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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “230”

 

 

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Fredy había alquilado un apartamento en un décimo piso, a una cuadra de Las señoritas de Avignon, para poder seguir de cerca los movimientos de sus enemigos.

No era gran cosa, pero estaba limpio y prolijo. Fredy colgó la gabardina en un perchero. Estaba vestido con una musculosa, y se podía apreciar su torso y sus fuertes brazos, que parecían hechos en lapacho rosado. Me invitó a tomar un whisky, que acepté de buen grado. Mientras él fue por la bebida me quedé observando una foto que estaba colgada en una de las paredes del living.

Allí se veía al gordo, con la trompeta en una mano, vestido con un uniforme militar, junto a una avioneta de la fuerza aérea de color rosado.

—¡Claro, ahora lo entiendo! —exclamé—. Ya me parecía que te conocía de algún lado.

Fredy llegó con los vasos de whisky, me entregó uno y señaló:

—Cumplí el servicio militar obligatorio en el Regimiento número 7. Era piloto, y también integraba la banda de música.

—Yo estaba en el número 4, pero creo que te vi durante una actuación. Tocaste la trompeta y a mí me pareció maravilloso. Ya entonces eras muy bueno.

—Gracias.

—¿Y también volabas esa avioneta?

—Sí… Rosita y yo éramos inseparables.

—Hablas como si la amaras.

—Si tú la hubieses conocido, comprenderías lo que ella significaba para mí. Cuando yo entraba en ella podía sentir el aroma de su tapizado… Nunca olvidaré ese olor.

—¿Ah, sí? ¿A qué olía?

—Tenía el olor de una mujer que sueña con un hombre.

—Cielos…

—Apenas tocaba el tablero, Rosita comenzaba a vibrar y un calor tibio nos envolvía a ambos. Y luego, en un éxtasis incomparable…

—¿Qué?

—Volábamos.

—Ohh.

—Estábamos hechos el uno para el otro. Te lo juro. Es más… le gustaba escucharme tocar la trompeta.

—¿Le gustaba el jazz?

—Sí. Volaba mejor si antes le dedicaba un tema. ¿Sabes lo importante qué es vivir con alguien que aprecia tu talento?

—Debe ser maravilloso —dije con una sonrisa triste—. ¿Y qué pasó con ella?

—Murió. Hace dos meses.

—Lo siento.

—Luego solo me quedó la música… ¿Quieres escuchar música? Tengo unos cuantos discos de jazz.

Empecé a ver las carátulas de los discos, pero entonces reparé en la brillante trompeta, que dormía sobre un sillón oscuro, y dije:

—Preferiría que tocaras algo… Lover man.

—Ah… te gustó esa, ¿eh? Era la favorita de Rosita —suspiró.

El gordo apuró el whisky y tomó el instrumento.

Me senté en el sillón, bebí un sorbo y apoyé la cabeza en el respaldo.

Aún seguía pensando en el Sector Oeste, en el peligro que se avecinaba, en la misión que teníamos por delante… pero Fredy se paró cuan grande era, a menos de dos metros de mí, y comenzó a interpretar Lover man.

Desde las primeras notas, yo supe que aquella era una versión definitiva. En el Club de Arte me había parecido muy buena, pero ahora comprendía que en realidad era maravillosa. Con el paso de los días mi tristeza se había ahondado y ahora aquella música tenía para mí un significado especial. La melodía no era continua. Entre los fraseos, que se desenvolvían como suspiros, había elocuentes silencios en los que el alma se interrogaba a sí misma. Yo era un hombre con el corazón destrozado, que caminaba en soledad. Mientras la música acariciaba mi alma, sentía que la dicha que había vivido con Flavia pertenecía a un pasado que ya no tenía retorno. Los recuerdos danzaban y se perdían en el aire como dibujos maltratados por el viento y la lluvia. Recordé nuestros paseos en bicicleta, bajo la sombra de los álamos, mientras el viento fresco nos daba en la cara. Nuestros almuerzos en el bosque. Nuestras caminatas por la playa. Nuestras noches de amor. Pero no pude evitar recordar aquella tarde en que la sorprendí observando un libro de arte, de edición extranjera. Estaba contemplando una obra de Klee. Para mí era algo desagradable, pero ella dijo que ese cuadro le hacía pensar que existía otro mundo además de este. Un mundo verdadero, había dicho. No recuerdo qué pintura era, pero sí tengo grabada en mi mente la mirada de Flavia. Sus hermosos ojos verdes lucían como el mar que alguien observa desde la cubierta de un barco al llegar a la patria. Solo que en el caso de ella, su patria no parecía estar en ningún lugar físico determinado. Se diría que pertenecía a esa clase de individuos que viven con la persistente sensación de que la existencia está en otra parte.

Ella y yo éramos tan distintos, y sin embargo no podía apartarla de mi mente. ¿Por qué tuve que enamorarme? ¿Por qué uno no puede elegir de quién enamorarse? ¿Y por qué el amor hace tanto daño?, me pregunté. Pero eran preguntas retóricas, y mi única certeza era que estaba condenado a amarla de por vida.

El gordo seguía parado en medio del comedor, con sus brazos poderosos, sus cachetes inflados y su brillante trompeta, mientras yo ya había comenzado a derrumbarme, con los labios apretados y las lágrimas asomando en mis ojos. No podía pensar en nada más que en Flavia y en la forma descarada en que ese maldito gato me la había hurtado.

Estuve, durante un tiempo incalculable, ahondándome en mí mismo.

Fredy había dejado de tocar, pero yo aún seguía atrapado en el perfume de su música.

Noté un brazo apoyado sobre mi hombro.

Su voz sonó como un susurro:

—No debes darte por vencido.

—Es fácil decirlo para ti. Tienes un gran espíritu… cualquiera podría darse cuenta con solo escucharte tocar.

