Revista Axxón » Archive for 262 - página 2

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “262”

ARGENTINA

 

 

A Nati

 

 

Ilustracion
Ilustración: Pedro Belushi

Aún hoy lo recuerdo… al abrir los ojos, la niña estaba de nuevo a los pies de mi cama, observándome. ¿Hay sensación más espeluznante que ser mirado durante el sueño por un desconocido? Siempre anduve por las rutas de lo convencional y lo terrestre, por eso aquellas apariciones de tinte fantasmal llenaron de miedo varias noches de mi vida. Ahí estaba ella, en la penumbra, con las trenzas enmarcándole la cara, asomada entre mis pies. Algunas veces, ella se acercaba al costado de mi lecho. Estas eran las visiones más aterradoras, despertar y verla tan cerca de mí, con esa expresión y su manito… como buscándome. Luego, todo terminaba de la misma manera: ni bien encendía la lámpara, la nena ya se había ido. La habitación, entonces, se despertaba, y yo estaba otra vez solo. Tenía suerte si podía conciliar el sueño.

Por supuesto, no me es fácil hablar sobre estas experiencias. Pocos conocen esta historia, pero cuando el borde de la sensatez es rozado durante años por la extrañeza, uno necesita liberarse. Mis padres, con quienes nunca tuve demasiada comunicación, tampoco supieron de la visitante hasta mucho tiempo después.

 

 

La primera aparición fue en mi cuarto en la casa de Banfield. Y ella, silenciosa y expectante, siguió visitándome por muchos años, con su molesta eternidad. En mi adolescencia había intentado averiguar algo sobre la niña. Este actuar de mi parte suponía algo a priori: ella estaba muerta. Pregunté a algunos vecinos, que estimaba discretos, acerca de familias que habían ocupado la casa antes que nosotros. Por intermedio de un hombre mayor que vivió en el barrio desde su fundación, me enteré de los Pinto, a quienes habíamos comprado la casa; me enteré de los Tabieres, la familia que la construyó. Pero ninguna de las dos familias había albergado a niña alguna. O sea, la suposición de que una nena de cuatro o cinco años, hija o familiar de estas personas hubiese vivido o muerto en la casa, se desmoronó de inmediato.

Siguiendo con mis conjeturas, entreví que si no había un espíritu atrapado en el limbo —como podría ser, en este caso, mi dormitorio—, no había qué temer, porque la nena no existiría más que en mi imaginación. A lo mejor era sólo una manifestación del

Rey del Mundo de la Noche, que nos amedrenta y nos pierde en su mundo misterioso. Pero volví a equivocarme, porque las visitas continuaron. Un día —o mejor dicho, una noche—, intenté vencer el miedo. Me prometí que hablaría con ella, trataría de preguntarle por qué me visitaba. Ahí estaba yo, inmerso en la sombra, en constante adivinación de los contornos de los muebles, tratando de entender los sucesos a los que era arrojado. La espera y sus horas calaron mi espíritu. Pero ella no apareció, ni lo hizo en las noches siguientes. ¿Habría adivinado mi intención?

Al otro día, consciente de mis dudas respecto de lo que había averiguado, conseguí varios libros sobre espiritismo y ciencias ocultas. Quería estar preparado, saber qué hacer cuando ella volviese. Leí sobre regresos del más allá, ectoplasmas, médiums y variadísimas historias de fantasmas. Pero la nena siguió sin aparecer.

Transcurridos unos meses y en plena mudanza (olvidé contar que viviríamos en un chalet de Avellaneda), yo bajaba los trastos y estaba feliz porque las posibilidades de que la niña me visitase serían muy pocas. Por fin habían terminado esas noches fastidiosas, cargadas. El sueño sería mi único «visitante». Por fin me dejaría llevar por el aflojamiento de los músculos entre las sábanas, esa entrega sensual, ese acto de fe que significa cerrar los ojos y dejarse ir. Sin embargo, mi alivio no duró mucho. Una noche sentí su presencia, su visita inoportuna me capturaba del mundo de los sueños. Ahí estaba ella, mirándome, con una expresión que, esta vez, noté suplicante. ¿Qué quería ahora? ¿Qué buscaba?

