Cuando el fusible empieza a brillar

Eduardo J. Carletti


Mientras daba los primeros pasos dentro de la oficina, recopiló un centenar de datos. Era un ambiente enorme, de aspecto impecable. Cada elemento encajaba con austeridad y simpleza en el resto del mobiliario, dando forma a una decoración liviana que quizá estaba diseñada, pensó Root, para suavizar la sensación opresiva que producía el enorme edificio de la Fundación en sus visitantes. Pero para él se hicieron notables de inmediato ciertos detalles de la escenografía que traicionaban esa intención, indicando que ahí dentro reinaba el poder, la fuerza, el control.
       Estudió a su anfitrión. El señor D'Envega era un hombre grande, maduro, de rasgos europeos y cabello canoso. Esperaba en el centro de la estancia en una pose casi militar, al lado de un gran escritorio de roble. Se mantuvo en posición de firme hasta que él llegó a un metro de distancia. Recién entonces pareció recordar la cortesía y se inclinó para saludarlo.
       Root registró eso y otras cosas más.
       —Tome asiento, por favor —dijo D'Envega.
       Root se acomodó en el gran sillón de plumas que le señalaba su anfitrión. Esperó.
       —Bien. No tenemos tiempo que perder. Le mostraré algo.
       La pared detrás del hombre se volvió negra por un instante y luego se iluminó, mostrando la imagen de una mujer muy bella.
       —Es la esposa de Ian Lardii —explicó D'Envega, como si esa fuera una información más que suficiente y esperara, a cambio de la afirmación, la opinión de su visitante.
       Root, que no tenía idea de quién era esa mujer ni de por qué se la mostraba, se mantuvo inexpresivo, esperando que el otro hombre mostrase más claramente sus intenciones. Aprovechó el instante de silencio para estudiarlo con detenimiento. El gesto era de preocupación. ¿Un dejo de angustia, quizás?
       Está apurado. Muy apurado.
       Interpretando cuál era el signo que esperaba D'Envega, enarcó las cejas para expresar ignorancia.
       —¿Conoce la situación? ¿Le entregaron el informe con los detalles? —preguntó D'Envega, dejando entrever una pizca de consternación.
       —Lo lamento; cuando su mensaje me llegó estaba en mis vacaciones. Pero...
       D'Envega, sorprendiendo a Root, que lo había clasificado como del tipo poco sensible, captó de inmediato el significado de ese "pero", la causa que había empujado a Leonardo Root, un exitoso y rico psicólogo de 43 años, a interrumpir sus días de descanso en una hermosa playa para venir a esa mole de cemento que era la fundación Historia Real.
       Lo interrumpió:
       —¿Percibió algo en mi nota? —preguntó el hombrón, con clara sorpresa en su voz. No quería creerlo, sin embargo la pregunta era una afirmación.
       Root asintió.
       —Impresionante. Nunca pensé que fuese cierto que ustedes fueran tan... tan...
       —¿Perceptivos? —completó Root.
       —Esa es la palabra.
       —Bueno. Es parte de nuestro trabajo: la percepción del todo. ¿Conocía la definición?
       —Por supuesto. Pero nunca me pareció más que una frase publicitaria.
       Root sonrió. La resistencia de D'Envega a aceptar la realidad era un síndrome conocido para él. La nueva psicología había roto los viejos esquemas para renacer de una fría noche de ineficiencia e impopularidad. Root era muy bueno en lo suyo, uno de los mejores, o tal vez el mejor. Su capacidad de observación era mucho más que elevada: resultaba increíble.
       —Sólo parece publicidad —explicó Root con una sonrisa—. Espero convencerlo pronto de que no lo es. La percepción es la parte más importante de nuestro trabajo. —Desvió la vista hacia la imagen de la pared—. ¿Cuál es la clave?
       D'Envega se enderezó.
       —Lardii es nuestro piloto. El piloto. Por el momento lo tenemos sólo a él; debe saber que la preparación de un piloto hiperespacial puede llevar años y no en todos los casos se llega a un resultado exitoso. Lardii completó cuatro misiones ya, cada una de ellas con sus complicaciones, en algunos casos complicaciones verdaderamente graves, pero todas concluyeron con éxito. Ahora está regresando de la quinta. Sólo que esta vez no...