—No ha sido fácil para mí.

—Bah, lo dices solo para darme ánimo.

—No… te lo aseguro. Mis comienzos no fueron sencillos.

—¿En serio?

—Te lo juro. Nunca olvidaré la noche de mi primer concierto. Cuando empecé a tocar surgió un sonido abrupto, muy desagradable. Pero no me preocupé, porque recordé que Miles Davis había dicho: «No hay notas equivocadas; es la siguiente la que lo determina». Así que me pasé toda la noche buscando la nota siguiente. Fue el solo más largo que toqué en toda mi vida, duró horas.

—¿Y al final… encontraste la nota?

—Sí, lo hice, pero para ese entonces ya no quedaba ningún cliente en el local. Solo había un hombre, que estaba trapeando los pisos, y a él no le gustaba el jazz.

—Oh.

—Pero eso no me detuvo, ¿cierto? Me mantuve de pie, seguí luchando… y aquí estoy, convertido en el mejor músico de este país.

—Es verdad.

—Ahora… recuerda las enseñanzas de tus ancestros, recuerda lo que aprendiste en la Escuela del General Máximo Santos, recuerda esos árboles orgullosos que tú mismo pintaste, recuerda quién eres y no permitas que nadie te detenga. Lucha por lo que te corresponde. ¡Tú puedes!

Me enjugué una lágrima, y dije:

—… Gracias, amigo. Ya sé lo que haré. Voy a matar al Señor Relámpago y a recuperar a mi novia.

—¡Muy bien! —Después consultó su reloj pulsera, y, con la trompeta en una mano, señaló: —Acompáñame al balcón.

Salimos. Me sentí un poco mejor, aunque no del todo.

El cielo tenía la textura de una flor, de pétalos grises y violetas. Pero el viento, que soplaba desde el horizonte, transportaba un olor extraño. Un aroma que la mente no era capaz de identificar, pero que se cernía sobre la conciencia como una sombra insana. Apenas pude pensar en algo oscuro y eléctrico, aunque eso no tuviera ningún sentido para mí en ese momento.

Uno podía apreciar la diferencia entre el Sector Este y el Oeste. Mientras que en el primero las casas y los apartamentos eran normales y parecían hechos a la medida del hombre, en el segundo la realidad iba desdibujándose conforme uno se internaba en él. Pasar del Sector Este al Oeste equivalía casi a dejar la vigilia para internarse en el sueño. La lógica se iba replegando y dejando su lugar a las zonas oscuras de la mente.

Al principio estaba el área que acabábamos de recorrer con Fredy, con viviendas cada vez más extrañas, luego seguían unos edificios largos de apariencia blanda, como crayones derretidos, y más tarde un muro, altísimo, más allá del cual era imposible adivinar qué se escondía. Después de éste, apenas se veían unos extraños reflejos, unos picos agresivos, probablemente de metal, y finalmente un humo negro que ascendía al cielo.

—¿Nunca te has preguntado que hay más allá del muro? —dijo Fredy.

—Bueno, no… supongo que es un área todavía en construcción. Por lo pronto, sé que está prohibido volar sobre ese sector. Incluso escuché que tienen una batería antiaérea siempre lista y que no vacilan en disparar a los intrusos.

—Es verdad, aunque eso no es todo—. Ahora la voz de Fredy buscaba los tonos graves, como si se aprontara a revelarme un conocimiento muy importante—. ¿Pero qué ocultan? ¿Qué crees tú que construyen?

—No sé —respondí confundido.

—Espérame y te lo mostraré —dijo el gordo, y se dirigió hacia dentro.

Me quedé mirando en dirección al Sector Oeste. El viento, cargado de malos presagios, soplaba con fuerza, y sentí que me erizaba la piel.

Regresó con unas fotografías.

—Estas tomas son de hace dos meses, durante una incursión aérea que hicimos con Rosita al Sector Oeste.

—¡Te atreviste a hacerlo!

—Sí.

—¡Pudiste haber muerto!

—Pero estoy vivo y eso es lo que importa ahora.

Me mostró la primera.

Eran unas manchas negras sobre el terreno gris.

—Se ven pequeñas por la distancia, pero son baterías antiaéreas— dijo.

—Vaya… ¿y qué son esos puntitos luminosos?

—Los disparos de las ametralladoras.

—Oh, Dios…

—Pasé esa franja… —explicó— pero no era lo único peligroso.

—¿No? ¿Y qué otra cosa puede ser más terrible que eso?

Fredy me mostró una nueva fotografía.

Se apreciaban tres círculos blancos, con rayas concéntricas de color negro que creaban una desagradable sensación de movimiento.

—¿Sabes lo que es esto? —me preguntó.

—Sí. Es un ejemplo de Op art. Una corriente iniciada por individuos inescrupulosos como Josef Albers y Víctor Vasarely.

—Exacto, estos discos fueron fabricados para perturbar a los intrusos, mientras se esfuerzan por esquivar los disparos de las ametralladoras. Normalmente están ocultos, pero se activan tan pronto como alguien viola el espacio aéreo. Miden cerca de diez metros de diámetro y se inclinan unos cuarenta y cinco grados sobre el nivel del suelo. Provocan mareos, náuseas, y hay quienes afirman que una exposición prolongada puede borrar todos los datos de tu mente.

—No me sorprendería.

En la siguiente foto había algo parecido a un depósito de chatarra.

—¡Vaya,son esculturas! —dije—. Obras amorfas, de pésimo gusto, hechas a partir de la técnica del Assemblage. Utilizan cualquier tipo de desecho.

—Sí —dijo Fredy—, sobre todo metales. Y, como habrás notado, están justo después de los discos de Op art.

Con un nudo en la garganta comprendí lo que mi amigo intentaba explicarme. El parque de esculturas estaba erizado de varillas y tubos de fierro que apuntaban hacia arriba como lanzas. Si los discos ópticos tenían el efecto previsto, los intrusos se estrellaban contra los metales para encontrar una muerte horrenda.

