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Zulema tomó el papelito con el nombre del tipo y lo hizo un bollo. Tal vez convenga aclarar que la vieja no sabía leer, que para cualquiera que viviese en el conventillo su don era auténtico. En sus manos añosas, el papel fue perdiendo la forma: un amasijo de pasta y saliva y tinta, al tiempo que pronunciaba en voz muy baja las palabras, los rezos que ella sabía hacer siempre que auguraba.
—Nada bueno, m´hijita —dijo después de un rato—. Nada bueno, si te interesa.
—No, doña. No quiero saber más —contestó Beatriz con gesto severo, e hizo una pausa para recoger el bordado y para levantarse—. No necesito saber más.
—Nada bueno, te digo. Está muy claro.
La vieja trató de alcanzarla pero la otra mujer, que tenía una veintena de años menos y cierta gracia natural en los movimientos, esquivó la intención y se acomodó un poco más lejos, cerca de la parra. Zulema quedó resoplando por el esfuerzo. Era una de esas matronas corpulentas, que se mueven por la vida como si estuvieran cargando un ropero, sin siquiera doblar las rodillas. Su rostro tenía una fiereza bastante poco común. De hecho, las malas lenguas aseguraban que por su nombre —Zulema, con "z"— le había tocado el último lugar el día que repartieron las gracias. No era la madre de Beatriz, pero a veces sufría arranques de cariño, y le gustaba pensar que podría haber sido hija suya. Lo que tenía de fea, también lo tenía de buena y de astuta, y así compensaba.
—Busqueló al Luciano, ¿quiere? —dijo Beatriz— Y haga lo suyo.
Zulema arrojó el papelito por sobre el hombro y tomó la cuchilla de carnear, que era su herramienta de faena. Después abandonó el patio con paso chancleta, gritando el nombre del muchacho. Beatriz la siguió con la mirada y le habría reprobado abiertamente aquella forma de llamar la atención, si no fuera por que la vieja ya estaba fuera de su alcance. Todo en Beatriz era contención y recato: desde la punta de sus botines lustrosos, hasta el rodete que coronaba su peinado.
En la otra punta del conventillo, la figura juvenil de Margarita bajaba las escaleras. La muchacha tendría unos quince años, y ya en las maneras se le notaba la candidez: el paso vacilante, la mirada inquisidora, las manos como mariposas. Habíaheredado de su abuelo materno una cabellera cobriza, siempre desordenada, que los escalones se habían encargado de despeñar sobre la frente.
—¿Necesita algo, mama? —preguntó con aire de preocupación.
Beatriz levantó la cabeza y clavó la mirada en los ojos claros de su hija.
—¿Me estabas espiando? —dijo— Mejor no te metás, ocupate de tus cosas.
—¿Quiere que lo llame al Luciano? —insistió Margarita.
—No hace falta. El ya sabe...
—¿Es por ese tipo? Digamé, mama. Está volviendo, ¿no? Y no deja títere con cabeza... Es por usted que vuelve, ¿no, mama?
—Te dije que no te metieras. Caminá pal fondo que no te quiero ver sin hacer nada.
La joven desapareció escaleras arriba, llevando dentro un resentimiento sordo que no terminaba de manifestarse. Beatriz la escuchó irse, pero no le dio mayor importancia al hecho. Con gesto adusto acomodó su cabellera trigueña, apenas encanecida, y se concentró en el resarcimiento de las heridas infligidas a su pasado. Sus manos se movían con rapidez sobre el bastidor, pero a esta altura del partido los estragos eran muchos.
Sí, era cierto: alguien estaba esmerándose en borrarla para siempre de su existencia. Tiempo atrás, ella había tomado algunas precauciones, pero fueron pocas y a la postre inútiles. Quien quiera que fuese su verdugo, había descubierto su secreto, y estaba eliminando uno a uno todos sus hombres. Cada uno de los que habían sido sus amores. Para cuando ése llegara al conventillo...
Dos días antes, había olvidado el nombre de su primer pretendiente: un santafecino que, tiempo después de dejarla, en época de elecciones, se había empleado para los autonomistas. Era un morochón pendenciero, tal vez un poco mayor que ella, que por aquel entonces tendría unos... Era inútil, ese detalle también se había perdido para siempre, junto con el aroma de los jazmines del Botánico, y con el sabor de la limonada que tomaban juntos de tarde en tarde. Y no era lo único que había olvidado. La trama de sus recuerdos tenía un montón de hilos sueltos, de rasgaduras insalvables. Algo había allí antes de que ella lo olvidara, pero ya no estaba.
Si hasta el bordado parecía distinto, más chapucero que el que ella sabía lograr después de cuarenta años de aguja e hilo.
