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¡ME GUSTA
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MÉXICO  MÉXICO

Cada mañana hace lo mismo. Medio dormido, me jala y penetra, pero hoy no lo hizo. Estoy castigada. Ayer intenté matarlo.

Despierta y me busca. Finge no verme. No le quito la mirada de encima. Quisiera deshacerlo con mi vista. Lo odio. Cuando nos casamos, empezó el infierno que terminó en la muerte. Y ahora esto.

Se levanta y viene hacia mí. Pensé, toda la noche, en formas para deshacerme de él; pero este cuerpo no me hace caso, ni siquiera tengo acceso a internet.

—Espero que hayas aprendido, Lucy —dice mientras me acaricia el cabello largo y negro y lo acomoda sobre mis senos exagerados—. Debiste extrañarme, pero ni modo, hoy te perdiste de mí. ¡Para que aprendas, hija de la chingada! —Me da un puñetazo en la cara. No siento nada. Es la única ventaja de no tener un cuerpo orgánico.

—Si quieres moverte, debes tratarme mejor.

Me lleva a la cama, me quita el camisón blanco con encajes. Abre el ropero y saca una ombliguera con líneas horizontales azules y blancas, un short de mezclilla, un brasier y una tanga. Siempre odié las tangas. Me viste, peina mi cabello y retoca mi maquillaje, dice:

—Debes ser buena chica, si te programé así, no sé por qué actúas tan violenta. Hoy hablaré a Aminos para que vengan a revisarte. Sabes, tengo ganas de ir a Chapultepec y después por unos tacos al Corona. Por cierto, tengo una sorpresa para ti. Sal de modo hibernación.

Ya puedo moverme, pero permanezco sentada. Él va por sus pantuflas. Sigo mirándolo, quiero golpearlo hasta que muera, pero sé que me puede volver a apagar. Dejo de pensar. Corro hasta la puerta. Intento abrirla. No puedo. Es de madera, la atravieso. Bajo las escaleras, me cuesta controlar mi nuevo cuerpo. Llego a la puerta de la casa, también está cerrada. Le pego con mi hombro. El material resiste. Él no viene. Aprovecho. Me aviento dos veces más. Se rompe mi piel sintética.

Miro a mi alrededor. La casa es una réplica de la otra. La quemada. Ahí está la sala, las cortinas, la cocina integral. Todo se ve igual, sólo que ahora hay retratos de nosotros por todos lados.

Escucho una voz.

—¿Mamá? ¿Eres tú?

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Cubro mi brazo para que la piel no se caiga. El hombre trae de la mano a Dany. Mi hijo de cinco años. Viene corriendo hacia mí, trae puesta su pijama de dinosaurios. Tiene esos ojos que me recuerdan a mi padre. Son los míos. Eran los míos. Quiero llorar. No sé si con este cuerpo puedo, pero quiero hacerlo. Siento un dolor en la garganta como si algo se atorara, duele. Sale de mis ojos un gel, se atora en mi cara y cae espeso en el suelo.

Dany abraza mis piernas y me sonríe. Ninguno de los dos deberíamos estar aquí. Este hombre nos quemó vivos en un ataque de celos. Yo recuerdo todo: los puñetazos, los jalones de pelo, los insultos, los escupitajos, las patadas en el suelo. El llanto de Dany que en su enojo agarró la escoba, le pegó a su papá y luego éste lo aventó a la pared. Mi niño se desmayó. Me enojé tanto que por primera vez ya no pude más y me arrojé a golpes a él. Le di puñetazos, patadas, lo mordí. Se cansaron mis brazos. Me cansé. Él nos encerró en la cocina. Ahí nos dejó mientras la casa ardía. Intenté salir, grité, pedí ayuda, lo juro, pero fue inútil.

Cuando desperté, estaba al lado de él y ahora veo a mi hijo también.

—Mami, ya te había visto en el cuarto, quería entrar, pero mi papá dijo que estabas enferma. Qué bueno que ya estás bien. Ya me dijo mi papá que hoy vamos a ir a Chapultepec. Hay que apurarnos. Quiero ver a los animales.