—¿Cómo lograste sobrevivir? —pregunté.

Ilustración: Claudio «Maléfico» Andaur

—No fue sencillo —admitió mi amigo con una mueca de amargura, al tiempo que se recogía los pantalones para mostrarme la pierna izquierda. Estaba surcada de cicatrices y tenía una armazón de metal que le permitía mantenerse firme.

—Dios…

—Rosita se estrelló entre los metales y comenzó a arder. Así fue como murió.

—Lo siento. ¿Y tú?

—Tuve suerte. Fui rescatado por un camionero. Un sujeto bajo, algo obeso, de mirada honesta y bigotes tupidos, que tenía el aspecto de haber sido golpeado con una llave inglesa en la frente. Él me ocultó por un tiempo, y me cuidó hasta que pude regresar.

—Debes haber averiguado muchas cosas.

—Sí. Los subversivos están preparándose para tomar el país.

—Pensé que su estrategia era controlar las mentes de los ciudadanos.

—Es correcto, pero, como saben que hay seres inteligentes como nosotros a los que no podrán engañar, más allá de los campos de chatarra ya se están haciendo las primeras pruebas para poner a funcionar una de las tantas fábricas de armamentos especiales que piensan construir.

—¿Construirán armas especiales?

—Ya empezaron a hacerlo —señaló Fredy mostrándome otra fotografía.—Mira, éste es uno de los prototipos. Es una Picasso.

El diseño se basaba en las líneas curvas que el pintor español había hecho famosas en su período cubista. Pero, más allá de eso, recordaba vagamente a una ametralladora.

—¿Y qué tan peligrosa es?

—Es ligera, fácil de usar, y funciona con un minicondensador de rayos cósmicos. Solo Dios sabe qué tan mortífera puede llegar a ser.

—Vaya…

—También han empezado a fabricar unos uniformes de camuflaje, que tienen una estética a lo Jackson Pollock En un par de meses comenzarán a reclutar y a entrenar un ejército… ¿Comprendes ahora la prisa?

—Sí, claro…

En ese momento, en un edificio distante, unas persianas de colores se cerraron y se abrieron rítmicamente. Vi hacer lo mismo en viviendas que estaba a derecha e izquierda de nosotros, siempre en el Sector Este.

—Les avisaré que todo sigue según lo previsto —afirmó Fredy. Luego levantó la trompeta y sopló con todas sus fuerzas una única y prolongada nota, que sonó como un cuerno en un campo de batalla.

—¿Qué haremos? —pregunté.

Fredy me dirigió una mirada seria y señaló:

—Hoy, a las doce de la noche, nos encontraremos en la Plaza del Conocimiento.

A las doce menos cuarto, en la camioneta de Fredy, partimos hacia el Sector Oeste. Por las dudas que me cruzara con Flavia me puse los anteojos y la peluca. Cruzamos la avenida Las Señoritas de Avignon, y nos internamos en aquel mundo demencial que tanto odiaba. En ese momento lo que más llamó mi atención no fue la arquitectura, sino la gente. Ocupaban las veredas y habían invadido buena parte de la calle, hasta el punto de que tuvimos que reducir al mínimo la velocidad. Había una importante cantidad de personas normales, que seguramente se habían acercado para curiosear, pero la inmensa mayoría eran del Sector Oeste. Miles de hombres y mujeres con túnicas que imitaban los diseños de los mayores asesinos del arte, y algunos vestidos de negro. Aunque las pinturas estampadas en las telas demostraban un pésimo gusto, el conjunto era impresionante por su colorido. Los individuos eran de etnias variadas. Había caucásicos, negros, latinos, etc., pero todos tenían un común denominador: un rostro alegre. Parecían esas sectas que viven su religión con una alegría y un fervor rayanos en la más abyecta estupidez. También había vehículos de los principales canales de televisión, con sus antenas desplegadas, y sus focos y sus cámaras listos. Por lo visto, el evento iba a ser presenciado en todos los rincones del país.

La aglomeración era tan grande y abigarrada que nos vimos obligados a estacionar a una cuadra de nuestro objetivo, junto a decenas de automóviles, bicicletas y triciclos. Todas las calles que desembocaban en la plaza estaban repletas de gente. Había un clima general de efervescencia, una corriente de energía que mantenía los sentidos alertas. No sabía qué iba a suceder exactamente allí, pero tenía la certeza de que sería algo destinado a quedar grabado en mi memoria y en la de miles y miles de individuos.

Le confesé a Fredy que no me sentía nada bien, rodeado de tantos disidentes, pero él me tranquilizó asegurándome que había cientos de amigos suyos infiltrados entre la concurrencia, listos para dar el zarpazo en el momento propicio.

—Cerca de la mitad de los que están aquí son de los nuestros —explicó—. Hay muchos ex soldados, incluso.

Paseé mi vista por el abigarrado gentío y vi muchos rostros que, lejos de exhibir una estúpida sonrisa, mostraban una ira dispuesta a desatarse en cualquier momento. Descubrí al menos a un par de sujetos que habían hecho conmigo el servicio militar obligatorio. El entorno de la Plaza parecía haberse transformado en el epicentro de las facciones que dividían al país. Había también conocidos dirigentes del Partido Revolucionario y del Partido Conservador, con sus respectivos lacayos. Con un nudo en la garganta, tuve la sensación de estar sentado sobre un gigantesco barril de pólvora.

Un hombre se acercó por detrás de Fredy y le tocó un brazo.

—Está todo listo —le dijo al oído.

—Bien —respondió el gordo—. Ustedes hagan su parte y yo haré la mía.

—Hay algo más. Un amigo te estará esperado en la plaza del General Máximo Santos.

