1999
Guillermo Lavín

La madrugada del dieciséis de septiembre de 1999, Albino Gatica roncaba en su cama, después de festejar con varios cartones de cerveza y algunos amigos la independencia y el próximo arribo del tercer milenio. El área de la sala y el comedor de la casa, olorosa a orín quemado por el sol, tenía las luces prendidas. Sobre el piso quedaban manchas de líquido ambarino, colillas aplastadas, un escupitajo semioculto bajo la mesa esquinera, un charquito de coca cola junto al sillón y, en éste, un pequeño agujero causado por la brasa de un cigarrillo. En la cocina, el compresor del refrigerador arrancó con zumbido de enjambre. Albino, vestido y aletargado sobre la cama, no lo escuchó.
      La puerta principal de la casa se movió, como si la agitara el viento; por la milimétrica rendija que la humedad de muchas lluvias había abierto entre las dos hojas de madera, a escasos centímetros del suelo, unos ojos observaron el interior; y sobre esos ojos, otros ojos asomaron.
      Los ojillos sonrieron y se separaron del lugar. Atrás de la puerta sonaron cuchicheos y risitas. Luego, el llamador de bronce con forma de martillo sonó en la puerta una y otra vez, a intervalos, como campana de iglesia.
      El sonido explotó en la cabeza de Albino. De su boca salieron maldiciones y quejidos. Mientras se incorporaba, oprimía las sienes con las manos para disminuir el dolor de cabeza. Volvió la vista hacia el reloj despertador. Entrecerró los ojos y se dijo que no podía ser posible que lo buscaran a las cinco de la mañana de un sábado. En el enturbiado hilo de pensamientos, supuso que alguno de sus amigos habría olvidado algo.
      "Seguramente es Cepeda", se dijo, "dejó las llaves o lo corrió su mujer, o quiere seguir la borrachera. Qué manera de fregar."
      —¡Ya voy —gritó enojado—, dejen de golpear la puerta!
      Al incorporarse, el piso levantó olas bajo sus pies y tuvo que apoyar la mano en la pared. Por un instante estuvo tentado de mandar al diablo a quien fuera que no dejaba en paz el llamador. Entró al cuarto de baño, urgido de agua. Abrió la llave y, con la boca pegada al surtidor, decidió que podían esperar a que él terminara de componerse un poco. Luego metió la cabeza en el chorro de agua fría, deseando una taza de café caliente y olorosa. La camisa estaba empapada.
      Avanzó hacia la puerta. Desanimado, se secaba la cabeza con una toalla. Por la ventana de la sala aún no entraba el amanecer. Albino pensó que sería un día grisáceo, nublado, con la frescura de la lluvia que amenaza, pero no llega. En la puerta, el rítmico golpeteo persistía. Buscó el apagador con la mano y sintió que dos clavos de luz penetraron por sus ojos.
      Al abrir la puerta, le pareció que el porche era un manto oscuro donde miles de luciérnagas danzaban. El foco del techo estaba apagado, pero los insectos lo sustituían con una ilusión de árbol navideño.
      Y los tres vestían ropa de popelina brillante.
      Tres disfraces del siglo XVIII.
      —Váyanse, niños —dijo Albino—, aquí no se festeja el Halloween y apenas estamos en septiembre.
      Dio un paso atrás para cerrar la puerta, pero una cara se interpuso. Una cara cuyos dientes largos y afilados sonreían. Albino vio que no era niño, sino que era tan viejo que la cara parecía una máscara de bruja medieval. No le molestó la actitud del sujeto. Se sentía más preocupado por su propia transpiración: de la camisa se elevó un olor agrio, de sudor de cerveza. No le importó que lo vieran. Se la quitó y frotó el pecho y las axilas con ella, mientras esperaba que los extraños dijeran algo. Pero sólo lo miraban. Y sonreían. Nadie se movía. Albino tomó la iniciativa y preguntó:
      —Y bien, ¿qué desean?
      Los tres pequeños rieron y encogieron los hombros.
      —Hablan o se van. No son horas de molestar a la gente —dijo Albino, que ya notaba el coraje subir por las arterias. Empezaba a despejarse el cerebro y en la calle caían las iniciales y microscópicas luces, como semillas de guayaba, del amanecer.
      —¿El señor Albino Gatica? —la voz tenía el sonido estridente del claxon desgarrando una noche solitaria.
      El aleteo asustado de una paloma se alzó en algún patio cercano.
      —Sí. ¿Qué se les ofrece?
      Nuevas risas sembraron pétalos desgranados en el viento.
      —Nada importante, señor. Venimos a ver la casa.
      Albino sospechó que era una broma preparada por sus amigos. Dudaba respecto a cuál actitud resultaría adecuada: seguir la corriente, enfurecerse y largarlos a patadas; cerrar la puerta, abofetear al enano.
      Decidió continuar la broma.
      —Así que vienen a ver la casa —pensó en voz alta— ...y supongo que desean pasar al interior.
      —Sí, sí, sí —se atropellaron las voces de los tres pequeños en el umbral.