No digo nada. Solo sonrío.

—Ven, hoy te toca hacer el desayuno, mi papá no sale de hot cakes —dice mientras me jala.

Estos cuerpos fingen muchas cosas.

—Vamos —digo mientras le paso el brazo por el hombro y caminamos a la cocina.

—Antes de ir a Chapultepec, pasaremos a que te arreglen el brazo —dice el hombre.

Lo ignoro.

Sigo caminando, veo mi reflejo en el espejo de la sala, todo está igual, menos yo. Aparte del aumento de nalgas y senos, me afiló la cara; nunca le gustaron mis cachetes ni mis labios. Esta mujer no soy yo.

—Qué vamos a desayunar, mami.

—Pan francés.

—¡Sí! —dice Dany dando unos saltitos.

Me acerca los ingredientes. Me pongo a trabajar.

—Mientras ustedes cocinan, voy a cambiarme.

—Sí, papá.

No respondo.

Al irse el hombre, me acerco a Dany.

—Hijo, ¿sabes que morimos y que tú papá nos regresó a la vida?

—No mamá. De qué hablas.

No sé por qué recuerdo y él no.

Tomo la mano de Dany y lo jalo. Rompo un contacto y recibimos una gran descarga eléctrica.

Abro los ojos, veo a Dany y al hombre. Estoy de regreso.

—Coman sus hot cakes o se les enfriarán —dice él mientras nos sirve. Ya está oscureciendo. Morimos y nos trajo de regreso el mismo día. Así será cada vez que intente morir. Ahora lo entiendo, él es el dueño de nuestros datos.

—Come mamá, están sabrosos.

Finjo comer. Mientras lo hago, veo en el suelo una caja de madera grande y rosa, y una pequeña de color azul. Sobre el sillón hay un maletín rojo. Leo en el empaque: Cada humáquina adulta cuenta con tres pelucas y ojos intercambiables, un tubo de lubricante y un libro para posiciones sexuales. Al lado hay una invitación a un club de BDSM.

Terminamos de comer y pasamos el resto del día viendo una serie en la sala. Dany se recuesta en mis piernas. Acaricio su cabello. Afuera llueve. En la casa estamos a oscuras, solo se escucha el ruido de la pantalla que ilumina nuestros rostros.

Despierta, sostiene con fuerzas mis nalgas, después de varios empujones termina. Me avienta a un lado y se acuesta en la cama. Me levanto y voy al baño, retiro el semen que queda en mi cuerpo. Sé que está cansado, abro el ropero y sacó un vestido negro. Busco unos zapatos, sólo hay zapatillas de tacón de aguja. Elijo unas.

Sin pensarlo mucho pregunto:

—¿Podemos llevar a Dany a la plaza?

—Yo no voy. Llévalo tú, hoy hay partido.

Pienso que el sexo hizo que le restara importancia a lo de ayer o es que ¿puede vigilarme vía satélite? Dejo de pensar, solo quiero salir.

—Vayan ustedes, llévate el carro. No quiero que andes en taxi.

—Está bien. Nos vemos en la tarde.

Vamos a la plaza comercial Delim. Pago cien bols para que Dany pueda estar en todos los juegos de realidad virtual que quiera. Sé que le encantan. La gente nos mira, sabe que somos humáquinas, seres humanos artificiales en su mayoría femeninos, creados para cumplir cualquier necesidad de los hombres. Nos distinguen muchas cosas con los humanos, entre ellos que no envejecemos ni traemos mascarillas. Lo tenemos prohibido. Me quedo alejada de ellos viendo a Dany jugar. Escucho una conversación.

—No sé cómo les permiten la entrada, deberían venir con un humano que se responsabilice por ellos. A veces se ponen locos.

—También lo pienso, pero cada vez hay más, creo que es inevitable y debemos acostumbrarnos.

—No sabía que pensabas así. Tomás quiere que mudemos nuestro cuerpo a eso.

