EL SILBIDO DEL VIENTO EN LA VENTANA
Héctor Vucetich

Recordarán su gloria los Ambiguos
sueños que tejen hielo de mañana.
Cantará con la voz de los Antiguos
el silbido del viento en la ventana.

Abdul Alhazred KITAB AL AZIF
(NECRONOMICON)
Traducción de Juan Manuel Menéndez

 

1
Recuerdo que a la hora de la siesta, los mellizos White, Zoilo Echagüe y yo solíamos explorar los médanos costeros, con permiso para vagar por el territorio comprendido entre el arroyo, el mar, el faro y la alambrada que separaba los terrenos fiscales de los privados. Uno de nosotros, por riguroso turno, cargaba con la mochila donde llevábamos los sandwiches, las gaseosas, el fútbol y los guantes. A veces el padre de Zoilo, concesionario del Club Social y Deportivo de Hualicurá, añadía porciones de torta de chocolate. Nos internábamos entre los médanos hasta encontrar un valle de fondo plano y allí nos deteníamos para jugar a las cabezas o boxear. Algunas veces tratábamos de enseñarle a Zoilo (que parecía incapaz de cualquier esfuerzo intelectual) a jugar al ajedrez. Pero siempre, antes de volver, se abría la mochila y los cuatro charlábamos largo rato mientras comíamos la merienda.
      Recuerdo bien esas conversaciones al rayo del sol: a los más chicos nos fascinaban los amores de Zoilo con una paisanita de la estancia Hualiló que tenía ojos de pescado y magníficas tetas, pues para nosotros, que recién nos acercábamos a la pubertad, aquellas confesiones entre pudorosas y obscenas eran el primer atisbo del mundo del sexo.
      En cuanto a mí, el pueblero del grupo, les contaba las últimas películas, los goles de Estudiantes y la construcción de bombas atómicas, como estaba explicada en los libros de George Gamow.
      Zoilo y yo, que llevábamos una vida sedentaria, envidiábamos a los mellizos: Jack y Jim White vivían en un trailer que se movía por los valles andinos durante el invierno; no iban a la escuela, pues su padre se encargaba de educarlos, y gozaban de una libertad que sólo se interrumpía en cierta época del año, cuando rendían no sé qué clase de examen. Los mellizos nos hablaban de exploraciones por titánicas ruinas donde su padre reunía objetos de piedra y cerámica.
      Mi familia había conocido a Robert White durante una estadía que hizo en el Museo de La Plata para documentarse sobre objetos precolombinos de culto. Los mellizos y yo simpatizamos muy pronto y mi padre, satisfecho con la influencia que tenían sobre mí (trataban de transformarme en el mítico buen muchacho americano: deportista, agresivo y leal), me autorizó a que pasara con ellos un mes de vacaciones, enero de 1952, en las playas del Sur. Junto con Zoilo, algo mayor que nosotros, nos habíamos transformado en el terror de Hualicurá (metíamos cangrejos y ranas en los bolsos de las turistas viejas, empapábamos de agua helada a los bañistas dormidos, sorprendíamos con las luces de nuestras bicicletas a las parejas que se amaban por la noche en la plaza del pueblo) y como las amenazas del Comisario no nos intimidaban, los más hábiles de los mayores trataron de mantenernos ocupados. No recuerdo quién nos sugirió que jugásemos a ser arqueólogos, pero esa actividad logró entusiasmarnos pues Hualicurá era un lugar arqueológico interesante, ya que durante el siglo pasado había estado cerca de la frontera y podían encontrarse puntas de flecha y otras piedras talladas entre los médanos, en el fondo de los valles libres de arena. Dirigidos por los mellizos (que como hijos de un antropólogo norteamericano se consideraban expertos y daban órdenes contradictorias e instrucciones confusas) Zoilo y yo removíamos cascotes durante horas, hasta que terminábamos peleando los cuatro (pues los mellizos eran insoportables como jefes) pero de vez en cuando aparecían raspadores o puntas de flecha que donábamos al museo local: una vitrina con caracoles vistosos y reliquias indígenas en el vestíbulo del Club Social.
      Si bien los turistas se aliviaron con nuestro cambio de actividad, los habitantes del pueblo fueron los más interesados, ya que Hualicurá tenía una larga tradición en arqueología de aficionados. El pueblo había crecido en torno de la estancia Hualiló, fundada por el capitán Juan Santiago de Menéndez sobre tierras recibidas como premio por su participación en la Expedición al Desierto de 1833. El joven militar había conocido a Charles Darwin en el campamento de Médano Redondo, junto al Río Colorado, y desde entonces se había apasionado por la arqueología y la paleontología. Durante más de un siglo la familia Menéndez había cultivado esa pasión recogiendo leyendas, excavando la zona y acumulando una fantástica colección de objetos arqueológicos que jamás había sido exhibida al público. La gente recordaba con nostalgia los tiempos en que el hallazgo de una reliquia indígena era recompensado por el viejo señor de Menéndez quien, según las murmuraciones de las estancias rivales, había vendido su alma al diablo por encontrar cierta joya olvidada.