      —Imagino que quieren que los invite a pasar.
      Ellos se agruparon ante las piernas de Albino.
      —Pero antes díganme quiénes son ustedes.
      Ellos se miraron un momento. Luego, el que denotaba mayor edad dijo:
      —Somos duendes.
      Albino se tapó la cara para ocultar la sonrisa.
      Los pequeños se arremolinaron gustosos junto a la puerta. Miraban, espectantes, al hombre.
      Albino pensó en qué daño le podían hacer tres minúsculos seres: "No creo que sean muy fuertes. Y es una broma. Bueno, a tomar dos aspirinas y a divertirnos con estos enanos de circo".
      —Pues pasen —invitó.
      Y casi de inmediato se arrepintió: los pequeños entraron trepados en un viento huracanado, con maromas, brincos y cabriolas. Uno de ellos escaló las cortinas hasta sentarse en el cortinero. De ahí brincó al candil de la sala y se balanceó, mientras los otros recorrían la casa y abrían closets, arrojando ropa al piso.
      —¡Hey, deténganse! —ordenó Albino.
      Y el grito fue la orden del arrancadero en el hipódromo. El hombre se dejó caer flácidamente en el sofá para contemplar a los sujetos que caminaban por el techo y las paredes, que aparecían y desaparecían alternadamente. Uno de ellos, en quien el verde de la ropa parecía extensión de la piel, quitó un foco del candil e introdujo un dedo en el soquet. Albino levantó la mano, en fútil y débil intento de frenarlo, y se quedó con la mano en el aire, ante las carcajadas frenéticas del hombrecito; pensó que la corriente de 110 volts ordinaria difícilmente electrocutaría a una persona, pero tampoco se le podía considerar una máquina de hacer cosquillas. Una tira de chorizo que flotaba en el pasillo lo llevó a suponer que otro hombrecillo andaba por la cocineta.
      Gatica, aún obnubilado, sintió caer el peso de la angustia sobre los hombros. Hasta ese momento se daba cuenta de que las acciones de los extraños se salían de lo razonable. Y creyó en lo que habían dicho: eran duendes. Movió la cabeza con vehemencia al levantarse del sofá. Anduvo unos pasos inciertos hasta la cocina, a la que dedicó un mirada triste: los trastes regados por el piso formaban un camino hacia el refrigerador abierto, cuya luz iluminaba débilmente los recipientes con alimentos puestos en el piso y abiertos. Un minúsculo sujeto blandía una pierna de cabrito asada y las agujas que tenía por dientes arrancaban tiras de carne. Albino Gatica sintió que la sangre subía por sus piernas como impulsada por una bomba hidráulica, pues esa comida la tenía reservada precisamente para ese día, ya que su novia vendría a comer a la casa. Y un recuerdo obligó al otro: Elvia no llegaría sola, sino con su padre.
      Y éste no era un hombre dulce.
      Ni siquiera amigable.
      Un neurótico que no podía ver una mota de polvo en una casa, ni un mueble fuera de lugar o un vidrio empañado por el polvo.
      La primera intensión de Albino lo llevó al teléfono. Tratando de mantener la calma, marcó el número de la policía. Hubo un rato de espera hasta que del otro lado se escuchó una voz mezclada con el sonido de las muelas que mastican. Albino tuvo dudas acerca de cómo plantear el asunto. Finalmente, mientras desenroscaba a un duende que desde su cuello jalaba el cordón del teléfono, explicó que tres enanos habían entrado a su casa y la destrozaban sin escuchar razones. Del otro lado tronó una carcajada y el policía de guardia, luego de comentar a alguien que estaba con él que un tipo borracho o mariguano veía enanos en su sala, dijo que por supuesto, que aguardara un rato a que llegara una patrulla a auxiliarlo.
      Albino, descorazonado, colgó el auricular.
      Trató de tomar las cosas por el lado amable y se dijo que disponía de toda la mañana para sacar de la casa a los sujetos y aún podía comprar una pizza o comida precongelada. Creyó que lo mejor era razonar con los extraños.
      Pero se equivocaba.
      Para cuando el reloj avisó el arribo del mediodía, Albino estaba fastidiado: sentía que era como hablar con un bebé malcriado; o peor aún: dialogar de ciencias con un preescolar. Con toda paciencia les pidió que se retiraran de su casa. Ofreció llevarlos al sitio que quisieran. Incluso se mostró dispuesto a permitir que lo chantajearan. "¿Quieren dinero, comida, ropa? Sólo díganme lo que desean, pero por favor ya váyanse", había dicho. Luego se puso furioso y escoba en mano los persiguió por la casa, pero sólo logró tirar una lámpara de buró, imprimir huellas de mugre en las paredes y atrapar un profundo cansancio. Desde la sala, mascando una galleta que recogió del suelo, los veía: incansables, repetían sus juegos incesantes y sus risas le provocaban vibraciones en el estómago.
      Así, sentado, sereno, espetó una pregunta postrera:
      —Por fin, díganme qué quieren de mí.
