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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “258”

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Tut

Anoche soñé con mi amigo Guido, el Mudito: él, mis hijos y mi esposa Lucinda rodeaban mi cama. Me miraban, riéndose.

Ahora ya encontré las razones de esa pesadilla.

 

 

Hace siete años, mi amigo Guido bajaba del subte en la estación Plaza Italia, justo por la misma puerta que yo cruzaba para subir. Retrocedí al reconocerlo, lo saludé y nos quedamos en el andén frente a frente. Aún apreciaba a Guido y sentía un sincero interés por su persona: ¿cómo le habría ido desde la última vez que nos habíamos visto? Por el overol, seguía de carpintero.

Fuimos a sentarnos en un banco, y al principio hablamos de banalidades. El Mudito no había superado su defecto de dicción, ni tampoco la maldita costumbre que nos había distanciado.

—Te-te distanciaste al pedo —me dijo.

—Para vos —le contesté furioso, y más de un pasajero en el andén se dio vuelta a mirarnos—, los culpables somos siempre los otros. Siempre, Guido. Siempre.

—¿Q-qué carajo te pasa, Alfonso? —dijo levantándose.

—Pasa la misma puta costumbre, Guido —yo también me paré—. Esa puta costumbre que no podés sacarte de encima.

—Pa-pará un cacho, che. ¿Qué decís? Si fuiste vos el que cortó los llamados. Yo ya tenía celular.

—Tenías celular pero no vergüenza, Guido —lo miraba fijo a los ojos—. Ni te acordás de la guita que le quedaste debiendo a mi suegra. Por eso no te llamé más, piojoso.

—Piojoso vos —éltambién me miraba fijo—. ¿Por tres pesos de-de mierda tanto barullo?

—¿Tres pesos, decís? Andá al carajo, Guido.

Y, entre cruces de insultos, nos perdimos.

 

 

Hace poco, nuestras vidas volvieron a cruzarse. Debe haber sido en la segunda quincena de febrero, porque para esos días mis hijos veraneaban en Mar del Plata con sus respectivas familias, y Lucinda y yo cuidábamos el departamento del menor; sobre todo regábamos las plantas, en especial los bonsáis. Ese día, mi esposa tuvo que cuidar el departamento ella sola, porque a mí el clínico me había mandado a un chequeo de rutina. Y doblando en uno de los pasillos de ese sanatorio, me topé con Guido.

Dudamos en saludarnos, pero finalmente nos dimos un abrazo y bajamos a tomar un café en el bar de la esquina de Conde y Lacroze. Rehusamos hablar de aquellas circunstancias que nos habían separado en el andén de Plaza Italia, y por segunda vez. En un par de horas, nuestra charla pretendió resumir el tiempo pasado.

—Estás vi-viejo —a la tartamudez de Guido se había sumado el seseo: le faltaban dos dientes de adelante.

—Estamos, Mudito —le dije—. Los años dejan huellas.

—¿Huellas, decís?

Y levantó los brazos y giró las dos manos para que viera los ocho dedos que le había dejado la sierra de su carpintería. Yo me puse de perfil exhibiendo el audífono en mi oreja derecha. ¡Tantas veces criticando a nuestros viejos por tener a sus enfermedades como tema central, y ahora nosotros hablando de las heridas de la vida! Supe que no podríamos recuperar esos años de amistad perdidos.

En un momento, Guido se cubrió la cara. El mozo pasó al lado de nosotros y le echó una mirada displicente; más de mil veces habrá visto llorar a algún tipo en una mesa. Yo desvié los ojos, y vi a Guido reflejado en el espejo de la pared. Lo vi borroso al reflejo. Me froté los ojos, miré otra vez… y el espejo me devolvió de nuevo la imagen borrosa. Siempre sucios los espejos de los bares, pensé.

—Sa-sabés una cosa, che —temblando me lo dijo—. Tengo cáncer de próstata, la puta que lo parió.

No supe qué decir. Le agarré el brazo que había desplomado al costado del pocillo.

—Tranquilo, viejo —se me ocurrió—. Tranqui: es común a nuestra edad —le di dos palmadas en el brazo y lo solté—. Te vas a morir de cualquier cosa menos de esto. Tarda en desarrollarse.

—Me lo detectaron hace siete años.

¡Mierda! Acababa de romperme el argumento.

—Siete años, Alfonso —movía la cabeza y apretaba los dientes como si estuviera puteando en silencio—. ¿Te acordás de aquella vez que nos cruzamos en el subte y después nos puteamos? ¿Te acordás o no te acordás?