—Piénsenlo bien. Mi exjefe lo hizo y físicamente se veía bien, hasta alegre pero poco tiempo después se suicidó.

—Si, también he sabido de casos en los que todo sale mal. Por eso no quiero, ya le dije que no, pero es necio. No quiero estar metido en eso.

Lloro, me cuesta menos, pero no es fácil. Los dos humanos se van y me siento, sigo llorando. Una mujer llega, trae su mascarilla negra, me mira detenidamente y se sienta alejada de mí.

—Ustedes no están hechas para llorar. No lo hagas. Es ridículo.

—Lo sé —digo sollozando.

Limpio mis lágrimas con la manga del vestido. Nunca me ha gustado llorar en público, pero no puedo dejar de hacerlo. Me siento mal. Quisiera berrear, dejar salir todo.

—¿Estás bien? ¿Quieres que vaya por tu humano?

No digo nada, sigo llorando.

La mujer se acerca a mí y me da un pañuelo.

—Perdón por decir que no eres humana.

Noto que Dany se quita los lentes de realidad virtual para ir a otro juego y se detiene a mirarme. Me calmo. No quiero que venga. Le sonrío y le digo adiós. Regresa a jugar.

—¿Te puedo ayudar en algo? —dice la mujer.

—Si conoces a un hacker que me saque de este cuerpo para que pueda morir —digo mientras sigo llorando.

—De qué hablas. La mayoría de la gente rica aquí en Chimal compra esos cuerpos para no envejecer, no preocuparse por los virus o no enfermarse. A qué te refieres.

Necesito desahogarme con alguien.

—Hace un mes, mi esposo quemó la casa conmigo y mi hijo dentro —Se me cortó la voz—. Ahí había terminado nuestra historia, pero nos regresó a la vida en estos cuerpos. Mientras él siga siendo el dueño de nuestros datos, podrá regresarnos las veces que quiera. —Las lágrimas salen a borbotones—. Me siento perdida, sé que debo recuperar mis datos, pero ningún hombre va a querer ayudarme. Solo ellos tienen permitido programar y entre ellos se protegen.

La mujer no dice nada por unos minutos.

—¿Puedes decirme tú número de serie?

—¿Para qué?

—Quizá pueda ayudarte, pero tienes que confiar en mí.

Me emociono. Miro a la mujer detenidamente y me doy cuenta de que no es humana. Su cara y cuerpo no representan signos de la edad.

Miro a mi alrededor. Humanos y humáquinas pasean cerca de nosotras. Hacen fila, se abrazaban, entran a tiendas y salen de ellas con bolsas en las manos. A nadie parece importarles nuestra plática. Accedo a darle mi número.

—El mío es SAGO5038 y el de mi hijo DHGO9034. ¿Conoces a un hombre que pueda ayudarme?

—No. Conozco a programadoras. Mantente alerta. Mis amigas se comunicarán contigo.

La mujer se levanta; al ver que acomoda sus cosas para irse, le pregunto.

—¿Cuál es tu nombre? ¿Dónde te encuentro?

Se va sin responder. Al regresar a casa pienso que todo es mentira y que ella es una humáquina descompuesta. Las mujeres tienen prohibido programar desde hace mucho.

En la noche, mientras el hombre me abraza, siento un apagón en mi sistema. Por un momento pierdo la visión. Después de unos minutos regreso a la normalidad, aunque ahora ya puedo entrar a mi perfil y tengo conexión a internet. Me calmo y lo primero que hago es quitar al hombre como administrador de mi sistema. Después visitó las redes sociales de mi familia, los extrañaba mucho. Veo el expediente de nuestra muerte. Dicen que fue un «accidente». Nadie investigó, aunque mi familia exigió justicia.

Escucho una voz en mi cabeza.

—¿Hola, me escuchas?

—Hola, sí, ¿quién eres? ¿qué haces ahí? —respondo.

—Soy Arla. Enda nos contactó contigo.

—¿Tú eres la que puede ayudarme?

