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El cielo tiene el color de un viejo huevo azul blanqueado al sol. Caminamos por la playa en la misma dirección en la que van las nubes.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Me aprieta la mano con el ritmo del latido de un corazón. Me pregunto si él sabe lo que está haciendo. Es una pregunta frívola, una red lanzada sobre las preguntas más serias que se hunden en lo profundo. Me doy cuenta de que le devuelvo un apretón continuo. Sin ritmo. Como un electro plano.

—Lo siento —dice, y su voz oculta algo.

No sé si me habla a mí o a la cosa que me implantaron y que me crece dentro. Eso que crece dentro de mí, sólo vivo a medias.

No sé con quién se está disculpando, pero respondo por los dos.

—Yo no —digo, y no vacilo al responder. Tomamos una decisión. Sabíamos lo que significaba.

Ya está lo bastante oscuro para que nuestra luna más pequeña, verde y rajada, tome forma en el cielo.

Lo haces así. En el tercer mes, le cambias la medicación a tu sustituta. Ya has venido drogándola y haciéndole pruebas, desde bastante antes de la semana cero.

En el tercer trimestre cambias la medicación. Antes eran sólo tres o cuatro o cinco pastillas. Cosas ordinarias. La sustituta se tragará lo que le den.

Pero en el tercer trimestre está la bebida, que es un término en la jerga para los crioprotectores, que es una forma elegante de decir anticongelante, es casi puta magia si examinas la cristalografía, cómo el hielo no empieza a formarse, cómo la sangre enfriada va y viene en oleadas. Ella empieza a beberse vasos enteros.

La habitación del bebé es pequeña y limpia. Él talló la cuna a mano. Siempre he amado sus manos, cómo manipulan el cuchillo alrededor de las vetas de la madera, cómo plantan flores y sacan yuyos. Pero lo que más amo de ellas, en secreto, es la forma en que lucen en perfecto reposo.

Si él pudiera controlarlas mejor, esas manos lo habrían hecho cirujano, pero las puntas de sus dedos zumban como libélulas cuando tiene que hacer algo importante, así que en vez de ello es granjero.

Recuerdo la vibración de sus dedos la primera vez que me tomó de la mano, el aroma de la madreselva cuando nos dejamos caer al pasto, riendo. Pienso en la madreselva, que es nativa, no una planta importada; pienso en que la Tierra nos deja los nombres que ella descarta. Pienso en los dones de la Tierra.

La madreselva no será la misma que en la Tierra, pero su aroma tiene el mismo significado, así que lo beso bajo una cobija gruesa de verano. He estado lista para tener un hijo con este hombre desde hace mucho tiempo.

Las sombras de las cortinas crean un diseño en la pared de la habitación del bebé, al enroscarse y desenroscarse con suavidad. Aferro las cortinas con los dedos y tiro; las sombras se enderezan y se quedan quietas, fijas mientras pueda sostenerlas. La luz del sol ingresa, de todos modos. Eso es bueno. Un bebé no debería estar en la oscuridad.

Ahí es cuando empiezan los vómitos. Y para eso también hay medicación, pero ella vomita de todos modos. Ya estás acostumbrado a calmarla con medias verdades cuidadosas. «No es tan malo», como si pudiera ser otra cosa que exactamente tan malo como es. Seguirás diciéndolo cuando algo salga mal, cuando ella no pueda seguir tomándose la bebida, cuando pasen de administración oral a amnioinyección, cuando a veces tengan que atarla y llevársela en camilla para sacárselo, tu rostro mentiroso reflejado en su entrecejo manchado de sudor, mientras los gritos empiezan a desencajarle la mandíbula; pero esto es bastante raro.

Cuando puede tolerar los vasos de bebida, la dosis empieza a aumentar. La mayoría de lo que toma simplemente pasa por su cuerpo, produciendo excrementos líquidos gloriosamente incongelables, excrementos que podrías usar para lubricar rieles para tanques en Europa, y así ella tiene que seguir bebiéndola, metiéndosela en el cuerpo, en el saco amniótico, entrando en la placenta.

Tenía ocho años cuando mi hermano vino a nosotros. Mis padres ordenaron y limpiaron y volvieron a hacer que todo fuera a prueba de bebés, poniendo tapas a los enchufes y moviendo las tapas de los frascos de vitaminas a los estantes altos.

Recuerdo el cuidado con el que nos vestimos, la formalidad con la que mi padre le abrió la puerta del auto a mi madre. El transbordador asentado en la larga y delgada pista de asfalto, regordete y elegante como un ave llena de críos, como un pez lleno de esporas.

Recuerdo cómo el pasto estaba quemado en torno a la pista, los hombres y mujeres en batas azules y limpias que se afanaban en torno al vehículo, el humo del pasto quemado caracoleándoles entre las piernas. Cómo la luz del vientre metálico del vehículo era verde como el mar.

Mi hermano soñó hasta morir.

La Tierra está muy lejos, y el sueño es profundo y oscuro. Los traemos al mundo en un largo y delgado camino de llamas, y la mayoría de ellos despierta. Pero algunos no; permanecen en algún lugar entre las estrellas, soñando por siempre con los suaves arcos que unen los mundos, con cómo se siente estar congelado y cayendo por siempre, con el pasaje del tiempo más allá del tiempo.