       —Esa mujer es su esposa.
       D'Envega aceptó la interrupción sin inmutarse.
       —Sí. Lo es.
       —Entiendo —dijo Root, casi sin expresión.
       D'Envega lo miró un instante con cierto aire de desamparo, como si intentara alcanzar por todos los medios el nivel de captación en que se encontraba Root y poder decir una palabra tan simple como "entiendo".
       Root agregó antes de que continuara:
       —Y ella lo ha engañado.
       D'Envega abrió los ojos sólo una fracción de milímetro, pero fue suficiente. Estaba asombrado.
       —¿Cómo lo sabe? —ahora sí que la pregunta sonaba a consternación.
       Root sonrió levemente.
       —Percepción. Simple percepción.
       —Bien. Me alegro de que no nos hayamos equivocado al elegirlo. Temíamos estar contratando a uno de esos... —dejó la palabra en la nada, pero Root pudo leerla en los músculos de su cuello: había estado por decir charlatán. Pero no tenía sentido enojarse. D'Envega sabía que no era así; por eso se había interrumpido.
       —Lardii es un gran piloto —continuó el ejecutivo—; más que eso: es excelente. Lo lamentable es que en esta última misión nos ha desobedecido, y no sólo una vez, sino doblemente. Su misión era fotografiar un sector del siglo doce... sólo un puñado de siglos hacia atrás. Sin embargo, por decisión propia y corriendo un riesgo gigantesco, se dirigió mucho más allá. Todavía no entendemos cómo pudo calcular por sí mismo...
       —¿A qué siglo fue?
       La cara de D'Envega se convirtió en una máscara petrificada. Luchaba contra sus emociones y contra los músculos de sus facciones, que intentaban traicionarlo. Treinta músculos. Condicionamiento. Lo habían condicionado para defenderse en ese punto. Treinta músculos congelados por una palabra, un tema, una pregunta. Root llegó a leer algo, aunque no estaba seguro.
       —No puedo decírselo —explicó D'Envega—; es un secreto que la Fundación desea guardar. Creemos que la falta de ese dato no va a interferir en su investigación. Si fuese necesario...
       —De acuerdo —Root tenía una idea de lo que había pasado. Treinta músculos. Algo grande, muy grande. No puedo ni debo presionar—. Cuénteme los demás detalles.
       D'Envega asintió.
       —En un momento pensamos que lo habíamos perdido. Ya sabe que no es posible saber dónde se encuentra una nave una vez que ha realizado un salto. Pero luego de un año y meses nos empezaron a llegar cápsulas mensajeras híper. El programa obliga al piloto a salvar la información de ese modo, por razones de seguridad. Cada vez que se completa un juego de imágenes, la computadora lanza una cápsula hacia la Tierra con un pequeño impulsor híper conteniendo los datos que ha registrado. Al procesar nos encontramos con una información inesperada...
       —Entiendo —dijo Root automáticamente, mientras pensaba a toda velocidad. La cosa debe haber causado conmoción.
      
D'Envega continuó.
       —Todos los otros viajes fueron difíciles. En dos ocasiones, la primera y la tercera misión, tuvimos problemas con el programa de la computadora, el software es increíblemente complejo... y en las otras dos con la estructura del espejo. La primera vez que "desplegamos" todo el poder de los ajustes de la estructura de sostén casi saltan los monofilamentos tensores. Lardii se salvó por milagro. Ha tenido que encarar situaciones de tensión extrema, casi sobrehumanas, pero siempre se mantuvo íntegro. Es, insisto, un profesional excelente. Sólo que esta vez...
       —Por favor, explíqueme el proceso. Y cuál es la responsabilidad del piloto en toda la operación.
       —No entiendo para qué... —empezó a protestar D'Envega, pero se interrumpió de inmediato. Root había demostrado hasta ahora que sabía muy bien lo que hacía—. De acuerdo. Le explicaré.
