Los ojos de un Dios en celo
De Enciclopedia de la Ciencia Ficcion y Fantasia argentina
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Novela corta (fragmento)
Mara salió al balcón, miró el valle. En la penumbra que precedía al amanecer, la luz de las estrellas bañaba ese lugar verde y reconfortante en un fulgor sobrenatural. La luz rebotaba en las vetas de cuarzo de la ladera, y todo resplandecía aun en plena noche. Era un gran contraste con la pampa desierta por donde viajaba la tribu de Ucan’jo. Miró su cerro favorito, el que tenía la forma de esa ave extinguida, el cóndor. Cuando el sol asomó detrás del cerro, la luz dorada le infundió vida, como si el ave ansiara echar a volar de nuevo.
Mara miró el cielo del alba. Su mente divagó.
Soy Ucan, pensó, y ahora estoy muerto pero no estoy muerto porque soy mi hijo Ucan.
Una alarma sonó en su mente. No, se dijo. No soy Ucan, soy Mara.
Su mente no escuchó la alarma.
Hace años, pensó, mi gente y yo éramos parias que sobrevivíamos a la sombra de las ciudades. Ibamos de poblado en poblado mendigando trabajo, gastando en vicios lo poco que ganábamos. Maltratábamos a nuestras mujeres y nuestros hijos, y nuestras mujeres iban de hombre en hombre, y nuestros hijos no tenían padre, y vivíamos estupidizados por el alcohol barato. Vivíamos en casas de cartón, y el futuro no significaba nada.
Nunca viví en casas de cartón, pensó Mara. Soy una hija de la Urdimbre.
Una fuga. Sabía que había tenido estas fugas, que no era la primera vez, pero ésta era la primera vez que era consciente de ello mientras sucedía. Ahora recordaba que había tenido muchas veces estos recuerdos, recuerdos que eran de Ucan.
Pero entonces el Dios Bueno me habló, y me dijo que había un lugar para nosotros, si aceptábamos ser su pueblo. Y el Dios Bueno me dijo que un hombre no necesita muchas cosas si puede cultivar sus alimentos, como nuestra gente hacía tiempo atrás. Un hombre no necesita ser esclavo de otro, y un hombre no necesita dinero. Un hombre no necesita vivir en casuchas de cartón. El Dios Bueno me recordó que al sur había mucho campo, muchas tierras abandonadas, mucha tierra salvaje que sólo esperaba que los hombres las recobraran.
Nunca le había hablado a Alan sobre las fugas porque se había negado a darles importancia, pero ésta era arrasadora, potente como una inmersión. Era Mara y al mismo tiempo era la otra persona, era sus ojos y los ojos del otro.
Y entonces prediqué entre los míos, y muchos se burlaron de mí. Y para que no se burlaran de mí, cambié mi nombre, y me puse Ucan, porque me gustó el sonido, que era como madera, no como lata y cartón. Y dije que cambiarse el nombre era el principio de muchos cambios, y que sólo necesitábamos la voluntad de trabajar con las manos, y que no necesitábamos vivir como vivíamos. Sabíamos que había tierras buenas al sur, tierras abandonadas tiempo atrás por la Gente Blanda. Buscaríamos esas tierras, y ya no trabajaríamos para patrones, ya no trabajaríamos para otros. Los que se unieran a mí formarían conmigo una gran familia.
Mara había visto estas imágenes a través del padre de Ucan, durante una inmersión, pero ahora regresaban con turbadora claridad: el campamento de peones migratorios con sus familias, a cierta distancia de una ciudad.
Un sacerdote.
Y el cura que nos visitaba me dijo que yo no tenía derecho a hablar del Dios Bueno para incitar a la huelga, y yo le dije que no hablaba de huelga sino de éxodo. Él no era el único que tenía derecho a hablar de Dios, porque cuando yo era chico un pastor me había enseñado cosas de la Biblia, y aunque nunca aprendí a leerla, aprendí a recordar las historias y entender el sentido de las cosas. Y sabiendo el sentido de las cosas, dije que yo sería un Moisés, y los que se unieran conmigo tendrían un nombre luminoso, porque serían el Pueblo Radiante.