Ahora es cuando tienes que moverte rápido.
Tomamos una decisión. Sabíamos lo que significaba.
Nunca viven. Eso es lo que ella nos dijo, a mi esposo y a mí, sentado en la oficina del hospital.

—Ojalá no fuera así. Nunca viven. Pero ustedes viven. Y la próxima nave tiene su niño; ya tiene su bebé adentro, esperando que tomen la decisión generosa y valiente de entregar algunos meses de su fuerza y su esperanza a la ciencia, a la medicina. A la esperanza de los nacimientos naturales en este planeta. Ya somos mejores en ello; ¡ahora el embarazo promedio dura entre tres y seis meses!

»Así son las cosas —dijo—. Espero que tomen la decisión correcta.

Sentados en la oficina del hospital, en nuestras dos sillas, tomados de la mano, no lo discutimos. Sabíamos lo que queríamos, y tomamos una decisión.

Algunas noches sales a ver la Aguja a mirar cómo se elevan las burbujas. Pero no en las noches en las que operas; esas noches, tomas una dosis desaconsejable de kavalactonas, lo único que todavía te permite dormir sin sueños. Y duermes.
Los bebés vienen de la Tierra. Aprendí esto en mi niñez, de mis padres y de los libros de lectura. No sé cómo me imaginaba la Tierra en esos días. Tengo recuerdos de filas de niños listos para la cosecha, como cabezas de lechuga. Amontonados pero cómodos.

Justo antes de que llegara mi hermano, mi madre me explicó lo que era la Lista. Teníamos que esperar nuestro turno, me dijo. No me dijeron en qué posición estábamos en la Lista. No me dijeron que los que estaban primeros en la Lista recibían sobrevivientes y los que estaban después recibían sólo los muertos.

Tenía dieciséis, un mes antes de que llegara mi hermana, y encontré a mi padre llorando y él me explicó cómo se crean y compran los bebés. Cuanto habíamos tardado en enterarnos de que uno no podía reproducirse bajo nuestro sol.

Me dijo:

—Si te ofreces voluntaria para concebir un niño… un feto, una cosa… si los dejas probar tratamientos contigo, aunque sepas que lo que llevas en el vientre no sobrevivirá, te ascienden en la Lista. Es la única forma de progresar.

Dijo que mi madre había sido voluntaria, que había pasado un mes en el Ala de Maternidad. Un Ala de Maternidad de la que jamás había salido vivo un niño. Que gracias a su sacrificio, yo recibiría una hermana viva, cuando había recibido un hermano muerto.

Esa mañana caminé bajo los cielos que parecían un bol de agua pura. Uno puede ver la estrella de la Tierra en una noche clara desde mi casa de la infancia, pero no miré hacia arriba. Sentía el pasto y el suelo fértil entre los dedos, y me preguntaba, como se pregunta una mujer, lo que yo daría por ser madre. Ahora lo sé.

Somos una pareja joven. La Lista es larga, y hay sólo una forma de progresar. Tomamos una decisión.

Sabíamos lo que significaba.

A la noche, la Aguja está iluminada de un blanco suave y nítido, nada vulgar, y se extiende de forma interminable. A veces hay que esperar quince minutos enteros para ver cómo se eleva la siguiente burbuja.

Lo haces así. Cuando ves las burbujas tienes que dejar que la idea de su carga, de los rostros congelados de los niños, se deslice suavemente sobre la superficie de tu mente. No debes pensar en los niños y niñas que dan sus primeros pasos bajo soles distantes, y no debes pensar en los hombres y mujeres creciendo en una tierra extraña, preguntándote por el sonido de sus labios diciendo las palabras «madre», «padre». No debes pensar en lo lejos que están las estrellas, ni tratar de que la escala del espacio te entre en la mollera, no debes pensar en tu propia madre, en cómo te sonríe, en que su nariz es tu nariz y tus manos son las manos de tu padre, no debes desear que las cosas cambien…

Así haces tu trabajo.

Ahora estoy de pie en el campo, con mi vestido bueno, esperando la cigüeña. Las manos, espontáneamente, me suben hasta el cuello. Las manos de él me acompañan, envuelven las mías. Pronto habrá un parpadeo sobre nosotros, y aquí estoy, mirando al cielo azul y claro.

Estoy de pie en el campo con mi esposo, esperando que nuestro niño caiga desde lo alto, esperando…


Louis Evans nació y creció en Manhattan, y actualmente vive en Brooklyn. Es un escritor de ciencia ficción y fantasía, y ensayos de no ficción sobre política, cultura nerd y especialmente la intersección de ambos.

Su ficción ha aparecido en Analog SF&F, Escape Pod y otras publicaciones. En su abundante tiempo libre también escribe comedia, es un performer literario y productor de eventos, que ha contribuido con BAHFest West, Shipwreck SF y Cliterary Salon.

Es miembro de la Science Fiction Writers of America y de la clase de Clarion West de 2020 (demorada por la pandemia)

Su sitio personal es https://www.evanslouis.com/.