Revista Axxón » «Hermano menor» (Capítulo 21 y Epílogo), Cory Doctorow - página principal

¡ME GUSTA
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Capítulo 21

Nos dejaron solos a Barbara y a mí. Usé el duchador para enjuagarme… de pronto, me sentía avergonzado por estar cubierto de pis y vómito. Cuando terminé, vi que a Barbara le saltaban las lágrimas.

—Tus padres… —comenzó.

Sentí ganas de vomitar otra vez. Dios, mis pobres papás. Lo que debían de haber pasado.

—¿Están aquí?

—No —dijo ella—. Es complicado —agregó.

—¿Qué?

—Todavía estás bajo arresto, Marcus. Igual que todos los de aquí. No se puede irrumpir aquí y abrir las puertas de par en par. Todos tendrán que ser procesados por la justicia penal. Podrían tardar… bueno, podrían tardar meses.

—¿Tendré que quedarme aquí durante meses?

Me tomó de las manos.

—No. Creo que podremos lograr que inicien el proceso y te liberen bajo fianza bastante pronto. Pero bastante pronto es un término relativo. No espero que ocurra nada hoy mismo. Pero las cosas no serán como lo fueron con esta gente. Será un trato humanitario. Con comida de verdad. Sin interrogatorios. Con visitas de los familiares.

»Que hayan expulsado al DSI no significa que ustedes pueden salir de aquí sin más. Lo que ha ocurrido ahora es que nos hemos librado de la versión mundo bizarro del sistema de justicia que habían implantado y que lo hemos reemplazado con el viejo sistema. El sistema con jueces, con juicios públicos y abogados.

»Podemos intentar que los transfieran a un correccional juvenil en el continente pero, Marcus, esos lugares pueden ser muy duros. Muy, muy duros. Puede que este sea el mejor lugar para ustedes hasta que consigamos la fianza.

Fianza. Por supuesto. Yo era un criminal; todavía no me habían acusado, pero seguramente se les ocurrirían muchos cargos. El solo hecho de albergar pensamientos impuros contra el gobierno era prácticamente ilegal.

Barbara me apretó las manos de nuevo.

—Es desagradable, pero así tiene que ser. Lo más importante es que se terminó. El Gobernador expulsó al DSI del estado, desmanteló todos los puestos de control. El Fiscal General emitió órdenes de arresto para todos los integrantes de fuerzas de seguridad que intervinieron en los «interrogatorios bajo estrés» y en los encarcelamientos secretos. Irán a prisión, Marcus, y todo fue obra tuya.

Estaba atontado. Escuchaba las palabras, pero apenas les encontraba sentido. De alguna manera, había terminado, pero no había terminado.

—Mira —dijo ella—. Probablemente tenemos una o dos horas antes de que todo esto se calme, antes de que regresen y vuelvan a encerrarte. ¿Qué quieres hacer? ¿Caminar por la playa? ¿Comer? Esta gente tenía una sala increíble para el personal… pasamos por allí cuando entramos. Totalmente gourmet.

Por fin una pregunta que podía responder.

—Quiero encontrar a Ange. Quiero encontrar a Darryl.

 

 

***

 

Traté de usar una computadora que encontré por ahí para buscar los números de celda, pero me pedía una contraseña, de modo que nos limitamos a recorrer los pasillos, gritando sus nombres.

Detrás de las puertas de las celdas, los prisioneros nos devolvían los gritos, o lloraban, o nos rogaban que los dejáramos salir. No comprendían lo que acababa de ocurrir, no veían que los equipos SWAT del estado de California estaban arreando hacia los muelles a sus ex-guardias, ahora con esposas de plástico.

—¡Ange! —llamé por sobre el bullicio—. ¡Ange Carvelli! ¡Darryl Glover! ¡Soy Marcus!

Habíamos recorrido todo el largo del pabellón de celdas y no habían respondido. Sentí ganas de llorar. Los habían enviado al extranjero; estaban en Siria, o peor. Nunca volvería a verlos.

Me senté, me apoyé contra la pared del corredor y me cubrí la cara con las manos. Vi el rostro de Pelo Corto, vi su sonrisa de suficiencia mientras me preguntaba cuál era mi nombre de usuario. Ella había hecho esto. La enviarían a la cárcel, pero no alcanzaba. Se me ocurrió que, cuando la viera de nuevo, quizás la mataría. Se lo merecía.

—Vamos —dijo Barbara—. Vamos, Marcus. No te des por vencido. Hay más por aquí, vamos.

Tenía razón. Todas las puertas de las celdas que habíamos pasado eran cosas viejas, oxidadas, que databan de la época de la construcción original de la base. Pero al final del corredor, combada y entreabierta, había una puerta nueva, de alta seguridad, gruesa como un diccionario. De un tirón, la abrimos del todo y nos aventuramos al interior de un pasillo oscuro.

Allí había cuatro puertas más, puertas sin códigos de barras. Cada una tenía montado un pequeño teclado electrónico.

—¿Darryl? —dije—. ¿Ange?

—¿Marcus?

Era Ange, llamándome desde detrás de la puerta más alejada. Ange, mi Ange, mi ángel.

—¡Ange! —grité—. ¡Soy yo, soy yo!

—Oh, Dios, Marcus —dijo con voz ahogada, y luego sólo se escucharon sollozos.

Golpeé las demás puertas con los puños.

—¡Darryl! ¿Darryl, estás ahí?

—Aquí estoy. —La voz era muy débil y muy ronca—. Aquí estoy. Lo siento muchísimo. Por favor. Perdóname.

Sonaba… roto. Hecho pedazos. Destrozado.

—Soy yo, D —dije, apoyado contra su puerta—. Soy Marcus. Ya terminó… arrestaron a los guardias. Echaron al Departamento de Seguridad Interior. Iremos a juicio, a juicio público. Y podremos testificar contra ellos.

—Perdón —dijo—. Por favor, lo lamento mucho.

En ese momento, los policías de California se acercaron a la puerta. La cámara seguía filmando.

—¿Sra. Stratford? —dijo uno. Tenía el visor levantado y parecía un policía más, no mi salvador. Parecía alguien que venía a encerrarme.

—Capitán Sánchez —dijo ella—. Hemos localizado a dos de los prisioneros de interés. Me gustaría que los dejaran salir para examinarlos con mis propios ojos.

—Aún no tenemos los códigos de acceso de esas puertas, señora —dijo el hombre.

Barbara levantó una mano.

—Ése no fue el arreglo. Yo tengo acceso total a las instalaciones. Fue orden directa del Gobernador, señor. No nos moveremos hasta que abran estas celdas. —Su rostro estaba perfectamente relajado, sin un solo indicio de querer ceder o flexibilizarse. Hablaba en serio.

El capitán tenía cara de sueño. Hizo una mueca.

—Veré qué puedo hacer —dijo.

 

 

***

 

Consiguieron abrir las celdas una media hora después. Tuvieron que hacer tres intentos, pero al final ingresaron los códigos correctos, aparejándolos con los RFID de los distintivos identificatorios que les habían quitado a los guardias arrestados.

Primero entraron en la celda de Ange. Tenía puesta una bata de hospital, abierta en la parte de atrás, y su celda era aún más despojada que la mía: toda acolchada, sin lavabo, sin cama, sin luz. Emergió en el corredor pestañeando y la cámara de la policía la enfocó, apuntando la brillante luz a su rostro. Barbara, para protegernos, se colocó entre nosotros y la luz. Ange dio un paso tentativo fuera de la celda, arrastrando los pies un poco. Había algo en sus ojos, en su cara, que parecía no estar bien. Estaba llorando, pero no era eso.