—¿Vos querés decir que la culpa es…

—… lo peor —ni siquiera me oyó—, lo peor es que esos eruditos de la medicina no te escuchan. Eso es lo peor, Alfonso: no me creen.

—¿Cómo que no te creen, Guido? ¿Y los análisis, las tomografías?

—Sí, eso sí lo creen —se rascó el entrecejo, y me impresionó el muñón del anular—. No me creen que yo sé todo lo que va a ocurrir.

—¿Cómo?

—Que sé todo lo que va a pasar. Todo.

Hablaba con absoluta seriedad, convencido del disparate. Pensé que la metástasis le había tomado el cerebro provocándole algún daño, locura, o algo parecido.

—Dejate de pavadas —le pegué una palmada en el hombro—. ¡Cómo vas a saber lo que va a pasar! ¿Sos adivino, vos? ¿Andás con la bola?

—Es verdad, che —cruzó el índice y el pulgar y los besó—. Vos creeme, hermano. No me hagás lo mismo que los médicos —se calló, bajó los ojos y bebió el fondo del pocillo—. Lo peor no es el cáncer.

—¿Cómo que el cáncer no es lo peor?

—Lo peor es que no te crean —quiso llamar al mozo, pero el tipo ya caminaba para el mostrador—. Eso es lo peor. Eso y saber: saber lo que me va a ocurrir, saber lo que te va a pasar a vos. Y no solo eso. Lo peor de lo peor es saber el futuro de cada persona conocida. Saber lo que va a pasarles al cornudo de mi primo y a su mujer, que en este momento se está echando un buen polvo. Saber qué hará el mes que viene mi hijo mayor, cosa que no puedo revelarte por nada del mundo. Saber todo de quienes quiero o conozco. Desde el mismo instante en que me detectaron el cáncer, llevo esta cruz. Fue después que nos cruzamos aquella vez en el subte, ¿te acordás? ¿Te acordás o no te acordás?

Lo veía muy convencido de su delirio. Había levantado la voz, y noté que, en un par de mesas, la gente miraba para la nuestra.

—Debe ser horrible, Mudito —dije, amistoso, pero mentía: quería rajarme cuanto antes—. Bueno, querido, se me… hace tarde, ¿sabés?

Me levanté y le ofrecí la mano para despedirme. Él se quedó sentado. Me miró ensombrecido. Y me tiró un cabezazo que entendí de desprecio.

—¿Debe ser horrible, decís? —dijo, intentando que sus palabras fluyeran—. Es horrible. ¿Sabés lo que daría por no tener idea de qué les sucede a los que quiero? Aunque estén a kilómetros de distancia lo sé. Al principio fue una bendición. Pero ahora ruego que se vaya de mí tanta bendición.

—Escupila —dije, más por burla que para llevarle el apunte a semejante delirio—. Escupila para arriba. Correte, y que le caiga a cualquiera de estos que te rodean.

Y se habrá dado cuenta, porque me miró con una furia inusitada. Al sentir esos ojos en mí, la cabeza se me iba partiendo de dolor.

—Te vas a enterar después de que yo me muera, boludo —escupió al suelo, al costado de la mesa, y entendí su gesto—. Al encontrarte con Lucinda en el departamento de Tomy, te vas a enterar —y escupió otra vez—. Mientras regás las plantitas. ¡Y no te olvides de regarle los bonsáis al nene, eh!

¿Enterarme? ¿Enterarme de qué? Y sobre todo… ¿cómo sabía que yo regaba los bonsáis y las plantitas, y en la casa de mi hijo menor? ¿Estaba en componendas con Lucinda? No, imposible.

—¡Ni los amigos te dan bola cuando pasás por una cosa así! —me gritó cuando yo abría la puerta para escaparme de él y de las miradas de todo el bar—. ¡Tampoco los amigos de mierda, y menos los examigos! —Un flaco que en ese momento entraba me miró con asco, como si yo fuera realmente una mierda—. ¡Te vas a morir como todos, sorete! —me dijo Guido.

¿Qué se hace en estos casos? A mí se me ocurrió rajarme al departamento de Tomy para encontrarme con Lucinda.

Cuando abrí la puerta, ella no me dio tiempo a saludarla:

—¿Y esa cara?

Descubría mi estado de ánimo con solo verme. Yo nunca había podido disimular.

—Me encontré con Guido —le dije, y fui a desenrollar la manguera y me puse a estirarla hasta los bonsáis. Caminé hacia la canilla pasando callado al lado de Lucinda, para darle tiempo a que reaccionara.

—¿Con Guido? —dijo, ceñuda.

—Sí, con Guido. ¿Vos tenés algo que contarme de él?