—No solo yo. Somos varias y sí, podemos ayudarte. Me encargaron que te diera la dirección: Calle Belisario #80. Al llegar pregunta por Martha. Puedes venir el día que quieras.

—¿A qué tengo que ir?

—Por el final.

—¿Así de fácil?

—Sí, te ayudaremos. Adiós.

—Adiós y… gracias.

Mientras él duerme, pienso en lo que haré, por fin tengo una salida. Me aferro a esa idea. No sé si es verdad o no, pero es una oportunidad.

Él despierta. Siento como recorre mi cuerpo con sus manos y aprieta mis senos. Me agarra fuerte de las nalgas, se prepara para penetrarme.

Le digo:

—Quiero estar arriba.

—Sí, como en los viejos tiempos —responde emocionado.

Me siento sobre su cara. Dejo caer todo mi peso de humáquina. Empieza a perder la respiración, a mover los pies y a manotear. Aprieto. Intenta empujarme. Vuelvo a apretar. Mientras lo hago le digo:

—Eres un hombre terrible. Me alejaste de mi familia, nos quemaste y nos trajiste de la muerte. Eres un miserable, pero mírame ahora, pude regresar de la muerte para obtener justicia. Quiero que sepas que no debes preocuparte por nada, a ti nadie te querrá de regreso.

Cuando me bajo, él ya está muerto. Me visto y voy con mi hijo. Lo ayudo a cambiarse, le hago pan francés, vemos su programa favorito, estoy nerviosa, hoy nos vamos con Martha.

Mientras viajamos en el taxi, Dany dice.

—¿Mamá, escuchaste la explosión?

—Sí, hijo —Sé que fue nuestra casa—, no sé qué haya sido.

El taxista me ve por el espejo retrovisor, le digo que siga.

Llegamos a la dirección indicada, nos encontramos con una puerta grande de madera vieja. Busco el timbre, Dany, al recargarse en ella, la abre. Entramos, es una vecindad. Hay dos pasillos laterales formados por puertas oxidadas, ladrillos viejos, capaz de aplanados gastados de diferentes colores, salitre y humedad. En medio, unas escaleras

—Mira, mamá.

Arriba, una mujer morena, cabello canoso rizado atado con un pañuelo, con lentes colgando de su pecho nos sonríe y nos hace una señal para que subamos.

Dany se echa a correr tras un gato color gris con blanco que apareció en las escaleras. Subimos, vemos muchas puertas de color rojo. Vamos rápido con la mujer, me siento muy nerviosa. Al acercarnos a ella, me impresiono. Hace tiempo que no veía a una mujer tan grande. Tiene arrugas en la cara, el cuello, los brazos y las manos. La saludo.

—Buenas tardes, soy Lucy, y él es Dany.

—Hola, te estábamos esperando. Soy Martha, gusto en conocerte. Ella es Arla.

La chica que está a su lado es la chica de antes, es una humáquina con overol de mezclilla, blusa negra y paliacate en la cabeza igual que el de Martha. Se ve como su hija. Me sorprendo. Las humáquinas siempre traen zapatillas, vestidos y tienen mucho maquillaje. Ella no tiene nada de eso. Dany persigue al gato.

—Hijo, déjalo.

—No te preocupes, él saldrá perdiendo. Ese gato es viejo y huraño como yo. En cualquier momento le soltará un rasguño.

Dany mira a Martha y viene a tomar mi mano.

—Es un gusto conocerla, señora. —Recuerdo que así se les hablaba a las personas mayores antes—. Recibí el mensaje de Arla —Ella me ve y sonríe—. ¿Ustedes pueden ayudarme? Sé que no mencionaron nada de dinero, pero accedí a la cuenta de mi esposo y traje todo lo que tenía.

—Me llevaré un momento a este pequeño, a ver si ese gato nos deja acariciarlo. Si te parece bien, Lucy—dice Arla.

—Sí. Dany, ve con ella un momento, por favor.

—Sí, mamá.

La chica se lleva a Dany.

—Entra —dice Martha.