—Me drogaron —dijo—. Porque no paraba de pedir un abogado a los gritos.

Fue entonces cuando la abracé. Ella se hundió contra mí, pero me devolvió el apretado abrazo. Olía a rancio, a sudor, pero mi olor no era mejor que el suyo. No quería soltarla nunca más.

Entonces abrieron la celda de Darryl.

Había convertido en jirones su bata de hospital. Estaba hecho un ovillo, desnudo, en el fondo de la celda, protegiéndose de la cámara y de nuestras miradas. Corrí hacia él.

—D —le susurré al oído—. D, soy yo. Marcus. Terminó. Arrestaron a los guardias. Saldremos bajo fianza; nos iremos a casa.

Tembló y cerró los ojos con fuerza.

—Perdón —murmuró, y giró la cabeza para no mirarme.

En ese momento me llevaron, un policía blindado y Barbara. Me llevaron a mi celda, echaron el cerrojo y allí pasé la noche.

 

 

***

 

No recuerdo mucho del viaje a los tribunales. Me encadenaron a otros cinco prisioneros; todos habían estado presos mucho más tiempo que yo. Uno hablaba solamente árabe; era un anciano y temblaba. Todos los demás eran jóvenes. Yo era el único blanco. Cuando estuvimos todos juntos en la cubierta del ferry, vi que el color de la piel de casi todos los prisioneros de Treasure Island era de algún tono de marrón.

Yo había estado dentro una sola noche, pero aun eso era demasiado. Caía una ligera llovizna, algo que normalmente me hace alzar los hombros y hundir la cabeza, pero ese día hice lo mismo que todos los demás: elevar la cara hacia el infinito cielo gris y deleitarme con las punzadas húmedas mientras avanzábamos a toda velocidad por la bahía, rumbo al atracadero de ferrys.

Nos llevaron a unos autobuses. Ascendimos torpemente a causa de los grilletes y tardaron mucho tiempo en acomodar a todos. A nadie le importó. Cuando no estábamos luchando por resolver el problema geométrico de seis personas, una cadena y un autobús con pasillo angosto, sólo mirábamos la ciudad que nos rodeaba, colina arriba, y a sus edificios.

Yo sólo pensaba en encontrar a Darryl y Ange, pero no se los veía. Había mucha gente y no nos permitían movernos libremente. Los policías estatales nos habían traído hasta allí con bastante gentileza, pero eran corpulentos y llevaban armas y trajes blindados. Constantemente, creía ver a Darryl entre el gentío, pero siempre era otra persona, con la misma mirada abatida, retraída, que le había visto en la celda. Darryl no era el único roto.

Ya en los tribunales, hicieron marchar a nuestro grupo, aún con grilletes, hacia las salas de entrevistas. Una abogada de la ACLU tomó nota de nuestra información y nos hizo unas preguntas —cuando llegó mi turno, me sonrió y me saludó por mi nombre— y luego nos llevó ante la presencia del juez, en el tribunal. El hombre tenía puesta una toga de verdad y parecía estar de buen humor.

La cuestión era que cualquiera que tuviese un familiar que pagara la fianza podía irse y el resto volvería a prisión. La abogada de la ACLU habló mucho con el juez, pidiéndole unas horas más para reunir a los familiares de los prisioneros y traerlos al tribunal. El juez fue muy benévolo con todo eso, pero cuando me percaté de que algunas de estas personas estaban encerradas desde la explosión del puente sin juicio previo; que sus familias las habían dado por muertas; que las habían sometido a interrogatorios, al aislamiento, a la tortura… tuve ganas de romper las cadenas con mis propias manos y liberar a todos.

Cuando me pusieron frente al juez, me miró desde arriba y se quitó las gafas. Parecía cansado. La abogada de la ACLU parecía cansada. Los alguaciles parecían cansados. Detrás de mí, escuché un repentino murmullo de conversación cuando el alguacil pronunció mi nombre. El juez golpeó el martillo una sola vez, sin dejar de mirarme. Se frotó los ojos.

—Sr. Yallow —dijo—, la fiscalía lo ha identificado como persona riesgosa para viajar en avión. Creo que con fundamento. Sin duda, usted tiene más, digamos… historia que las demás personas que hay aquí. Estoy tentado a dejarlo encerrado hasta el juicio, sin importar el monto de la fianza que sus padres estén dispuestos a pagar.

Mi abogada comenzó a decir algo, pero el juez la silenció con una mirada. Se frotó los ojos.

—¿Tiene algo que decir?

—Tuve la oportunidad de escapar —le dije—. La semana pasada. Alguien me ofreció llevarme lejos, sacarme de la ciudad, ayudarme a asumir una nueva identidad. Pero yo le robé el teléfono, escapé del camión y salí corriendo. Entregué el teléfono, que contenía evidencia sobre mi amigo Darryl Glover, a una periodista y me escondí aquí, en la ciudad.

—¿Robó un teléfono?

—Decidí que no podía fugarme. Que tenía que enfrentar a la justicia… que mi libertad no valía nada si era un prófugo, si la ciudad continuaba bajo el control del DSI. Si mis amigos seguían encerrados. Para mí, esa libertad no era tan importante como liberar a mi país.

—Pero robó un teléfono.

Asentí. —Sí. Tengo planeado devolverlo, si alguna vez encuentro a la joven en cuestión.

—Muy bien, gracias por su discurso, Sr. Yallow. Es un muchacho que sabe hablar muy bien. —Miró al fiscal echando fuego por los ojos—. Algunos dirían que también es un muchacho muy valiente. Esta mañana, en los noticieros, se vio cierto video que sugiere que usted tenía una razón legítima para evadir a las autoridades. Considerando eso, y su pequeño discurso, le concederé la fianza, pero también le pediré al fiscal que añada a la lista un cargo de delito menor por hurto… por el asunto del teléfono. Agregaré otros u$s 50.000 de fianza por ese hecho.

Volvió bajar el martillo y mi abogada me apretó la mano.

El juez me miró otra vez desde arriba y se reacomodó las gafas. Tenía caspa en los hombros de la toga. Dijo unas palabras más cuando sus gafas tocaron su cabello hirsuto, enrulado.

—Ya puede irse, joven. No se meta en problemas.

 

 

***

 

Me volví para marcharme y alguien se lanzó sobre mí. Era papá. Literalmente, me levantó en el aire, abrazándome tan fuerte que me crujieron las costillas. Me abrazó como yo recordaba que me abrazaba cuando era un niño pequeño, cuando me hacía girar y girar en esos juegos de avión risueños, que me provocaban náuseas y que terminaban con él arrojándome hacia arriba y atrapándome y estrechándome como lo hacía ahora, tan fuerte que casi dolía.

Un par de manos más suaves me arrebataron suavemente de sus brazos. Mamá. Por un momento, me sostuvo de las manos, a un brazo de distancia, buscando algo en mi rostro, sin decir nada, con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Sonrió, comenzó a sollozar y luego también me abrazó. Los brazos de papá nos rodearon a los dos.

Cuando nos soltamos, finalmente logré decir algo.

—¿Darryl?

—Me encontré con su padre en otro sitio. Está en el hospital.

—¿Cuándo puedo verlo?

