudad que estaban a nombre de ella. La familia lo convirtió en un paria entre sus conocidos que dejaron de comprarle. Aunque así, él tenía dinero ahorrado para subsistir y seguir moviendo arte, aunque a menor escala. Entonces, apareció Ezequiel Méndez. Había comprado una de las copias anteriores de Roberta para revenderla y se dio cuenta de que no era original al colarse en una fiesta de un coleccionista y ver el mismo cuadro colgado en una de las paredes. Le tomó una foto para confrontarlo. Amenazó con ir con la policía a menos de que lo instaurara como socio. Ataúlfo le explicó que ya no había copias debido a la muerte de su esposa. La única manera de evitar ir a prisión fue darle sus ahorros al chantajista por lo que tuvo que cerrar el negocio. Ahora, estaba en el punto más bajo de su existencia, apenas sobrevivía. Regresó a dar clases, actividad humillante para él.

A Ezequiel tampoco le iba bien por su ineptitud y se acababa el dinero que le birló. De la nada, le propuso un negocio. La ironía era que se trataba del mismo que había terminado en la muerte de su esposa, vender copias como originales. Se llevaría una jugosa comisión si le indicaba quiénes de sus antiguos clientes podrían comprarlas. Ataúlfo se resistió en un principio. Méndez le enseñó un cuadro original y un par de copias del mismo. Eran asombrosas, mejor que las de Roberta. Cáceres aceptó. En un principio funcionó bien, aunque se sentía celoso del triunfo de Ezequiel. Le pidió una participación mayor, pero su socio se negó molesto e incluso le rebajó su comisión. Ataúlfo trató de localizar a la persona que hacía las copias, pero no pudo encontrarle, Ezequiel lo tenía muy en secreto.

Ya casi llegaba su turno para el pan, cuando Ezequiel salió del negocio caminando en el mismo sentido al que llegó.

Ataúlfo esperó un minuto y se dirigió al establecimiento. Al entrar sonó una campanita para alertar a los dependientes.

—¿Puedo servirle en algo? —preguntó una de las mujeres, la única presente en el sitio de venta.

—En nada por el momento.

El lugar era para aficionados que comenzaban en el mundo de la pintura. La calidad de los enseres que vendían no era buena. Dicen que las cosas se parecen a su dueño. Lo mejor era irse, no iba a encontrar lo que buscaba aquí. En eso se dio cuenta de un letrero que anunciaba que se hacían retratos o copias de cualquier pintura a precios razonables. Ataúlfo se acercó a las muestras, los retratos estaban elaborados por alguien mediocre, pero su atención se centró en un paisaje. Sabía quién lo había pintado originalmente, un maestro holandés del siglo XVIII. Aun siendo un experto le era imposible distinguir entre las dos obras. Desde luego, ésta era la copia, la genuina se encontraba en el Museo Nacional. Revisó la pintura, el lienzo era moderno.

Se acercó a la dependienta.

—Quisiera una copia de un cuadro que poseo.

—Desde luego —dijo la mujer con una amplia sonrisa —. Necesito que me traiga el original y le tendremos listo su encargo en una semana.

—¿Una semana? —preguntó sorprendido. A Roberta le llevaba casi un mes cuando se apresuraba.

—Si tiene prisa y está dispuesto a pagar extra, podemos entregársela en cuatro días —dijo la mujer creyendo que se quejaba de la tardanza. Luego, tomó una libreta de pedidos para tomar la orden—. Muy bien ¿Cuándo puede traer el cuadro?

—Es una pintura especial. Antes de dejarla, necesito hablar con el artista, tiene un fuerte valor económico.

La mujer lo miró dudosa.

—Me temo que es algo que no puedo resolverle. Necesitará hablar con el señor Ezequiel Méndez, el propietario. Jamás hemos tenido algo así. Generalmente, nos traen litografías o incluso fotos para la copia.

—Le entiendo. Estoy dispuesto a pagarles generosamente —miró hacia donde estaban colocados los precios —más de diez veces lo que tiene estipulado.

