CUADERNO DE SOBREVIVIENTE
José Altamirano

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Hace tanto tiempo que llueve, llueve y llueve... Las torrenteras derraman agua en cantidades astronómicas. Y la que tengo cerca, bueno, la que adivino cerca, debe ser realmente formidable, si es que el ruido del agua y de las piedras que arrastra se condicen con su tamaño. Espero con impaciencia el día en que el barro se enfríe lo suficiente como para permitirme vadearlo y subir sobre una roca. Tengo curiosidad, quiero saber qué pasó con el mundo que conocí. Pero por ahora me las tengo que aguantar. A la curiosidad y a las ganas de estirar un poco las piernas, digo. Hace dos meses largos que estoy enterrado en este agujero hediondo y un día o dos más no hacen diferencia. El caso es que estoy vivo: despellejado, algo chamuscado y lleno de úlceras que supuran y me hacen ver las estrellas, pero vivo.
     ¡Las estrellas! Quisiera volver a verlas. También ver alejarse la llamarada...
     A veces pienso si habrán sobrevivientes. Me da miedo imaginar que nadie excepto yo queda en la Tierra. Pero eso lo pienso en los momentos en que me gana la depresión, como ahora, que la lluvia golpea y golpea contra los paños del techo que ya han comenzado a pudrirse y gotea, drip, drip, drip, dentro de las latas con que trato de proteger el piso. Se me hace difícil encontrar un lugar seco y la piel se me arruga por la humedad. Las úlceras no se curan aunque las espolvoree constantemente con sulfamidas, de las que me queda todavía una buena provisión. También tengo aspirinas, merthiolate y algunas cajas con vendas. Otra cosa no quise traer porque de medicina lo único que sé es que para las infecciones "de adentro" hay que tomar antibióticos, pero si los antibióticos se ponen malos, se transforman en veneno. Por lo menos, eso decía mi madre.
     Pero no era esto lo que quería decir. Es que no estoy acostumbrado a escribir y al principio me hacía gracia la idea de llevar un diario, como en las novelas o en la película esa de la chica judía que se escondía de los alemanes.
     Pero de nuevo no era esto lo que quería decir. Estoy tratando de explicar que se me ocurrió escribir lo que pasó porque hoy me siento especialmente deprimido, y la culpa de que me sienta deprimido la tiene la lluvia. Siempre me pasa. Será tal vez porque acá, en las sierras, llueve tan poco que cuando lo hace marca hitos en la vida de las personas y difumina lo vivido entre una y otra lluvia. Así, recuerdo una lluvia que me impidió ir a la escuela y me obligó a pasar todo el día observando por la ventana de la cocina, a través de los vidrios empañados, un patio polvoriento que primero se aterciopelaba y después se disolvía, mientras mi padre tomaba mate, ceñudo y malhumorado porque la lluvia le robaba su jornal de albañil. Y hubo otra lluvia, un domingo, que vi caer con bronca. Justo ese día Defensores jugaba la final contra Deportivo Comercio y nos aguó el festejo. Festejo que nunca tuvo lugar, ya que el domingo siguiente Comercio nos ganó tres a uno.
     Y al final estuvo esa otra lluvia, con el refugio construyéndose, en medio de la cual conduje al ingenierito aquel que vino desde Buenos Aires hasta el prostíbulo de la Gallega, en donde se puso en pedo de tan conforme que quedó con los servicios de Marinés y me contó el porqué del refugio.
     Yo trabajaba para la Empresa hacía varios años. La Empresa construía cámaras frigoríficas, invernaderos y depósitos de maduración para los ganaderos y agricultores de la zona. Yo era un poco el comodín dentro del equipo de obreros. Buen conocedor del lugar, chofer, arreglatodo en las casas de los ingenieros y jefes y una habilidad innata para todo lo que fueran fierros y motores, me aseguraron una libertad de movimientos imposible de conseguir siendo uno más en la cuadrilla.
     La revelación del ingeniero vino a colocar en su justo lugar algunas piezas sueltas del rompecabezas que significaba para mí la construcción del refugio, por más que nadie llamara refugio al edificio cuadrado y feo que estábamos levantando en las cercanías del dique La Viña. Para todos era una cámara frigorífica más, sólo que muy sobredimensionada y plagada de detalles que poco tenían que ver con lo que entendíamos por depósitos de frutas y medias reses.
     Durante el pedo, el ingenierito me explicó lo de la protuberancia que indefectiblemente se desprendería de la cromósfera solar, de cómo incendiaría Mercurio a su paso y de cómo, lanzada a fantástica velocidad dentro del Sistema Solar, pasaría trágicamente cerca de la Tierra.
     —Mirá, hermanito —dijo apuntándome con un dedo inseguro—, ¿cómo te lo puedo explicar? Hacé de cuenta que el Sol es un revólver cargado... ¿hacés de cuenta? Bueno, al revólver se le escapa un tiro... ¡pum! en medio de la multitud y... ¡paf! alguno va a caer muerto, seguro. Vos... ¿vos me entendés, no?
     Le dije que sí y le llené el vaso hasta el borde.
     —El pobrecito de Mercurio será el muerto, no hay vuelta de hoja —se secó las lágrimas del vino con un manotazo—, ¿entendés, hermano? ¡Pum...! Mercurio recibe el tiro en el pecho, pobrecito... Le pasé el brazo por sobre el hombro y le aseguré que lo sentía mucho. Le pregunté qué nos pasaría a nosotros.
     —¿A nosotros? Pedí otra botella de vino, macho, pago yo. A nosotros la llamarada nos va a quemar el culo. A nosotros... Calló y me miró con desconfianza. Yo me hice el boludo y encendí un cigarrillo mientras fingía admirar la anatomía de las chicas. Un minuto después el ingeniero roncaba su pedo y yo me ponía a pensar y pensar.
     Luego, al regresar con mi todavía desconfiado compañero, a quien el vientito serrano recuperaba, hablé de cualquier cosa menos de la conversación en lo de la Gallega. Cuando llegamos al campamento, mi actitud lo había convencido de que, si se fue de lengua, yo no había entendido nada de su charla.
     Pero bien que había entendido y bien que ya tenía trazados los bosquejos de mi plan.

