«¡De pie, soldado!», Hugo Perrone
Agregado en 9 marzo 2011 por dany in 216, Ficciones, tags: Cuento
ARGENTINA |
La tropa avanzaba en hilera bordeando el lecho del rÃo. A su alrededor, la nieve caÃa en forma compacta, reduciendo la visión a unos pocos metros. Llegaron hasta las ruinas del puente y se detuvieron en seco. El capitán Harper, a la cabeza del grupo, tenÃa el puño derecho en alto. Esperó algunos segundos, no sin impaciencia, y al fin la voz zumbó en el intercomunicador: «Despejado». Comenzaron a cruzar el puente, un montón de hierros retorcidos, de dos en dos. Finalmente se reunieron en la otra orilla y siguieron marchando por la devastada ciudad.
Los muertos anegaban las calles. Apilados o entre los escombros, despedazados algunos, habÃan logrado imponer su protagonismo en el paisaje reinante. Y esa ciudad no era más que una muestra a escala, una partÃcula de la destrucción que se habÃa propagado como un virus por el planeta todo. Obstinados, parecÃa que los cadáveres se negaban a pudrirse del todo. Y seguÃan allÃ, semidescompuestos, amparados quizás por la extraña nieve que no habÃa cesado desde que todo empezó.
¿Qué ha pasado? dijo Kriger. ¿Dónde están los mil hombres y el armamento?
No lo sé. DeberÃan estar aquÃ. Éste es el lugar, las coordenadas… balbuceó Hiro.
Las coordenadas están bien, pero ellos no están dijo Jaric.
El capitán dirigió su vista hacia Kosowski, quien se habÃa adelantado y volvÃa a la carrera.
¿Teniente?
Están, señor dijo Kosowski señalando en dirección a la plaza. Muertos, pero están.
El capitán Harper, al frente de esos restos de tropas sobrevivientes, se quitó la máscara de oxÃgeno y contempló el panorama. El silencio inundaba aquella plaza, ahora desierta tras encarnizadas batallas, sólo roto por el silbar del viento que soplaba en oleadas nauseabundas. La nieve era roja bajo sus botas. Su mirada vagó sin que nada la detuviera por la amplia extensión de terreno cubierta de cuerpos que se prolongaba sin interrupción hasta la costa. Una sombra de abatimiento pareció nublar el rostro curtido de batallas del capitán. El mundo agonizaba. Sus hombres, soldados aguerridos templados en un riguroso código de fuerza y valor, también se veÃan rendidos. El horror habÃa ocupado el trono de sus emociones, dispuesto a quedarse, y habÃa modelado sus rostros hasta convertirlos en una máscara fúnebre, tensa.
De pronto, un sonido estrepitoso sacudió la tierra y lo sacó del ensimismamiento. Le siguieron dos más. Luego, una explosión. Y finalmente un destello blanco rasgó el horizonte a pocos kilómetros de distancia.
Los soldados se miraron. ConocÃan bien ese sonido. Y lo que seguÃa al sonido. Por un momento quedaron asÃ, mirándose, pero cada uno buceando en las tinieblas de sus propias pesadillas y esperando la repetición que no tardó en llegar.
Otra vez tres estampidos. Una explosión. Un ojo blanco abriéndose en el cielo.
Ya vienen… dijo alguien.
La frase quedó congelada en el aire congelado. Un terror creciente comenzó a invadir el ánimo de los hombres. El capitán no fue ajeno a ese estremecimiento, la rigidez en los músculos de su rostro lo evidenciaban. Sin embargo, aún cargaba con la responsabilidad de conducir a aquellos hombres y decidió que asà lo harÃa, sean cuales fuesen las circunstancias. Por eso, como buen militar experimentado, se obligó a tragar la pura desesperación. Se trepó sobre un bloque de hormigón y, cual orador mesiánico, su voz tronó desde el improvisado púlpito.
Muy bien, muchachos, no tenemos mucho tiempo asà que escuchen con atención.
En el margen opuesto del rÃo, el Sniper enemigo buscó un punto de apoyo.