—¿Un amigo? ¿Quién?

—Es mejor que lo descubras tú mismo.

—Está bien. Iré.

El sujeto le hizo un guiño a Fredy y se perdió entre la muchedumbre. Nosotros seguimos caminando.

La Plaza del Conocimiento ocupaba toda una manzana. No había bancos, ni botes de basura, ni monumentos, ni nada de lo que suele haber normalmente en una plaza. Estaba cercada en todo el perímetro por una cuerda que era sostenida por guardias vestidos de negro, apostados cada metro y medio de distancia. Nadie podía entrar en ella sin autorización. El suelo presentaba un diagrama muy característico. Estaba ilustrado con figuras geométricas que se hacían más pequeñas conforme se acercaban al centro; cuadrados, círculos y finalmente triángulos contrapuestos que se cruzaban entre sí, generando nuevas figuras. Cada sector estaba pintado de un color distinto, y la visión general resultaba armónica.

—Un mandala —señalé.

—Para ellos es el Mandala. Fue construido hace veinte años por la Cofradía. Se supone que es el instrumento que va a anunciar la llegada de los individuos más talentosos del planeta. El nacimiento de una nueva raza: El Homo Creator, previsto en las escrituras.

—¿Qué escrituras? —pregunté, perplejo.

—Las de la Cofradía, obviamente.

—¡Ja!

—Según ellos, el Mandala sirve para concentrar las energías de los artistas y permitirles mostrarse al mundo en todo su esplendor. Cuando aparezcan los primeros elegidos, destinados a conducir a la gloria a su pueblo, el Mandala los mostrará de forma inequívoca.

—Basura.

—Por supuesto. Desde que fue construido, el Mandala no dio ningún resultado.

—Un fracaso difícil de tragar para los subversivos.

—Exacto. Por eso hay tanta expectativa: prometieron que hoy veremos la llegada de los primeros Homo Creator, y, con ellos, el nacimiento de una Nueva Era.

Había cerca de veinte personas deambulando por los extremos. Por alguna razón, que todavía no comprendía, evitaban pasar por el centro. Pensé que podía ser superstición o algún reglamento. Cuando parecía que alguien se dirigía al centro y estaba a punto de entrar en él, las líneas, o los colores, lo hacían desviarse de su camino, y seguía dando vueltas, hasta que al rato se encontraba en la misma situación.

Justo cuando comenzaba a preguntarme si podría existir alguien dispuesto a ir más lejos, escuché un ruido insoportable, mezclado con cánticos incomprensibles. Giré mi rostro y los vi. Era una excentricidad digna del Sector Oeste. Había cerca de doscientas personas, vestidas como monjes, con túnicas y capuchas negras, que marchaban con gran pompa, por la calle que delimitaba el costado izquierdo de la plaza. Cantaban en una lengua desconocida y con voz gutural una frase que repetían incesantemente, como un mantra. Eran acompañadas por una veintena de individuos, vestidos igual que ellos, que tocaban bombos, platillos, redoblantes, trombones, trompetas, violines, flautas, saxos.

—Nadie parece interesado en lograr una melodía agradable —comenté.

—Ellos dicen que intentan restituirle a la música su sentido primitivo y profundo.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál se supone que sea?

—Establecer una comunicación con planos superiores de existencia.

—¡Bah! ¿Y qué demonios cantan?

—»El reino viene», es lo que repiten, una y otra vez.

—Vaya… cada día los odio más.

Atrás de los músicos venía cerca de una treintena de sujetos vestidos como monjes, enarbolando unos estandartes que tenían estampado el rostro del Señor Relámpago.

—Todo esto por un maldito gato —dije.

—Es el ícono que estaban esperando —explicó el gordo—. Algo nuevo y sorprendente capaz de inspirar a cientos y miles de individuos. Los gatos ya habían sido considerados sagrados en el antiguo Egipto —tierra de gran prestigio esotérico— de modo que eso favoreció la utilización del Señor Relámpago como emblema de esta avanzada.

Luego de los estandartes, apareció Flavia. Desfilaba por el medio de la calle, para que todos los presentes pudieran observarla. Hacía un poco de frío, pero a ella no parecía importarle. Su cuerpo esbelto lucía apenas un vaporoso vestido azul que danzaba en el viento, junto con sus cabellos largos y dorados. Estaba descalza, y caminaba con una sonrisa estampada en el orgulloso rostro. Con gesto digno, sostenía entre sus manos un almohadón negro en el que reposaba el insufrible Señor Relámpago.

No sé si era por el contraste con el almohadón, pero lo cierto es que el felino me pareció aun más blanco y esponjoso de lo habitual, como si hubiese sido designado para un propósito divino, o como si lo acabaran de sacar de un lavarropa.

Cuando llegó a la plaza, la música se detuvo, y todo el mundo guardó silencio.

Flavia bajó con delicadeza al Señor Relámpago.

El gato, molesto por tener que dejar el mullido almohadón, movió la cabeza y olfateó el aire de mala gana. Miró en todas direcciones, para hacerse un panorama de la situación y finalmente, con displicencia, comenzó a caminar. Después de unos pasos, resopló, y, asumiendo el rol que se esperaba de él, sacó pecho, levantó la cola y avanzó con toda la dignidad que le fue posible.

Con andar decidido, fue pasando uno a uno los distintos sectores, sin que nada ni nadie lo detuviera. Antes de lo que tardo en contarlo, llegó al sitio deseado, donde varios triángulos se superponían para generar uno nuevo. Era el centro exacto de la plaza.

Luego, erguido como un animal de exposición, y con el mentón levantado, hizo algo que me paralizó el corazón. Yo no sé qué esperaba, exactamente, pero lo que hizo superó todas mis expectativas. Empezó a levitar, envuelto en un haz de luz azul. Lentamente. Nadie podía dejar de observarlo. Su figura felina se recortaba en el cielo con singular encanto.