Vio la avaricia reflejada en el rostro de ella, que miró de reojo hacia una puerta trasera. Ataúlfo supo que tenía ventaja.

—Incluso veinte veces.

Ya la tenía.

—Lo que voy a hacer no está permitido, espero que esto quede en confidencia, puedo perder el trabajo.

—No se preocupe.

Ella le señaló la puerta y él la siguió. La mujer se detuvo unos pasos adelante escuchando. Del otro cuarto salían las voces de sus compañeros. Le hizo señas a Ataúlfo para que guardara silencio. Con sigilo se dirigieron a otra puerta, ella tocó.

—Adelante.

Entraron a una especie de bodegón, había cuadros por todas partes. Delante de un caballete, un individuo que les daba la espalda, trabajaba pintando.

—Maestro Yáñez, el señor es un cliente y quiere una copia de una pintura.

El artista se sobresaltó, estaba concentrado. Se volvió con rapidez. Era un hombre de edad madura, aun tenía pelo, aunque escaso. Una barba descuidada le tapaba la parte baja de la cara. Lo que más impresionó a Ataúlfo fue su mirada, no podía definirla. Por un instante pensó ver satisfacción. Se acercó al trabajo que realizaba.

—Sabes que no debes traer a los clientes al taller —regañó el artista a la mujer. Se volteó hacia Cáceres —. Será mejor que se vaya —dijo con molestia.

—Sólo tardaré unos segundos.

En eso sonó la campanilla de la entrada.

—Demonios —exclamó la dependienta —. Tendré que ir a atender. Los voy a tener que dejar solos.

Ataúlfo miró la obra en proceso. Era una copia y sabía de qué se trataba: “Talentos” del maestro italiano Mazzarelli. La genuina estaba en venta por una fuerte cantidad, incluso escuchó que ya la habían adquirido. Sintió enojo. De seguro, Ezequiel fue el agente y ahora se aprestaba a vender también las copias. No le había avisado el tramposo. Se sacudió su ira y se concentró en el cuadro. Era perfecto.

—Le repito, es necesario que abandone el taller.

Era la oportunidad que esperaba Ataúlfo.

Sacó su teléfono y tomó una foto de la pintura.

—¿Qué hace?

—Evidencia. Esa copia la venderán como si fuera la original. A la policía le encantará saber de este fraude.

—¡Eso es una mentira!

—Puede ver la historia del cuadro y sus respectivos dueños en Internet.

Sin decir más, se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

—¡Espere! Yo tan sólo soy el pintor.

—Pero es parte del fraude. Sin usted, no habría crimen.

El pintor se frotó las manos, nervioso.

—No quiero problemas. Tal vez podamos hallar otra solución —dijo angustiado.

Ataúlfo sonrió.

—Si viene a trabajar para mí, olvidaré el asunto.

—¿Haciendo qué? ¿Lo mismo? ¡Ya estoy harto de esto! No estoy aquí por gusto.

—¿Entonces?

—Si se lo confieso, no lo creerá. Se burlará de mí.

—Pruébeme.

Yañez miró alrededor aunque sabía que se encontraban solos.

—Le enseñaré algo primero.

Se puso a pintar. Ataúlfo no podía dar crédito a la facilidad y rapidez con que avanzaba. En menos de cinco minutos acabó la copia a la que le faltaba una tercera parte por terminar. Se acercó a la obra, era magnífica.

—¿Ha visto alguna vez trabajar a alguien así?

Ataúlfo negó con la cabeza, estaba enmudecido. Tenía razón el maestro, si no lo hubiera visto, no lo hubiese creído.

Se hizo el silencio.

—¿Cómo puede hacerlo? —preguntó por fin Cáceres.

