«El sustento», Claudia Cortalezzi
Agregado en 10 agosto 2015 por dany in 264, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Un roce, una mano en el hombro. Y Natalia abrió los ojos.
Se descubrió acurrucada, ovillada en un sillón desvencijado. En otras circunstancias la hubiese preocupado que los resortes terminaran clavándose en sus piernas, hoy le daba igual. HabÃa un fuerte olor a pucho entre el tufo dulzón del desodorante. Con la ventana cerrada, ni se podÃa respirar. Se notó las mejillas húmedas: habrÃa llorado dormida.
Miró a la mujer, no la habÃa oÃdo acercarse; llevaba en la mano un paquete de Criollitas a medio terminar.
Servite dijo, tendiéndoselo. En un ratito te traen algo caliente.
Por instinto, Natalia tomó una galletita y se la llevó a la boca.
Masticó. ¿Cuándo habÃa sido la última vez? Tragó penosamente y se acarició el cuello como siguiendo el recorrido del alimento.
Miró el cielo a través de la ventana de la comisarÃa: unas nubes negras empezaban a cubrirlo.
Sintió las manos dormidas, se frotó las muñecas cuidando de no tocar las llagas que le habÃan dejado las ligaduras.
Entonces otra uniformada se sentó frente a ella, sacó una libreta, probó la lapicera en el margen de la hoja y la miró con mucha atención.
Yo no dejaba de pensar en mamá dijo Natalia, después de un rato. En mamá, en cómo la angustia y la espera la estarÃan devorando. Cuando aparecÃan casos asà en la televisión, de secuestro y esas cosas, ella directamente cambiaba de canal.
¿Cuántos eran, Natalia?
¿Qué?
Los que te llevaron.
No pude ver hasta que me dejaron en esa… casa.
¿Y ah� dijo la uniformada. ¿Cuántos eran en la casa?
Además de mÃ, en aquel agujero inmundo habÃa tres: un hombre y dos mujeres. A una la llamaban Carmen. Carmen era una gorda, granujienta y colorada. Entraba y salÃa a cada rato.
Carmen.
Natalia querÃa irse ya mismo de la comisarÃa, volver a su casa. Quedarse bajo la ducha hasta sacarse toda esa mugre de encima. Pero, antes, debÃa contarlo todo.
El tipo jugaba con unos dados dijo mirando la criollita apenas mordida en su propia mano. Un regusto ácido le subió hasta la garganta. Y MagalÃ, la otra, de piel costrosa, era una raquÃtica desdentada que tenÃa una tremenda panza de embarazo. Ella esperaba y esperaba, echada sobre una colchoneta de gomapluma. Lo único que le vi hacer fue mirar el techo y quejarse de cualquier cosa.
¿Recordás algún ruido, algo que nos ayude a ubicar el barrio?
Yo no tenÃa idea de adónde me habÃan llevado. El aire viciado, agrio, me hacÃa pensar que estarÃamos cerca del Riachuelo, o de algún basural. Se pasó las yemas por las costras de sangre en las muñecas. Me habÃan atado las manos y los tobillos con unos cables pelados que me lastimaban al más mÃnimo movimiento. ¿Para qué? Yo no podÃa hacer otra cosa que no fuera mirar el techo de chapas oxidadas. Los dÃas de lluvia habÃa goteras por todos lados.
La casilla de una villa miseria, podrÃamos decir, ¿no?
El interior era un amontonamiento de cosas viejas siguió Natalia, rotas, inservibles. Ellos tropezaban a cada paso con esa basura.
¿Te hablaban? Digo, ¿te decÃan algo de tu familia? Algo sobre el rescate.
El tipo me habÃa despegado la cinta de la boca, bajo advertencia de no gritar. Las muñecas me ardÃan y tenÃa un dolor de cabeza tan fuerte…
Te agredieron.
No, no me golpearon. Tampoco eran amables; más bien, indiferentes. Ni me daban de comer, a veces se me retorcÃa el estómago. Se pasó la mano por el estómago, igual que hacÃa MagalÃ.
Y ellos sà comÃan, ¿verdad?
Natalia cerró los ojos, como para sacarse las imágenes de encima. Pero eso estaba ahÃ, y seguirÃa estando.