—Es nuestro próximo destino —dijo papá. Estaba acongojado—. Darryl no puede… —Se interrumpió—. Dicen que se recuperará —agregó con la voz ahogada.

—¿Y Ange?

—Su mamá la llevó a casa. Quería esperarte aquí, pero…

Comprendí. Ahora me sentía lleno de comprensión hacia todo lo que debieron sentir las familias de todos los que habían estado encarcelados. El tribunal estaba colmado de lágrimas y abrazos que ni los alguaciles podían detener.

—Vamos a ver a Darryl —dije—. ¿Y me prestas el teléfono?

Llamé a Ange camino al hospital donde tenían a Darryl —el San Francisco General, calle abajo de donde estábamos— y quedamos en vernos después de cenar. Ange me hablaba rápidamente, en un susurro. Su mamá no estaba segura de si debía castigarla o no y Ange no quería tentar al destino.

Había dos policías estatales en el corredor de la habitación de Darryl. Contenían a una legión de periodistas que se paraban en puntas de pie para mirar y tomar fotos. Los flashes explotaron frente a nuestros ojos como luces estroboscópicas y sacudí la cabeza para despejarme. Mis padres me habían traído ropa limpia y me había cambiado en el asiento trasero del coche, pero todavía me sentía sucio, aunque me había frotado con fuerza en el baño del tribunal.

Algunos periodistas pronunciaron mi nombre. Ah, sí, cierto… ahora era famoso. Los policías también me miraron: reconocieron mi cara, o bien mi nombre cuando los periodistas me llamaron.

El padre de Darryl se reunió con nosotros en la puerta de la habitación, hablando en murmullos muy bajos para que los periodistas no escucharan. Llevaba puesta ropa de civil, los jeans y el suéter que yo normalmente lo veía usar cuando pensaba en él, pero tenía las insignias militares abrochadas en el pecho.

—Está dormido —dijo—. Despertó hace un rato y comenzó a llorar. No podía detenerse. Le dieron algo para ayudarlo a dormir.

Nos hizo entrar y allí estaba Darryl, con el cabello limpio y peinado, durmiendo con la boca abierta. Tenía algo blanco en las comisuras de la boca. Era una habitación semi privada y en la otra cama había un sujeto mayor, de aspecto árabe, de unos 40 años. Lo reconocí como el que estaba encadenado a mí cuando salimos de Treasure Island. Nos saludamos con la mano, algo avergonzados.

Después me dediqué a Darryl. Lo tomé de la mano. Tenía las uñas comidas hasta la raíz. Siempre se mordía las uñas cuando era niño, pero abandonó el hábito cuando entramos en la secundaria. Creo que Van lo convenció; le dijo que era desagradable que tuviera los dedos en la boca todo el tiempo.

Escuché que mis padres y el padre de Darryl se retiraban y cerraban las cortinas a nuestro alrededor. Puse mi cara junto a la de mi amigo, sobre la almohada. Tenía una barba despareja, desgreñada, que me recordó a Zeb.

—Eh, D —dije—. Lo lograste. Te vas a recuperar.

Roncó un poco. Casi le digo «Te amo», una frase que le había dicho a una sola persona que no pertenecía a mi familia, una frase que sonaba rara cuando se la decías a otro hombre. Al final, sólo le apreté la mano otra vez. Pobre Darryl.

 

 

Epílogo

Barbara me citó en su oficina el fin de semana del 4 de julio. No fui el único que trabajó durante el feriado, pero sí el único cuya excusa fue que el programa de libertad diurna no lo dejaba salir de la ciudad.

Finalmente, me declararon culpable de robar el teléfono de Masha. ¿Puedes creerlo? La fiscalía negoció con mi abogada: retiraban los cargos de «terrorismo electrónico» e «incitación a la violencia» a cambio de que me declarara culpable del hurto. Me dieron tres meses de libertad diurna y me pusieron en un centro de rehabilitación para delincuentes juveniles de Mission. Dormía en ese lugar, compartiendo habitación con un puñado de criminales genuinos, pandilleros, drogones y un par que estaban locos en serio. Durante el día tenía «libertad» para salir y presentarme en mi «trabajo».

—Marcus, van a soltarla —dijo Barbara.

—¿A quién?

—A Johnstone, Carrie Johnstone —dijo—. El tribunal militar a puertas cerradas la eximió de toda culpa. El expediente está cerrado. La pondrán nuevamente en actividad. La enviarán a Irak.

Carrie Johnstone era el nombre de Pelo Corto. Lo revelaron en las audiencias preliminares del Tribunal Superior de California, pero eso fue todo lo que revelaron. No quiso declarar una palabra acerca de quiénes le daban las órdenes, de lo que ella había hecho, a quiénes habían encarcelado y por qué. Se limitó a sentarse en el tribunal, perfectamente callada, día tras día.

Los federales, mientras tanto, se pusieron a bravuconear y a gritar por el cierre «unilateral e ilegal» de las instalaciones de Treasure Island ordenado por el Gobernador y por la expulsión de los policías federales de San Francisco ordenada por el Alcalde. Muchos de esos policías acabaron en prisiones estatales, junto con los guardias de Guantánamo de la Bahía.

La Casa Blanca no hacía declaraciones; tampoco el Capitolio Estatal. Y entonces, un día, se llevó a cabo una conferencia de prensa seca, tensa, conjunta, en la escalinata de la mansión del Gobernador, donde el jefe del DSI y el Gobernador anunciaron su «acuerdo».

El DSI dispondría que un tribunal militar, a puertas cerradas, investigara los «posibles errores de criterio» en los que se había incurrido luego del ataque al Puente de la Bahía. El tribunal echaría mano de todas las herramientas a su alcance para asegurar el castigo apropiado de todos los actos criminales. A cambio, el Senado Estatal pasaría a controlar las operaciones del DSI en California, con el poder de vetar, inspeccionar o establecer nuevas prioridades en todo lo referido a las medidas de seguridad interior del estado.

El clamor de los periodistas fue ensordecedor y Barbara fue la primera en preguntar.

—Sr. Gobernador, con todo el respeto que se merece: tenemos evidencias incontrovertibles, en video, que indican que Marcus Yallow, ciudadano nativo de este estado, fue sometido a una ejecución simulada por parte de oficiales del DSI que aparentemente obedecían órdenes de la Casa Blanca. ¿El estado realmente está dispuesto a abandonar toda pretensión de justicia para sus ciudadanos frente a la tortura ilegal y brutal? —Le tembló la voz, pero no se quebró.

El Gobernador abrió los brazos.

—Los tribunales militares impondrán justicia. Si el Sr. Yallow o cualquier otra persona con motivos para incriminar al Departamento de Seguridad Interior desean más justicia, tienen derecho, por supuesto, a demandar al gobierno federal por los daños y perjuicios que correspondan.

Eso fue lo que hice. Se presentaron más de veinte mil demandas civiles contra el DSI durante la semana posterior al anuncio del Gobernador. La ACLU manejaba la mía y había presentado un petitorio para acceder a las sentencias de la corte marcial. Hasta ahora, los jueces habían simpatizado bastante con nosotros.

Pero yo no esperaba esto.

—¿La eximieron completamente?

—El comunicado de prensa no dice mucho. «Después de un minucioso examen de los acontecimientos ocurridos en San Francisco y en el centro especial de detención antiterrorista de Treasure Island, es decisión de este tribunal que los actos de la Srta. Johnston no ameritan mayores sanciones disciplinarias». Esa palabra, «mayores»… como si ya la hubieran castigado.