Kriger, quiero diez hombres en cada uno de aquellos edificios que han quedado en pie. Cáceres, dos unidades en el flanco derecho…
El francotirador observó la imagen amplificada de Harper en el teleobjetivo.
Hiro cubrirá el flanco izquierdo…
Apuntó.
Kosowski, quiero que reúna a todos los hombres y formen dos lÃneas de defensa alrededor de…
Disparó.
El proyectil, una pequeña esfera de aleación lÃquida, abandonó la boca de fuego del arma y voló sobre el campo de cuerpos. En su recorrido, se aplanó progresivamente hasta convertirse en un disco perfecto de veinte centÃmetros de diámetro y el espesor de una hoja de bisturÃ. Cruzó por entre medio de los hombres a velocidad supersónica y se estrelló contra una columna de concreto, a unos diez metros de allÃ. Pero en su trayectoria, casi de camino, rebanó la cabeza del capitán Harper, un corte vertical limpio desde el ápice craneal hasta la cerviz, y la mitad trasera se desprendió como una tapa y luego se deslizó por su espalda derramando coágulos y sesos. Por un segundo el cuerpo quedó de pie, rÃgido, los brazos colgando como hilos, hasta que al fin la gravedad lo desplomó sin remedio contra el suelo.
Alrededor, los hombres quedaron paralizados, suspendidos en un halo de horror, como si ese instante de inactividad que precede al pánico se prolongara indefinidamente. Sin embargo, la secuencia duró apenas unos segundos. Hiro comenzó a retroceder, presa del miedo, y al tercer paso sintió el ¡clic! de una mina bajo su talón. El dispositivo emitió un sonido agudo que iba en aumento. No hacÃa falta levantar el pie, la bomba explotarÃa de todos modos. Apenas otorgaba dos segundos de precaria ventaja a su objetivo, en cuyo caso solo causarÃa mutilaciones gravÃsimas. Hiro lo sabÃa. Por eso se quedó ahÃ, fusil en mano, interrogando al vacÃo. Dos segundos después su cuerpo se desgarró en mil pedazos y voló. El aire se tiñó de rojo y descargó lluvia de sangre sobre los soldados.
Lo que siguió fue una masacre. Antes de que pudieran reaccionar surgieron sombras de todas partes, rodeándolos. Se movÃan a una velocidad increÃble y escupÃan ráfagas de muerte. Los soldados corrieron abrazados a los fusiles slayer M30, disparando ciegamente. Se desperdigaron como hormigas buscando un parapeto y se arrojaron al suelo automáticamente. En la confusión del ataque, más minas fueron activadas. Entre el rebaño que se desgranaba se oÃa el agudo pitido, luego la explosión y de pronto se abrÃa un surtidor de sangre en la tierra. No habÃa mucho por hacer, excepto salvar la propia vida. El enemigo ya estaba apostado en los edificios, convertidos en fortalezas, y desde allà sembraba el estrago. Los soldados caÃan como muñecos y de ellos, pocos lo hacÃan de una sola pieza antes de poder procesar su horrible muerte, engrosando asà la alfombra de cuerpos que acolchaba el terreno.
|
Algunos lograron resguardarse en lugar seguro. Jaric, entre ellos, se atrincheró detrás de las ruinas de un muro y disparó hacia la cortina de nieve. El ruido de las descargas era ensordecedor. Sintió que una multitud de agujas hipodérmicas le atravesaba la espalda y la nuca. Era el miedo. El miedo es el motor de la guerra. Pero eso lo pensó después, mucho después, no en ese momento en que su razón vacilaba, aunque no lo abandonó por completo. Trataba de concentrarse en los objetivos y direccionar los disparos, pero su mente era una máquina descompuesta. El ruido era un metal frÃo lacerando el cerebro. La locura. Las balas multiformes zumbaban a su alrededor. Un dolor pulsante le mordió la pierna y de ella emergió un borbollón de sangre. Gritó. Luego notó que sus sentidos le abandonaban. Misiles teledeath comenzaron a llover del cielo. Jaric se echó de espaldas, rendido, y fijó sus ojos en las alturas. El cielo era una caldera al rojo vivo, cruzada por un rÃo de obuses. Todo un espectáculo, realmente, pensó Jaric. Sintió que alguien lo tomaba de la chaqueta y lo arrastraba con violencia. En ese instante se desmayó y sus pensamientos se hundieron en pozos de negrura.