Yo apenas podía creer que el gato se estuviese elevando frente a mis propios ojos, pero los habitantes del sector Oeste no parecían sorprendidos. Estaban felices, como si hubiesen esperado toda su vida para ver aquello.

El Señor Relámpago subió y subió, hasta alcanzar una altura de treinta metros.

Poco después, alrededor de él, en un radio de dos metros de distancia, comenzaron a aparecer unos extraños objetos de colores, no más grandes que el propio animal. No tenían una forma definida, se parecían a pequeños trozos de plastilina, que se destacaban contra el negro firmamento. Me hicieron acordar a algunas formas abstractas pintadas por Yves Tanguy, aunque los colores del gato eran más brillantes.

Había más de veinte objetos y giraban incesantemente, manteniendo como eje el cuerpo del animal.

Después de observarlo, varias personas se animaron a incursionar en aquellas zonas de la plaza a las que no habían podido acceder. Algunas lo consiguieron. Y aquellas que se acercaron a pocos metros del centro, se elevaron, aunque a distintas alturas. En torno a ellos también aparecieron objetos flotantes de colores, pero no eran tan hermosos como los que había creado el Señor Relámpago; a decir verdad, parecían copias devaluadas de los mismos. Sin embargo, la visión general de una media docena de seres humanos y un gato levitando sobre la Plaza del Conocimiento, envueltos en luces de colores y haciendo girar en torno a ellos unas extrañas y brillantes figuras, era algo digno de contemplar. Me quedé como hipnotizado. Perdí la noción del tiempo. Solo sé que en determinado momento el cielo comenzó a adquirir las tonalidades logradas por Señor Relámpago. Los colores que surgían de su mente felina se habían estampado en la bóveda celeste, que lucía más viva y brillante de lo que ser humano alguno jamás había visto. El cielo tenía un aspecto líquido y era recorrido por colores. Rojos, naranjas, verdes, azules, amarillos, violetas… En una primera instancia pensé que eran como jugos derramándose, pero luego me di cuenta de que esa no era la analogía apropiada. A juzgar por la trayectoria que mostraban los colores, uno diría que se comportaban como seres vivos.

Tenía la sensación de estar asistiendo a un evento místico. Algo sublime y maravilloso que nunca hubiese esperado conocer.

Sentí la piel erizada.

—Así que después de todo el gato es un genio —pensé en voz alta.

—Es un fraude —dijo Fredy.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Ya verás…

El gordo me tomó de un brazo y me arrastró fuera de la multitud. Con mucha dificultad nos fuimos abriendo camino entre los miles de personas que miraban hacia arriba, al extraordinario gato que hacía en el cielo una demostración de su talento.

Cruzamos la plaza. Al llegar a los fondos de un edificio, Fredy me mostró una reja cuadrada que había en el suelo.

—Esta es la entrada. Ayúdame a levantar la tapa.

Todavía no entendía lo que quería mostrarme, pero hice lo que me pedía. No sin esfuerzo, entre los dos logramos despejar la abertura. Una escalera descendía hasta perderse en la oscuridad.

—¿Y esto?

—Es una salida de emergencia, ellos no esperan que entremos por aquí.

—¿Qué hay allí?

—Sígueme.

Con cautela, comenzamos a descender.

Veinte escalones después llegamos a un corredor.

Era lo suficientemente grande como para permitirnos caminar cómodos y erguidos. Estaba oscuro, pero a lo lejos se advertía la presencia de una luz.

Caminamos a hurtadillas hasta llegar a un espacioso salón donde brillaban las luces de colores de un monitor de televisión y una cantidad desmesurada de computadoras grandes como roperos. También había una biblioteca y un armario.

Nos escondimos atrás de una de las computadoras, que vibraban con el zumbido de los endiablados mecanismos. Cuando Fredy me indicó, asomamos las cabezas para espiar.

—Este es el centro de control de la plaza —dijo.

En el medio del salón había una estructura metálica, negra, de forma cónica, de tres metros de diámetro y una altura de diez, que rezongaba con un rumor áspero. A través de una estría que se extendía en forma espiralada desde la base hasta la cúspide, podían verse unas descargas eléctricas, verdes y blancas, que serpenteaban como el alma de aquella bestia artificial. En la parte más baja sobresalían unas perillas de control que me hicieron pensar en espantosos dientes. Y como si faltara algo para completar la imagen ominosa del monstruo metálico, desde su parte más alta salían cinco tubos, de una goma corrugada de color rojo, que se alzaban como brazos y se hundían en sendos huecos del techo.

—Ese es el generador de antigravedad —explicó el gordo—. Los tubos desembocan en zonas precisas de la Plaza del Conocimiento y hacen posible que los sujetos se eleven.

—Dios…

En la cúspide del generador de antigravedad había una especie de ponchera invertida, transparente, dentro de la cual giraban unas láminas de colores muy vivos. Daba el aspecto de ser el ojo alucinado de la criatura. De allí salía una suerte de cono de vidrio que llegaba hasta el techo.

—Y supongo que esos colores… —dije.

—Ese es el proyector de hologramas —explicó el gordo, confirmando mis sospechas.

En una de las paredes había colgada un hacha, para ser usada en caso de incendio.

—El hacha —dijo Fredy—, podría sernos útil para destruir el generador.

—Quiero hacerlo yo —señalé.

—Bien.

A pocos metros de nosotros había dos individuos, vestidos con ropas negras, manejando los aparatos. Uno era un anciano alfeñique, de lentes. El otro era alto y fornido. Hablaban fuerte, para que sus voces lograran sobreponerse al ruido de las máquinas. El más pequeño recogió una cinta de papel que una de las computadoras acababa de expulsar por una ranura, y le leyó los datos a su ayudante:

—»Proyector de hologramas: estable». «Generador de antigravedad: elevar potencia al veinticinco por ciento.» Ajústalo ahora.