Entrando por la puerta de calle, Zulema volvía de su búsqueda, pero no estaba sola. El cura Roberto venía con ella, paquete de cuernitos bajo el brazo, autoinvitado para el mate de la tarde.
—Buenas y santas —saludó el clérigo—. ¿Cómo están todos?
La vieja caminó hasta la mesa y, antes de darle a la chaira, intercambió una mirada significativa con Beatriz: "No pude encontrar al Luciano; pero dejé dicho".
—Buenas tardes padre. Sientesé —Beatriz dejó el bordado sobre la silla y caminó hasta la escalera—. ¡Nena! Traé las cosas del mate y vení a saludar.
—Sí, mama. Ahí voy —contestó Margarita, asomándose a la ventana de la pieza que compartía con Zulema.
La joven todavía tenía en sus manos el pantalón gris que estaba zurciendo, pero su atención había estado en otra parte. O al menos eso delataban los ojos enrojecidos. Antes de que su madre pudiera verla, su rostro volvió a las sombras de la pieza. Dejó el pantalón sobre la silla, se restregó los ojos una vez más y entonces sí, sin pudor por aquel acto de amargura, se arrojó sobre el camastro y lloró desconsoladamente.
La visión que desde hacía un par de días se había instalado en su cabeza era confusa, pero devastadora. Transcurría en un boliche, un lugar que ella nunca había visitado, y había un morocho que a duras penas podía sostener su dignidad en el estaño. Tenía una herida mortal a la altura del cuello y, a medida que sus facciones se apagaban en un rictus de dolor y que su cuerpo se iba deslizando hacia el piso de madera, la sangre no dejaba de manar. El taita era de Santa Fe, de eso estaba segura, las solapas le olían a jazmines y, por alguna razón que Margarita no comprendía, su imagen evocaba la acidez de los limones todavía verdes. Era su padre.
Algunos comedidos atendían al santafecino, pero al mismo tiempo movían la cabeza, como si ya nada pudiera hacerse. También había otro en la escena: un hombre mayor que estaba de espaldas a la visión, como admirando la obra de su facón. Al principio Margarita no supo quién era, pero después lo identificó por el porte: Nicanor.
La muchacha cerró los ojos y recordó, hizo un esfuerzo por no perder esa postal ajena: el único dato que jamás había tenido sobre su viejo. ¡Quién sabe cuántas leguas había recorrido ese recado póstumo hasta llegar a este conventillo de Palermo, y metérsele en la sesera sin siquiera pedirle permiso!
Y en ese recuerdo, como dándole marco a la visión, se mezclaban también las manos de su madre. No era una presencia que pudiera verse, pero allí estaban. En esa visión Beatriz parecía más joven que ahora, más inocente: una persona con quien Margarita podía identificarse.
Poco a poco la muchacha se recompuso, y fue como si naciera de nuevo. Se sacó el dedal, después abrió las ventanas, y finalmente acomodó en el respaldo de la silla el pantalón gris. Lo hizo con mucho cuidado, siguiendo la línea del planchado tal como le había enseñado su madre.
El zurcido.
Sus ojos comenzaron a ver cosas que nunca antes había notado, detalles en la tela que sólo los años y la experiencia podían revelar. La forma de las puntadas, por ejemplo. Las manos de Margarita, siempre torpes, se reconciliaron con la aguja y el hilo, y supo (casi podía escuchar la voz de Beatriz diciéndole) que ese trabajo podía hacerse mejor. Que ahora ella era capaz de hacerlo mejor.
Preparó el mate mecánicamente, aturdida por la visión que bailoteaba entre sus otros pensamientos. Cebó los primeros dos para ella y después bajó las escaleras con cierta cadencia, pausadamente. Un andar que no le pertenecía.
—Vaya, hija —ponderó el cura—. Este mate está muy bueno. Mejor que el de la otra vez.
—Una aprende, padre. Cebesé usted, por favor, tengo que hacer. Permiso, mama.
En el fondo del patio, Zulema lidiaba con las moscas. A medida que la cuchilla iba y venía sobre el acero de la chaira, pensó en alguna maldición apropiada para esa ocasión. Algo desagradable que pudiera espantarlas. El que había sido su marido siempre decía... ¡quién sabe! Algo que las mantenía a raya. Desde su muerte, hacía tres años, que no podía recordar sus palabras. Se había llevado la frase a la tumba y las moscas, de tanto en tanto, venían a visitarla. Fue en ese entonces que le tomó la mano a la cuchilla y empezó a ganarse el pan a fuerza de carne y cebo y hueso.
Pero las moscas... alguna cosa presagiaban, algo que no estaba en su oráculo.
En la otra punta del patio, Beatriz se aproximaba al cura Roberto.
—Padre, vea... —titubeó— Quiero confesarme.