-2-

Otro día que llueve sin parar. ¡Y el calor! Se diría que, habiendo pasado lo que pasé, ya no habría calor en el mundo que me asuste. Pero una cosa es sufrirlo mientras se pelea por la vida, cuando uno se aferra con las uñas y también con los dientes a ese hilito frágil, tan delgado, en medio de los elementos enfurecidos, y otra ahora, cuando el aburrimiento y la soledad te meten ratones en la cabeza que te caminan y te preguntan si tanto sufrimiento vale la pena. Suerte que tengo el cuaderno, me está gustando esto de escribir un diario. Me entretiene, no es fácil hacer que las palabras se escuchen bien y borro y tacho y vuelvo a escribir. No sé para qué o para quién, pero así soy yo. Casi... casi es como afinar un buen motor.
     No me fue difícil adivinar el porqué del refugio y lo secreto de su construcción. Casi todos los días leía noticias en los diarios de terremotos y marejadas que se sucedían en distintos lugares del mundo, y por acá el viejo y adormilado Champaquí parecía querer reeditar viejas historias de erupciones y temblores. Ya no me quedaban dudas de que la llamarada desprendida de la cromósfera solar estaba en marcha. Tampoco me sorprendió el silencio de los gobiernos; imaginaba que no se daría aviso hasta último momento, total, para que asustar con tanta anticipación a los condenados. Además, si se propagara la noticia de que los ricos construían cámaras frigoríficas para salvar sus pescuezos, se armaría un despelote fenomenal; tendrían que terminarlos ellos mismos y defenderlos a tiros de la muchedumbre aterrorizada. Por supuesto que yo tampoco abriría la boca. Fui afortunado al oír el "sálvese quien pueda" y tenía todas las intenciones de aprovecharlo. De hecho, comencé inmediatamente. Lo primero y más difícil fue llegar a la conclusión de que sólo podía ser salvado un pellejo, así que trataré de obviar toda referencia a la suerte corrida por mis familiares y amigos; aún me duele mi deserción al fin común. De cualquier manera yo era el más fuerte y por ende el más idóneo. Punto, paso a otro tema.
     Al día siguiente de la infidencia del ingenierito borracho y después de cumplir religiosamente con mi turno, pedí prestado el jeep de la Empresa y me dediqué a buscar el lugar ideal para construir mi propio refugio. Lo encontré en la meseta de una pequeña estribación montañosa que bordea el lago del dique La Viña, donde grandes peñascos uniformes, sin fisuras ni rocas sueltas formaban un semicírculo irregular con tres paredes al resguardo, un extremo y el techo al descubierto. Estaba rodeado de tupidas zarzas espinosas y el lugar no llamaría la atención ni al más animoso turista, lo que significaba que sólo podría ser descubierto por una increíble casualidad.