Apenas podía creerlo: el viejito no era otro que el profesor Finamore. Inconfundible, con sus escasos cabellos color mostaza y sus lentes de cristales redonditos.

—Sí, profesor —contestó el ayudante y se movió unos pasos, de modo que pude verlo de perfil.

Quedé boquiabierto. El hombre que estaba con el profesor era ni más ni menos que Olariaga.

Me volví hacia Fredy.

—Es mi editor —dije.

Fredy puso una mano sobre mi hombro y me recordó:

—Te lo advertí: no puedes confiar en nadie.

El hombre cuarentón, con aspecto de jugador de rugby, se dispuso a cumplir la orden del anciano y avanzó hacia la computadora que debía operar, con tan mala fortuna que resultó ser la misma que habíamos utilizado de escondite.

—¡Profesor, tenemos intrusos! —aulló Olariaga.

—¡Que no escapen! —ordenó el anciano.

De inmediato, Fredy saltó sobre el editor y le propinó un derechazo en la mandíbula. El tipo asimiló el golpe y respondió con una izquierda al estómago. Fredy se dobló sobre sí mismo. Durante un momento pensé que estábamos perdidos. Sin embargo, el músico se recompuso rápidamente y aferró con ambos brazos el cuerpo del editor, con el resultado de que ambos pecharon la computadora.

—¡No! —gritó el viejo. Pero su exclamación fue inútil, porque el ingenio, bajo el peso de estos dos grandes hombres, se tambaleó y cayó pesadamente al piso, sonando con estrépito y levantando un chisporroteo infernal.

—¡Oh! —se lamentó con estupor el alfeñique—. ¡Están arruinándolo todo!

Tras la caída, Olariaga y Fredy siguieron peleando en el piso, junto a la destartalada computadora que no cesaba de soltar un abanico de chispas amarillas.

Corrí, tomé el hacha que estaba colgada en la pared y avancé hacia el generador de antigravedad.

El viejo se me paró enfrente e intentó impedirme el paso, pero era tan ridículamente pequeño y enclenque que no hubiese podido detener ni a una hormiga. De un manotazo, y hasta con cierta displicencia, lo arrojé contra la biblioteca. Cayó al suelo junto con un montón de libros. Perdió los lentes y quedó semiinconsciente. No me preocupé más por su suerte.

Me paré frente al generador de antigravedad, llevé el hacha hacia atrás de mis hombros para tomar impulso, y descargué un golpe sobre el panel de control. Rompí varias perillas largas como colmillos. El monstruo pareció emitir un grito de disgusto, y la luz verdosa refulgió de un modo intenso en sus estrías. Lancé otro golpe y terminé de partirle los dientes. Pero la bestia no estaba muerta ni mucho menos. La luz continuó girando en torno a ella, y el sonido que emitía se estabilizó en un ruido ronco que parecía expresar odio y resentimiento. La golpeé un poco más arriba, en la coraza metálica, con tanta fuerza que sentí un cimbronazo y estuve a punto de perder el hacha. Pero seguí, castigándola en distintos sitios. Estaba eufórico, experimentaba una vitalidad increíble, me sentía poderoso, como no me había sentido nunca. Después de expresarme durante años a través del arte, de intentar encontrar mi verdadero ser en la actividad creadora, sentí que el verdadero placer, el insondable placer que late en las profundidades del ser humano, estaba en la destrucción. La golpeé arriba y abajo, una y otra vez. No podía detenerme. El sudor me chorreaba por el cuerpo, y tenía todos los músculos en tensión. Pero no daba síntomas de cansancio, parecía que con cada golpe se renovaban mis fuerzas.

El ojo de la criatura se iluminó de un modo brillantísimo. Lo interpreté como una provocación.

Trepé sobre la bestia y le pegué un hachazo al ojo alucinado.

Saltó una lluvia de cristales y láminas de colores.

Regresé abajo y continué golpeando al monstruo, hasta que lanzó unos estertores, quedó silencioso y un humo negro, con olor a quemado, brotó por sus intersticios.

Me aflojé y respiré hondo. Recién en ese momento me di cuenta de que estaba cansado y de que, en el fragor de la batalla, había perdido los lentes y la peluca. También, con cierta angustia, me pregunté que habría pasado si mis golpes hubiesen alcanzado el núcleo del generador. Tal vez habría causado una tragedia de proporciones.

El profesor Finamore ya se había recuperado y estaba gateando en el piso, intentando hallar sus lentes.

Giré hacia Fredy, para ver si necesitaba mi ayuda. Parecía estárselas arreglando muy bien solo. Los dos hombres se habían parado y se lanzaban puñetazos, pero el músico continuaba mucho más entero. Golpeó a su rival dos veces seguidas en el rostro y lo hizo caer de espaldas, totalmente exhausto. Después se arrojó sobre él y, tomándolo de la solapa, lo obligó a sentarse.

—Y esto es por Rosita —enfatizó, y le dio a Olariaga un gancho fulminante en plena mandíbula que lo puso a dormir.

El gordo tenía el rostro rojo de golpes y el labio partido, pero no parecía importarle. Se pasó el antebrazo por la boca para limpiarse la sangre, miró la destrucción que yo había causado, y señaló:

—Bien hecho. Vámonos de aquí.

Pero habíamos olvidado algo.

Sentí un ruido y me giré.

Finamore se había incorporado. Abrió un cajón del armario y sacó un arma.

—¡Herejes! —nos gritó con odio.