El lugar es un pequeño cuarto, rodeado por anaqueles negros con cajas polvosas. En medio hay una mesa de madera, cuadrada; el piso es de color café y las paredes rodean todo de color coral. Veo que se sienta y hago lo mismo.

—Antes que nada, nosotras no hacemos esto por dinero.

—Quiero dárselo. Mi esposo ya no lo ocupará.

—Está bien, te agradezco. Enda nos contó tu historia y es terrible, queremos ayudarte.

—Les agradezco mucho por brindar su ayuda, ni siquiera me conocen.

—No es necesario conocernos. Ya hemos avanzado, recuperamos su información de la base de datos de Aminos. No podrán regresarlos. Solo faltaría decidir qué se hará con los cuerpos.

—Gracias, nos han liberado. Antes del siguiente paso, me gustaría saber si usted puede decirme por qué recuerdo todo y Dany no.

—Mientras recuperábamos sus datos, vimos que los programadores de Aminos hicieron una copia de tu consciencia. Según la información, te encontraron todavía con vida y se apresuraron a hacerla. Dany ya estaba muerto, por eso generaron una consciencia artificial, a partir de información brindada por su padre y de la recolección de datos de redes sociales. A tu esposo le cobraron lo mismo por crear los dos perfiles para las humáquinas cuando en realidad reciclaron tu consciencia.

—Entiendo. Hasta creo que fue un juego del destino.

Martha no dice nada, solo sonríe levemente.

—Y bueno, llegó la hora. ¿Cuál es el procedimiento que realizaran? —digo mientras me acomodo el cabello en la oreja y empiezo a tocarme las manos y los dedos.

—Lo que haremos, será acostarlos en unas camillas replegables, un virus los pondrá en un estado de sueño profundo, formatearemos su perfil y listo. Las partes del cuerpo las desechamos o si quieres donarlas puedes hacerlo. Las usamos para ayudar a otras humáquinas.

—¿Cómo pueden hacer todo esto? Para mí es increíble.

—Somos una red de mujeres programadoras, nos han llamado piratas cibernéticas, brujas cibernéticas y cuanta cosa se les ocurre, pero en realidad sólo somos mujeres que saben varios lenguajes de programación e ingeniería.

—Son fantásticas. Quiero donar nuestros cuerpos. Quizá le sirvan a alguien. Ese es mi granito de arena.

—Gracias, las piezas serán de mucha ayuda. Nos dices cuándo iniciamos.

—Sí. Dany, hijo, ven —le grito y se me corta la voz. Quiero empezar a llorar, pero me aguanto. Por fin es momento de irnos.

Dany llega.

—Hijo, Martha nos invitó a probar un juego de realidad virtual muy bueno. ¿Te gustaría jugarlo?

—¡Sí!

—Bueno, ahorita haremos todo lo que nos diga.

—Sí, mamá.

Al entrar a su laboratorio todo el lugar se expande. Aunque por fuera se veían varias puertas, adentro todos los cuartos están conectados. No hay luz, el lugar se ilumina por las pantallas pegadas a las paredes mostrando código, en el piso se ven varias cajas de las que salen brazos, piernas, cabezas, pies, torsos y cables de humáquinas. En medio de todo, hay camillas negras replegables conectadas a los monitores. Hay dos humáquinas conectadas. Una adolescente y una niña. Aquí terminará todo.

Martha me acuesta y acomoda mientras Arla lo hace con Dany, a los dos nos dan un círculo de metal que tiene un botón cuadrado de color negro para apretar.

—Mamá, dame tu mano para que lleguemos así al juego. A la de tres lo apretamos, ¿sí?

—Sí, hijo.

Él lo aprieta, su cuerpo se ilumina de color azul. Sus ojitos se cierran.

Lo último que le digo es:

—Hijo, te quiero mucho.

Él suelta mi mano.

Aprieto el botón. Siento tranquilidad, los nervios se van. Mi mano también se ve azul. Ya no puedo seguir despierta. Puedo descansar en paz.


Ángeles Sanlópez, México (1988), es una escritora mexicana. Se describe a sí misma como «narradora de este y otros tiempos».