      Robert había alquilado una de varias casitas gemelas de madera construidas sobre pilotes en la playa, muy viejas, muy incómodas, con un techo piramidal que les daba un aspecto cómico de pagoda, de ventanitas mezquinas e instalaciones sanitarias deplorables, pero que los chicos adorábamos porque en ellas vivíamos dentro de una aventura. Como las facilidades para cocinar eran casi inexistentes, comíamos sandwiches en la playa y cenábamos en el comedor del Club Social. Durante uno de esos almuerzos al aire libre oímos por primera vez del Médano del Diablo.
      —¿Qué encontraron ayer, muchachos? —nos preguntó el señor Echagüe (que también administraba el balneario y el puesto de venta de sandwiches, café y bebidas): un porteño inteligente y curioso, aunque sin educación formal, que al enviudar se había instalado en Hualicurá, donde ahorraba en los meses de verano lo suficiente como para vivir sin trabajar el resto del año.
      —Excavamos en el arroyo... y nada.
      —Hay un buen yacimiento cerca del faro, en el Médano del Diablo... —Zoilo, que traía una columna de vasos de papel, los dejó caer al suelo: rodaron por la arena y el viento norte los arrastró hacia el mar—. ¿Qué te pasa, pibe? ¡Andá a traer vasos limpios! —Zoilo corrió cabizbajo hacia el puesto, muy nervioso. Aníbal Echagüe se disculpó:— La novia de mi pibe le ha llenado la cabeza de supersticiones locales: ninguno de los de aquí quiere hablar del Médano del Diablo.
      —¿Por qué? ¿Qué hay de malo allí?
      —Nada, nada, es claro: sólo un bosquecito petrificado. Resulta que cuando se construyó el faro enterraron en el lugar tanques de combustible. Como tienen pérdidas desde hace años, la arena del médano está contaminada. Los animales de la zona son... bueno... muy raros... Y como hay viejas leyendas en este lugar... Bueno, míster White, usted va a pensar que los argentinos somos muy supersticiosos.
      —¡Claro que no! Los argentinos son los norteamericanos del Sur. En New England también tenemos viejas leyendas. Me gustan mucho: las estudio. —Robert White, que era Profesor Asociado en la Universidad de Miskatonic, en Arkham, Massachussets, especialista en folklore y religiones primitivas, también sabía hacer relaciones públicas.
      —Esta es muy larga, míster White. Otro día en que esté más libre se la cuento. ¿No me acompaña con un cafecito?
      Robert aceptó amablemente y los chicos ayudamos a Zoilo (que había tenido que interrumpir su día libre) con la limpieza del lugar. No se trataba de una actitud desinteresada ya que don Aníbal nos pagaba con montañas de helado casero.
      —¿De qué te asustaste, Zoilo? —pregunté mientras trabajábamos y recibí una respuesta confusa: su novia le había hablado de antiguas fiestas paganas que se celebraban en el Médano del Diablo, cuyos participantes bebían sangre humana y miraban los secretos del cielo a través de un ojo mágico.
      —Los que miran enloquecen de a poco y mueren.
      —Cuentos de viejas chotas.
      —Eso no me gusta, Pancho —me dijo Zoilo disgustado: su inmadurez lo hacía muy sensible a las burlas y no volvió a dirigirme la palabra hasta que terminamos.