     A partir de entonces, todos los días robaba algo de los almacenes de la empresa. Es increíble lo que una persona de confianza puede robar sin despertar sospechas: paños de amianto, tubos de oxígeno, matafuegos, bolsas de yeso... El método era por demás sencillo: cuando desde una cámara ubicada, digamos, en Villa Las Rosas me pedían dos tubos de oxígeno, pasaba el parte por tres. El capataz me firmaba la orden y allá iba yo, con dos tubos para la cámara número cuatro y uno para mi refugio. Y lo mismo hacía con el resto de las cosas, que almacenaba y tapaba con ramas y espinas. También robaba piezas de motores y herramientas manuales que vendía a los talleres de la zona para hacerme de dinero que necesitaría más adelante para comprar víveres y artículos que no podía conseguir en los almacenes de la empresa. También vendí el terrenito que me costara tanto comprar y la moto, a la que cuidaba más que a una hermana.

-3-

Ayer paró de llover un ratito. Me arrastré hasta el exterior chapoteando en el barro caliente y recorrí el sinuoso camino entre los paños. No pude ver nada, sólo una niebla espesa y cerrada que parecía querer aplastarme bajo su peso. Salvo el monótono bramido del agua que se despeñaba entre las rocas, nada turbaba aquel silencio de sepulcro y quizás, como nunca antes, la posibilidad de ser el único sobreviviente de un mundo sin vida ganó por asalto mi entendimiento. Un irracional temor a ese inmenso y blanco espacio que se abría ante mí me hizo caer de rodillas y chapalear ciegamente en el espeso caldo para buscar la seguridad de mi nido. Allí, trepé embarrado hasta las orejas al piso formado por varias capas superpuestas de mantas amiantadas donde permanecí largo rato acurrucado, apretado a mí mismo.
     Más tarde el hambre me obligó a buscar comida, pero apenas si tragué un par de bocados de la pasta aceitosa y repugnante en que se han transformado mis alimentos enlatados. Me lavé las manos en el agua tibia del tambor y me aferré al lápiz y a mi cuaderno como tablas que pudieran reflotar mi razón naufragante y ensayé conjurar con palabras al negro monstruo que crecía cada vez más temible en mi interior; pero al no lograrlo rompí con desesperación una irrecuperable hoja en mil pedazos y tiré el cuaderno a un lado y grité y grité hasta quedar ronco, hasta que por fin llegaron las lágrimas y pensé que servirían de alivio; pero no me ayudaron para nada. Me tiraba de los cabellos y pedía perdón a mi madre por haberla dejado morir sin intentar ayudarla y me la imaginaba en sus últimos momentos llamándome, aterrorizada por lo que pudiera pasar. Aún mientras se asaba viva gritaría, no por ella, sino por el cachorro que le faltaba en la camada. Y la recordaba en esas madrugadas crudas de invierno en que me esperaba sentada en su silla baja, arrebujada en la manta que no engañaba al frío que se colaba en la húmeda y olorosa cocina, avivando un fuego miserable en cuanto me oía llegar para calentarme la comida y el café que yo comía y bebía por hacerle el gusto, aunque estuviera repleto de vino, fiambre y mujer. Recordaba y lloraba y buscaba con qué, pero no me animaba a terminar con mi vida. Pero pude salir y convencerme de que lo que había hecho era lo único posible y que ella comprendería, allá donde estuviera. Pude salir y ahora lo escribo todo, de un tirón. Y mientras lo hago, siento que exorciso a la bestia que deja por fin de crecer.

