Revista Axxón » «El marchitamiento», Bruce Golden - página principal

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 EE.UU.

Estoy aquí tendido, como lo he estado durante tanto tiempo, como un feto arrugado, esperando un final que no llega. Ruego que llegue… rezo por que llegue. Pero mientras espero el cese de mi existencia terrible, sé que es sólo una fantasía seductora. Imagino la liberación, el escape, la dichosa libertad… la imaginación es todo lo que me queda. Qué perversamente irónico que la causa de mi condena sea mi única salvación.

El aire apesta a desinfectante, como de costumbre, y los únicos sonidos que escucho son murmullos distantes. El aire está fresco, así que me aferro inútilmente a la sábana solitaria y áspera que me tapa y abro los ojos ante la misma pared austera, las mismas sombras burlonas que me saludan a perpetuidad.

Esta vez, sin embargo, veo una ligera variación. Hay algo. Algo que puedo distinguir apenas en la luz débil. Un serpenteo de actividad diminuto y trémulo. Me esfuerzo por enfocar la mirada y veo una oruga tejiendo laboriosamente su capullo. De algún modo ha realizado el viaje hercúleo al punto de intersección de la pared y el techo, y se ha fijado a la grieta que se encuentra allí.

Tendido aquí, me pregunto qué forma esplendorosa emergerá de ese capullo. Pero incluso esta visión queda atenuada por la desesperación que posee mi alma. Lucho por no razonar, porque la razón ya no existe. Culpa o inocencia, realidad o ficción, son conceptos que ya no importan. Todo lo que importa son las ruinas grises de mis recuerdos… recuerdos que se proyectan contra los campos desolados de mi mente. Me aferro a ellos del modo que un loco se aferra a la sensatez. Para ser franco, estoy a un solo pensamiento anormal de caer yo mismo en el abismo turbulento y nebuloso de la locura. Así que intento recordar.

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Ilustración: Pedro Bel

Recuerdo las excursiones despreocupadas al océano emprendidas en mi infancia: la arena tibia, el agua fría, las olas lamiéndome los tobillos. Recuerdo la universidad, en la época antes de la reforma. La camaradería de mis condiscipulos. El toma y daca de las conversaciones creativas. Planear sobre los acantilados en un tosco planeador construido por un compañero de clase. La pelirroja de cabello radiante que yo deseaba en secreto. Recuerdo muchas cosas, pero siempre hay un recuerdo tenaz y tumultuoso que se interpone.

Es siempre el mismo. El mismo sonido estruendoso de madera partiéndose mientras mi puerta se abre. La misma ráfaga de pisadas de botas violando la santidad de mis pensamientos. Las mismas manos toscas que me agreden y me atan.

Recuerdo las miradas de odio y repugnancia, las amenazas de violencia proferidas a gritos por voces desconocidas. La incansable malicia, enfocada en mí como un ser vivo. El tiempo y el espacio se convirtieron en un borrón rencoroso mientras me hallaba de pie en el centro de una habitación imponente, aún atado, rodeado de más extraños. Estba en exhibición, el acusado en una corte donde el único debate era el grado de mi culpabilidad.

La mayor parte de lo que ocurrió ese día se perdió en una niebla oscura, pero recuerdo claramente la amarga recapitulación del fiscal.

—Los hechos son incontestables, honorable señor juez —lo recuerdo decir con confianza discreta—. Un intruscan rutinario de los archivos personales del acusado reveló numerosos escritos, de naturaleza tanto prosaica como poética, que sólo pueden describirse como obscenos y perturbadoramente antisociales. El decoro público me impide detallar aquí las indecencias, aunque el detalle completo de esas degradaciones puede hallarse en las pruebas presentadas.

»Además de la posesión de esas espantosas obras de pornografía, el acusado admite abiertamente ser su autor. Afirmo que es culpable de delitos tanto reales como abstractos. Pido que la Corte no le muestre ninguna indulgencia, y que se lo sentencie a la pena más severa permitida para tales crímenes.

Recuerdo claramente que el fiscal, indiferente pero confiado, volvió a su asiento mientras el juez examinaba las acusaciones.