       Accionó algo en su escritorio y entonces la imagen mostró una figura brillante que resaltaba con furia sobre el espacio estrellado. Era un hexágono metálico de superficie espejada. Si se forzaba la vista se llegaban a apreciar las miles de secciones hexagonales que lo formaban.
       El espejo.
       D'Envega vio que el psicólogo asentía y entonces accionó otro comando. La imagen se agrandó hasta cubrir toda la pantalla. En el centro de la figura se empezaba a apreciar el haz de monofilamentos que sostenía el captor de imagen en el foco exacto de la parábola.
       Un telescopio de reflexión. Gigantesco.
       —El hexágono tiene mil kilómetros entre lado y lado. La curvatura es muy leve, y variable. La computadora que maneja la posición de las secciones está montada del lado trasero, cerca del centro, desperdigada en un centenar de módulos. El transductor vectorial del híper también se extiende por atrás, en una red de tuberías que cubre toda la superficie.
       La imagen en pantalla del espejo giró, mostrando la cara trasera, donde se apreciaban varios bultos de tamaños disímiles, salpicados más o menos en el centro de la figura, y una red espesa de conductos que se ramificaban hacia el exterior como nervaduras en una hoja surreal.
       —El piloto se encuentra aquí —D'Envega movió un puntero en forma de flecha por la pantalla y señaló el centro exacto del hexágono—. Técnicamente, la nave hiperespacial se encuentra allí. Tomado como nave, el resto es puro lastre.
       —¿Hacia dónde mira el piloto?
       D'Envega sonrió. Las preguntas de Root le resultaban enigmáticas.
       —El sector central es transparente. El piloto ve hacia el frente y calcula, por medio de la computadora, la posición general del espejo y su concavidad, para así "enfocar" el objetivo. —D'Envega hizo un gesto con la mano, como desechando lo que había dicho—. Comprenderá que a las distancias que operamos el piloto en realidad no apunta nada. Todo es parte de un gigantesco algoritmo que desarrolla la computadora una vez que ha fijado su posición con un triangulado tridimensional.
       —También debe fijar su posición en el tiempo.
       —Bueno, es una forma de decir. Usted sabe que "atrapamos" la imagen que viaja por el espacio a la velocidad de la luz. Si nos ponemos a la distancia exacta, estamos atrapando un instante en el tiempo.
       —¿Cuál es la capacidad de ampliación del telescopio?
       D'Envega lanzó una pequeña carcajada.
       —Disculpe. Es que tal vez sea difícil aprehender la idea, pero este telescopio no tiene límites de capacidad. Basta con reprogramar una función y el recorrido será cambiado de tal modo que tendremos un telescopio de cien mil kilómetros, cien millones de kilómetros o cien años luz de diámetro. ¿Comprende?
       —No.
       —Bien, se lo explicaré. La nave híper puede moverse por el espacio en saltos que, en nuestro universo y para nuestras leyes físicas, tienen una duración nula. Uno siempre tiende a imaginar saltos de varios años luz, o por lo menos de millones de kilómetros, pero en realidad la longitud del desplazamiento que se desee realizar no tiene importancia. Puede ser un metro, cien kilómetros o mil años luz. ¿Entiende?
       Root asintió.
       —Mientras estamos captando —continuó D'Envega— hacemos saltar a la nave en desplazamientos de sólo mil kilómetros, exactamente su tamaño de lado a lado, y vamos ocupando posiciones sobre una espiral trazada en el espacio. Con esa trayectoria le hacemos cubrir una gran superficie curva, mientras vamos armando un inmenso rompecabezas.
       —Un rompecabezas bastante aburrido —opinó Root.
       —Sí, es cierto —continuó D'Envega mientras asentía—, cada pieza es siempre el mismo hexágono. Los hexágonos encajan muy bien entre sí para formar superficies grandes. Sólo tiene que visualizar un panal de abejas. Es el mejor ejemplo.
       —¿Y eso para qué sirve?