Pero también siento que al escribir me desangro, que expongo mis entrañas y mis cobardías y mis miserias a la curiosidad y a la merced de cualquiera, por más que ese cualquiera tal vez no exista. Y siento que odio al lápiz que corre desaforado sobre el papel que afirmo en mi regazo, dibujando las palabras que no dicto yo, sino alguien muy dentro de mí. Odio al lápiz y odio a este cuaderno hijo de puta y en cuanto finalice, en cuanto pueda detenerme no voy a escribir más. Esta será la última vez, acá se termina todo. Fin.

-4-

¡Todo olvidado, hoy es un gran día y hay que dejarlo escrito! ¡Recibí una visita!
     Me costó salir del estado depresivo en el que me sumergí al echar mi primer vistazo al exterior, pero lo superé. Me armé de paciencia y de ganas de vivir. Por supuesto contribuyó que ya no llueva tanto y que el calor cediera algo.
     Pero quiero contar lo de la visita: terminaba de abrir una lata de conservas cuando un leve chillido llamo mi atención. Me sobresalté y al girar la cabeza vi, casi a mi lado, a un enorme y flaco ratón que me miraba con ojitos brillantes y codiciosos. Seguramente tenía un hambre atroz y calculaba la posibilidad de disputarme el botín que yo sostenía en la mano. Con cuidado para no espantarlo, le acerqué un poco de carne pastosa. Comimos juntos, mirándonos con desconfianza. Luego de comer el ratón se fue, seguramente a enterrarse en el agujero que le salvara la vida. Ya volvería por más y en cuanto a mí, lo inesperado del encuentro me levantó el ánimo, ese ánimo al que tantas veces apelé en aquellos últimos días, cuando después de terminar el refugio a marchas forzadas la empresa se apresuró a despedirnos abonando doble indemnización.
     Para lo que nos iba a servir...
     Compré medicamentos y comida, fui hasta Buenos Aires y gasté el resto del dinero en un moderno traje aislante, de los usados en petroquímica para apagar incendios. El tiempo se acababa y perdí mucho en conseguir el traje. Es que la Gran Capital era por entonces una enorme maquinaria a punto de detenerse. Se vivía un clima enrarecido, deprimente, mensajero del fin del mundo. Por las noches, muy bajo en el horizonte, brillaba un enorme lucero de insólitos colores que era señalado con dedos vindicativos por la multitud de profetas del apocalipsis. Muchas voces se alzaban en hipótesis descabelladas y otras tantas pregonaban la verdad de lo por venir. Pero oficialmente se desmentía y minimizaba el fenómeno y la gente se aferraba a estas mentiras, como si no reconocer lo que se nos venía encima pudiera de alguna manera evitarlo.
     El planeta se estremecía en los estertores de la agonía; ciudades enteras desaparecían engullidas por tifones y terremotos, pero la población no cedía al pánico. Tal vez por la simple razón de no saber hacia donde correr... todavía.
     Volví a Villa Dolores y me despedí de mi preocupada familia por última vez. Les dije que la empresa me había vuelto a contratar para reparar una cámara dañada por los temblores en Cruz del Eje. El calor aumentaba día a día y al anochecer podía observar una extraña luminiscencia que opacaba el brillo de las estrellas. Para cuando cundió el pánico, cuando la verdad que ya no pudo ocultarse por más tiempo y la gente atacaba los refugios en continuas oleadas empavorecidas, yo me afanaba en tender paños y mas paños de amianto sostenidos por alambres bien tensos, revocar las paredes de roca con yeso, acarrear agua hasta llenar dos grandes tambores y limpiar los alrededores de zarzas en previsión de los incendios que inevitablemente sobrevendrían.
     Después me senté a esperar.
     Asustado, esperé.