Y un dÃa, de golpe, la embarazada lanzó un alarido dijo, le temblaba la voz. Gritó, gritó y gritó hasta que el tipo, el Pancho lo llamaban, se desgargantó en un «¡Basta!» desde el otro rincón de la pieza. Natalia gimoteó. El llanto se le venÃa en torrentes. Yo no podÃa verla sufrir asÃ, pero era imposible ayudarla, inmóvil como me tenÃan.
La uniformada dejó el cuaderno y le alcanzó un pañuelo.
Tomá. Si querés, dejamos acá…
Ella no la oÃa.
Y pensar que seguÃa diciendo, como diciéndoselo a ella misma, para asegurarse de que realmente habÃa sucedido. Y pensar que, el dÃa anterior, cuando la embarazada me acercó unas cucharadas de guiso a la boca, pensé que aun en la miseria las mujeres conservan su instinto maternal.
Miró sus manos: ya no tenÃa la galletita. Se le habÃa caÃdo.
¿Continuamos, Natalia?
Ella suspiró.
Perdón, ¿en qué estábamos?
Los gritos de la embarazada.
ParecÃa que nunca iba a dejar de gritar, pobre. Hizo un gesto de tragar saliva, pero ni su propia saliva podÃa tragar. En eso, el tipo se sonó los dedos y distendió los músculos de los brazos; concentrado, parecÃa prepararse para atender el parto.
¿Pensaban atender el parto en la casa? dijo la uniformada.
Carmen, que habÃa salido hacÃa un buen rato, volvió en ese momento. Entró sin golpear, apurada, y fue directamente al lado del tipo a hablarle en voz baja. Yo apenas alcancé a oÃr algo de un llamado telefónico. Pensé que ella serÃa la encargada de negociar con mi familia. Nada más pude entender. El tipo me miró a los ojos, y en el odio de su mirada vi también alegrÃa.
¿AlegrÃa?
Fue la primera vez que pensé que mamá podrÃa haberlos llamado a ustedes. Quién sabe cuánto querÃan estos para liberarme. «Falta poco», les dijo el tipo a las dos mujeres. «Nomás dentro de un rato vamos a tener morfi». Me sentà esperanzada: ¡Estaban por cobrar mi rescate!
¿No te dijeron nada? Del rescate, digo.
Carmen volvió a salir. No tenÃa el aspecto de quien va a recibir dinero de un momento a otro. Pero el tipo habÃa dicho «Falta poco». ¡Se acercaba mi regreso a casa, mi libertad! ¡De nuevo a mi trabajo, a mi vida!
¿No fue as�
Al rato, Carmen apareció con algo en la mano: un trapo limpio y planchado, del tamaño de un toallón. Entre los dos ayudaron a la parturienta a levantarse y la acomodaron encima. Yo tiritaba, mis dientes castañeteaban sin que pudiera controlarlo. Cerca de mi rincón habÃa una estufa eléctrica en la que calentaban agua. Pensé que cuando hirviera, el vapor servirÃa de calefacción. El tipo ayudó a Magalà a quitarse la bombacha y fue a su rincón donde se puso a jugar a los dados. Carmen miraba de lejos, como si le diera miedo acercarse. Yo veÃa perfectamente la entrepierna desnuda que pujaba por abrirse. ¡Dios mÃo!
Y nació el bebé, entonces.
»Ya me está viniendo», dijo MagalÃ, y gritó de dolor. Sentà que mi cuerpo se tensaba, que mis piernas luchaban con las ataduras. «Dale», gritó el tipo. «No te hagás la estrecha, como si fuera el primero». De modo que ella habÃa tenido otros hijos, me dije. Pero… ¿dónde los habÃan metido? Lógico: ese tipo de gente solÃa tener media docena de hijos. Tal vez los otros chicos se habÃan muerto de hambre, o los habrÃan regalado; o peor: vendido.
Vendido repitió la uniformada. Volvió a agarrar el cuaderno y tomó nota.