Fluyó una cantidad indefinida de tiempo. Cuando Jaric abrió los ojos lo primero que notó fue que estaba en un lugar cerrado, húmedo y frÃo. A unos metros habÃa un hueco deforme en la pared, lo que habÃa sido otrora una puerta. A través de ella pudo divisar una parte de terreno, donde el humo se arrastraba en finas hebras a ras del suelo. Kosowski se acercó a él con una jeringa en la mano. Jaric lo tomó del brazo.
¿Qué… pasó?
Tranquilo, hermano dijo Kosowski.
Levantó la manga de la chaqueta de Jaric y le inyectó una buena dosis de metamorfina.
Con esto vas a tirar un buen rato.
Recién ahà Jaric recordó la herida de la pierna. Levantó la cabeza y pudo ver el tejido tenso por la hinchazón y el color violáceo de la piel. Un pus verdoso brotaba de la herida y le bañaba el muslo.
¡Muchachos, acérquense! gritó Kriger. Creo que encontré algo.
Los hombres se reunieron alrededor del aparato de comunicación en el que Kriger hacÃa horas trataba de lograr un contacto.
¿Hola? ¿Hola? Aquà división 1-11-14. ¿Alguien me escucha?
Silencio.
¿Hola? ¿Alguien, por favor…?
Aquà Central arco 16 dijo alguien del otro lado. Adelante 1-11-14, lo escucho. La voz llegaba contaminada de estática. Pero llegaba.
¡Gracias a Dios! dijo Kriger tratando en vano de contener la emoción. Central, aquà ha ocurrido una masacre. Fuimos emboscados en la zona 4 del radio G7. Éramos seiscientos hombres, ahora sólo quedamos unos cincuenta. El resto ha muerto, señor. Incluido el capitán.
Se hizo un breve silencio y luego la voz contestó:
Entendido. Seguirá al frente quien siga en la cadena de mando. Es de vital importancia que no se muevan de donde están.
¿Enviarán ayuda, señor?
Otra vez silencio.
Busquen un lugar seguro para esconderse y no salgan por ninguna razón.
Señor, hay algo más. Kriger sintió que una flema tibia le obstruÃa la garganta y la empujó hacia abajo. Se llevaron los cuerpos, señor dijo al fin con un hilo de voz.
Pero… ¿qué dice, soldado?
Eso, señor. Los cadáveres no están. Se los llevaron ellos.
Esta vez el silencio fue más prolongado. Kriger y todo el grupo esperaba la respuesta del otro lado que no llegaba. Los soldados comenzaron a sentir una impaciencia enfermiza.
Es que… aún no lo saben, ¿verdad? Por primera vez la voz perdió el tono neutro y pareció vacilar. Todos los muertos han desaparecido. Hay versiones de cargamentos repletos de cadáveres. Quién sabe a dónde los han llevado… y para qué.
Involuntariamente, las respuestas a esas preguntas comenzaron a estallar en los rincones tortuosos de la mente. Oscuras intuiciones del miedo.
Enviarán ayuda, ¿verdad?… preguntó, Kriger. Señor, ¿ha escuchado?
Nada.
¿Señor?
Que Dios nos ayude, hijo… fue lo último que dijo. Luego la comunicación se cortó.
Los dÃas que siguieron fueron una larga y lenta agonÃa. De los pocos sobrevivientes de la masacre, muchos tenÃan heridas infectadas producto de los versátiles proyectiles. Las reservas de alimento comenzaban a escasear, al igual que las dosis de metamorfina. Y los soldados sabÃan que cuando esta última se agotara, todo el dolor que venÃan adormeciendo con la droga se despertarÃa y les pasarÃa una buena factura. La nieve, aunque incesante, a veces caÃa con menor intensidad y dejaba paso a unos débiles rayos de sol. Pero esto no atenuaba el estado de desolación permanente, sino que apenas evocaba lo que habÃa sido antes e intensificaba el horror presente. No habÃa nada para hacer, salvo esperar y otear el horizonte. Expectantes.