-5-

Salí a tomar un poco de sol y eso le hizo bien a mis llagas. Supuran y seguramente hieden. Tengo la piel tan sensible que para herirla sólo me basta con pasar sobre ella el canto de la uña y una terrible diarrea me ha convertido en un lamentable esqueleto con algo de carne sobre los huesos. Por suerte este mundo está esterilizado o casi; pocos deben ser los microbios que sobrevivieron a la elevada temperatura, ya que una infección grave me hubiera matado. Contra todas mis predicciones, el ratón no volvió; o encontró comida en otro lugar o terminó por morirse. Hace calor todavía pero refresca, muy poco, por las noches.
     Las noches son extrañas. Hasta ayer, cúmulos de nubes fosforescentes no permitían ver las estrellas, pero anoche se abrieron por un rato. Me di cuenta porque de pronto pareció que salía el sol. Ansioso, me arrastré a la entrada del refugio y lo que vi me asustó tanto que huí tropezando de vuelta al interior y me acurruqué en el fondo, tembloroso y sin atreverme a cerrar los ojos. Y aunque me dije y me repetí que aquella mostruosa serpiente de luz y color no podía hacerme más daño del que ya me había hecho, no volví a salir. No entonces.
     Aquello fue brutal. Debe haber sido brutal. El planeta crujía como si fuera a partirse en mitades y el viento golpeaba contra el flanco rocoso del refugio y se filtraba, haciendo restallar los paños superiores. El aire hervía a mi alrededor y el oxígeno helado que me suministraban los tubos se calentaba en el escaso trayecto que mediaba desde ellos hasta la mascarilla. Aún dentro del traje el calor era insoportable y debía rociarme cada tanto con espuma carbónica a presión. Comía sólo cuando el hambre se tornaba imperioso, enfriando las latas con chorros de oxígeno antes de abrirlas. Quitarme aunque sea por un rato la máscara de amianto era un suplicio, y cada vez que debía hacerlo sentía la piel de la cara achicharrarse a pesar del sudor que siseaba al evaporarse casi antes de brotar por los poros. Bebía constantemente té muy dulce y la poca comida que tragaba la salaba hasta donde podía aguantar sin vomitar. El humo y el polvo se colaban dentro de la ropa, enconando las llagas que dejaban las ampollas al hincharse y reventar, lo que me provocaba una picazón intolerable. El yeso de las paredes estallaba dejando escapar por las grietas nubes de vapor recalentado y los terremotos, el viento y el ruido de las piedras que rodaban me llenaban de espanto.
     Para cuando la catástrofe alcanzó su máxima virulencia yo ya era un ser innominado, un universo sin formas ni dimensiones, un ente punteado, constelado por terminalas nerviosas que recogían, traían y llevaban sensaciones de dolor y miedo, que reaccionaba porque al instinto no le importa cuan horrible es la agonía. Hacia mis necesidades dentro del mismo traje sin tener noción de ello. No pensaba en nada, no discernía en absoluto, ni siquiera podría haber recordado mi nombre.
     No guardo memoria del tiempo que duró aquello y el cerebro se empeña en asegurarme que lo que pasó no me pasó a mí, sino a otra persona.
     Y yo agradecido. Es mejor así.