—Éso es lo inverosímil. Yo era chofer en una línea de autobuses. Siempre me gustó la pintura, aunque nunca fui bueno. Una noche circulaba al final de mi turno. No traía pasajeros y estaba a unas cuadras de llegar a la terminal. De súbito, noté movimiento a la orilla del camino. Dos personas peleaban, una de ellas lanzó al otro en la trayectoria de mi camión. Pisé los frenos, pero fue inútil, lo atropellé. De inmediato avisé a las autoridades. Al apearme, el otro tipo ya estaba lejos. Le grité para que regresara a afrontar su acto. Él detuvo su huida, se volteó para darme las gracias y me dijo que a raíz de mi ayuda, se había liberado. Como pago por el favor, me concedería un deseo, el que yo quisiera. Luego salió aullando de alegría. Desde luego, no le creí. Pensé que se trataba de un loco. Las autoridades llegaron e inspeccionaron el accidente. No pude darles una descripción detallada del individuo, estaba muy lejos y era de noche.

—¿No lo pescaron?

—No, hasta dónde sé.

—¿Y cómo te volviste pintor?

—No fue difícil adivinar mi deseo ¿no es así? Estaba desencantado con mi trabajo, no progresaba. Un día, paseando por el parque, había una exposición de pintores aficionados. Pensé que sería magnífico ser pintor. Sentí como si un tornado hubiese surgido de la nada. Giré varias veces y caí al suelo al mismo tiempo que se quitaba el viento. Alrededor mío todo seguía igual. Una persona me ayudó incluso a levantarme. Sentí que algo cambió en mí. Tuve una necesidad de comprar aparejos de pintor. Al llegar a mi casa me puse a pintar tal como lo vio. En un principio sentí una gran alegría. Pintaba y vendía mis obras con facilidad. Dejé el trabajo de chofer para dedicarme a las artes plásticas.

—¿Qué pasó?

—Un tipo se enteró del accidente que tuve con el camión. Me declaró que había presenciado el percance, que no había alguien más a la orilla del camino, que yo había actuado con negligencia y que fui el causante de la muerte.

—Ése tipo supongo es Ezequiel Méndez.

—Así es. A cambio de no delatarme, hace que le pinte cuadros —observó el taller —. Soy su prisionero y ésa es la razón por la que no puedo trabajar con usted.

Ataúlfo hizo cálculos mentales por unos instantes.

—Le tengo una propuesta.

—La escucho.

—Venga conmigo. Tengo una casa de campo que no está en buenas condiciones pero se puede vivir en ella.

—¿Ahora seré esclavo de usted? Es lo mismo que seguir aquí.

—Desde luego que no. Podemos pactar un número de cuadros, digamos unos cien —notó el sobresalto del maestro, por lo que se aclaró —. Con la rapidez con la que pinta, acabará en un dos por tres. Terminado nuestro trato, le conseguiré un pasaporte e incluso le daré su parte de las ventas. Podrá salir del país y obtendrá su libertad.

Ataúlfo lo miró expectante. El tipo meditaba su respuesta.

—¿Cuándo lo haríamos?

—Mañana por la noche si le parece bien. Hablaré al cuidador para que prepare lo mejor posible la casa.

—¿Cómo lo haremos?

—Pasaré por usted ¿Hay una puerta trasera?

—Sí, en el callejón. La dejaré abierta.

—¿Le parece bien las doce de la noche?

Se saludaron para sellar el trato.

Ataúlfo pasó el día siguiente esperando que llegara la noche. Desde luego, no pensaba darle el pasaporte a Yáñez hasta que estuviera satisfecho con sus ganancias aunque llevara más de cien copias. Además el tipo estaba loco, todas esas patrañas del accidente y el deseo reflejaban una inestabilidad mental. Lo bueno era que nadie lo extrañaría. Debía conceder que Ezequiel Méndez había armado un buen tinglado. Ahora sería su turno de vengarse de lo que le había hecho.

Por fin había llegado la hora. Revisó el callejón antes de entrar, estaba solo. Se encaminó hacia la puerta que se abrió sin esfuerzo. Asomando la cabeza, observó el sitio. Era un almacén. Sorteando cajas, llegó hasta otra puerta. Al entrar, se encontró con el pintor que lo miraba desconcertado.