Resoplé. Desde mi liberación de Guantánamo de la Bahía, soñaba con Carrie Johnston casi todas las noches. Veía su rostro flotando sobre el mío… su sonrisa socarrona mientras le decía al hombre que me diera «de beber».

—Marcus… —dijo Barbara, pero yo la interrumpí.

—Está bien, está bien. Voy a filmar un video de esto. Lo publicaré el fin de semana. Los lunes son los mejores días para los videos virales. Todos volverán del fin de semana del feriado, buscando algo divertido para enviar a todos los de la escuela o la oficina.

Estaba viendo a un siquiatra dos veces por semana, como parte de mi acuerdo con el centro de rehabilitación. Una vez que superé la idea de que se trataba de una especie de castigo, me pareció bien. Me ayudaba a concentrarme en hacer cosas constructivas cuando estaba alterado, en lugar de carcomerme por dentro. Los videos ayudaban.

—Tengo que irme —dije, tragando saliva con fuerza para evitar que mi voz delatara mis emociones.

—Cuídate, Marcus —dijo Barbara.

 

 

***

 

Ange me abrazó desde atrás cuando colgué el teléfono.

—Acabo de leerlo en la red —dijo. Leía un millón de resúmenes de noticias, detectándolos con un lector de titulares que sorbía los artículos ni bien circulaban por los cables. Era nuestra blogger oficial y era buena. Recortaba las notas interesantes y las ponía en línea como un cocinero de minutas entrega pedidos de desayunos.

Me di vuelta en sus brazos para abrazarla de frente. La verdad, no habíamos trabajado mucho ese día. No me dejaban estar fuera del correccional después de la cena y ella no podía visitarme allí. Nos veíamos en la oficina, pero generalmente había mucha gente alrededor, por lo que nuestros mimos eran algo indirectos. Estar solos en la oficina todo un día era demasiada tentación. Hacía un calor bochornoso, además, lo que significaba que ambos vestíamos camisetas sin mangas y pantalones cortos: mucho contacto de piel mientras trabajábamos uno junto al otro.

—Voy a filmar un video —dije—. Quiero publicarlo hoy.

—Bien —dijo ella—. Hagámoslo.

Ange leyó el comunicado de prensa. Yo hice un pequeño monólogo y lo sincronicé con la famosa filmación de mí en la cura de agua, con la mirada de desesperación bajo la rigurosa luz de la cámara, con las lágrimas que me corrían por la cara, con el pelo enredado y con manchas de vómito.

—Este soy yo. Estoy en una cura de agua. Me están torturando con una ejecución simulada. La tortura está supervisada por una mujer llamada Carrie Johnston. Trabaja para el gobierno. Tal vez la recuerden por este video.

Pasé al video de Johnston y Kurt Rooney.

—Aquí está Johnston con el Secretario de Estado, Kurt Rooney, jefe de estrategia del Presidente.

La nación no quiere a esa ciudad. Desde su punto de vista, es una Sodoma y Gomorra de maricas y ateos que merecen pudrirse en el infierno. La única razón por la que el país se ocupa de lo que piensan en San Francisco es que tuvieron la buena fortuna de explotar por los aires gracias a unos terroristas islámicos.

—Rooney está hablando de la ciudad donde vivo. Según el último recuento, 4215 vecinos míos murieron el día que él menciona. Pero algunos de ellos pueden no haber muerto. Algunos de ellos desaparecieron en la misma prisión donde me torturaron. Algunos padres, madres, hijos y amantes, hermanos y hermanas nunca volverán a ver a sus seres queridos, porque fueron encarcelados secretamente en una prisión ilegal, aquí mismo, en la Bahía de San Francisco. Los enviaron al extranjero. Todo eso quedó registrado meticulosamente, pero Carrie Johnston tiene las claves de encriptación.

Corté a una imagen de Carrie Johnston, la filmación de ella sentada a la mesa de reuniones con Rooney, riendo.

Corté a la imagen del arresto de Johnston.

—Cuando la arrestaron, pensé que se haría justicia a favor de toda esa gente que ella quebró e hizo desaparecer. Pero intervino el Presidente —corté a una imagen fija de él, riendo y jugando al golf durante una de sus muchas vacaciones— y también su Jefe de Estrategia —y ahora se veía una foto de Rooney, estrechando la mano de un infame líder terrorista que antes había estado de nuestro lado—. La enviaron a una corte marcial a puertas cerradas y ahora ese tribunal la ha exonerado. Por algún motivo, consideraron que no había nada de malo en todo esto.

Puse un fotomontaje, cientos de fotografías de prisioneros en sus celdas, que Barbara había publicado en el sitio del Bay Guardian el día de nuestra liberación.

—Nosotros elegimos a estas personas. Nosotros les pagamos el sueldo. Se supone que tienen que estar de nuestro lado. Se supone que tienen que defender nuestras libertades. Pero estas personas —y allí una serie de fotos de Johnston y los demás que habían enviado a juicio— traicionaron nuestra confianza. Faltan cuatro meses para las elecciones. Es mucho tiempo. Suficiente para que cada uno de ustedes salga a buscar a cinco vecinos, cinco personas que hayan renunciado a votar porque su elección es «ninguno de los anteriores».

»Hablen con sus vecinos. Háganlos prometer que irán a votar. Háganlos prometer que recuperarán el país de manos de los torturadores y los matones. De los que se reían de mis amigos que yacían en sus tumbas, en el fondo del puerto. Háganlos prometer que ellos también hablarán con sus vecinos.

»Muchos de nosotros votamos por «ninguno de los anteriores». No sirve. Hay que elegir… elegir la libertad.

»Me llamo Marcus Yallow. Me torturó mi propio país, pero todavía me gusta estar aquí. Tengo diecisiete años. Quiero crecer en un país libre. Quiero vivir en un país libre.

Fundí al logo del sitio web. Ange lo había construido con ayuda de Jolu, que nos consiguió más hosting gratuito de Pigspleen del que podríamos necesitar.

La oficina era un sitio interesante. Técnicamente, nos llamábamos Coalición de Votantes por una Norteamérica Libre, pero todos nos decían los Xnet. La organización —sin fines de lucro— había sido co-fundada por Barbara y algunos de sus amigos abogados, inmediatamente después de la liberación de Treasure Island. Los fondos provinieron del aporte de algunos millonarios de la tecnología que no podían creer que un puñado de jóvenes hackers hubieran derrotado al DSI. A veces, nos pedían que fuéramos al sur de la península, a Sand Hill Road, donde estaban los inversores de riesgo, para dar charlas sobre la tecnología Xnet. Había algo así como un trillón de nuevos emprendimientos tratando de hacer dinero en la Xnet.

Como sea, yo no tenía por qué involucrarme en eso. Me conseguí un escritorio y una oficina con escaparate en la calle Valencia, donde regalábamos discos del ParanoidXbox y hacíamos talleres para enseñar a construir mejores antenas de WiFi. Una sorprendente cantidad de gente común pasaba por allí para dejar donaciones personales, tanto de hardware (el ParanoidLinux se puede ejecutar en casi cualquier cosa, no sólo en las Xbox Universal) como de dinero en efectivo. Nos adoraban.