      Los chicos, sin dejar de burlarnos de Zoilo, escuchábamos a don Aníbal, que charlaba con Robert sobre la historia del lugar, mientras lavábamos los vasos. El capitán de Menéndez había reclamado su recompensa en 1848, eligiendo aquellos terrenos junto al mar que nadie aceptaba pues la región tenía mala fama. Allí se instaló de inmediato, desoyendo las advertencias de amigos y enemigos, y se había dedicado a escarbar toda la zona buscando reliquias indígenas para su colección. Sus excentricidades llegaron al extremo de negarse a salir del lugar cuando, después de la caída de Rosas, la estancia fue rodeada por territorio indio formando una isla en el desierto que, aunque nunca atacada (tal vez por su renombre de lugar maldito) hubo que abastecer por mar desde Montevideo o Buenos Aires, y apenas sobrevivió aquellos años gracias al comercio de contrabando con el Gran Gulmén de la Pampa: el cacique Calfucurá. La mala fama de la playa creció entre los marinos por el gran número de accidentes navales que allí ocurrían: se trataba, por lo general, de pequeños veleros de contrabandistas cuyos sobrevivientes hablaron de naufragios con el mar en calma, de ahogados que aparecían cubiertos de aguasvivas en la playa, de la maravillosa colección arqueológica del capitán de Menéndez y de su búsqueda obsesiva de una maligna joya indígena. Varios de aquellos marinos se quedaron en el lugar como capataces o paisanos, y así creció una colonia heterogénea de criollos, indios, marinos y putas de la que nacería el pueblo. Durante la presidencia de Roca, el Ministerio de Marina inició una discreta investigación (cuyos resultados, excepto por un breve resumen, nunca fueron publicados) que culminó con la decisión de instalar un faro para resguardar la navegación. La familia Menéndez no tenía conexiones políticas importantes y el Congreso sancionó sin discusión, en la confusión del final del período legislativo, la ley que expropiaba una parcela pequeña de terreno. El viejo militar, profundamente ofendido, se exilió en París y no volvió a dirigirle la palabra a otro argentino; ni su propio hijo, que se había hecho cargo de la administración de la estancia, pudo entrevistarlo. La población fue solidaria con su antiguo jefe y, cuando a principios de siglo Hualicurá creció y se transformó en un centro turístico, los viejos pobladores mantuvieron distancias con los nuevos, que no se habían cerrado todavía. Y desde aquella época, la familia Menéndez se había negado a exhibir su colección, aunque se hablaba de visitantes extranjeros que la habían admirado en secreto.
      Robert preguntó, mientras examinaba sus notas, si las leyendas no habían espantado al turismo.
      —De ninguna manera, profesor. La gente de la ciudad, Tres Arroyos o Bahía Blanca por ejemplo, nunca creyó en estas historias. Al contrario, era un atractivo turístico: querían fotografiarlo y Zoilo, cuando era más chico y menos sonso, los llevaba hasta allí.
      —Ya mismo vamos a excavar en ese lugar —decidió Jack de repente. —Vos nos llevás, Zoilo.
      —Yo no voy —contestó Zoilo, huraño.
      —¿Qué te pasa, ché?
      —Allí no voy: en el Médano del Diablo está la muerte. Mi novia lo sabe y me dijo que no fuera.
      —¡Chicken!
      —¡Cococorocó! ¡Chicken!
      Los mellizos eran odiosos gritando chicken: la única palabra inglesa que incorporaban a un lunfardo casi perfecto, y que usaban para herir hasta que uno se veía obligado a obedecerlos. "Peleá, chicken", y uno se agarraba a trompadas aunque tuviera ganas de jugar. "Metete al agua, chicken", y uno desafiaba las olas de un día ventoso y el silbato del bañero, porque chicken era el aplazo en el examen que los mellizos les tomaban a todos todo el tiempo.
      —Voy con ustedes, maricones que no pueden ir solitos. Ajó, ajó, bebitos. —A pesar de llevarnos casi tres años, Zoilo era un títere en manos de los mellizos; esa misma inmadurez hacía que prefiriera nuestra amistad (ya que podía apabullarnos con el sexo) a la de otros muchachos de su edad y el miércoles, su día libre, lo pasaba con nosotros en la playa en vez de visitar a su novia. Lamentablemente, era también el día libre del bañero titular; lo remplazaba un tipo desagradable, con ojos de pescado, que nos prohibía jugar al fútbol en la playa o internarnos en el mar porque detestaba a Zoilo y se divertía arruinándole su día de descanso. Generalmente, los miércoles nos íbamos a nadar al arroyo o a jugar al fútbol fuera de la zona controlada.
      Cuando terminamos de lavar (después de vengarnos del bañero suplente negándonos a servirle café) salimos hacia el faro con Jim de mochilero; ignorando la charla de Zoilo (que argumentaba que la zona del faro era menos interesante que la del arroyo pues no podíamos bañarnos, no había valles de fondo plano para jugar y la playa estaba llena de aguasvivas) nos burlamos de él con la ferocidad de los chicos, pues lo que lo asustaba era nuestro objetivo: buscar puntas de flecha en el Médano del Diablo.
      El faro se levantaba al borde de la fila de médanos: una torre metálica similar a un molino, con un sistema óptico sobre la plataforma superior que había lanzado un complicado código de destellos pero que, desactivado desde hacía años, sólo permanecía como señal auxiliar para encenderse en casos de emergencia. Cuando estuvimos cerca Jack gritó:
      —¡El que no corre es un chicken!