El juez, dirigiéndome una mirada severa, preguntó metódicamente:

—¿El acusado quiere hacer alguna declaración antes de que se emita el fallo?

Recuerdo estar alli parado, aturdido por todo el ritual, incapaz de aceptar cabalmente que lo que estaba en juego era mi destino. Cuando pareció que yo no iba a responder, el juez abrió la boca para emitir el fallo, y tartamudeé rápidamente lo único que se me ocurrió.

—A… admito que escribí cosas que algunos pueden considerar inapropiadas, pero eran meras divagaciones de naturaleza personal, que no fueron pensadas para consumo público. De ninguna manera estaba difundiendo mis ideales a la sociedad. Eran… meras fantasías, borroneos de una imaginación irrestricta, nada más.

—Con seguridad —replicó el juez con voz tonante— durante el curso de este juicio, si es que no antes, se le habrá hecho notar que, según nuestra jurisprudencia vigente, el pensamiento es acción. —Cuando no pude responder, continuó—. Si no tiene nada más que decir en su defensa, dictamino, por ley, que hemos determinado que usted es culpable dentro de la duda razonable. Por lo tanto lo condeno al marchitamiento.

Recuerdo el clamor de voces apagadas creciendo como un globo a punto de estallar, mientras las palabras se repetían a través de la sala del juzgado.

El marchitamiento.

El sonido me reverberó en el cráneo, pero mi realidad quedó teñida de terror y negación. El marchitamiento. Eso era algo de lo que sólo se susurraba. Nadie que yo conociera sabía en qué consistía realmente. Sólo había rumores, historias espeluznantes sin sustancia, pero que engendraban consternación y horror.

Mucho de lo que siguió fue un vacío de burocracia inocua, pero recuerdo la habitación donde ocurrió. Yo seguía atado, esta vez con tiras fuertes de cuero que me sujetaban las muñecas y los tobillos. Salvo por las tiras, estaba desnudo. Perdido en la surrealidad del momento, no me sentía humillado por mi desnudez, pero me abrumaba un abrumador sentimiento de vulnerabilidad. Recuerdo que la habitación estaba fría. Había una corriente de aire que soplaba desde algún lugar cercano. Una única luz brillante estaba ubicada de modo que me cegaba con su resplandor.

Había otras tres personas en la habitación. Una a quien llamaré la «doctora», y dos hombres que la asistían. Realizaron su trabajo con eficiencia sistemática, en apariencia ignorando mi obvia presencia.

Luego, sin reconocer mi existencia con una mirada, la doctora empezó a explicar el procedimiento. El temor angustioso que me paralizaba me impidió asimilar la mayor parte de lo que dijo. Sólo recuerdo partes sueltas. Algo sobre «inyecciones hormonales», «mutaciones osteo reumatoideas», «efectos que pasan por alto el cerebro».

Los detalles técnicos de su explicación se convirtieron un mero fondo decorativo cuando percibí la fila de jeringas hipodérmicas. Era una cantidad más que absurda de jeringas, y cuando la doctora fue a tomar la primera me preparé para el dolor que me esperaba. Sin embargo, luego de unos pocos pinchazos ligeros, sólo sentí una sensación penetrante mientras me insertaban con cuidado agujas en las pantorrillas, los antebrazos, el cuello, y siguieron así hasta que cada violación de mi cuerpo ya no importó. Debo haberme desmayado en algún punto, porque cuando me desperté estaba en otra parte.

No tengo idea de cuánto tiempo estuve dormido, pero mientras me despejaba de la inconciencia sentí una rigidez que me convenció de que había estado tendido allí durante algún tiempo. Intenté moverme pero no pude. No vi ninguna ligadura que me restringiera, de modo que volví a intentarlo. Tuve éxito brevemente, si puede llamarse éxito a conseguirse un dolor punzante en alguna parte de la espalda. El dolor me convenció de abandonar cualquier intento sucesivo de moverme. De modo que me desperté del todo e intenté recordar con más claridad lo que había paasado.