El gran plan era lanzar nuestro propio JRA en septiembre, justo a tiempo para las elecciones, y completar el paquete inscribiendo votantes y llevándolos a las urnas. Sólo el 42% de los norteamericanos se había presentado a los comicios en la última elección; los que no votaban eran la gran mayoría. Yo seguía intentando incorporar a Darryl y a Van en alguna de nuestras sesiones de planeamiento, pero Van insistía en que eran totalmente anti-románticas. Darryl no me hablaba mucho, aunque me enviaba largos correos sobre casi cualquier tema que no fuera Van, el terrorismo o la prisión.

Ange me apretó la mano.

—Dios, odio a esa mujer —dijo.

Asentí. —Otra porquería más que este país le ha hecho a Irak —dije—. Si la enviaran a mi ciudad, probablemente yo también me volvería terrorista.

—Ya la enviaron a tu ciudad, y te volviste terrorista.

—Es cierto —dije.

—¿Irás a la audiencia de la Sra. Gálvez el lunes?

—Totalmente.

Había presentado a Ange y a la Sra. Gálvez unas semanas antes, cuando mi ex-profesora me invitó a cenar. El sindicato de docentes le había conseguido una audiencia con el Consejo del Distrito Escolar Unificado para defender su moción de recuperar su antiguo empleo. Decían que Fred Benson abandonaría por un rato su (anticipado) retiro para testificar contra ella. Yo estaba ansioso de verla de nuevo.

—¿Quieres comer un burrito?

—Totalmente.

—Buscaré mi salsa picante —dijo ella.

Revisé mi correo una vez más… mi cuenta de Pirate Party, donde aún entraban con cuentagotas algunos mensajes de viejos usuarios de la Xnet que aún no habían descubierto mi dirección de la Coalición de Votantes.

El último mensaje provenía de una dirección de correo desechable, creada con uno de los nuevos anonimizadores brasileros.

> La encontré, gracias. No me dijiste que estaba tan bu3n4.

—¿Quién te envió eso?

Me reí. —Zeb —dije—. ¿Te acuerdas de Zeb? Le di el correo de Masha. Supuse que, ya que ambos están en la clandestinidad, no vendría mal presentarlos.

—¿Y él piensa que Masha es bonita?

—Dale un respiro. Es obvio que su mente está obnubilada por las circunstancias.

—¿Y la tuya?

—¿La mía?

—Sí… ¿tu mente también quedó obnubilada por las circunstancias?

Sostuve a Ange a un brazo de distancia y la miré de arriba abajo, de abajo arriba. La tomé de las mejillas y la miré a través de sus gafas de marco grueso; miré sus ojos grandes, traviesos, oblicuos. Le acaricié el cabello con los dedos.

—Ange, nunca he pensado con más claridad en toda mi vida.

Entonces ella me besó, y yo la besé, y pasó un rato antes de que saliéramos a comprar burritos.

 

FIN

 

Comentario final de Bruce Schneier

Soy un tecnólogo de la seguridad. Me ocupo de que la gente esté a salvo.

Pienso en sistemas de seguridad y en cómo violarlos. Después, en cómo volverlos más seguros. Sistemas de seguridad informáticos. Sistemas de vigilancia. Sistemas de seguridad para aviones, máquinas para votar, chips RFID y todo lo demás.

Cory me invitó a estar presente en las últimas páginas de su libro porque quería que te contara que la seguridad es divertida. Es increíblemente divertida. Es el gato y el ratón: quién de los dos es más inteligente; el cazador versus la presa. Creo que es el trabajo más divertido que es posible tener. Si te resultó divertido leer que Marcus fue más inteligente que las cámaras de reconocimiento de andadura al colocarse guijarros en los zapatos, piensa en cuánto más te divertiría ser la primera persona del mundo a la que se le hubiera ocurrido hacerlo.

Trabajar en seguridad significa saber mucho de tecnología. Podría significar saber de computadoras y redes, de cámaras y de cómo funcionan, o de la química que se usa para detectar bombas. Pero, en realidad, la seguridad es un estado mental. Es un modo de pensar. Marcus es un gran ejemplo de ese modo de pensar. Siempre está buscando las formas en que un sistema de seguridad puede fallar. Apuesto a que no puede entrar en una tienda sin pensar en cómo robarse algo. No porque quiera hacerlo (hay una diferencia entre saber violar un sistema de seguridad y violarlo en la práctica), sino para descubrir cómo lograrlo.

Así pensamos los de seguridad. Estamos constantemente observando a los sistemas de seguridad y pensando en cómo sortearlos; no podemos evitarlo.

Este modo de pensar es primordial, sin importar de qué lado de la seguridad estés. Si te contratan para construir una tienda a prueba de rateros, lo mejor es saber cómo roban los rateros. Si estás diseñando un sistema de cámaras para detectar formas de caminar individuales, lo mejor es que preveas que la gente puede ponerse piedras en los zapatos. Porque, si no lo haces, no vas a diseñar nada bueno.

Entonces, cuando andes por ahí durante el día, tómate un momento para observar los sistemas de seguridad que te rodean. Mira las cámaras de las tiendas donde haces las compras (¿previenen el crimen o sólo lo ahuyentan hacia la tienda de al lado?). Observa cómo opera un restaurante (si uno paga después de comer ¿por qué no hay más gente que se va sin pagar?). Presta atención a la seguridad de un aeropuerto (¿cómo podrías subir a un avión con un arma encima?). Examina lo que hace un cajero de banco (la seguridad de un banco está diseñada para evitar que los cajeros roben, tanto como para evitar que robes tú). Contempla con atención un hormiguero (los insectos saben mucho de seguridad). Lee la Constitución y notarás la cantidad de medidas de seguridad que proporciona al pueblo para defenderse del gobierno. Observa los semáforos, los cerrojos de las puertas y todos los sistemas de seguridad que aparecen en la televisión y en el cine. Deduce cómo funcionan, contra qué amenazas protegen y no protegen, cómo pueden fallar y cómo se pueden explotar.

Pasa un tiempo haciendo esto y pronto descubrirás que piensas el mundo de otra manera. Comenzarás a notar que muchos de los sistemas de seguridad que andan por ahí no hacen verdaderamente lo que afirman que hacen y que gran parte de nuestra seguridad nacional es un desperdicio de dinero. Comprenderás que la privacidad es esencial para que haya seguridad, que no es su antónimo. Dejarás de preocuparte por las cosas que preocupan a otros y empezarás a preocuparte por cosas que a los demás ni se les cruzan por la mente.

A veces, notarás algo acerca de la seguridad que nunca se le ha ocurrido a nadie. Puede que inventes una nueva manera de violar un sistema de seguridad. El phishing (suplantación de identidad) se inventó hace unos pocos años.

Con frecuencia, me sorprendo de lo fácil que es violar algunos sistemas de seguridad muy bonitos y renombrados. Hay muchas razones para que eso suceda, pero la más importante es la imposibilidad de demostrar que algo es seguro. Lo único que puedes hacer es intentar violarlo; si fracasas, sabes que es lo bastante seguro como para impedir que tú entres. ¿Pero qué pasa si viene alguien más inteligente que tú? Cualquier persona puede diseñar un sistema de seguridad que ella misma no puede violar.

Piénsalo un segundo, porque no es obvio. Nadie está capacitado para analizar sus propios diseños de seguridad, porque el diseñador y el analista serían la misma persona, con las mismas limitaciones. La seguridad debe ser analizada por otro, porque tiene que protegernos contra lo que no se les ocurrió a los diseñadores.