       —El algoritmo hace que la nave salte por el hiperespacio, ocupe un lugar durante un tiempo muy corto (últimamente lo hemos mejorado a unos cinco nanosegundos), durante el cual la computadora memoriza la imagen tomada por el captor del telescopio, y luego vuelva a saltar, una y otra vez, hasta cubrir un área inmensa. Si se pudiesen ver en conjunto las instantáneas de las posiciones usted vería un fragmento de superficie de una forma que, completa, sería más o menos esférica. Cuanto más grande sea el área, mejor será la imagen que la computadora integrará de las millones de tomas capturadas.
       —O sea que es un telescopio muy poderoso.
       —Mucho más poderoso de lo que ningún astrónomo soñó jamás.
       —Pero ustedes no son astrónomos.
       —No. Nuestra fundación ha decidido realizar una labor mucho más interesante, desde nuestro punto de vista, que la de observar astros lejanos.
       —Descríbala, por favor.
       —Bien. Nuestro objetivo es la Tierra. Miramos la Tierra.
       —No parece muy divertido.
       —Miramos el pasado de la Tierra. Podemos ir a diez años luz y mirar lo que pasó hace diez años. Podemos fotografiar todo a la perfección. Ya le dije que no tenemos límites para nuestra capacidad de aumentar la definición.
       —¿Y a distancias mayores?
       —Es más difícil, pero basta con armar un telescopio mayor y procesar las imágenes integrando varias tomas. Usted habrá visto nuestras películas de batallas famosas.
       Root notó que D'Envega hablaba con mucho orgullo de los productos de la Fundación.
       —Lo que no entiendo es cómo pueden mostrar una batalla desde un punto de vista a ras del suelo. Creí que el telescopio tomaría todo de arriba. Que se verían cabezas de soldados, cabezas de reyes, cabezas de campesinos, cabezas y cabezas, pero pocas veces un rostro.
       —Usted subestima la capacidad de las computadoras actuales. La imagen se puede rotar como se desee. Incluso, si quisiéramos, podríamos ver todo desde abajo.
       Root asintió. —Ajá.
       —Y bien, ¿está satisfecho?
       —Fue útil. Claro que lo que explicó podría haberlo leído en un número viejo de Investigación y Ciencia. Sin embargo, es más interesante lo que leí en usted. —El psicólogo hizo un mutis teatral de unos segundos. D'Envega se envaró; la confirmación que Root estaba esperando—. ¿De modo que su piloto viajó poco más de dos mil años luz para tomar esa imagen no programada?
       D'Envega, que estaba de pie frente al escritorio, se derrumbó en su sillón.
       —Veo que no podré ocultarle nada.
       Root no contestó el comentario.
       —Interpreto que lo que registró el piloto podría crear una conmoción —dijo, con una seguridad pasmosa.
       D'Envega se frotó la sien, ahora sí completamente consternado. Dios mío, es increíble. No podía terminar de comprender la capacidad de ese hombre para descubrir cosas en sus gestos. Hizo que hablara para estudiarme y extraer toda esa información.
      
—Así es —contestó con un suspiro.
       —Entiendo.
       Quedaron unos segundos en silencio.
       —Muy bien —opinó de repente Root—, parece un tema complejo. ¿Cuál cree que es la relación con lo de su esposa?
       D'Envega volvió a suspirar.
       —Ella lo ha estado engañando con un sacerdote.
       —Un hombre de la Nueva Iglesia Cristiana, ¿verdad?
       D'Envega ya no se sorprendía por nada. —Exacto —contestó.
       Root armaba un modelo a toda velocidad.
       —Y en el viaje de ida su piloto, que debía sospechar algo, detuvo la nave a sólo, digamos, unos meses luz, y estuvo espiando lo que hacía su esposa cuando él se encontraba en medio de la misión anterior. Quizá en una playa solitaria, creyendo que nadie la veía...
       —Creemos que debió ser así.
       —¿Y cómo interpreta su reacción?
       D'Envega levantó un puño y lo golpeó suavemente sobre la mesa.
       —Espero que usted me lo diga.
       Root sonrió.