El cura dejó el cuernito de grasa sobre la mesa y miró con cuidado el rostro afligido de la mujer. Sospechó, pero no dijo nada. Es más: sacó de la galera una sonrisa insípida y circunstancial, un firulete del oficio, para que no se le notara el asombro.
—Bueno, sí. Desde luego —dijo—. Cuando quieras.
—Ahora.
Roberto nunca había sido un sacerdote demasiado ceremonioso, así que terminó el cuernito, se limpió los dedos en la servilleta y sacó del bolsillo de la chaqueta una estola del color del otoño. Después de colocársela, se acomodó un poco más cerca de ella.
Beatriz se llevó la mano a la frente con la intención de persignarse, pero después del primer movimiento sus dedos quedaron pendiendo en el aire, a unos pocos centímetros de la frente.
—¿Qué pasa hija?
La mujer sonrió, como desorientada por la circunstancia.
—No me acuerdo. Le juro que no me acuerdo...
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—¡Salí maula! Aquí te espero.
Nicanor soltó el desafío con un grito airado, casi teatral. Pero las últimas tres palabras sonaron diferente. Como una invitación a lo inevitable.
Estaba parado en la esquina del boliche que su presa frecuentaba. Le había seguido el rastro durante un día y medio, pero al final le habían dicho bien.
El otro se llamaba Saulo, un taita arrugado por los años, cuya fama todavía metía respeto. Estaba entonado por uno o dos vasos de ginebra, así que salió sin apuro.
—No grite, chambón. ¿O quiere avispar a la milicada?
Saulo hizo una pausa que era pura arrogancia. Alguna vez había sido un lindo mozo pelirrojo, pero el tiempo había pasado y ya no tenía nada de mozo y menos de pelirrojo: —Además, los recuerdos lo preceden —agregó, mientras estudiaba a su adversario—. Veo que hizo hocicar al santafecino.
—Y no fue el único —respondió Nicanor—. Así que la elección es suya, viejo.
—¡Viejo los trapos! No pienso olvidarla. Y tampoco quiero que ella me olvide. ¿Para qué le sirven esos recuerdos? Fijesé bien lo que me está pidiendo. ¡Beatriz es mi hija, carajo!
—Más le valiera a ella nunca haber nacido —escupió Nicanor.
—Vas a pagar por esa boca que tenés...
El anciano se lanzó sobre su adversario, facón en mano, pero éste se apartó con paso oportuno y desvió el golpe. Fue en ese momento que los primeros parroquianos se atrevieron a salir del local y se abrieron en círculo en torno a los combatientes.
La pantomima parecía conocida. Aquellos que alguna vez se habían jugado el todo al filo del facón sabían que Nicanor lo estaba aguantando. Cinco o seis arremetidas como ésa y el viejo iba a estar entregado. Además, era una pelea despareja: Saulo rozaba los setenta, y por más vivaces que fueran sus movimientos, se notaba de lejos que había perdido los reflejos.
—¡Sosiegue, hombre! —gritaban los que estaban más atrás.
—¿No ve que es un anciano?
—Cobarde. ¿Por qué no se mete con uno...?
Nicanor lanzó una finta y ganó un espacio, justo por encima del cuello, que aprovechó para dibujarle un cardenal al infeliz. Un trazo rojo apareció en la mejilla del viejo, y se fue ensanchando conforme la sangre fluía.
—Sabandija —bufó el viejo mientras se lamía la sangre—. Esta me la vas a pagar.
—Ya le dije: la elección es de usted. Yo estoy jugado.
—Pero digamé por qué —graznó el viejo.
—Eso no se lo puedo decir. Lo suyo no es saber por qué, sino olvidarla. Y yo lo voy hacer olvidarla a fuerza de golpes y de tajos si es necesario.
El viejo cambió el facón de mano, como en su juventud, y buscó en el cambio de guardia de su contrincante algún hueco que le permitiera terminar rápido la faena. La zurda lo hacía más peligroso y los que lo conocían sabían muy bien que Saulo no hablaba por hablar. Cuando se la juraba a alguien, ése era finado. Claro, habían pasado veinticinco años desde la última vez.
Otra finta de Nicanor. El viejo cuerpeó ese amague y trazó un arco con el filo de su cuchillo, pero no encontró nada a su paso. Mejor para él, pensó, y en ese momento uno de los de más atrás empezó a gritarle sin que él pudiese entenderle. Arremetió un vez más, pero de suerte tan fulera que tropezó y cayó, y se hizo una herida fea en el costado con el facón del otro. Si Nicanor hubiese querido, podría haberlo ultimado allí mismo. Pero no se movió.
—Olvidesé, Don Saulo —apuró—. Ella no vale la pena.