Esto implica que todos tenemos que analizar la seguridad diseñada por otras personas. Con sorprendente frecuencia, uno logra violarla. Las hazañas de Marcus no son nada del otro mundo: son cosas que pasan todos los días. Entra en la red y busca «bump key» o «Bic pen Kryptonite lock»; encontrarás un par de historias realmente interesantes sobre sistemas de seguridad aparentemente fuertes, derrotados con tecnología bastante básica.

Y, cuando descubras algo así, asegúrate de publicarlo en alguna parte de la Internet. Secreto y seguridad no son sinónimos, aunque lo parezca. Sólo la mala seguridad se basa en el secreto; la buena seguridad funciona aunque todos sus detalles sean públicos.

Publicar las vulnerabilidades obliga a los diseñadores de seguridad a crear mejores sistemas y nos convierte en mejores consumidores de seguridad. Si compras una traba de bicicleta Kryptonite y puedes abrirla con un bolígrafo Bic no obtienes mucha seguridad a cambio de tu dinero. Del mismo modo, si un grupo de jovencitos inteligentes puede vencer la tecnología antiterrorista del DSI, significa que esa tecnología no funcionará muy bien cuando tenga que lidiar con terroristas de verdad.

Entregar tu privacidad a cambio de seguridad ya es bastante estúpido; no obtener verdadera seguridad en esa transacción lo es aún más.

Entonces, cierra este libro y sal a la calle. El mundo está lleno de sistemas de seguridad. Ve a hackear alguno.

 

 

Comentario final de Andrew «Bunnie» Huang, hacker de la Xbox

Los hackers son exploradores, pioneros digitales. Está en la naturaleza del hacker cuestionar las convenciones y ser tentado por los problemas intrincados. Para un hacker, los sistemas complejos son como un deporte; un efecto colateral de todo esto es la afinidad natural que siente un hacker por los problemas que tienen que ver con la seguridad. La sociedad es un sistema amplio y complejo y, por cierto, no se salva de sufrir hackeos. Como resultado, frecuentemente se estereotipa a los hackers como iconoclastas y marginados sociales, gente que desafía las normas de la sociedad sólo por el gusto de desafiarlas. Cuando hackeé la Xbox en 2002, mientras estudiaba en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets), no lo hice por rebelde ni para hacer daño; estaba siguiendo un impulso natural, el mismo impulso que me motivaba a reparar una iPod estropeada o a explorar los tejados y túneles del MIT.

Por desgracia, la combinación de no cumplir con las normas sociales y de conocer cosas «amenazadoras», como saber leer el RFID de una tarjeta de crédito o abrir cerrojos, hace que algunos les tengan miedo a los hackers. Sin embargo, la motivación de un hacker típico es tan simple como decir «Soy ingeniero porque me gusta diseñar cosas». A menudo, la gente me pregunta: «¿Por qué hackeaste el sistema de seguridad de la Xbox?». Y mi respuesta es sencilla: primero, porque las cosas que yo compro son mías. Si alguien puede ordenarme qué programas puedo y no puedo usar en mi hardware, entonces no es mío. Segundo, porque existe. Es un sistema con la complejidad suficiente para convertirse en un buen deporte. Fue una gran distracción en las noches en que me quedaba hasta tarde trabajando en mi doctorado.

Tuve suerte. Como era un graduado del MIT cuando hackeé la Xbox, la actividad quedó legitimada ante los ojos de las personas adecuadas. Sin embargo, el derecho a hackear no debería concederse sólo a los académicos. Me inicié como hacker cuando era apenas un niño de escuela primaria, desarmando todos los aparatos electrónicos que caían en mis manos, para disgusto de mis padres. Mis lecturas incluían libros sobre modelismo de cohetería, artillería, armas nucleares y fabricación de explosivos… libros que saqué de la biblioteca de mi escuela (creo que la Guerra Fría influyó en la selección de libros a incorporar en las escuelas públicas). También jugaba bastante con fuegos artificiales ad-hoc y vagaba por las obras en construcción a cielo abierto de las casas que se hacían en mi vecindario del Medio Oeste. Aunque no eran cosas muy recomendables de hacer, fueron experiencias importantes que viví hasta la mayoría de edad. Crecí como un librepensador, gracias a la tolerancia social y a la confianza de mi comunidad.

Los sucesos actuales no han sido tan amables con los aspirantes a hackers. Hermano Menor nos muestra cómo llegar desde el sitio donde nos encontramos hoy a un mundo donde la tolerancia social por el pensamiento novedoso y libre está completamente muerta. Un suceso reciente resalta con precisión lo cerca que estamos de cruzar la línea y entrar en el mundo de Hermano Menor. Tuve la fortuna de leer uno de los primeros borradores de Hermano Menor en noviembre de 2006. Pulsemos el avance rápido y pasemos a dos meses después, hacia finales de enero de 2007, cuando la policía de Boston descubrió unos presuntos dispositivos explosivos y clausuró la ciudad por un día. Los dispositivos resultaron ser unas placas de circuitos con lámparas LED que se encendían y apagaban, que promocionaban un programa de Cartoon Network. Los artistas que habían instalado ese graffiti urbano fueron detenidos como sospechosos de terroristas y finalmente acusados de felonía; los productores del canal tuvieron que desembolsar dos millones de dólares para evitar el juicio y el director de Cartoon Network tuvo que renunciar.

¿Los terroristas ya ganaron? ¿Nos hemos rendido al miedo, tanto que los artistas, los que practican un hobby, los hackers, los iconoclastas o quizás un grupo de adolescentes sin pretensiones que juegan al Loca Diversión en Harajuku pueden ser imputados de terroristas de manera tan trivial?

Hay un término que denomina esta disfunción: se llama enfermedad autoinmune, que es cuando el sistema de defensa de un organismo se pasa tanto de revoluciones que no logra reconocerse a sí mismo y ataca a sus propias células. En última instancia, el organismo se autodestruye. En este momento, los EE. UU. están al borde de sufrir el shock anafiláctico de sus propias libertades y necesitamos inocularnos contra eso. La tecnología no cura esta paranoia; de hecho, puede aumentarla: nos convierte en prisioneros de nuestros propios aparatos. Coercionar a millones de personas para que se quiten hasta la ropa interior y hacerlas pasar desnudas por detectores de metales todos los días tampoco es una solución. Sólo sirve para recordarle diariamente a la población que hay motivos para tener miedo, mientras que, en la práctica, la barrera que provee para defenderse de un determinado adversario es muy endeble.

La verdad es que no podemos contar con que otra persona nos haga sentir libres y que no vendrá un M1k3y a salvarnos cuando llegue el día en que nuestras libertades se pierdan por culpa de la paranoia. Porque M1k3y está dentro de ti y de mí. Hermano Menor es un recordatorio de que, sin importar lo impredecible que sea el futuro, no ganamos libertad usando sistemas de seguridad, criptografía, interrogatorios y redadas. Ganamos libertad cuando tenemos el coraje y la convicción de vivir libremente todos los días y cuando actuamos como una sociedad libre, sin importar lo grandes que sean las amenazas que asoman en el horizonte.

Sé como M1k3y: sal por la puerta y atrévete a ser libre.

 

 

Bibliografía

Ningún escritor crea de la nada; todos hacemos lo que Isaac Newton llamó «pararse sobre los hombros de los gigantes». Pedimos prestado, sustraemos y remixamos el arte y la cultura generados por los que nos rodean y por nuestros antepasados literarios.

