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F i c c i o n e s |
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EL CAJERO AUTOMATICO |
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Las puertas se abrieron a su paso y entró al recinto tenuemente iluminado. Una vaga inquietud la invadió, pero la expulsó a un rincón de la conciencia. Estaba protegida, en el ambiente más seguro y confiable de la Tierra. La introdujo en la ranura y pulsó el número de código personal. El tablero se iluminó con un mensaje que le indicaba error. Se desconcertó levemente y trató de sacar la tarjeta para comenzar de nuevo. No pudo. Se había atascado irremediablemente. Ni entraba del todo ni se la devolvía. Trató de no desesperar. Mejor maña que fuerza, se dijo mientras revolvía su bolso en búsqueda de algún instrumento salvador. Encontró una pincita de depilar y con sumo cuidado comenzó a maniobrar para rescatarla. Nada. Todo apagado. Sólo la luz mínima y una suave música que provenía de algún lado, pero la máquina mantenía obstinadamente los dientes apretados. De pronto un zumbido la tranquilizó. La secuencia comenzaba otra vez. El cajero se iluminó y le pidió que introdujera la tarjeta y el número de código. Es lo que acabo de hacer, idiota. Y la tarjeta la tenés vos, por si no te diste cuenta. El cacharro desconocía el idioma, así que continuó requiriéndole el número de código. Ya lo marqué, contestó como si pudiera iniciar un diálogo. Se quedó esperando una respuesta y ambas cosas, la descolocaron por lo absurdas. Estoy tratando de razonar con un montón de lata pintarrajeada, se dijo; sin embargo, volvió a tipear los números. El cajero se quedó unos minutos a oscuras. Le pareció una eternidad. De pronto se iluminó y en medio de gruñidos le indicó otra vez error. Incorrecto. Incorrecto. Sí, ya sé que está todo mal. Con manos temblorosas buscó en la agenda donde tenía anotados los números. Puede ser que me haya equivocado, pensó. Sacó la agenda y con manos temblorosas marcó la clave secreta. No se había equivocado. Uno se puede equivocar de cama y meterse justo en la que no debe. Pero los códigos bancarios son inexorables. Más secretos que la historia clínica, y tal vez más vitales. Algo malo pasaba. Y necesitaba ese dinero. Ya. Para eso había ido a buscarlo en mitad de la noche. Y si los sistemas son tan seguros y eficaces, ¿por qué no se lo daban? Había quedado como crucificada. Una crucifixión lateral. Inaudita. Con medio cuerpo tragado por la máquina (escupemonedas) tragamonedas y el otro cuerpo, el yaciente. Inútil, caído en medio de un charco de sangre y orín. A las ocho de la mañana el recinto relucía. El piso recién lustrado despedía un agradable olor a flores sintéticas. Los cestos vacíos y pulcros. Los cajeros automáticos rechonchos y satisfechos como honestos ciudadanos, esperaban la llegada de los primeros clientes. Menos uno, pobrecito que estaba fuera de servicio, seguramente por los malos tratos de manos inexpertas. A las ocho y cuatro, la brigada de seguridad bancaria despejó el recinto, abrió la barriga del tragón y retiró el cuerpo extraño que obstruía los engranajes. A las ocho y media arrojaron el cuerpo en una bolsa de plástico negra. A las nueve horas entraba confiado, el primer cliente de la mañana. Los chicos que dormitaban la mona, en la puerta del banco fueron invitados a retirarse. Amelia Graciela PariniGraciela estudia filosofía y ciencias de la educación, ejerce la docencia y dirige un taller de lectura para niños y adolescentes. Ha publicado relatos en Nueva Dimensión, Cuasar, Fase Uno, Latinoamérica Fantástica y Sinergia. Aunque su obra no es abundante y declara haber alcanzado su cota más alta en 1979, cuando "publicó" a su hijo Ezequiel, sigue escribiendo y actualmente está trabajando en una novela y varios relatos, uno de los cuales se vincula estrechamente con el mundo de la danza, su otro interés central.
Axxón 131 - octubre de 2003 |