—¿Está listo?

El otro no contestó. Movía ligeramente la cabeza indicando que había algo que necesitaba que viera.

—¡Vaya, vaya! —salió una voz de la oscuridad —. Pues si se trata nada más ni nada menos que el famoso corredor de arte Ataúlfo Cáceres —. Ezequiel salió hacia la luz —. Esperaba un poco más de ética. Es indigno tratar de robarse los empleados de un socio.

—¿Socio? Más bien, tu tarado, te has aprovechado de mí, pero eso ya se terminó. Ahora, también tengo pruebas de que tú has cometido fraude. Además, éste no es tu empleado, es tu esclavo. Vengo a liberarlo.

Ezequiel rio.

—A otro con ese cuento. Vas a hacer lo mismo que yo si te sales con la tuya. No me engañas. Pero dime ¿cómo piensas llevarlo a cabo? ¿Crees que te lo vas a llevar sin que me oponga?

Traía una mano atrás y ahora enseñó la pistola. Ataúlfo dio unos pasos hacia atrás, hacia la salida.

—Eso es lo que tienes que hacer, salir de aquí para no volver jamás. Pero sé que no podrás contenerte y regresarás, he tomado mis precauciones —dijo presumiendo el arma.

Señaló hacia una mesa.

—Lee el papel —ordenó.

Era un acta que levantó con la policía. En ella lo acusaba de vender copias por originales. Todos los datos eran correctos, ya que el cuadro que se señalaba en el documento lo habían vendido ambos, aunque el que había dado la cara fue Ataúlfo. El cliente desconocía la existencia de Ezequiel.

—Si te fijas, en la denuncia aparece la firma del señor Argüelles, la persona a la que le vendiste el cuadro. Está enterado que lo engañaste.

Apuntó hacia una esquina.

—Cámaras de video. Supe que estuviste aquí ayer. Sé lo tramposo que eres y sospeché que te traías algo entre manos. Interrogué a Yañez. Ahora le marcaré a la policía para que vengan por ti.

—Si vienen, también te apresarán. Como te dije, tengo pruebas, le tomé fotos a tu cuadro falso.

—Corrección, tienes fotos de un cuadro únicamente, Ya me llevé esa pintura.

—No importa, tienes copias por todos lados.

—¿Te has fijado bien? —dijo con una sonrisa maléfica —. Hazlo mientras hablo.

Ataúlfo revisó el lugar. En efecto, había retirado las fraudulentas. Escuchó el reporte que Ezequiel dio a las autoridades. Continuó en su inútil búsqueda.

Sin haberlo previsto, se acercó a su rival que terminaba la llamada. Para hacerlo, movió la pistola un poco. Sin pensarlo, lo atacó con su bastón.

El bastón de Ataúlfo era especial. Tenía una cabeza de león de manija, estaba hecho de una aleación de plata y pesaba más que el acero. Lo volteó para pegarle a la mano que sostenía la pistola. Ezequiel se quedó quieto un instante, mientras seguía sosteniendo el teléfono. Era suficiente para Cáceres. Descargó el golpe con toda su fuerza sobre la cabeza de su enemigo. La sangre brotó de inmediato, bañando todo. Ezequiel se desplomó. Ya en el suelo, Ataúlfo siguió descargando su ira sobre lo que ya era un cadáver hasta quedar agotado. La única manera en que se podía recordar a Méndez iba a ser por una foto ya que la cara estaba destrozada.

Agotado, Ataúlfo quedó a un lado de su víctima, recuperando su respiración.

Escuchó un grito de alegría. Yañez brincaba desaforado por el lugar.

—¡Soy libre, soy libre!

Se dirigió hacia la puerta.

—¡Alto! —lo detuvo Ataúlfo —. ¿Adónde vas? ¿Qué hay de nuestro trato?