Si te gustó este libro y quieres saber más, hay infinidad de fuentes para consultar, en línea y en la biblioteca o librería de tu localidad.

El hackeo (Hacking) es un gran tema. Toda la ciencia se basa en comunicar a los demás lo que has hecho, para que puedan verificarlo, aprenderlo y mejorarlo, y el hackeo es un proceso igual, de modo que hay muchas cosas publicadas sobre el tema.

Comienza con Hacking the Xbox, de Andrew «Bunnie» Huang (No Starch Press, 2003), un libro maravilloso que te cuenta la historia de cómo Bunnie, estudiante del MIT en ese entonces, aplicó la ingeniería inversa en los mecanismos anti-hackers de la Xbox y abrió el camino para posibilitar todos los geniales hackeos a esa plataforma que vinieron después. Al tiempo que te cuenta la historia, Bunnie también escribe una especie de Biblia de la ingeniería inversa y el hackeo de hardware.

Secrets and Lies (Wiley, 2000) y Beyond Fear (Copernicus, 2003) de Bruce Schneier, son los mejores textos para legos que te ayudan a entender la seguridad y a pensar en ella críticamente, mientras que su Applied Criptography(Wiley, 1995) sigue siendo una fuente autorizada para comprender la criptografía. Bruce lleva un excelente blog y lista de correo en www.schneier.com/blog. La criptografía y la seguridad pertenecen al reino de los aficionados talentosos y el movimiento cypherpunk está lleno de chicos, constructores de casas, padres, abogados y cualquier clase de persona que existe, que desafían los protocolos de seguridad y los cifrados.

Hay varias revistas grandiosas dedicadas a este tema, pero las dos mejores son 2600: The Hacker Quarterly, que está repleta de seudónimos y de relatos de gente que alardea de sus hackeos exitosos, y MAKE magazine, de O’Reilly, que ofrece excelentes instrucciones para fabricar tu propio hardware en casa.

El mundo de la red desborda de material sobre el tema, claro. Freedom to Tinker (www.freedom-to-tinker.com), de Ed Felten y Alex J. Halderman, es un blog que llevan estos dos fantásticos profesores de ingeniería de Princeton, que escriben con lucidez sobre seguridad, dispositivos espías, tecnología anti-copiado y criptografía.

No te pierdas Feral Robotics de Natalie Jeremijenko. Natalie y sus alumnos reprograman los perros robots de juguete de Toys-R-Us y los convierten en agresivos detectores de desechos tóxicos. Los sueltan en los espacios verdes públicos donde las grandes corporaciones han arrojado su basura y demuestran frente a los medios la toxicidad del suelo.

Como muchos de los hackeos de este libro, el tema de tunelear los DNS es real. Dan Kaminsky, experto en túneles de la primera hora, publicó detalles en 2004 (www.doxpara.com/bo2004.ppt).

El gurú del «periodismo ciudadano» es Dan Gillmor, que actualmente maneja un Centro de Medios Ciudadanos en Harvard y en la Universidad de Berkeley. También ha escrito un maravilloso libro sobre el tema: We, the media (O’Reilly, 2004).

Si quieres aprender más sobre el hackeo de RFID, comienza con el artículo de Annalee Newitz, publicado en la revista Wired y titulado The RFID hacking underground. Everyware(New Riders Press, 2006), de Adam Greenfield, es un libro espeluznante acerca de los peligros de vivir en un mundo de RFID.

El Fab Lab del MIT (www.fab.cba.mit.edu), dirigido por Neal Gershenfeld, está hackeando las primeras «impresoras 3D» del mundo, reales y baratas, que pueden aumentar el volumen de cualquier objeto que puedas soñar. Esto está documentado en el excelente libro de Gershenfeld sobre el tema, Fab(Basic Books, 2005).

Shaping Things (MIT Press, 2005), de Bruce Sterling, muestra cómo los RFID y los circuitos integrados pueden utilizarse para forzar a las empresas a fabricar productos que no envenenen el planeta.

Hablando de Bruce Sterling, escribió también el primer libro de excelencia acerca de los hackers y la ley, The hacker crackdown (Bantam, 1993), que también fue el primer libro publicado en Internet al mismo tiempo que en papel. Las copias abundan; se puede conseguir una en stuff.mit.edu/hacker/hacker.html. La lectura de este libro me llevó hasta la Electronic Frontier Foundation (Fundación Frontera Electrónica), donde tuve el privilegio de trabajar durante cuatro años.

Esta Fundación es una organización sin fines de lucro con membresías accesibles hasta para estudiantes. Invierten el dinero que obtienen de los particulares en hacer de la Internet un lugar donde se respetan las libertades personales, la libertad de opinión, la justicia y todo lo que incluye la Declaración de Derechos. Son los luchadores por la libertad en Internet más efectivos que existen y tú puedes unirte a su causa tan solo registrándote en su lista de correo y escribiéndoles a los funcionarios que has elegido con tu voto para quejarte cada vez que están pensando en vender tu libertad en nombre de la lucha contra el terrorismo, la piratería, la mafia o cualquier otro «cuco» que capte su atención del momento. La Fundación también ayuda a mantener a TOR, The Onion Router (el Router Cebolla), que es una tecnología real que puedes utilizar ahora mismo para evadir la censura de los firewalls del gobierno, las escuelas o las bibliotecas (www.tor.eff.org).

El sitio web de la Fundación (www.eff.org) es enorme y profundo; contiene información asombrosa que apunta al público en general, al igual que la que puedes encontrar en www.aclu.org (American Civil Rights Union – Unión Americana por los Derechos Civiles), en www.publicknowledge.org, en www.freeculture.org y en www.creativecommongs.org, que también merecen tu apoyo. FreeCulture es un movimiento estudiantil internacional que recluta activamente a jóvenes dispuestos a fundar subsidiarias en sus escuelas y universidades. Es una excelente forma de participar y de marcar una diferencia.

Muchos sitios web contienen crónicas de la lucha por las ciberlibertades, pero muy pocos tienen el nivel de Slashdot (Barrapunto, www.slashdot.org), cuyo lema es «Noticias para Nerds, Asuntos que Importan». Y, por supuesto, hay que visitar la Wikipedia, la enciclopedia colaborativa, escrita en red, que cualquiera puede editar y corregir, con más de un millón de registros contando solamente los de idioma inglés. La Wikipedia trata los temas del hackeo y la contracultura con sorprendente profundidad y la información se actualiza a un ritmo pasmoso, casi al nanosegundo. Sin embargo, una precaución: no te bases solamente en lo que dice la Wikipedia. Es realmente muy importante seguir los enlaces «Historia» y «Discusión» (History, Discussion) que están en la parte superior de todas las páginas de la Wikipedia, con el fin de conocer cómo se llegó a la versión actual de la verdad, de apreciar los puntos de vista contrapuestos que se presentan y de decidir con tu propio criterio en quién debes confiar.

Si deseas acceder a un conocimiento verdaderamente prohibido, revisa la página de Cryptome, www.cryptome.org, el archivo más asombroso del mundo en cuando a información secreta, suprimida y liberada. Los valientes editores de Cryptome reúnen y publican material del estado que sale a la luz gracias a demandas judiciales basadas en la Declaración de Libertad de Información, o bien por filtraciones de informantes internos.