El cuerpo magro, tremendamente hinchado a la altura del vientre, se agitaba en temblores. De pronto Magalà comenzó a jadear y se retorció sobre el colchón desplazando el trapo limpio. El tipo corrió hacia ella y la empujó con violencia: «¡Acostate para atrás!». La pobre cayó desfallecida, agotada después de la contracción. Y enseguida le vino otra contracción, que la obligó a seguir esforzándose. A mà se me ocurrió que el tipo ni siquiera se habÃa lavado las manos. «¡Más!», le gritó él a la mujer. «¡Más! ¡Más!».
¿Y Carmen? La uniformada ya no escribÃa.
Carmen se habÃa agazapado a mi lado. No ayudaba, ni siquiera veÃa lo que estaba pasando. Yo percibÃa cierta agitación en ella; un sofocamiento contenido, nervioso. El agua de la cacerola empezó a hervir. El ruido del hervor se mezcló con las exclamaciones de la mujer: los alaridos que iban transformándose, de a poco, en un quejido entrecortado, insistente. Y el vapor del agua expandió ese gimoteo animal junto con el hedor. Otra contracción, otro puje… y afuera por fin la cabeza que se adivinaba negra y peluda debajo del embadurnamiento de sangre y lÃquido amniótico. Fascinada, yo no podÃa dejar de mirar.
Bueno. Ya pasó, Natalia.
La voz del Pancho: «¡Che, Carmen, venÃ! Ya está». Carmen se levantó y caminó hacia el colchón de los otros dos, mientras el hombre tironeaba de la placenta. Ahora le corta el cordón, pensé. Y ahora me desmayo. Pero no. Carmen agarró al chico con cordón y todo.
No entiendo dijo la uniformada.
La madre gritaba de desesperación, extremaba sus esfuerzos para impedir que le arrancasen al bebé de los brazos. «¡No, no, no!». Pero los otros se llevaron al bebé.
Natalia se acurrucó más en la silla y se dejó abrazar por otra policÃa. Advirtió que habÃa mucha gente escuchando su relato.
¿Y después? oyó.
No pudo, la madre no pudo retener a su hijito dijo llorando: lloró entre espasmos silenciosos que me hacÃan doler hasta el alma. La otra, Carmen, agarró al bebé y amagó con meterlo en la cacerola. Yo, desesperada, pateé la estufa, y el agua hirviendo se desparramó por el suelo. Entonces, Carmen llevó al bebé a un rincón. En ese momento el tipo jaló de la madre, que se habÃa desvanecido. Le encajó un terrible sopapo y la arrastró hacia la parte oscura de aquella pieza inmunda, donde Carmen limpiaba al chico con su pollera.
¿Y qué pasó, Natalia? Por favor…
Poco después los tres adultos se abalanzaron sobre el recién nacido. En un momento pensé que se lo comerÃan a besos. ¡Qué estúpida! ¡Qué ingenua! Sólo el llanto, quedó. El llanto y las bestias disputándose el cuerpo. Y después ese silencio.
Claudia Cortalezzi nació en Trenque Lauquen, en 1965. Vive en Alejandro Petión, Cañuelas.
Cofundó La AbadÃa de Carfax junto a Marcelo di Marco, entre otros, y antologó el 3º libro de este cÃrculo de escritores de horror y fantasÃa, ed. PasoBorgo, 2012.
Además de escribir ficción, es redactora de libros de información y artÃculos para diarios y revistas. Es correctora del periódico La Información, de Cañuelas.
Coordina talleres de corrección literaria en narrativa en Palermo y Congreso, CABA, y en la Biblioteca Sarmiento de Cañuelas.
Tiene varios cuentos premiados. Participó en antologÃas en Argentina, España y Perú.
Sus libros: Una simple palabra, novela, ed. Andrómeda, 2010; Cinco mujeres y otra cosa, cuentos, en coautorÃa con Alejandra D’Atri, Paula Jansen, Victoria Fargas y Gladis Lopez Riquert, ed. La Letra Eme, 2014; Entrañable, cuentos, ed. Textos intrusos, 2015.
Hemos publicado en Axxón sus cuentos ENTRE HUMANOS, LA RESPUESTA y ABRIRSE PASO.
Este cuento se vincula temáticamente con ABRIRSE PASO, de Claudia Cortalezzi.
Axxón 264 – agosto de 2015
Cuento de autora latinoamericana (Cuento : Fantástico : Horror : Antropofagia : Argentina : Argentina).