La vi acercarse, más de lo acostumbrado, y no sólo no encendí la luz sino que le pregunté: «¿Qué querés?». Y ante su silencio… «¿Cómo te llamás? ¡Decime, por favor!». Pero ella no dijo nada. Se quedó ahí, mirándome con esa carita. Así eran las cosas con la visitante. Nunca terminaban de resolverse, por lo que, en ese intervalo, o en otro que me es difícil precisar, me quedé dormido.

Consideré que aquello no era más que una ensoñación o algo parecido, confirmado por el hecho de que en mis investigaciones no había habido conexión entre las familias anteriores de la casa de Banfield y la niña, o entre ella y esta nueva casa en Avellaneda. El conflicto estaba claro: yo alucinaba. Quizás había llegado la hora de contarle a mis padres sobre lo ocurrido. Sería una manera de despojamiento, un golpe de gracia a mis fabulaciones, una superación definitiva de mi mundo infantil.

Antes, como última precaución, intenté recordar a todas las niñas que había conocido o visto en mi vida: las hijas de los amigos de mis padres, las niñas del barrio, las chicas de los grados inferiores del colegio, las nenas de las películas… ¡Aun hoy las vuelvo a ver! Estuve un domingo entero metido en mi nueva habitación, recordando caras y trenzas. Fue un viaje interior que no me devolvió esa carita que, es justo decirlo, me resultaba familiar. Y aquí, aquí es donde residía el mayor misterio. Probablemente no había sido en vano ese relevar caras, esa loca empresa. El asunto no había concluido, de hecho, recién comenzaba.

Cansado de la visitante, una vez, al volver a casa, decidí hablar con mi madre. No sabía cómo empezar, pero tomé coraje y le conté.

—A veces, por las noches, tengo una visión. Estoy seguro de que es un sueño o una pesadilla, aunque las últimas veces ya no podría llamarla así porque no me da miedo. Será que estoy más grande, o que me acostumbré.

—¿Y? —preguntó mi madre.

—Bueno, se me aparece una nena a los pies de la cama. No me dice nada, tiene trenzas. Es un sueño, o como un sueño.

Ella palideció. La sonrisa del principio dio lugar a dos ojos grandes, a una boca abierta.

—Pero… má, ¿qué te pasa?

Ella no contestó, pasaron unos segundos antes de que lo hiciera. Suspiró y apoyó sus palabras tomándome de la mano.

—Cuando eras chico no quería quedarme con vos hasta que te durmieras, ¿te acordás?

—Sí, a mí no me gustaba que te fueras y…

—Bueno, era por eso.

—¿Cómo?

—Esa nena, cada tanto, venía a tu cuarto, y yo no quería verla.

En ese momento, el que se puso blanco fui yo. ¡Mamá no sólo confirmaba que no estaba loco, sino que alguien más había visto a la visitante! Recordé entonces aquella creencia en los cordones de plata que unen el alma y el cuerpo, como si existiese también un hilo misterioso que uniese a nuestra familia.

—Y se parece a vos —agregué.

Mamá, caída desde su atalaya protectora, se puso a llorar. ¿Por qué? Se lo pregunté varias veces hasta que confesó. Me enteré que ella había querido tener una hija, regalarme una hermanita, y ese deseo no consumado, enterrado con tanto dolor, quién sabe, por esos enigmas que conforman la existencia, había materializado a la niña que me visitaba por las noches. Para ella era muy triste verla, razón por la cual abandonaba el cuarto y, bajo el marco de la puerta, me instaba a dormir. Primero ella pensó que la nena era sólo una alucinación, como había supuesto.

—Tuvo que pasar mucho tiempo y otras cosas más… para que me diera cuenta de que no eran imaginerías mías —me contó. Ante semejante revelación, comprendí que en este caso, en nuestro caso, ya que pronto comenzaría a verla yo, las historias de fantasmas hacían agua. Entendí que la idea que había razonado mi madre era demasiado fantástica, y entendí además que era factible que todos nosotros estuviésemos rematadamente locos.