DÃas más tarde los hombres seguÃan acurrucados en el rincón de ese edificio demolido que habÃan adoptado como madriguera. Los analgésicos se habÃan acabado hacÃa rato. Jaric sintió una punzada en el muslo que ascendÃa reptando hacia la ingle y miró el amasijo verdeazulado que era su pierna. Éste parecÃa observarlo con la promesa de nuevas y lacerantes posibilidades de dolor.
Cáceres lo miró. Sacó una bolsa de tabaco y papeles de seda y armó dos cigarrillos. Prendió uno y se lo alcanzó a Kriger. Luego encendió el otro, le dio dos buenas pitadas y se lo ofreció a Jaric. Éste inspiró profundamente y sintió cómo los pulmones se le llenaban de un humo picante.
Este tabaco sabe como la mierda dijo Jaric mientras exhalaba el humo blanco y los ojos se le llenaban de lágrimas.
Será porque es eso, justamente respondió Cáceres. Mierda de caballo secada al sol.
En otro momento hubieran reÃdo a carcajadas. Pero la risa era una nota extraña, ajena, que no tenÃa ningún derecho sobre aquellos hombres y aquel lugar. De modo que se quedaron callados, fumando en la oscuridad.
De pronto, un aullido prolongado perforó el silencio. Los soldados salieron de la guarida en tropel, con el arma dispuesta. Afuera era noche. La noche era una boca negra y hambrienta. Kosowski estaba parado a unos metros de la abertura, temblando. Se acercaron hacia donde estaba y entonces ellos también lo vieron.
No podÃan creer que hubieran sido capaces de construir semejante monstruosidad. Pero lo habÃan hecho.
Frente a ellos, un engendro de carne y acero con forma de velocirraptor de cuatro metros de altura se habÃa detenido y los miraba fijamente… o eso suponÃan. Cada pata era un pistón hidráulico de gran longitud y las dos extremidades superiores tenÃan tres falanges que terminaban en mortales bocas de metal storm. Y en el centro, como una horrible versión cyberpunk del Hombre de Vitruvio, el cadáver permanecÃa ensamblado con los brazos y piernas extendidos. Una estructura metálica adaptada a la perfección al cuerpo muerto, y conectada a éste mediante cables que palpitaban sobre la ajada carne, y varillas de hierro multisegmentadas que sobresalÃan de cada articulación. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario se movÃan a la par del cadáver, dotado éste de alguna extraña fuerza que le otorgaba vida y movimiento. Al parecer, el enemigo habÃa encontrado un mecanismo interno capaz de reactivar el cuerpo muerto, utilizado como circuito conductor. Máquinas metahumanas. Muertomáquinas.
Un grupo de cincuenta de ellos habÃa cruzado el rÃo y se dirigÃa ahora hacia donde estaban. Un ejército monstruoso salido del Inframundo. La cabeza en aquellos que aún la tenÃan colgaba del cuerpo como un apéndice inservible.
Ya no son humanos.
Es solo materia orgánica.
La esencia vital ha desaparecido.
Ahora son monstruos.
Alguien gritó:
¡Disparen, cabrones!
Como si de repente hubieran sido arrancados de una pesadilla alucinante, comenzaron a disparar hacia los muertomáquinas. Éstos se dispersaron enseguida y los soldados pudieron comprobar con espanto lo que sucedÃa. El grupo era apenas una lÃnea de avanzada. Del otro lado del rÃo, bajando por la pendiente, una horda de miles de ellos avanzaba a gran velocidad. Velados por la nieve, parecÃa a la distancia una nube gris que descendÃa en cascada. Una oscura marea que al poco tiempo asumió formas aberrantes. De cada uno brotaba un torrente mortal de proyectiles. Lo único que los movÃa era matar, matar rabiosamente. Y eso hacÃan.