El cura me dijo que yo no tenía derecho a hacer falsas promesas, y muchos se rieron al ver mi ropa sucia y rotosa y oírme hablar del Pueblo Radiante, ya que ni siquiera conocían la palabra "radiante". Años atrás había incinerado el cuerpo de mi padre en una pila de troncos, para purificarlo, y el cura había protestado. Pero yo le dije que así lo putrefacto se volvía luminoso. Yo no hacía falsas promesas, porque sólo prometía trabajo y sufrimiento, pero sabiendo que iríamos hacia alguna parte en vez de vivir como pordioseros, a la sombra de ciudades que decaían porque hasta la Gente Blanda las abandonaba. Éramos vagabundos. Teníamos que convertir el vagabundeo en peregrinación, seguir un rumbo. Y profeticé plagas, y mis profecías se cumplieron. Y con el tiempo me siguieron, y muchos dejaron de burlarse para adoptar el nombre del Pueblo Radiante, y fue un milagro, porque fue como si al ponerse ese nombre vieran en sí mismos una nueva luz.
Mara intentó zafarse de la corriente de imágenes, pero la luz que recordaba Ucan la encegueció.
Vio un inmenso descampado donde aún se notaban restos de sembradíos.
Y llegamos a un campo abandonado, y cultivamos, y sembramos, y muchos murieron de hambre y frío, pero al año éramos más fuertes y estábamos más unidos. Y entonces el Dios Bueno me habló de nuevo y me dijo que había un lugar mejor, donde podríamos prosperar sin temor a nuestros enemigos, y dije a mi pueblo que debíamos marchar de nuevo. Porque había visto un lugar de luz y esplendor, y supe que era el Valle Radiante que prometía el Dios Bueno, y supe por qué había elegido ese nombre para mi gente.
Y había alabanza en mi corazón.
Mara sacudió la cabeza, ahuyentó las palabras y las imágenes.
Aparecieron otras palabras.
Estoy muerto.
No, pensó Mara.
Estoy muerto pero no estoy muerto porque ahora soy mi hija Mara, dijo la voz de su padre.
Mara se mordió los labios hasta hacerlos sangrar.
Estas fugas empezaban como intentos de comprender a la gente con la que había estado en contacto y se convertían en divagaciones que parecían hechas de recuerdos propios. Pero había muchas distorsiones. Ucan jamás habría hablado así porque era un analfabeto que ni siquiera conocía muchas de las palabras con que ella pensaba, y la gente de Ucan hablaba una especie de dialecto que…
Basta.
Tenía que pensar en otra cosa.
Recordó a su padre. Su padre coleccionaba fotos de ciudades y le había contagiado esa fascinación, aunque no se explicaba cómo hacía la gente para vivir en ellas. No le extrañaba que se hubieran desmoronado.
Se alegraba de ser una hija de la Urdimbre, esa ciudad virtual donde todos podían convivir sin abarrotamiento. Necesitaba regresar a esa ciudad, regresar a su mundo. Necesitaba alguien que ni siquiera fuera Alan, alguien que no fuera una presencia física, sólo palabras o imágenes en pantalla.
Entró en la cabaña, calentó una pizza en el microondas, sacó una cerveza helada del refrigerador. Se sentó ante la máquina, tecleó órdenes, se conectó. No buscaba nada en particular, sólo conectarse, tal vez conversar con alguien que estuviera del otro lado del mundo, aunque en la Urdimbre no había otro lado del mundo. Todo era contiguo.
Adicción, pensó. Se estaba haciendo adicta a las inmersiones, y las fugas eran un efecto lateral de esa adicción. Uno de los vicios de los habitantes de la Urdimbre era la infoadicción. Mara sospechó que su adicción a las inmersiones era una derivación de ese vicio.
Información, información, información, gritaba vorazmente su alma, o su mente, o su cabeza, o como se llamara eso que gritaba dentro de ella.