Más allá de la sospecha, esperé a la visitante. Medité que a veces uno es más uno acentuando de sí no sólo lo que lo hace virtuoso, sino lo que lo hace demasiado humano. Esperé a la nena como esperaba las visitas de mis abuelos o de mis primos, con una apatía adolescente que no es más que tímida ternura. Mis noches en la casa se llenaron de excitación. Esperar a la visitante ya no era una incógnita sin resolver, sino otra forma de encuentro. Mi mundo se abría a posibilidades extraordinarias. Sabría lo que es no ser un hijo único, aunque claro, lo iba a saber de un modo muy peculiar. Yo tenía una hermana a quien sólo veía por las noches, y esta verdad traía, bajo su largo y nebuloso velo, un pequeño detalle: ella nunca había nacido. Claro está, seguí preguntándome si todos nosotros estábamos rematadamente locos. ¿Quién no se hizo esta pregunta acerca de los suyos? ¿Quién no creyó confirmar que los vínculos familiares rozan a veces la más absoluta y subterránea enajenación?

Tras varias noches, la visitante al fin apareció. Traté de salirme del sueño y esbocé una sonrisa de bienvenida. Ella, esa vez, me miró con unos ojos distintos. Me incorporé en la cama para verla mejor y hablarle, pero, en un segundo, se esfumó.

A la mañana siguiente, traté de describir su mirada. Pero no me fue fácil. Comprendí que a veces las palabras no alcanzan, y, al igual que sucede en los libros sagrados, no queda otra opción que recurrir al lenguaje metafórico. Su mirada es como planta que crece, me dije, su mirada es como semilla que arde, me dije. Dos o tres noches más tarde, ella vino y alcancé a ver con exactitud su cara, tantas veces oculta por el sopor y el claroscuro. Tenía los rasgos de mi madre pero, a la vez, no se le parecía demasiado. Puede que se pareciese a mí, pensé, pero no tanto. Había otros rasgos en esa cara.

En esos tiempos, habiéndolo pensado bastante porque mi madre no estaba de acuerdo, le conté a mi papá sobre la visitante. Recuerdo que se mantuvo impasible, y antes de que yo dijese algo más me dijo que sí, que él también la había visto pero que no le tenía miedo, porque los hombres no le tienen miedo a nada, mucho menos a los fantasmas. Le dije que no pensaba que la visitante fuese un fantasma sino que, y esto lo dije con mucho cuidado, tal vez fuese la hija que él y mamá habían buscado. De repente me pareció que su gesto se endurecía, ahí en medio de ese silencio que cultivaba, con paciencia, con fervor. Y cuando quise pedirle disculpas me dijo que dichas suposiciones eran tonterías de mamá.

A lo largo de estos años me acostumbré a estas visitas nocturnas, viviese en la casa que viviese. La visitante vino incluso a una pensión donde viví un par de años, en Laprida y Córdoba, cuando me fui de la casa de mis padres. Es verdad que, a pesar de sus apariciones, nunca pude dejar de sentirme como un hijo único. Esa hermandad etérea no terminaba de satisfacerme.

Hoy, a mis cuarenta años, una noche mi mujer me despertó. Bajo las sombras del cuarto, su cara me fue extraña. Los rasgos recortados como los de una esfinge, miraban hacia algún punto en dirección a nuestros pies. «Mirá», me dijo. ¿Cómo relatar lo que vimos? Ahí estaba la visitante. Nos observaba de forma alternada. Primero a ella, luego a mí, después a ella. Al verlas contemplarse a los ojos, como en un todo de celebración, comprendí por qué el encuentro no había originado ni un solo grito. La visitante nos sonreía. Un mueble crepitó y, en un segundo, los tres desaparecimos: la visitante de nuestra visión, mi mujer y yo en nuestros sueños, iluminados por aquella sonrisa en medio de la noche.

A la mañana siguiente, al contrario de las típicas discusiones matinales, nos miramos con ternura, como al principio de nuestra relación, cuando todavía la rutina y el cansancio no nos habían demolido. Aun así, no zafé del reproche cuando le conté mi historia con la visitante.

—¿Por qué no me lo contaste? —me preguntó. Le dije que hacía mucho que no la veía (lo cual era cierto) y que por eso me había olvidado de contarle (lo cual era mentira). Enseguida, un rayo me fulminó al tomar conciencia de lo que estaba ocurriendo: la visitante no sólo había aparecido en los cuartos de mi familia, sino también en el de mi mujer y el mío. Aquel cordón de invisible locura que nos unía, fuerte y tenso, ya no era un asunto de sangre o exclusividad. Ahora, mi mujer la había visto. Tomado por la maravilla, le pregunté si lo que habíamos vivido había en realidad sucedido, si la nena… Ella me miró, como queriendo decir algo. Qué pasa, le pregunté. Pudorosa, dijo esas palabras. Aún hoy resuenan en mí, como música escuchada en momentos de sosiego.