En cuestión de segundos estaban ya a pocos metros de allÃ. La matanza se desarrolló casi sin resistencia. La mayorÃa de los soldados ni siquiera atinó a defenderse. Algunos se persignaron, otros lloraron y llamaron a gritos a su madre. La muerte cortó de cuajo las plegarias y puso fin al sufrimiento. El reposo.
Jaric habÃa quedado atrás, apoyado sobre el marco de la abertura. Al dolor de la pierna ahora se le sumaba otro. Un proyectil, en este caso una saeta estriada con punta molecular, le habÃa atravesado el omóplato y lo habÃa dejado clavado en la pared. El dolor era insoportable. Pero aún peor que el sufrimiento fÃsico fue lo que le tocó presenciar. El destino quiso que fuera el único en ver el fin de la masacre. Los muertomáquinas avanzaban despacio. Se detenÃan y disparaban cada tanto una descarga fulminante. El tiro de gracia. Los ecos de la horrible carnicerÃa se dilataban en la noche hasta el infinito.
Al fin, uno de ellos se acercó hasta donde estaba Jaric. Se inclinó lentamente, emitiendo un suave bufido neumático, y quedó tan cerca que Jaric hubiera podido tocarlo. La cabeza oscilante se movÃa a pocos centÃmetros de su propia cara. Era el capitán Harper. ParecÃa observarlo detrás de la máscara de putrefacción que era su rostro. De su cabeza destrozada aún colgaban hilos resecos de masa encefálica.
¡Por favor, capitán, no lo haga! suplicó Jaric con la voz ahogada por un vómito de sangre. ¡No me mate, capitán!
Antes de morir, Jaric pudo ver un lÃquido negro que fluÃa en el torrente de las venas, dibujando una telaraña monstruosa bajo la capa muerta de epidermis. «Nanorrobots, sin duda», pensó. Y fue lo último que hizo. El muertomáquina de Harper apoyó el caño de cuatro bocas sobre la cara de Jaric. Descargó una ráfaga seca, tajante. Un fogonazo amarillo salió del brazo-caño y un segundo después la cabeza de Jaric habÃa desaparecido. En su lugar, solo quedó una mancha negra sobre la pared.
Harper acercó su asquerosa cabeza a la del cadáver. Del agujero negro de su boca emergió una microaguja que se incrustó en el pecho de Jaric. Un rÃo negro de seres subatómicos se introdujo en la red de arterias y venas. Se desplazó en el territorio de su cuerpo ordenadamente, como un disciplinado ejército. Desde los tejidos hasta los huesos, en cada célula donde pesaba la gota del huésped, resonaron los ecos de la voz del lÃder:
¡De pie, soldado!
Hugo Perrone nació en 1977 y es profesor de Lengua y Literatura. Casado, con dos hijos, escribe desde los quince años pero ha comenzado a hacerlo con mayor seriedad hace unos cinco años. Es un escritor aficionado a los relatos de terror, ci-fi, fantástico, y a toda aquella literatura que implique una ruptura con la realidad. Nos dice: «Siempre espero que mis cuentos aporten algo, que los lectores sientan, al finalizar la lectura, que no han perdido el tiempo, y que esos minutos que les ‘robamos’ sean compensados».
Ya ha publicado en Axxón sus cuentos MÁQUINA DE SANGRE y LA VOZ EN LA PUERTA.
Este cuento se vincula temáticamente con ENTORNOS, de Javier Fernández Bilbao; AL ACECHO, de Eduardo L. Poggi y FAST FOOD, de Javier Fernández Bilbao.
Axxón 216 – marzo de 2011
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Invasión : NanotecnologÃa : Zombis : Argentina : Argentino).
Hola Victor Hugo, me gustó tu blog.
Muy bien narrado todo.
Hola, Amparo. Gracias por tu lectura y comentario. Hasta el próximo delirio ;D
BUENISSIMO!!!!
Gracias fabi175!!!!! Me alegra que te haya gustado. Un abrazo ;D
Hola Hugo! me gusta mucho lo que escribÃs, te googlee para ver qué más habÃa. Muy buen cuento!