      Los tres invasores detuvieron sus juegos un instante y se volvieron a verlo.
      —Venimos a ver la casa —comentó uno—, ya te lo dije.
      —Me da mucho gusto —ironizó Albino—; me doy cuenta de que ya la vieron. ¿A qué hora se van?
      Los tres se miraron las caras, con los ojos muy abiertos, sin hablar. Luego volvió a hablar el duende vestido de verde.
      —No sabemos. Tu casa nos gusta para vivir: decidimos quedarnos.
      Para Albino fue como si le avisaran que la casa se había quemado. Ante un hecho consumado y fatal, agachó la cabeza y permitió a sus ojos empañarse con el llanto.
      Miró a su alrededor. Sí, era su casa: las cortinas baratas color crema, la pared pintada de un verde más tenue que el brote de las hojas de naranjo, el abanico de techo recién instalado —donde ahora uno de los invasores revoloteaba como en un tiovivo—, la sala que imitaba una selva; pero ya no era su casa. Y no es que fuera propia. La arrendaba, pero sentía depositados en ella diez años de vida, con todas sus parrandas y mujeres y exámenes universitarios y amores contrariados; diez años de vida en este dominio que se derrumbaba en forma inevitable, como en un terremoto inesperado.
      Se puso de pie y poco a poco ordenó la casa, sin hablar. Supuso que si no los provocaba, quizá lo dejarían en paz: levantó los trastes, limpió las paredes, reacomodó las cortinas y se detuvo. Atrás de él, como sucesión de hormigas, los extraños deshacían, desbarataban, ensuciaban y, sobre todo, reían.
      Y Albino se dio por vencido.
      Entró rápidamente al baño. Con el pestillo, impidió el acceso de los extraños. Durante el tiempo que tardó en bañarse, ellos golpearon la puerta, la arañaron, trajeron un cuchillo e intentaron forzarla, y gimieron como niños torturados al no lograr su propósito. Pero Albino disfrutó del agua fría como si en lo más terrible del verano se lanzara de clavado en una poza de río. No respondió a las provocaciones. Incluso por instantes llegó a creer que podría tolerarlos, aguantar hasta que se hastiaran. "Quizá se larguen si ven que no les hago caso", se dijo.
      Pero no se largaron.
      El hombre salió del baño con el cabello húmedo, en ropa interior, para encontrar a los invasores muy tranquilos, sentados sobre la mesa del comedor. Devoraban frutas, carne, rompían la punta del cascarón y sorbían el huevo; la mesa estaba cubierta de grasa, arroz cocido, envoltura del salami. Albino sintió náuseas y se volvió con rapidez. Se vistió en la recámara, elaborando planes mentalmente. Terminaba de peinarse cuando sonó la puerta. Se vio precisado a correr, pues sintió temor de que uno de los duendes tuviera la ocurrencia de abrir.
      Abrió apenas el espacio necesario para asomarse y corroborar que ya estaban allí sus invitados. Con la sonrisa estirada lo más ancho posible, les pidió que lo aguardaran un minutito por favor. Cerró la puerta y se tapó los ojos con las manos, en un esfuerzo para concentrarse. Avanzó dos pasos; se miró en el espejo sintiendo que en su cuerpo se instalaba la tranquilidad que da una decisión tomada en forma definitiva. Con las manos dijo adiós a los hombrecillos que se habían agrupado sobre la mesa del comedor. Ellos correspondieron. Albino abrió la puerta y la cerró tras de sí abruptamente. Antes de que reclamaran sus invitados, él estrechó la mano de su suegro, depositó un beso en la mejilla a su novia y les dio la sorpresa.
      —Con mucha pena debo decirles que anoche me desvelé: hice un trabajo urgente. Hoy no pude levantarme temprano y no tengo nada para comer. Así que les invito a un restaurante.
      —Oh, no. No es necesario —opinó el suegro—; podemos traer algo de comida china o una pizza.
      —Nunca! —insistió Albino abrazado a su novia—, yo invité. Además, quiero proponerle algo a Elvia —añadió mientras caminaba hacia el automóvil.
      El suegro los siguió atrás, desconcertado. Escuchaba a Albino decir que tenía dinero suficiente para dar el enganche de una casita de interés social y que además estaba cansado de vivir solo y que estaba enamorado: le proponía matrimonio a Elvia.
      —¿Dónde te gustaría comprar la casa? —dijo Albino—, porque quiero que vayamos después de comer a escogerla y hacer el trato. Sirve que me cambio de inmediato. Así ahorramos los centavos de la renta y la arreglamos con anticipación.
      Ella se veía feliz, apretada contra el pecho de Albino. l abría la puerta del auto y atrás se acercaba el suegro, rascándose una ceja, perplejo.
      Se acomodaron en el auto. El aire de septiembre se deslizó fresco por las ventanillas abierta. Albino encendió los magnetos y el automóvil se despegó del suelo.
      —Además —dijo con el pie sobre el acelerador—, hay que comenzar bien el milenio. ¿No creen?

Publicado originalmente en Axxón número 54