Detrás del viejo, una mujer comenzó a llorar. Tendría unos treinta y cinco años y se notaba que algo le atenazaba el corazón. Los otros que estaban junto a ella la reconocieron en seguida: era Rosalía, la otra hija de Don Saulo.
—¿Es cierto tata? —gritó consternada y avanzó por entre los vecinos para encarar a su padre— ¿Cómo no me dijo que tengo una hermana?
El viejo observó con cuidado a Nicanor por sobre el hombro de la mujer. Cada una de las arrugas de su rostro enviaba un único recado: "¿por qué?"
Quiso pararse, pero sólo lo logró a medias.
—Elija, Don Saulo —desafió Nicanor.
—¿Quién? ¿Qué está pasando? —chilló el viejo.
—No vale la pena... —insistió el guapo, pero antes de terminar con la frase se llamó a silencio. Algo en el viejo estaba mal.
Rosalía abrazó a su padre y lo ayudó a ponerse de pie.
—Ya está —suplicó ella en dirección a Nicanor—. No tiene por qué seguir adelante. El ya la olvidó.
—¿Qué cosa? —dijo el viejo a los gritos— ¡Yo no me achico, carajo!
Apartó a la mujer y nuevamente se puso en guardia. Cambió el facón de mano y tomó aire con dificultad. Era a matar o a morir, ése era el único código que Saulo entendía, aunque a esta altura de la riña él ya no pudiera recordar por qué tenía que pelear. Una vez más, Rosalía se interpuso entre los dos.
—Soy yo —le dijo al otro—. Usted tiene que matarme a mí, no a él. El ya se olvidó. Si por él fuera, seguiría peleando hasta olvidarse de quién es. ¿Es eso lo que quiere? Seguir con la carnicería hasta que ninguno de los dos recuerde el por qué. No hace falta, vealó. Se ha olvidado de ella.
—Salga, mujer —dijo el viejo—. ¿Qué se anda metiendo?
—¡Callesé tata! —contestó ella— Usted no sabe nada, ya la olvidó. Y todos esos recuerdos que usted tenía, ahora los tengo yo, que soy su hija.
Nicanor limpió el facón en una brizna de hierba y lo cruzó por debajo del cinto.
—¿Y cómo se explica? —preguntó.
—Ya lo ve. Si Beatriz es hija´e mi tata, entonces también es mi hermana mayor —Rosalía se acercó a su padre, al tiempo que cortaba una lonja de su vestido para limpiarle la herida. Durante algunos minutos se abocó a esa labor. Al final, mientras anudaba el vendaje improvisado, cerró los ojos y se dejó llevar: —Con cada herida que usted le hacía, esos recuerdos se volvían hacia mí. Le juro, yo nunca había conocido a mi hermana, pero ahora la recuerdo bien. Su primera comunión, por ejemplo, y ese berretín que tenía de hacerse la señal de la cruz al revés. O el sabor del vino patero que empezó a tomar cuando tenía ocho años. El olor de los caballos la tarde en que mi tata la abandonó, allá en la Capital, para venirse a vivir a este pueblo —la mujer suspiró—. La memoria es muy caprichosa, ¿sabe? Nunca se puede decir adónde va a ir a parar. Por más que quiera, usted no puede llevarla de las riendas, ni destruirla. Se escapa. Y sin embargo, la verdad siempre se descubre. Vea a mi tata, ¿de qué le sirvió esconderme la verdad por tantos años? Ahora yo llevo conmigo todos sus recuerdos: todo lo que él sabía de Beatriz y, por añadidura, todo lo que ella había depositado en él.
Rosalía hizo una pausa para digerir la última frase que había dicho: "todo lo que ella había depositado en él".
—Mi hermana es muy especial. Es como el cuco, ese pájaro de las Europas que deja sus huevos en nido ajeno. Y, para su desgracia, tiene muchos nidos. Muchos hombres que han consentido guardarle los recuerdos. Ahora ya sé cómo es.
—Es una perra condenada —respondió Nicanor—. Pero la voy a encontrar, no importa donde se meta. Ya tiene las horas contadas.
—Usted quiere algo de ella —dijo la mujer, acercándose un poco al guapo—, y a lo mejor quiere que ella se olvide de todo, hasta de su propia existencia. Eso no lo sé. Pero le prevengo: no es matando a todos sus hombres que lo va a lograr. Eso es una imprudencia, ¿me escucha? Hay cosas sobre las que no puede tener control.
La mujer se volvió por un instante para mirar a su padre que, a esta altura de su lesión, apenas podía articular palabra.
—Vealó —dijo—, tiene que creerme: ni yo ni mi tata tenemos ninguna pista de por qué se está tomando tanto trabajo. Eso es asunto suyo. Pero una cosa es segura: si yo puedo recordar todo esto, entonces Beatriz lo ha olvidado. Para cuando usted llegue a la Capital, no será ni la mitad de la mujer que solía ser. Hágame una gauchada: ¡vayasé, déjenos en paz! Aquí no tiene nada más que hacer.