Sólo podría haber sido un sueño horrible. Pero mi realidad se había convertido en una pesadilla, una que no había captado en su totalidad. Ahora sé que nada podría haberme preparado para lo que estaba por saber.

Después de yacer inmóvil por algún tiempo, un encargado vertido con un guardapolvo blanco se me acercó y se inclinó para ajustar algo en mi cama.

—¿Dónde estoy? —pregunté con la voz resquebrajada por la sequedad—. ¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo moverme?

El encargado no registró haberme escuchado. En lugar de responderme empujó mi cama hacia un pasillo que se extendía interminablemente. Las ruedas giraron mientras pasábamos habitación tras habitación, uno más lúgubre que otro. A la luz tenue vi otras camas, ocupadas por cuerpos inertes. Las sombras y los sacudones continuos me impedían ver más hasta que nos detuvimos. El asistente se retiró, dejándome desnudo e indefenso como el día que llegué a este mundo cruel.

El hueco en el que me habían dejado era mucho más brillante, y pasó un tiempo hasta que mis ojos se acostumbraran. No podía mover la cabeza sin sufrir un intenso dolor, así que sólo podía mirar en una dirección. Frente a mí había una pared o puerta metálica de algún tipo. El lustre del metal era muy reflectante, y en su superficie espejada me vi a mí mismo.

O mejor dicho, vi en qué me había convertido.

No sé durante cuánto tiempo grité antes de que mi lamento disonante atrajera a un enjambre de encargados que rápidamente me sedaron. Pero estoy seguro de no haber sido el primero, ni el último, en gritar de terror dentro de esos muros sombríos.

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Ilustración: Pedro Bel

Trato de no recordar lo que vi en ese reflejo espantoso. Pero no puedo olvidar que ahora mis dedos son deformidades retorcidas, y mis brazos se encogieron y plegaron contra mi pecho como si mis tendones se hubieran resecado. Sé que el menor intento de mover las piernas me causaría una agonía indescriptible que se extendería hasta mis caderas y me atacaría la espina dorsal. Puedo intentar olvidar que me cortaron el pelo, alguna vez rizado, hasta dejar sólo una sombra áspera, pero la sensación de tener los labios resecos y cuarteados es permanente, y con frecuencia se me inflama la piel con una picazón espantosa que no puedo rascar.

Guardado como un repuesto que ya no sirve para nada, los días van pasando y se convierten en años, sorbo gachas deprimentes a través de mis encías sin dientes y espero que un empleado me higienice con su contacto impersonal. Es un capricho lúgubre del destino el que un mantenimiento tan rutinario sea una distracción bienvenida en una supervivencia que es monótona el resto del tiempo.

Atrapado en un cascarón inútil, agazapado ante el precipicio de la locura, me vuelvo hacia mi propio interior para liberarme. Desde un lugar en lo profundo de mí surjo y me elevo sobre otras tierras, deslizándome perezosamente hacia otros tiempos. Ellos desconocen mis viajes. Piensan que soy un prisionero de esta habitación. No saben que me convierto en otras personas, gente audaz, curiosa, que conmemora sus aventuras en verso. No les cuento las rimas o los pensamientos inapropiados que reptan en mi cabeza. Aún me atravo a imaginar lo inimaginable, pero nadie lo sabe. Aquí no me encontrarán. Aquí no me permito regodearme en transgresiones pasadas. No busco piedad ni acepto reproches. Y sin importar lo seductor de su canto de sirena, aquí me resisto a anhelar el alivio de la muerte.

En cambio, como la oruga, espero para emerger de mi capullo, extender mis alas gloriosas, y volar.


Traducción © 2020, Marcelo Huerta San Martín
Original en inglés © Bruce Golden


Bruce Edward Golden nació en San Diego, California en 1952. Escritor, satírico y periodista, tiene una extensa carrera como autor de ciencia ficción. Sus obras con frecuencia incluyen temas de crítica social que hacen uso de los recursos del género y de muchos otros.

Ha aparecido en numerosas antologías. Su novela más reciente es Red Sky, Blue Moon (2013).

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