—Leí el acta. No existo para las autoridades, así que me marcho. Nuestro pacto ya no tiene efecto ya que me has quitado del hechizo al matar a mi captor. Pero no soy malagradecido. Tienes un deseo, lo que quieras. Medítalo antes de pedirlo, no te vaya a pasar lo que a mí.

Sin decir más salió.

Ataúlfo escuchó las sirenas. Debía salir de ahí de inmediato. Lo más seguro era que llegaran por la entrada principal. Salió al callejón. Ya en la calle, comenzaron a arribar las patrullas. Tomó dirección contraria, Concentrándose en no apurarse para no llamar la atención.

Ya se sentía a salvo cuando escuchó que le gritaban. No volteó la vista, sabía que se referían a él. Apresuro un poco el paso. Podía escuchar los pasos Que se acercaban con rapidez. Corrió. Era inútil, lo iban a alcanzar debido a la pierna lastimada. Llegó al Museo, se dirigió a la puerta lateral, sabía que no la cerraban debido a que aprovechaban la noche para recibir arte o para hacer arreglos. Se metió sin frenar. Uno de los guardias gritó y salió tras él. Los policías unos pasos atrás.

Hasta ese entonces había actuado por impulso. Debía pensar para salir del atolladero ¿pero en qué? Todo estaba perdido. Llegó a la sala del impresionismo. Si iba a ser su último momento de libertad, quería acordarse de su pintura favorita. Se paró enfrente de ella. Cerró los ojos, deseaba ser parte del cuadro. Sintió una ráfaga de viento, un mareo y se desmayó.

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Ilustración: Pedro Bel

La gente pasaba frente al cuadro y lo estudiaba. Era una de las obras más visitadas del Museo Nacional, luego seguían su camino.

Lo mismo todo el tiempo.

A Ataúlfo se le concedió su deseo, ahora estaba dentro del cuadro.

Pero no como se lo imaginó. En vez de estar a la orilla del Sena disfrutando de la vida, estaba colgado en una pared sin poder moverse, ni dormir, ni comer, ni hablar, ni siquiera pestañear. Una eternidad mirando pasar personas todo el día. Hubiera sido mejor ir a la cárcel. Sabía que se podía revertir el hechizo ¿pero quién lo iba a hacer y cómo? No podía comunicarse.

Los vio aproximarse, su ex suegro acompañado de un hombre con sombrero raro y ancho que impedía distinguir sus facciones. El tipo acercó el dedo hacia él, parecía que lo quisiera aplastar, pero tan sólo, lo señalaba.

El suegro se acercó a la pintura y sonrió. De su ropa sacó un sobre y se lo extendió al hombre. Eran billetes, una gran cantidad de ellos.

Cuando se iban, el hombre se volteó y enseñó su cara.

Era Yáñez.

¿Cuánto tiempo estará ahí? —preguntó el patriarca.

—Para siempre, o hasta que destruyan el cuadro.

—Debo decirle —dijo el patriarca —, que creí que era un charlatán cuando ofreció darme mi venganza, yo no creía en la existencia de hechiceros…

Ya no pudo escuchar más, las voces de las demás personas apagaron la conversación.

Si hubiese podido gritar lo hubiera hecho.


Dice el autor: «Me llamo Ramón Antonio Suárez Moreno. Nací en la Ciudad de México el 12 de diciembre de 1952. A pesar de ser un ávido lector, comencé a escribir hace relativamente poco. He colaborado en un grupo llamado “La Mesa Literaria”, con los que cooperé en cinco libros: Animalario, Podría ser de otra manera, Fragmentos de la Historia, 34 cuentos de humor y Son puros cuentos. He colaborado con historias en La Gangsterera y en la Revista NM. Tengo en venta en Amazon dos libros: Historietas de Crimen y Terror y El Secreto de la Monja. Pronto saldrá a la venta La culpa y el Claustro

Ha publicado en Axxón; en Ficciones: EL REMANSO DE LOS CIPRESES (nº 273) (como Toño Suárez Moreno)

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