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Beatriz había dejado el bastidor abandonado en algún lugar del conventillo y ahora estaba acostada en su propio lecho, haciéndole frente a un malestar repentino.
—Tome, Beatriz —dijo Zulema—. Esto le va a sentar.
La vieja sostuvo un vaso lleno hasta la mitad, al tiempo que la otra mujer se acomodaba mejor en la cama todavía sin desarmar.
—¿Qué pasa Zulema? —interrumpió Margarita.
—Nada. Tu madre estuvo devolviendo. Pero ya está... fue el vino que le ha caído mal.
—¿El vino? —dijo la muchacha.
—Nunca le había pasado —explicó la vieja—. Si toma desde que era chica... Es como si su cuerpo se hubiese olvidado la forma de digerirlo.
—¡Qué me diste, Zulema! —exclamó Beatriz— Esto no tiene gusto...
Su voz tenía el timbre del papel cuando se arruga. De una forma o de otra estaba reseca y vacía o, al menos, así se sentía. Margarita probó del vaso y miró a Zulema con gesto contrariado.
—Es limonada, mama —contestó la muchacha, y le pasó el vaso a la vieja—. Para mí está bien.
—Llevateló, Zulema —dijo Beatriz—. ¡Ya estoy mejor!
Y fue como si tratara de conjurar su propia debilidad con esas tres palabras.
—Ahora necesito tomar aire —agregó.
—¡Quedesé en la cama, mama! Yo le abro las ventanas.
—¿Y desde cuándo usted anda dando órdenes, si se puede saber?
—Lo habré heredado de usted, mama.
—¿Vino el Luciano? —preguntó Beatriz, cambiando de tema y de interlocutor.
—Sí —respondió Zulema—. Está abajo, hablando con el cura.
—Llameló, y déjennos solos que tenemos que hablar.
La anciana frunció el ceño y se retiró escaleras abajo, para hacer lo que le habían pedido. Cuando Margarita quiso hacer lo mismo, su madre la detuvo con un movimiento de manos.
—Esperáte. Andá a tu cuarto y traéme las tarjetas que te mandé escribir. Traélas todas. Después conseguime el bordado, que lo dejé en la silla y subimeló. Y avisále al Luciano que nos espere hasta que terminemos.
Luciano ya estaba parado en la puerta de la pieza. Cuando Margarita salió, él le hizo un asentimiento sutil: "Ya escuché, espero aquí".
—¿Lo supiste? —le preguntó la muchacha— ¿Supiste lo del viejo?
El muchacho se sintió incómodo por la pregunta. Tal como suponía Margarita, él también había recibido su herencia en recuerdos por parte del santafecino. Pero, por la forma en que contestó, se notaba que ese regalo no lo hacía más feliz.
—Sí —dijo Luciano, arrastrando esa afirmación tanto como pudo. Cambió de postura y miró directamente a los ojos de su hermana—. Pero eso no me va a pasar a mí. No te preocupés, hermanita.
—¿Y cómo fue? —preguntó ella, y la ilusión por saber más se le notaba en el brillo de sus ojos.
—Tenía gusto a tabaco, del barato. De repente ahora sé cómo se defendía en el duelo y ya no me tiembla tanto el pulso cuando empuño mi facón. Debe de haber sido bueno con el facón, y ahora yo también lo soy.
—Olía a jazmines.
—No, olía a naftalina. Supongo que no salía mucho. Parece que conoció a una percanta, allá en Rosario, y se juntó con ella. Pero eso es cosa del pasado: ahora la mina debe ser escracho...
—Metéle, Margarita, que no tengo todo el día —interrumpió Beatriz, quebrando la semblanza en cien pedazos.
La joven echó una mirada rápida a su madre y salió marcando el paso con dirección a su propia pieza.
Luciano cambió la sonrisa grata que tenía, por una expresión adusta, solemne. Un gesto que no le pertenecía. Esa tarde había comprado tabaco suelto. Así que sacó un papel y se entretuvo armando un cigarrillo.
Cuando su hermana volvió con las tarjetas, él ya tenía el cilindro encendido.
—¿Desde cuándo...? —comenzó a preguntar Margarita y se detuvo en seco. La respuesta apareció en sus labios antes de que el muchacho terminara la pitada.
—Desde hoy.