El mejor relato de ficción sobre la historia de la criptografía es, sin lugar a dudas, Cryptonomicon (Avon, 2002) de Neal Stephenson. Stephenson cuenta la historia de Alan Turing y la Máquina Enigma nazi, convirtiéndola en una atrapante novela de guerra que uno no puede parar de leer.

El Pirate Party (www.piratpartiet.se) mencionado en Hermano Menor está vivo y coleando en Suecia, Dinamarca, los EE.UU. y Francia, o al menos lo estaba cuando escribía este libro, en julio de 2006. Son un poco raros, pero los movimientos así siempre aceptan toda clase de personas.

Hablando de raros, es cierto que Abbie Hoffman y los yippies intentaron hacer levitar el Pentágono, arrojaron dinero por el aire en la Bolsa y trabajaron con un grupo llamado «Contra la pared, hijos de puta» (Up Against the Wall Motherfuckers). El libro clásico de Abbie Hoffman acerca de cómo violar el sistema, Steal this book, editado por Four Walls Eight Windows en 2002, será reeditado y además está disponible en línea como texto colaborativo; los que deseen intentar actualizarlo pueden hacerlo en www.stealthiswiki.nine9pages.com. La autobiografía de Hoffman, Soon to be a major motion picture, también editada por Four Walls Eight Windows, es uno de mis libros de memorias favoritos de todos los tiempos, aunque está muy ficcionalizado. Hoffman era un narrador increíble, con gran instinto activista. Si quieres saber cómo fue su vida en realidad, puedes leer Steal this dream de Larry Sloman, editado por Doubleday (1998).

Más entretenimiento contracultural: el libro On the road (En el camino) de Jack Kerouac se puede comprar prácticamente en cualquier librería de viejo por poco dinero. Howl (Aullido) de Allan Ginsberg se encuentra en línea en muchos sitios y puedes escuchar al propio Ginsberg leyéndolo si buscas el mp3 en www.archive.org. Un bonus: busca el álbum Tenderness Junction, de The Fugs, que incluye audio de Allan Ginsberg y de la ceremonia de levitación de Abbie Hoffman en el Pentágono.

Jamás habría escrito este libro si no fuera por el magnífico e innovador 1984, de George Orwell: es la mejor novela jamás publicada sobre el tema de cómo pueden fracasar las sociedades. Lo leí cuando tenía 12 años y desde entonces lo he releído 30 ó 40 veces más, y en cada ocasión aprendí algo nuevo. Orwell era un maestro de la narración y, claramente, estaba asqueado de los estados totalitarios surgidos en la Unión Soviética. El libro 1984 tiene plena vigencia hasta el día de hoy, además de ser un trabajo de ciencia ficción genuinamente aterrador y una de las novelas que, literalmente, cambió el mundo. Actualmente, «orwelliano» es sinónimo de un estado donde reinan la vigilancia ubicua, el doble mensaje y la tortura.

Muchos novelistas han inspirado ciertos fragmentos de la historia de Hermano Menor. La obra maestra del comic, Alan Mendelsohn: the Boy from Mars, de Daniel Pinkwater (reeditada por Farrar, Straus and Giroux, 1997), es un libro que todos los geeks deben leer. Si alguna vez te has sentido marginado por ser demasiado inteligente o poco común, LEE ESTE COMIC. Cambió mi vida.

Con un enfoque más contemporáneo, tenemos So Yesterday (Razorbill, 2004), de Scott Westerfeld, que narra las aventuras de unos buscadores de tendencias y generadores de interferencia de la contracultura. Scott y su esposa, Justine Larbalestier, al igual que Kathe Koja, me inspiraron parcialmente la idea de escribir un libro dedicado a adolescentes y jóvenes. Gracias, muchachos.

 

 

Agradecimientos

Este libro tiene una tremenda deuda con muchos escritores, amigos, consejeros y héroes que lo hicieron posible.

Los hackers y cypherpunks: Bunnie Huang, Seth Schoen, Ed Felten, Alex Halderman, Gweeds, Natalie Jeremijenko, Emmanuel Goldstein, Aaron Swartz.

Los héroes: Mitch Kapor, John Gilmore, John Perry Barlow, Larry Lessig, Shari Steele, Cindy Cohn, Fred von Lohmann, Jamie Boyle, George Orwell, Abbie Hoffman, Joe Trippi, Bruce Schneier, Ross Dowson, Harry Kopyto, Tim O’Reilly.

Los escritores: Bruce Sterling, Kathe Koja, Scott Westerfeld, Justine Larbalestier, Pat York, Annalee Newitz, Dan Gillmor, Daniel Pinkwater, Kevin Pouslen, Wendy Grossman, Jay Lake, Ben Rosenbaum.

Los amigos: Fiona Romeo, Quinn Norton, Danny O’Brien, Jon Gilbert, Danah Boyd, Zak Hanna, Emily Hurson, Grad Conn, John Henson, Amanda Foubister, Xeni Jardin, Mark Frauenfelder, David Pescovitz, John Battelle, Karl Levesque, Kate Miles, Neil and Tara-Lee Doctorow, Rael Dornfest, Ken Snider.

Los consejeros: Judy Merril, Roz and Gord Doctorow, Harriet Wolff, Jim Kelly, Damon Knight, Scott Edelman.

Gracias a todos ustedes por darme las herramientas para pensar y escribir sobre estas ideas.

 

Título original: Little Brother (c) Cory Doctorow.
Traducción: Claudia De Bella, (c) 2010.
Versión en inglés:
http://craphound.com/littlebrother/
This translation is under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike license:
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/2.5/es/

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

Cory Doctorow (craphound.com) es novelista de ciencia ficción, blogger y activista de tecnología. Nació en Ontario, Canadá, el 17 de julio de 1971.

Es el coeditor del popular weblog Boing Boing (Boingboing.net), y colaborador de Wired, Popular Science Make, New York Times, y muchos otros periódicos, revistas y sitios web.

Antes fue Director de Asuntos Europeos para la Electronic Frontier Foundation (Eff.org), un grupo de libertades civiles sin fines de lucro que defiende la libertad en leyes de tecnología, política, estándares y tratados.

En tal calidad, trabajó para equilibrar tratados, políticas y estándares internacionales sobre derechos de autor y derechos relacionados, abogando en casas de gobierno, Naciones Unidas, organismos de estándares, corporaciones, universidades e instituciones sin fines de lucro.

Sus novelas son publicadas por Tor Books y simultáneamente liberadas en la Internet bajo licencia Creative Commons que alientan su lectura y divulgación, una medida que incrementa sus ventas enrolando a sus lectores en la promoción de su trabajo.

Fue co-fundador de la compañía de software (P2P) de fuente abierta OpenCola, la vendió a OpenText, Inc en 2003, y actualmente presta servicio en las juntas de consejo de Participatory Culture Foundation, MetaBrainz Foundation, Technorati, Inc, y en la Onion Networks, Inc.

Esta novela ganó en el 2009 el premio Prometheus, el Premio Campbell (compartido) y el Premio Sunburst, fue nominada a:, Premio Nebula y el Premio British Fantasy.

Sitio – http://craphound.com

Biografía completa: http://craphound.com/bio.php


Esta novela se vincula temáticamente con CUANDO LOS ADMINISTRADORES DE SISTEMA GOBERNARON LA TIERRA, de Cory Doctorow

Axxón 211 – octubre de 2010

Cuento de autor norteamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Informática : Internet : Espionaje : Terrorismo : Canadá : Canadiense).

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