-6-

Cuando consideré que había recuperado suficientes fuerzas, me atreví a abandonar el refugio en caminatas cada día más largas que invariablemente terminaban con mis piernas convertidas en flan y mi respiración en angustioso resuello. Ahí tuve la medida de los estragos sufridos por mi organismo durante ese tiempo de torturas.
     Pero las caminatas fueron obrando poco a poco en beneficio de mi recuperación. Me sentía cada día más fuerte, con mas ánimo y dispuesto a rellenar las profundas depresiones de mi físico. Comía con apetito y hasta con gusto el contenido recocido de mis latas de carne, pescado, legumbres y frutas; tenía bastante por ahora y el mañana era algo que me preocupaba muy poco por el momento.
     Ayudándome con un bastón, caminé hasta la embocadura del dique y no me sorprendió encontrar tan solo los restos del armazón. Seguramente el calor reventó la estructura de cemento y el agua que posteriormente se despeñara desde lo alto de los cerros hizo el resto. Nada quedaba del imponente lago, orgullo de la zona. Sólo un cenagal de barro cuarteado y un hilo de agua que se transformaba en torrente durante las todavía frecuentes lluvias.
     A veces, parado en la cima de una loma, miraba el valle que se extendía a mis pies. A sesenta kilómetros de distancia, sumergida entre la bruma azulada, adivinaba las ruinas de Villa Dolores. Entonces mis pasos se encaminaban inconscientemente en su dirección, mas siempre me detenía a los pocos metros; demasiado bien sabía lo que encontraría allí.
     Volvía entonces al nido que me salvara la vida. Había retirado casi todos los paños y hasta intenté adecentar un poco el lugar. Pero, por más que lo intentara, no podía eliminar el olor a encierro y a letrina. O tal vez fuera mi imaginación, no sé.
     A lo mejor todo se debía a que el olor fue la primera sensación que percibí a mi regreso de aquel universo de sufrimiento y horror. Recuerdo estar tirado sobre un revoltijo de paños amiantados, en medio de una fetidez insoportable. Me arranqué la máscara de un tirón, recibiendo en pleno rostro una bofetada de aire caliente que me obligó a boquear en procura de aire. Sé que me desvanecí porque lo siguiente que recuerdo era la oscuridad de la noche. Lentamente, a ciegas, como una crisálida que se desprende del capullo, dejando la piel en cada costura, abandoné el traje y me derrumbé de bruces, tan agotado que hasta el sollozo murió en embrión, imposibilitado de expandir el pecho.
     Pasé aquella noche en vela, escuchando el estrépito de la lluvia desplomándose sobre las rocas y el continuo rodar de los truenos. Rayos y relámpagos se sucedían sin solución de continuidad y el calor era una garra física, palpable, que apretaba obligando a jadear dolorosamente. Por la mañana me arrastré hasta uno de los tambores con agua, y con un trapo húmedo desprendí la mierda incrustada en mi cuerpo desde la cintura hasta los tobillos. Las costras se llevaban consigo largas tiras de piel adheridas pero soporté sin quejarme, tanto era mi asco.
     Y así, si los días del holocausto se habían fundido en mi mente en un cúmulo de sensaciones atenuadas por algún misericordioso mecanismo interior, el tiempo que duró mi convalescencia lo viví, eterno minuto tras eterno minuto. Fueron semanas donde todo pasó a un plano remoto, tan ocupado estaba en intentar calmar los alaridos de mi cuerpo atormentado.
     Con la misma intensidad gritaría luego mi razón, pero no quiero volver a ocuparme de ese tema.