Contrariada por aquel hábito nuevo de su hermano, la muchacha entró como tromba a la habitación de Beatriz. Llevaba en sus manos una caja de cartón sin tapa. Dentro de aquel arcón improvisado había unas trescientas tarjetas de papel grueso, agrupadas caprichosamente de a veinte o treinta. Los fajos estaban atados con cintas de distintos colores y se notaba que habían sido armados en épocas distintas: ora un retazo de tela floreada, ora una cinta de raso verde, ora dos o tres vueltas de lana gris. Las tarjetas estaban escritas con miles de nombres y lugares y acciones y calificativos de todo tipo, pero para Margarita resultaba casi imposible discernir el significado de todo aquello. Sólo su madre sabía el porqué de cada atado.
—Ponelas aquí —indicó Beatriz, y la muchacha dejó la caja sobre la manta.
En un primer momento, la mujer tuvo el impulso de abalanzarse sobre las tarjetas, pero finalmente se contuvo al ver la expresión de su hija.
—Ayudáme —le dijo—, buscá alguna que diga "Santa Fe". Que diga "autonomistas..." —Beatriz levantó uno de los fajos y comenzó a pasar las tarjetas.
—...y "jazmines", y "limones" —agregó Margarita.
—¿Y vos qué sabés? —preguntó Beatriz levantando la cabeza. Sus ojos estaban muy abiertos. De pronto se puso pálida y su piel se perló de un sudor enfermizo.
—Por que el santafecino... era mi viejo. Y ahora que murió...
La muchacha no pudo seguir hablando. Beatriz levantó el tarjetero y lo arrojó contra la puerta, rozando apenas el hombro de su hija.
—¡No! —gritó— ¡Eso es mentira, estás inventando!
En ese momento Luciano atravesó la puerta y, antes de que Beatriz pudiera lanzar algún otro objeto, la tomó por las muñecas.
—¡Es cierto, vieja! Yo también lo recuerdo —admitió el muchacho.
—Pero yo no... —confesó Beatriz y entonces lloró, como hacía años que no lloraba.
Poco a poco las lágrimas le devolvieron el color, y su expresión pasó de la enfermedad a la enajenación en cuestión de minutos.
—Habláme de tu padre —pidió Beatriz, y ahora era ella quien retenía a Luciano por las muñecas—. Contame, por favor. ¿Cómo era? ¿Cómo se llamaba?
Al ver que su hijo dudaba, la mujer lo empujó hacia atrás y se levantó de un salto.
—¡Hablá, mierda! Decime cómo besaba, cómo amaba a sus mujeres. ¿Me quiso? Contame por lo menos si me quiso. Hablá, decime si valió la pena.
Beatriz tomó un abrecartas y lo puso directamente en la garganta del muchacho.
—¡Batime la justa, carajo! ¡No te hagás rogar!
Entonces Luciano habló, y dijo todo que sabía.
Sin que ninguno de ellos se diera cuenta, la trinidad maleva se estaba conjurando y con ella se sellaba el destino de Beatriz y de los otros que compartían su desventura. Uno que rezaba al pie de la escalera, una que buscaba en el hígado de un cordero las pistas de aquel oráculo esquivo y socarrón, y uno que cabalgaba como llevado por el Diablo en dirección al conventillo, siguiendo el rastro certero de las memorias ajenas.
Y cuando esos recuerdos faltaban o se volvían confusos, allí estaban las moscas para señalarle la huella.
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En algún lugar del conventillo, el bastidor con el bordado era un lío. Los hilos se deshacían al contacto de la brisa, dejando aberraciones incorregibles en la tela.
Ya eran más de las ocho de la noche y el padre Roberto, que había salido por un momento a la calle, regresaba con rostro preocupado.
—Ahí viene —dijo, pero nadie estaba ahí para escucharlo—. Es el Nicanor.
El cura traía en la mano un rebenque de tamaño respetable y todavía llevaba puesta la estola en torno al cuello.
—Maldito sacramento —blasfemó en voz baja al darse cuenta de ese detalle—. ¡Quién me manda...! ¡Luciano, es el Nicanor!
El muchacho bajó la escalera en tres zancadas y se detuvo junto al sacerdote, como si éste tuviera el control de la situación.
—Margarita me dijo. Ahora usted también está complicado. Ella dice que si somos dos, por ahí...
—No, pibe. Estás equivocado, Nicanor no te está buscando. Tu madre se cuidó muy bien de dejarte afuera. Vos no tenés nada que él quiera, en cambio yo... ¡Maldito sacramento! —el cura miró de reojo la puerta de calle— Escucháme bien, yo te voy a decir lo que tenés que hacer: andá con tu hermana y con Beatriz y no las dejés solas. Llegado el momento, vos vas a ser la última esperanza.
—No voy a dejar que él la mate, padre —dijo el muchacho, mostrándole el cuchillo.
—¿Matar? ¡Já! Ojalá fuera la muerte. Yo te estoy hablando de condenación... Andá, apurate. Estoy oyendo el tranco de su caballo.