       —¿De verdad necesita que yo se lo diga? ¿No es obvio?
       D'Envega se quedó en silencio.
       —De acuerdo. Para eso me contrató —aceptó Root, acomodándose en el sillón—. Lo que él quiere es destruir a su contrincante, al hombre que sedujo y poseyó, quizás en aquella playa o quizás en cualquier otro lugar que quedara a la vista del cielo, a su bellísima esposa. Evaluó las armas de que disponía. Su nave. Todo piloto siente que la nave que maneja es su nave. Por eso se fue a dos mil y pico de años luz atrás y tomó una buena serie de imágenes. Algo explosivo, o tal vez debería decir explosivamente destructivo, por lo que interpreto de sus gestos —hizo una breve pausa—. ¿Ya habían vislumbrado algo en la información recopilada en otro viaje, no? ¿En el siglo trece, tal vez? —D'Envega no contestó, estaba como congelado. Pero a Root ya no le importaba ese mutismo, podía leer las respuestas en los músculos de su cuello. Continuó—: ¡Para vengarse quiere asestarle un golpe mortal a toda la Iglesia!
       —Eso creemos.
       —Todo esto es muy interesante, pero... ¿para qué me ha llamado?
       —Quiero que lo convenza.
       —¿De qué?
       —El material, por sí solo, no significa nada. Lo tenemos guardado como el tesoro más importante y peligroso que haya existido jamás. A los que trabajaron en su procesamiento nadie les creería si no lo mostraran, sin la prueba concreta. Puedo destruir ese material en el instante que quiera. Hay otros quince directores de la Fundación en las mismas condiciones. Todos tenemos el detonador. Pero él quiere que lo demos al mundo. Lo ha puesto como condición.
       —¿Como condición para qué?
       —Para volver. Para entregar la nave intacta. Para no perderse en el corazón de alguna estrella, supongo. Para no cometer cualquier locura que se le haya ocurrido. Tiene que entender que está loco. Absolutamente trastornado.
       —Lo entendí desde un primer momento. Lo que no quiero aceptar son las motivaciones de la fundación. ¿Qué es lo que quieren? ¿Cambiar su dinero por el derrumbe de una religión? Déjelo desaparecer con su nave. Evitará una conmoción en una sociedad que ya...
       —¡No es sólo el dinero que cuesta la nave! ¡Lo queremos a él, lo queremos de vuelta! —se frotó las sienes con ansiedad—. Y usted puede convencerlo.
       Era más una pregunta que una afirmación.
       Root analizó motivos y motivaciones a toda velocidad. No le resultaba fácil llegar a una decisión, pero era preciso que lo hiciera pronto. De eso estaba seguro, aunque todavía no supiera por qué. Era importante, muy importante.
       Le llevó apenas unos segundos. Luego dijo:
       —Está bien. Lo intentaré.
      

 

Estaban solos en la sala de comunicaciones, enfrentados con una docena de pantallas gigantes de computación donde el drama se desarrollaba en un carnaval multicolor.
       Sólo dos pantallas centrales mostraban imágenes de la nave. Una era un primer plano frontal; la otra una toma simulada donde se veía a la nave colgando sobre la Tierra, dos brillantes siluetas enmarcadas por el telón oscuro del espacio y las estrellas.
       No tenían imagen real de Lardii; él había cortado el enlace electromagnético entre la base de la Fundación y la nave. De cualquier modo algo tenían: una de las pantallas mostraba un rostro simulado construido por la computadora en base a su banco de datos visuales, un Lardii irreal que movía sus facciones del modo que —según la máquina interpretaba— las hubiese movido el verdadero al decir lo que decía.
       Lardii abría y cerraba a su antojo el enlace de audio. Root había estado más de dos horas intentando iniciar un diálogo, pero el esfuerzo había resultado infructuoso. De vez en cuando las placas sonoras emitían una frase o un epíteto del piloto. Luego el enlace se interrumpía. Y volvía el silencio.