—¿Y si es nuestra futura hija? —dijo con voz baja, deseante. Yo sentí que algo se aflojaba dentro de mí, como un nudo. Le dije que sí, que era posible (ya no me extrañaba pensar en estos términos; de hecho, me lo había preguntado varias veces).

—Sí, puede ser, pero… es demasiado obvio que lo sea.

Y mientras le decía esto, me pregunté por qué no nos habíamos decidido a ser padres, si siempre lo habíamos querido.

—Es —me dijo ella, como resistiéndose—. Es, es.

Los encuentros nocturnos se repitieron. La visitante parecía, bajo el cariz de su silencio eterno, pedirnos algo. Nos contemplaba, nos sonreía. Y en un soplo, se esfumaba. Al fin mi mujer y yo volvimos a estar cerca. Otra vez nos reíamos juntos, otra vez nos abrazábamos por la noche y nos dábamos un beso al despertar.

En los meses venideros, sucedió lo obvio: decidimos tener ese hijo que tantas veces había vivido en nuestros pensamientos. Aquellas noches de búsqueda fueron las más fogosas, las más tiernas. Entre esos dos adjetivos construimos nuestro deseo de trascender.

—Es ella —me dijo una vez en ese preciso instante. Y seguí y seguí, aunque ya no pude dejar de pensar en esa mirada de planta que crece, de semilla que arde.

Lo que vino a continuación fue lo común a cualquier pareja que busca un hijo y le es concedido. Vino la alegría, la ansiedad, el temor y un futuro que daba un significado nuevo a nuestras vidas. Durante aquellas horas únicas, de novedad vital, la visitante se ausentó, como si no quisiese entrometerse, como si nos permitiese el concilio del sueño, cómplice secreta de lo que iba a suceder.

En estos días no me sorprende que el médico nos haya confirmado lo que ambos presentíamos acerca del sexo del hijo que esperamos. Si antes me había parecido fabulosa la idea de que la niña se hubiese materializado como un deseo no consumado de mis padres, más lo es la realidad que se nos presenta. Acaso el Rey del Mundo de la Noche, en su altísima generosidad, consintió que la visitante se manifieste y, de alguna forma, nos ayudó a comprender.

Pronto vendrá la visitante, pronto estará con nosotros, para ocupar ese lugar que siempre fue suyo. Mis padres ya no están, se nos han adelantado, pero gracias a ellos y a mi mujer y a mí…, gracias a ese deseo íntimo tan fuerte, o a lo que algunos conocen como llamado de la especie, quizá la visitante llegue para quedarse. O ya existía, antes de que nosotros mismos y el mundo fuéramos hechos. Y… bajo qué vínculo nazca, bueno, eso, eso es sólo un detalle.

 

 

(A modo de epílogo, se recomienda escuchar el tema instrumental «For the love of God», del disco Passion and warfare, de Steve Vai, Epic Records, 1990)

 

 


Gustavo Di Pace (1969). Publicó Los patios interiores (cuentos), Libris de Longseller, 2003, Mi yo multiplicado y El chico del ataúd (cuentos), Alción Editora, 2011 y 2014 respectivamente, y cuentos en diversas antologías y revistas. Escribió también Tuya es la sangre (novela policial-2007) y Para entrar en estado literario (ensayos sobre literatura) aún inéditos. Fue jurado en concursos literarios, dio charlas sobre Escritura Creativa y literatura en diversos puntos del país y participó en medios de Argentina y España. Desde 2002 coordina El Respiradero, su taller literario

El cuento que hoy publicamos forma parte de su libro El chico del ataud.

Ya hemos publicado en Axxón su cuento ESTIGMA.


Este cuento se vincula temáticamente con ELEGÍA AL AUSENTE PERFECTO, de Alejandro Alonso.


Axxón 262 – enero de 2015

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Apariciones : Argentina : Argentino).