Vagó por la red, entró en el Palacio de Almas Afines, buscó una habitación donde había un solo nombre y escribió el suyo. En un lugar de Malasia, alguien preguntó en inglés:
Hombre o mujer.
Aquí Mara, mujer.
Aquí Anwar, hombre. Noche solitaria.
Mientras seguía la conversación sin interés, Mara tuvo nuevas evocaciones, pero esta vez eran sus propios recuerdos. Lo curioso era que sentía lo mismo que en una fuga. Ya no sabía diferenciar una cosa de la otra. Al recordar su interés juvenil en lo que llamaban exoculturas, las culturas ajenas a la Urdimbre, ya no podía distinguir si era un mero caso de infoadicción o un auténtico interés en la verdad, en esa Verdad del Hombre que tanto veneraba el Instituto.
Cómo se hace para distinguir, tecleó Mara.
Un par de años atrás, al recibirse, había publicado en la página del Instituto un trabajo sobre "Aculturación, neoprimitivismo y neomagia en las culturas posturbanas". Era una monografía envarada, tímida y pomposa cuyo principal valor consistía en las concesiones a las modas académicas, pero le había valido una beca, un puesto en el Instituto y un presupuesto de investigación. De ahí en más había escrito un artículo tras otro, y había compilado los artículos en un libro. Había tenido la cautela de llegar sólo a conclusiones provisorias, prometiendo mayores definiciones en un estudio futuro. Había usado, como otros, la palabra neoprimitivo, pero tuvo la astucia de ponerla entre comillas para no malquistarse con los sectores progresistas.
Distinguir, preguntó Anwar.
Distinguir, tecleó Mara. Claridad/oscuridad. Verdad/falsedad. Lucidez/estupidez.
Aunque los investigadores se empeñaran en negarlo con expresiones altisonantes, como "cambio de paradigma" o "vaivenes epistemológicos", Mara sabía por experiencia que había modas que iban y venían, y muchos investigadores respetaban las modas por pereza o conveniencia. En un tiempo los antropólogos habían usado impunemente términos como primitivo, prelógico y prerracional. Luego esos términos se habían desechado por etnocéntricos y se había hablado de culturas con valores propios, de la relatividad de la razón y la lógica. La oscilación se repetía una y otra vez con sus variaciones, y los que eran cautos pero no encontraban la palabra adecuada siempre se refugiaban en las comillas —comillas primitivo comillas, comillas lógico comillas— mientras buscaban términos que fueran satisfactorios no sólo científica sino políticamente. Culturas exóticas. Culturas pretecnológicas. Culturas postecnológicas. Culturas posturbanas. Culturas alternativas. Culturas simpáticas. Culturas del cerebro izquierdo. Pero la palabra primitivo permanecía allí, a pesar de sus púdicas comillas, aunque no se mencionara.
Un prejuicio, naturalmente.
No entiendo, tecleó Anwar en Malasia.
Yo tampoco, pero no importa. Qué estás viendo ahora, Anwar, preguntó Mara.
Gran luna en el cielo después de arduo día de trabajo.
Cuál es tu trabajo, preguntó Mara, pensando en la palabra "primitivo".
Primitivo: no civilizado.
¿Y qué era la civilización, a fin de cuentas? Sentarse ante una pantalla y entablar una estúpida conversación con Anwar, que había tenido arduo día de trabajo en Malasia. Calentar una pizza en el microondas y beber una cerveza helada. Hacer el amor sin miedo al embarazo o la lapidación. La posibilidad de recorrer la Urdimbre buscando imágenes renacentistas, datos sobre la importación de armas portuguesas en el Japón feudal o el colapso de la economía soviética en el siglo veinte. Pedir que la máquina recitara Góngora o Garcilaso y comunicarse con especialistas para aclarar las dudas. No, no podía ser sólo eso. La civilización debía consistir en crearse un destino.
Como el Pueblo Radiante.