       A cada segundo transcurrido, el ambiente se cargaba de mayor nerviosidad. La nave se venía aproximando más y más a una posición que se podía volver peligrosa —era un gigante de mil kilómetros de diámetro compuesto de piezas sueltas muy difíciles de sostener juntas ante una gravedad en aumento—, y temían que la locura de Lardii lo llevase a estrellar su nave contra la misma Fundación.
       Eso sería una catástrofe gigantesca.
       —Como sea. Lo voy a destruir —dijo la voz de la pantalla. El falso Lardii movió sus facciones de un modo más o menos convincente, pero para Root no era más que un espectro de electrones, un fantoche. No podía leer nada a partir de una imagen creada al procesar un banco de datos que tenía memorizado a un hombre cuerdo y razonable. Faltaba el elemento principal que había causado todo eso: El dolor. La locura.
       Intentó hablar con él, llamándolo reiteradamente por el enlace, pero el contacto se mantuvo cerrado por el otro extremo. La comunicación era unilateral. Un monólogo.
       —Hijo de puta...
      
—¡Lardii, por favor!
       Lardii no quería escuchar nada. Esperaba que la Fundación emitiese la nueva película al mundo. Era la condición que el piloto había impuesto, lo único que habían podido conversar mientras la nave se acercaba y tomaba posición orbital.
       D'Envega se retorcía las manos, mientras el tiempo corría a una velocidad de vértigo en el contador de la pantalla. Las cosas se ponían difíciles. La misma Fundación había complicado todo. Root se había opuesto usando el máximo de su persuasión, pero la junta de directores había votado una medida que consideraban esencial para la seguridad de todos. Ya no existía la posibilidad de emitir el material: lo habían destruido. Sólo quedaban los registros crudos que Lardii traía en las entrañas de su supercomputador. Un material que servía para poco si no era procesado por los equipos de la Fundación.
       Lardii, por supuesto, no lo sabía. Pero Root temía que pudiese captar algo en su voz, en la inflexión de sus frases. Los locos se volvían muy perceptivos. Peligrosamente perceptivos.
       —Lardii... ¿me escucha? ¿Me escucha? —insistió Root—. Necesitamos conversar con usted. Conteste, por favor...
       Silencio.
       Root observó las pantallas. El espejo derivaba con lentitud alrededor del globo azulado. La computadora era detallista en sus imágenes. Sobre la cara oscura del planeta se veían las constelaciones difusas de las megaciudades terrestres. Muchas personas debían estar durmiendo con tranquilidad, o haciendo el amor, mientras un monstruo de mil kilómetros de diámetro se deslizaba como un fantasma sobre sus cabezas. Del otro lado habría gente trabajando, gente durmiendo, haciendo el amor o profesando su odio. Muchos sentirían en ese instante, en millones de ceremonias repetidas en cada huso horario, que era bueno que las pantallas ofrecieran cada sesenta minutos un mensaje que había sido limpiado de las represiones obsesivas, prohibiciones estúpidas y oscuridades que el fanatismo de unos hombres enfermos había impuesto en los primeros siglos de la historia, distorsionando del todo su significado. La Nueva Iglesia Cristiana, una iglesia cuya única estructura era la palabra de un hombre que peregrinaba en el desierto mucho tiempo atrás, había prendido fuerte en una civilización gastada que había sido llevada a un límite de miseria por la polución, el hambre, la guerras y la degradación constante de todos los valores humanos. Después de una guerra atroz, la Nueva Iglesia había sido el ancla que había sostenido a una humanidad que se hundía. Y ahora todo podía caer en la catástrofe si...
       Root captó un detalle que hasta ahora se le había escapado. Una pantalla lateral mostraba el seguimiento de la línea de enfoque del gran espejo, indicando hacia dónde apuntaba. Un instante antes las coordenadas estaban centradas sobre ellos mismos, la megaciudad de la Fundación. Ahí habían estado durante un par de horas. Ahora se deslizaban, alejándose hacia un objetivo desconocido.
       Un telescopio.
      
Root sintió una sensación extraña que le corría por la espalda.
       —¿Dónde está ella? —preguntó, erizado por una nerviosidad creciente.