Estaba a menos de tres metros de nosotros. Se había colocado los lentes, aunque uno de los cristales estaba muy astillado. El único ojo que se distinguía bien se hallaba desmesuradamente abierto. El viejo tenía una expresión demente y la mandíbula le temblaba de furia. Nos apuntaba nada más ni nada menos que con una Picasso. Recordé lo que Fredy me había dicho en su casa, a propósito de aquella arma y se me puso la piel de gallina. El sujeto ni siquiera necesitaba ser buen tirador, si apretaba el gatillo, en aquel espacio reducido en el que estábamos, era seguro que nos iba a alcanzar. Pensé que era nuestro fin. Sin embargo, el gordo no se asustó, avanzó con decisión hacia el anciano, y en menos tiempo del que tardo en contarlo, con la mano izquierda le arrebató el arma y con la derecha le abofeteó el rostro. Finamore apretó los puños y lloriqueó de impotencia, pero no pudo hacer nada. Luego mi amigo me dio el arma para que se la sostuviera, tomó al tipo de la cintura, lo alzó sobre sus hombros y lo arrojó al aire como una marioneta. El viejo lanzó un grito muy gracioso y se estrelló contra una computadora. Quedó tirado entre las máquinas y ya no lo vi levantarse.

Rápidamente comenzamos a salir por donde habíamos entrado.

En la escalera nos cruzamos con un reportero que avanzaba con su cámara al hombro.

—No te preocupes —me tranquilizó Fredy—. Es de los nuestros. Luego le dijo al camarógrafo: —Adentro podrás ver el proyector de hologramas y el generador de antigravedad.

—¡Sí! —exclamó el hombre—. ¡Esto se verá muy bien en el noticiero!

Afuera había un griterío ensordecedor. La gente corría de un lado a otro y los distintos grupos estaban trabados en una encarnizada batalla. Peleaban dándose golpes de puño y patadas, pero también con palos, piedras y navajas que brillaban en la oscuridad. Hasta los instrumentos musicales eran utilizados como armas. Algunos individuos, portando antorchas, habían comenzado a incendiar las casas del barrio. Peligrosos colores se extendían por las veredas y arrasaban todo a su paso.

En torno a la Plaza del Conocimiento la batalla era aún más intensa. Las torres de transmisión de la televisión habían sido derribadas y una camioneta de un medio de comunicación estaba dada vuelta sobre el asfalto. Costaba darse cuenta quién iba ganando o siquiera de dónde podían provenir los golpes. Cuando un grupo de individuos se movió para perseguir a otro que llevaba la desventaja, advertí que en el suelo había varios cuerpos tirados, junto a sendos charcos de sangre. Eran los hombres y las mujeres que habían estado levitando. Lógicamente, al destruirse el generador de antigravedad, se habían precipitado al piso desde una importante altura.

Pero no encontré al Señor Relámpago. Mientras un escalofrío me recorría la espalda, elevé la vista hacia los cielos. Y ahí lo vi. Indiferente a todo lo que sucedía, el peludo felino continuaba levitando sobre la plaza, y desplegando su exquisito arte, en forma de cuerpos de colores que giraban alrededor suyo. No era posible. Yo mismo había presenciado la destrucción del proyector de hologramas. También del generador de antigravedad: los cadáveres que acababa de contemplar eran una prueba de ello. Y sin embargo, el gato seguía allí. Aquello cambiaba radicalmente mi punto de vista sobre la situación. Después de todo… ¡el maldito gato sí tenía talento! ¡No necesitaba de ningún truco, le bastaba con su arte!

De forma sorpresiva, Fredy me gritó:

—¡Ahí lo tienes! ¡Utiliza la Picasso!

Me sentía mal. Estaba mareado por lo que pasaba a mi alrededor y, sobre todo, desacomodado por el rumbo que habían tomado los acontecimientos. El arma temblaba en mi mano, el sudor resbalaba por mi rostro y lo único que yo deseaba era huir de aquel sitio cuanto antes. No podía moverme, parecía incapaz de actuar por mí mismo.

—¡Vamos! ¿Qué esperas? —gritó Fredy—. ¡Dispara!

Vi el rostro del gordo inflamado de odio, cubierto de moretones, sus ojos saltones inyectados en sangre y en ese instante supe que no debía obedecerle. Su natural aspecto infantil, unido a la ferocidad animal que veía ahora, me hizo pensar en él como en una criatura monstruosa. Pero no dije nada. No pude. No sabría decir cómo fue que sucedió. Yo no pensaba hacerlo, pero fue mi dedo el que apretó el gatillo. El rayo verde que salió de la Picasso pasó por debajo del gato, pero sin darme cuenta levanté aun más el brazo y en determinado momento di en el blanco.

El animal, con los extremos rígidos y atenazado por un dolor inenarrable, refulgió como un espectro en la luz verdosa y fosforescente. Luego, cuando solté el gatillo, su cuerpo se aflojó y cayó desde las alturas. Se estrelló violentamente contra el pavimento, a pocos metros de donde me encontraba.

Me quedé estático, sin reaccionar, como si aquello no tuviese que ver conmigo.

Miré un instante aquella masa desagradable y humeante que había sido el Señor Relámpago. Cuando levanté la cabeza me encontré con los ojos de Flavia. Estaba parada junto al gato. Se había llevado una mano a la boca y tenía el rostro pálido. Su vestido azul y sus cabellos se agitaban en el viento; nunca la había visto tan triste y tan hermosa.

Ella observó el arma que colgaba en mí mano y me miró con una expresión como jamás espero volver a ver en un ser humano.

Hubiese deseado haber conservado la peluca y los lentes para pasar desapercibido; o que la tierra me tragara.

—¡Bien hecho! —exclamó Fredy. Me arrastró lejos de allí y empezamos a correr hacia la camioneta.