En ese momento, Zulema entró desde la calle. Parecía desorientada, tenía el rostro congestionado y su delantal estaba manchado profusamente con sangre de algún animal.
—No funcionó —dijo.
—Dejesé de gualichos, doña —le dijo el cura con displicencia—. Ahora vaya con Beatriz.
—No, mi lugar está acá abajo —contestó la vieja, mientras trataba en vano de cerrar la puerta de calle.
—¿Y qué piensa hacer? —preguntó el cura.
En ese momento, Nicanor pasó por delante de la mujer. Iba prolijamente vestido de paisano, todo de negro, y llevaba un cinturón tachonado con monedas de plata. Una vez en el patio, se volvió hacia Zulema.
—Es al ñudo, señora. El único que sabía cómo mantenerme a raya era su marido y hace rato que espichó.
—Tres años hace, ¡que Dios lo tenga en su gloria!
—Lo dudo, señora. Lo dudo. Pero algo tengo que reconocerle a ese varón, durante todo este tiempo supo como esconder el alma de esta perra condenada. Ahora que, una vez finado... —Nicanor avanzó otro paso y se volvió hacia donde estaba Roberto— Así y todo tardé tres años en encontrarla. Tres años de revolver el avispero de las memorias ajenas, a ver qué pescaba. Y esos años me pesan en las tabas.
—Volvé por donde llegaste, que de aquí no vas a llevarte nada. Y decíle a tu patrón que muchas gracias, pero ya le vendimos a otro.
—Ese alma es mía... de mi patrón. Yo se la compré a Beatriz.
—¿Y a que precio, si se puede saber? —intervino Zulema.
—¿Usted lo pregunta? ¿No le contó su esposo? Ya a los veinte años esa paica estaba condenada. Un yiro, una puta: eso era. Quién sabe qué hubiera sido de ella si yo no hubiera estado allí para concederle un... milagro.
—Esa palabra no te cabe —sentenció el sacerdote.
—Tiene razón. Un favor. ¿Le gusta más? Un buen día, por cariño a un santafecino, ¡que el infierno se lo lleve!, ella me pidió que le devolviera la virtud. Al principio me reí, ¿sabe todos los tipos que tuvo? Pero después me palpité un buen filón para el patrón, así que intercedí. Su cuerpo se olvidó de los maltratos y de la mala vida y, así como quien no quiere la cosa, la gilada también se olvidó de su índole. ¡Já! Una joyita quedó.
—Andá saber con qué la engrupiste.
—Yo no la engrupí. Ella me pidió y mi patrón le concedió. ¿No lo ve? Le guste o no, ésa es la verdad. Al contrario, ella me engrupió. El brujo de su marido, doña, me la aleccionó... Yo hubiera preferido llevarme su alma sin resistencia ninguna, pero tuve que rastrearla. ¡Tres años fueron! Y con cada recuerdo que liberaba de esos pobres infelices que ella usó, estaba más y más cerca... Ahora, padrecito, hágase a un lado.
—Sobre mi cadáver —desafió Roberto.
—Sobre su alma, y acepto.
El cura tomó la estola y se la envolvió en la mano izquierda, en tanto que en la derecha esgrimía el talero. Nicanor tomó distancia, flexionó levemente las rodillas y se inclinó un poco hacia adelante, como si estuviera ofreciendo un blanco para la lonja de cuero. En realidad, era una treta. Al primer amague, el guapo iba a esquivar el bulto inclinándose hacia un costado, pero al mismo tiempo buscaría un hueco en donde pudiera meter el arma, justo por debajo del brazo del otro. No era un peleador muy ortodoxo, pero ciertamente tenía técnica.
Roberto lanzó el primer talerazo de arriba hacia abajo, con dirección hacia el lomo del infiel, pero entonces el otro aflojó una de sus rodillas y pasó por debajo del ataque. Todo sucedió en una exhalación. El cuchillo de Nicanor entró por el espacio que el cura había dejado, pero al tocar con el filo la estola, se quebró por sobre la empuñadura.
Nicanor miró incrédulo el mango de su facón, pero no tuvo tiempo de maldecir. El rebenque estaba impaciente en las manos de Roberto que lo descargó una, dos, tres, sententa veces siete sobre la cabeza y el lomo del infiel, dejándolo medio muerto en el piso del patio.
Con esfuerzo notable, y a medida que la furia iba menguando, el sacerdote fue recuperando el resuello. El escarmiento le había dejado el brazo dolorido y la cabeza le latía con fuerza.
En una esquina del conventillo, Zulema se persignaba: una vez por cada rebencazo y después continuó haciéndolo hasta que Roberto le dio las espaldas al cuerpo y se dirigió hacia ella.
—Ya está —dijo el sacerdote que todavía bufaba y resoplaba—. Misión cumplida.