       —¿Qué? —D'Envega lo miraba como si le hubiese hablado en otro idioma.
       —¿Dónde vive la esposa de este hombre?
       D'Envega reaccionó.
       —A unos minutos de aquí. Se mudaron ahí hace...
       Root lo interrumpió.
       —¿Ella sabe que él está de vuelta?
       La musculatura facial de D'Envega le respondió antes de que brotaran las palabras. ¡Malditos idiotas!
      
—No —estaba diciendo D'Envega en un susurro.
       Telescopio. Es un telescopio.
      
La mente de Root saltó un instante al pasado, a un recoveco polvoriento de sus recuerdos. Tenía once años. Su padre había terminado de reparar el viejo torno del abuelo. Las cosas se habían puesto difíciles y las empresas reducían sus gastos despidiendo personal semana a semana. Al quedar sin trabajo, su padre había decidido que no iba a salir a mendigar un puesto roñoso para que después le pagaran con una limosna. Cómo era hábil con la mecánica, había pensado de inmediato en revivir el herrumbrado taller del abuelo, que dormía un sueño de olvido debajo de pilas de polvo y basura. Lo más duro había sido rehacer las conexiones eléctricas del torno. Luego de horas de luchar con fases y neutros y reponer cables que parecían no tener razón para existir ni un lugar lógico donde ser conectados, había llegado el momento de la prueba. Su padre estaba frente a los comandos del viejo monstruo destartalado y él, pequeño, excitado y temeroso, sostenía la palanca de corte de potencia. La sensación general era de peligro. Su padre le había señalado un alambre grueso que colgaba atrapado entre dos bornes agrisados por el tiempo y le había dicho esa frase que se había quedado ahí, en un primer plano de su conciencia, y luego había podido aplicar tantas veces a tantas situaciones de la vida:
       —No sé qué puede pasar, ¡esto es cualquier cosa! Cuando el fusible empieza a brillar, es porque está por saltar algo, así que mirá el alambre con atención. Si se pone al rojo, bajá la llave enseguida.
       Root atesoraba la frase y le parecía adecuada a la situación de los seres humanos que buscaban su ayuda. Cuando el fusible empieza a brillar las personas también estallan. Curiosamente, aquella vez no había sido necesario que actuara. El viejo torno había vuelto a la vida con un ronroneo dulce y ambos habían aplaudido con alegría. Pero después, mucho después, había visto brillar miles de fusibles...
       De pronto Lardii volvió a romper el silencio. Dijo sólo tres palabras; una frase pequeña. Para Root, el mejor de los psicólogos de primera línea, la percepción de todos los detalles y su integración en un resultado fue instantánea. La hora. La posición. El reflejo del sol sobre el borde del gran espejo. La inflexión de las últimas sílabas del astronauta llegando como si pasaran a través de una pared de algodón; una voz angustiada y llena de dolor que expresaba locura:
       —Vanessa, mi amor...
      
Root sintió que los músculos de la garganta se le endurecían. D'Envega exclamó, sin pensarlo, unas palabras que sonaron como una maldición: —¡Dios mío!
       Root se levantó de la silla y emitió el grito más animal de su vida. La imagen computada intentó seguir el movimiento fugaz de la nave danzando su algoritmo de muerte.
       Esta vez la Tierra dejaba de ser el objeto para convertirse en el objetivo. Lardii había calculado una configuración diferente para su alocado viaje de nanosegundos. Sol-Tierra. Objeto y foco.
       Root tuvo tiempo de armar una imagen en su mente: los espejos parabólicos de un horno solar enfocando los rayos del sol sobre un blanco de prueba. Una humareda repentina. Volatilización.
       Antes de que la computadora muriese, la pantalla mostró un fogonazo de brillo creciente. Pero el resplandor que entró por la ventana un instante después fue mucho, mucho mayor.


Eduardo J. Carletti ha aparecido pocas veces en las páginas de Axxón, debido a que, por ser el Director de la revista durante años, no quiso autopublicarse demasiado. Para saber más sobre el E.J.C. escritor, los invito a picar aquí.