Me miró raro.

—De qué Guido me hablás.

Recién ahí recordé que ella nunca lo había conocido.

—Me parece, Alfonso, que vas a tener que internarte en Radio La colifata.

 

 

Ya pasó una semana, acaso diez días. A Lucinda no le comenté ningún detalle del encuentro con Guido.

Pero tengo todo claro.

Riego los bonsáis, con resignación y esperando a que ella llegue: le pedí que fuera a retirar mis análisis.

Casi no he dormido en estos últimos días: una sensación de ahogo me cierra la garganta y me despierta en medio de la madrugada, con la cabeza que se me parte de dolor.

Recuerdo la pesadilla de la otra noche… y se me pone la carne de gallina. Ocupábamos la misma mesa el Mudito y yo, pero con roles intercambiados. Entre las fantasmagorías del sueño, yo le cuento lo mismo que él me ha contado en la realidad: el canceroso soy yo, y es a él a quien le toca mirarme incrédulo; yo lo insulto, y él huye del bar pegando un portazo.

Cargo de conciencia por no prestarle atención, me dije a la mañana siguiente frente al espejo del baño rememorando la noche que pasé en medio de la agitación y los sudores.

Otro sueño: Lucinda regando las plantitas, el ruido de la puerta de entrada que me sobresalta. Y, cuando miro, veo que ella entra, me besa y se va a regar. «Yo te vi recién», le digo, atónito y señalando el balcón. «Estabas regando». Y ella me responde: «Yo no soy yo, Alfonso. A todo el mundo le pasa». En broma, moja mi cara con la manguera, y al secarme, el pañuelo se lleva mis rasgos faciales: sé que ya no tengo nariz, ni sienes, ni boca. Ni gritar puedo, aunque mi alarido de la realidad me hace saltar de la cama.

Terminé por quebrarme: ya no distingo sueño de vigilia. Se mezclan: al despertar, creo haber vivido lo que he soñado, y a ciertas situaciones de la vida cotidiana las vivo como sueños.

Hoy, ahora, puedo ver con los ojos de la mente, como si las escenas estuviesen delante de mis propios ojos. Veo a Lucinda en el sanatorio: le protesta a la recepcionista porque demora en entregarle los sobres con los resultados de los análisis. La veo como a los bonsáis que riego en este mismo instante.Todo flota delante de mí como una holografía de relieves bien vívidos. Lucinda recibe los sobres, y cuando los abre y los lee, le descubro una expresión en la cara. Una expresión que me anticipa todo. Esa cara leyendo mis análisis me aclara a qué se ha referido Guido al decirme que yo me iba «a enterar».

Lucinda saliendo con los análisis en su cartera, Lucinda subiendo al colectivo, Lucinda viajando para lo de Tomy, donde yo estoy regando los bonsáis.

Dejo la manguera en la rejilla y camino hasta el baño, y el espejo me devuelve lo que sabía que iba a devolverme: un reflejo borroso.

Salgo del baño y, como en una pantalla que ocupa toda mi visión, se van revelando frente a mí unos extraños caracteres. No tardan en perfilar un número, una fecha. Una fecha muy próxima.

No falta mucho. La pesadilla de anoche adquirió sentido. Ya tengo plena certeza de cuál será el día exacto en que Lucinda y mis hijos rodearán mi cama.

 

 


Eduardo Poggi (Buenos Aires, 1945, Lic. Administración de Empresas) integra el proyecto Heliconia que publica narraciones en los blogs Químicamente Impuro y Breves No Tan Breves. Entre 2008 y 2014 integró “La abadía de Carfax”, círculo de escritores de horror y fantasía. Sus cuentos fueron publicados por Axxón, BNTB, Ficciones Argentinas, Literareafantástica, NM, QI, Revista Axolotl y el suplemento cultural del diario Perfil; algunos fueron traducidos al inglés, al francés y al italiano, y ha participado en antologías de Chile, México y Francia. Alterna su pasión por las letras con la pintura y la composición musical. Su novela inédita Razones de un homicidio fue publicada por capítulos en su blog “Letras, colores y sonidos”.

Hemos publicado en Axxón AL ACECHO, EL VIEJO DE LA PUERTA, MUERTE EN LA PULPERIA y EXTRAÑA LUNA DE MIEL.


Este cuento se vincula temáticamente con MUERTE EN LA PULPERIA, de Eduardo Poggi y MANUSCRITO ENCONTRADO EN UN MANICOMIO, de José Carlos Canalda.


Axxón 258 – septiembre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantasía: Dones, Maldiciones : Argentina : Argentino).