Un grupo de individuos vestidos con túnicas intentó rodearnos, pero mi amigo no se dejó amedrentar. Tomó la Picasso de mis manos, apretó los dientes, los miró con odio, apuntó el arma al cielo y lanzó un disparo de advertencia. Eso bastó para que se dispersaran y pudiésemos correr y meternos en el vehículo. Luego el gordo encendió el motor, chocó varias bicicletas y un par de autos para salir del estacionamiento, giró en redondo, colocó el auto en dirección contraria a la plaza y aceleró. Lanzó exclamaciones de júbilo, me felicitó por lo que había hecho y me palmeó el hombro. Su mano me resultó increíblemente pesada.

Yo no podía dejar de mirar por el espejo retrovisor para ver a Flavia, que estaba arrodillada junto al cadáver de su gato, mientras a sus espaldas se elevaban columnas de humo y las personas continuaban luchando de un modo salvaje. Me sentí un poco mejor cuando dejé de verla.

Ya no sabía dónde estaban el bien y el mal, pero me hice a la idea de que no valía la pena pensar en ello. Quizá estuviese equivocado, pero ya era tarde. Uno no podía tomar todos los caminos posibles y yo ya había elegido el mío. Lo importante, me repetí aunque no fuera cierto, es tomar posición.

Fredy pareció soslayar el hecho evidente de que el Señor Relámpago tenía talento y yo tampoco dije nada. No hablamos del tema; no convenía hacerlo.

—Amigo… —señalé al cabo de unos minutos—. Quizás no haya sido tan buena idea matar al gato.

—¿Por qué lo dices?

—No destruimos a nuestros enemigos: les hemos dado un mártir.

—No pienses en eso.

—Pero les hemos dado un mártir —insistí.

—Tal vez, pero hemos retrasado sus planes. Todavía hay mucho por hacer. Pondremos en funcionamiento Escuelas de Arte y seguiremos combatiendo.

—Escuelas de Arte… ¿alguien querrá aprender en ellas?

—Seguro. Las batallas serán muchas pero si continuamos luchando con la decisión que hemos mostrado en el día de hoy, nuestras vidas tendrán un sentido, y al final ganaremos la guerra. Será un largo camino.

—Un largo camino… —repetí mecánicamente.

Apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. Sentí cierto alivio, al saber que era otro el que conducía. El ronroneo del motor me ayudaba a aislarme de todo.

Cuando abrí los ojos estábamos en la plaza del General Máximo Santos. Fredy detuvo el vehículo y bajamos. No había nadie y el sitio lucía limpio, casi irreal.

El gordo se quedó recostado contra el vehículo y dijo:

—Mira. Parece que las cosas han comenzado a recomponerse.

Alguien le había restituido al prócer su cabeza original. Caminé hacia él, mientras el viento arrastraba unas hojas. Podía escuchar claramente mis pasos sobre las baldosas. Estaba cansado y me reconfortó sentir un aire frío en las manos y la cara. Cuando llegué frente al general, elevé la vista y observé su faz detenidamente, pero no pude pensar en nada.

En ese preciso instante, un camión se detuvo junto a la plaza. La puerta se abrió y el chofer descendió. Era un sujeto bajo, algo obeso, de mirada honesta y bigotes tupidos, que tenía el aspecto de haber sido golpeado con una llave inglesa en la frente.

—Hola, Fredy —dijo—. Tengo algo para ti.

Con andar lento y pesado, fue hasta la parte posterior del camión y abrió las puertas de la caja, para que el gordo pudiese ver lo que había en ella.

Era un ala de avioneta, de color rosado. Estaba abollada en un extremo y algo despintada, pero parecía entera.

Fredy, visiblemente emocionado, se enjugó una lágrima y arrastró su pierna hasta el camión.

—Rosita —dijo.

—Con un poco de suerte, creo que podrás recomponerla y todo volverá a ser como antes —explicó el hombre.

—Sí, lo haré —afirmó el gordo, al tiempo que apoyaba su mano sobre la pieza de metal.

El camionero sacó una caja de cigarrillos. Encendió uno. Al ver que yo lo observaba, me ofreció. Eran Rockwell. La caja tenía una de sus pinturas más conocidas: Doctor Doll.

En esa obra, un médico, proviso de un estetoscopio, finge escuchar los latidos de una muñeca. Mientras tanto, una niña pequeña, visiblemente compungida, observa al profesional en espera de una respuesta. Es una imagen encantadora. La gente podrá verla dentro de cien o ciento cincuenta años y seguirá considerando que es encantadora, sin necesidad de que ningún crítico le explique nada. Sin embargo, me hizo volver a pensar en la posibilidad de que yo estuviese equivocado. Tal vez las cosas hermosas de la vida no pueden repararse como si fuesen muñecas. Y probablemente tampoco podemos controlar el Tiempo, como parecía sugerir la otra pintura de Rockwell que tanto me había gustado.

—Gracias —le dije al camionero—. Es difícil encontrarlos.

—Sí, pero no imposible.

Las nubes eran pinceladas oscuras que se alejaban en perspectiva. En pocos segundos la luna quedó descubierta en todo su esplendor, como una naranja sobre el lienzo negro del cielo. Le di tres, cuatro pitadas al cigarrillo, e intenté distenderme. Me dije que todo iba a mejorar. Y lo repetí varias veces. Sin embargo, en el fondo de mi corazón, algo no estaba bien. Yo sabía que apenas a unos kilómetros, en el Sector Oeste, había una mujer que continuaría odiándome hasta el fin de sus días.

 

 

Este cuento se vincula temáticamente con los cuentos LOS ÁRBOLES DE ISAAC LEVITAN, de Pablo Dobrinin, OBRA MAESTRA, de Juan Pablo Noroña y LEYENDA A LAS PUERTAS DE UNA SALA DEL MUSEO DE ARTE MODERNO, de Mauricio-José Schwarz; y el ensayo CÓMO SER ARTISTA Y NO MORIR EN EL INTENTO, de José Luis Zárate.


Axxón 230 – Mayo de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ficción especulativa : Arte : Guerra, Manipulación de masas, Propaganda : Uruguay : Uruguayo).