Destino, resopló Mara. Esos tipos se aterraban si venía una tormenta, caminaban días enteros muertos de hambre y frío, persiguiendo ganado cimarrón o perseguidos por perros salvajes. Agradecían al cielo si encontraban un ojo de agua sucia que a menudo estaba contaminada, parían hijos que a veces debían abandonar a la intemperie porque la comida no alcanzaba, se podían morir de una infección o una gripe.
Un prejuicio, sí, pero después de cada inmersión la palabra primitivo se le imponía con más fuerza y con menos comillas. Se suponía que ojos era el método infalible de observación, pues permitía observar sin afectar al observado, sin proyectar juicios sobre sus costumbres. Cada cultura tenía sus propios valores y ellos no debían juzgarlos. Juzgar era antiético porque suponía la superioridad de unos seres humanos sobre otros, era anticientífico porque enturbiaba el análisis de los datos que conducían, cada cual en su modesta medida, a una presunta Verdad del Hombre. Etcétera, etcétera.
Pero cuando veía gente que no tenía idea de lo que era una ducha decente, le costaba sacarse el primitivo de la cabeza, con o sin comillas, con o sin neo. Por mucho que ella y sus colegas perorasen sobre la muerte de lo sagrado, y la alienación que afectaba a los hijos de la Urdimbre, era difícil sacarse la palabra de la cabeza.
Sí, se habían perdido muchas cosas en el camino, y uno podía discursear sobre epifanías y otros polisílabos, pero una cerveza helada a dos pasos era mejor que un riacho inmundo y barroso a diez kilómetros. Y comunicarse con alguien que tenía ganas de expresar sus sentimientos de depresión matinal con sólo pulsar un teclado era mejor que andar cargando con críos bajo el sol y la lluvia.
El malestar en la cultura, pensó y escribió Mara sin mirar qué había respondido Anwar.
Eso es lo que estás bebiendo, preguntó Anwar.
Qué, preguntó Mara.
Te pregunté qué estabas bebiendo. ¿Qué es "malestar en la cultura"? ¿Bebida típica?
No, respondió Mara.
¿Cuál es bebida típica, tequila?
No, Anwar. Supongo que mate.
Entonces bebiendo mate, sugirió Anwar.
Pero si todo esto era cierto, ¿por qué la adicción a las inmersiones? ¿Por qué quería regresar una y otra vez?
No, bebiendo cerveza, respondió Mara.
Mate.
Sólo un neoprimitivo bebería esa cosa repugnante y verde, pensó. No se explicaba por qué intentaba entenderlos ni por qué había llegado a amarlos.
Amarlos, de qué estoy hablando, pensó. Sí, siento amor. Necesito amor.
Necesito amor, tecleó mecánicamente.
Ah, amor. Buena idea, Mara. Estamos lejos, pero podemos amarnos a distancia. Solo en oficina después de ardua noche de trabajo.
En un artículo, Mara había denunciado los prejuicios de las ciberculturas frente a las exoculturas, sugiriendo que la gran ciudad virtual de la Urdimbre era tan propensa a la contaminación como las megalópolis que ahora se desmoronaban en todo el mundo. Otro tipo de contaminación. Como el amor solitario que ahora le proponía Anwar desde Malasia.
¿Por qué había escrito Necesito amor?
No creo, Anwar. Hoy me duele la cabeza, respondió Mara, preguntándose si en Malasia entenderían la broma. Claro que sí, se dijo, todos somos hijos de la Urdimbre. Y en todo caso qué cuernos me importa. Se despidió bruscamente y se desconectó.
Bebió su cerveza y notó que la pizza se había enfriado. Comió una porción de pizza fría y pringosa, abrió otra cerveza. El malestar en la cultura.
Somos superficiales, se dijo, y pensó en el Pueblo Radiante, que debía peregrinar días en busca de alimento. Una vida profunda: mate, animales sacrificados, vísceras humeantes, los gestos desaforados del chamán, la menstruación en medio de la roña y los pastizales desde donde llegaba el hedor de los excrementos frescos.
Mierda, pensó, asombrándose de la nitidez y precisión de su estilo.
(c) Carlos Gardini