-7-

Dibujo cuidadosamente las palabras a la luz de la hoguera. Sólo le quedan tres hojas al cuaderno y mi letra es irremediablemente grande; esta será mi última anotación.
     Lástima, porque me había acostumbrado a la compañía de esa otra persona que vive en mí y que solo sale a la luz cuando la invoca la magia del lápiz y el papel en blanco. A lo lejos se alzan las ruinas retorcidas del refugio que ayudé a construir cuando trabajaba para la empresa. Revolví las cenizas buscando comestibles y encontré una buena cantidad de latas ennegrecidas. Abrí algunas y comprobé que su contenido era bueno. También encontré, en un pequeño compartimento, un indeterminado número de cadáveres en confuso montón. Abandoné el refugio como abandoné mi "nido" esta mañana: sin volver la cabeza.
     Fue una hermosa mañana luego de una noche por fin sin nubes, que pasé desvelado admirando el fantasmagórico espectáculo de la Llamarada que dibujaba un sinuoso gusano extendido casi de horizonte a horizonte. Su luz había menguado hasta semejarse a la claridad de una luna llena y era difícil imaginar que tanta belleza pudiera ser el feroz látigo que en estos momentos continuaba azotando el Sistema Solar en su ciega embestida hacia el espacio exterior.
     Me quedé allí, sentado y sudando, suplicando por un soplo de olvidado aire fresco hasta que la luz del sol difuminó primero y borró después el contorno del verdugo. Entonces, me eché al hombro un saco con mis últimas provisiones y algunas herramientas y comencé a caminar. No tenía plan alguno más allá de visitar el refugio para ver de aumentar mis reservas de alimentos. Sólo sabía que caminaría en dirección al sol naciente hasta encontrar el mar.
     ¿Por qué me dirijo al mar? No sabría decirlo pero la tierra, el suelo firme y vasto, es inhóspito y desolado. Elegí el camino al mar y ni por un momento se me ocurrió que pueda existir otro rumbo. Tal vez —¡ojalá!— si quedan sobrevivientes, sientan el mismo impulso. Será bueno ver gente otra vez.
     El sol apretaba al mediodía cuando me detuve a descansar bajo la sombra de unos altos peñascos. El ejercicio me había despertado apetito, así que abrí una lata de carne y otra de tomates. Después de comer guardé los restos y bajé mi almuerzo con un par de tragos de agua tibia. Me incorporaba para reanudar el camino cuando la vi... ¡el segundo sobreviviente que encontraba!
     Era una pequeña lagartija de lomo amarronado, parada sobre sus patas cortas y torcidas a un par de metros de donde me hallaba.
     —¡Hola, hermana! —la saludé. —¿Sobreviviendo?
     —Qué... ¿te creías el único? —preguntó a su vez con soberbia.
     —¡Claro que no! Justamente ahora voy en camino de reunirme con los míos, allá donde se encuentren.
     —Una vez un pariente lejano me contestó lo mismo. Salió a caminar un mundo desolado que por mucho tiempo fue suyo. No encontró a nadie, sólo estaba él.
     —Tal vez fuera porque a tus parientes les sobraban kilos y les faltaba esto —le retruqué golpeándome la frente con el dedo. Como no supo qué contestarme, dio media vuelta y se escabulló entre las piedras. "¡Resentida!", le grité riéndome al tiempo que levantaba el saco del suelo.
     ¡Oh, por supuesto que la lagartija no había hablado en absoluto! Pero estoy seguro de que, de haberlo hecho, eso es justamente lo que habría dicho.
     Comencé a bajar la ladera. A mi alrededor todo era silencio y calor, calor y silencio. Para acompañarme intenté imitar el silbo de la reinamora. A la tercera vez me salió igualito. Como recompensa, un inesperado soplo fresco bajó de la montaña y me acarició el rostro. Aspiré aquella brisa a todo pulmón.
     Y casi ni me importó que no oliera a peperina ni a tomillo.

Publicado originalmente en Axxón #14, noviembre de 1994

José Altamirano es un ejemplo de la perseverancia y el esfuerzo aplicados a la necesidad y el interés por expresarse. Sin tener una formación en letras, y siendo empleado de la industria metalúrgica durante décadas (por suerte aún ocupado, aunque sea raro aquí en Argentina), su constante evolución como escritor es el resultado de un constante esfuerzo personal que hace todavía más meritoria sus carrera y sus logros. Ganador de varios premios, lleva columnas en distintos medios y continúa viajando todos los días desde la zona sur de la provincia de Buenos Aires a la zona norte —un viaje que le lleva horas— para ir a trabajar. A pesar de esto, afortunadamente no ha dejado de producir trabajos cada vez más interesantes y pulidos.