—No se fíe, varón. No se fíe —le contestó ella.
Mientras tanto, Beatriz deliraba en el piso de arriba: gritaba y se retorcía en la cama, y pronunciaba frases incomprensibles, acaso un rejunte azaroso de los idiomas que había escuchado en su juventud. Luciano y Margarita trataban de calmarla, pero era inútil. Nada podía volverla a sus cabales. Acompañando ese caos semántico, las tarjetas de papel grueso habían volado por toda la habitación. Los nombres, los hábitos, los lugares, las acciones, los objetos, las postales que alguna vez habían estado prolijamente relacionados por los fajos, ahora yacían esparcidos en el suelo y en la cama y en la mesa de luz y en las baldosas al otro lado de la puerta, sin más concierto ni sentido que el que les daba la casualidad.
En algún lugar del conventillo, el bastidor con el bordado se prendió fuego, un fuego sulfuroso que remitía a otros nombres y a otras presencias. En el piso del patio, a escasos tres pasos de donde estaba el sacerdote, los dos pedazos del facón del Nicanor volvieron a ser uno. Literalmente se fundieron.
Entonces la trinidad se rompió. La figura de Nicanor se elevó por detrás del cura y, antes de que éste pudiera girar, clavó su cuchillo por debajo de la paleta, con la inclinación exacta como para llegar hasta el corazón.
El cura reculó y su espinazo pareció quebrarse en dos. Antes de caer, buscó en vano de recomponer su cuerpo descangayado. Finalmente sintió cómo su alma se separaba del cuerpo y entraba en una prisión terrible e imperecedera.
Zulema miró y contuvo un grito de terror. Nicanor desenvainó el cuchillo de su víctima y lo limpió en el pantalón negro. Ahora había sólo dos en el patio, o tres, si se contaba al silencio. Lo único que se escuchaba era el murmullo de Beatriz: una suerte de rosario incoherente.
—Mandinga siempre ataca a traición —dijo Nicanor—. Debería saberlo, señora.
—¿Y de qué le va a servir? —gritó Margarita desde la ventana del cuarto materno—. Venga, suba. Pero no le va a servir de nada. Ella ya no es Beatriz, lo ha olvidado todo. Absolutamente todo.
—Eso no importa —contestó el guapo—, quiero su alma. ¡Beatriz! Comparezca, mujer.
—No lo escucha —insistió la muchacha—. Hace rato que ya no escucha ni entiende nada. Ahora habla como en sueños, balbucea como un bebé. ¡Ha perdido el juicio!
Zulema, que hasta ese momento no había terciado palabra, tomó la cuchilla de faena y con un golpe categórico hizo volar la faca del guapo hasta la otra punta del patio, dejándolo desarmado. Entonces, el rostro del malandra cambió de súbito; de repente presintió la verdad y supo que había sido una pifia suya. De nadie más.
—¡Vayasé! —le dijo Zulema mostrándole la carnicera—. ¿No se da cuenta, abombado? El pellejo de Beatriz está en esa pieza, pero el ánima ya espiantó. Cuando achuró al cura también cortó el último lastre que la mantenía atada al mundo. Su último recuerdo. Se fue...
—Pero yo necesito su alma —gimió Nicanor, y su porte era apenas el de un linyera patético.
La vieja dio un paso al frente y clavó su mirada fiera en el enviado de Mandinga.
—Entonces vaya y demuestre que es hombre. Adéntrese en la Locura y rescate el espíritu de esa pobre piantada, aunque más no sea para que se pudra en el Infierno. Lo compadezco, ¿sabe? Pero ojalá lo consiga... El Infierno, en comparación, será para ella un acto de misericordia.
-o-
Cuento Finalista del VIII Premio Pablo Rido, organizado por la
Tertulia madrileña de literatura fantástica, en 1999. Fue publicado por primera
vez en Artifex - Segunda Época nº 2 (Diciembre
1999).
Alejandro Javier Alonso nació
el 7 de febrero de 1970 en San Martín, provincia de Buenos Aires. Es periodista
y técnico en electrónica. Trabaja como secretario de redacción en una revista de
negocios y participa activamente del taller literario organizado en torno a la
revista electrónica Axxón —publicación de la que también es colaborador,
y en la que han aparecido la mayoría de sus relatos—. También fueron elegidos
cuentos suyos para participar de la antología argentina de ciencia ficción
Fase 2 —dirigida por Sergio Gaut vel Hartman—, de la revista mexicana
A quien Corresponda y de Artifex - Segunda Epoca —de España—, entre otras
publicaciones del género. Fue finalista en varios premios literarios, incluyendo
el Más Allá (Argentina), el Pablo Rido y el Domingo Santos
(estos últimos, de España).
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