      Los mellizos y yo corrimos hacia los médanos, pero nos detuvimos al ver que Zoilo se quedaba:
      —Allí no voy: detrás del Médano Redondo está el Médano del Diablo. —Me sorprendió que hablara con el tono de un nene malcriado; los mellizos le gritaron chicken y uno de ellos sacó la gomera que siempre llevábamos y le tiró un cascotito. Zoilo se enfureció y nos persiguió maldiciendo hasta la cima, pero su rabia se transformó en miedo al contemplar el Médano del Diablo: oscuro y alargado, lo cortaba en dos pedazos desiguales el antiguo alambrado; su pendiente bajaba suavemente hacia el mar hasta fundirse con los médanos vecinos junto a la torre del faro; del otro lado del alambrado lo rodeaba un viejo bosque de eucaliptus y álamos que se alejaba en abanico hacia el interior. Los árboles más cercanos, sin embargo, eran de una especie diferente y estaban petrificados: parcialmente enterrados en el Médano, sus troncos negros y sus ramas torcidas hacia abajo hasta aferrar la arena negruzca, sugerían una inmensa antigüedad.
      Los mellizos bajaron la cuesta corriendo:
      —¡Vení, Pancho! ¡No seás chicken!
      Zoilo se quedó en la cumbre, acurrucado. Yo bajé tras los mellizos sin entender su miedo: salvo por los árboles petrificados, el Médano del Diablo no era diferente de otros que ya habíamos escalado. Cuando llegué a su base, los mellizos ya corrían una carrera cuesta arriba hasta el alambrado. Jim gritó de repente con terror:
      —Let me go! Let me go! —Resbaló por la ladera y el peso de la mochila lo arrastró en medio de un río de arena hasta donde estábamos Jack y yo, que nos acercamos para ayudarlo y vimos que tenía un collar metálico enredado en las piernas. Era un objeto extraño y bello: sus eslabones representaban serpientes arrolladas en forma de ocho; de una pieza triangular, damasquinada con jeroglíficos geométricos, colgaba un disco transparente, del color de la miel, en cuyo interior había incrustada una telaraña dorada que desafiaba la geometría: sus hilos parecían flotar libremente en el cristal y la joya relampagueaba con cada movimiento.
      Jim ya no tenía miedo y contemplaba arrobado los reflejos giratorios del disco.
      —Let me see —dijo Jack fascinado.
      —It's mine! —Jim lo rechazó secamente—. I found it!
      Estaba acostumbrado a la competencia implacable entre los mellizos y me aparté para observarlos: Jim se colgó el collar desafiando a su hermano a que se lo quitara; tal vez Jack lo hubiera logrado pero la pelea se interrumpió pues grandes gaviotas blancas, con pálidas marcas bajo sus alas, gritaron mientras planeaban sobre nosotros y sus graznidos, extrañamente musicales, se sincronizaron en un coro caótico, arrítmico, obsesivo. Jack fue el primero en sacar la gomera y recoger cantos rodados: las aves planeaban lentamente a baja altura y parecían un blanco fácil, pero con las primeras piedras las gaviotas gritaron al unísono y picaron para atacarnos con una coordinación perfecta: las alas rozaron nuestras cabezas y los picos chasquearon amenazando los ojos. Dominados de pronto por el miedo, los tres escapamos sin ninguna dignidad, tropezando al trepar el Médano Redondo y sujetándonos para no quedar solos. Las aves evolucionaron sobre nosotros, callaron y se dividieron ordenadamente en dos grupos: uno se alejó hacia el interior sobre los árboles y el otro se posó sobre la torre del faro, vigilándonos: bajo la fría mirada de las aves, recobramos el aliento sobre el Médano Redondo.
      Cuando nos tranquilizamos, fuimos hacia Zoilo, que había escapado al oir el primer grito y nos esperaba en la playa con los pies en el agua, rodeado de aguasvivas. Sólo cuando estuvimos muy cerca vio el disco colgado del cuello de Jim y entonces se santiguó frenéticamente:
      —¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima! ¡Dejá eso, Jim! ¡Es el Ojo de Gualicho! Trae desgracias, malos sueños. Te chupa los sesos por las noches. Soltalo, Jim: te va a volver loco; nos va a volver locos a todos. —Recuerdo que me tenté de risa al oírlo y Zoilo, lleno de vergüenza y desesperación, calló. Jim bailaba con los pies en el agua: el disco saltaba sobre su piel tostada, sus reflejos giraban hipnóticamente y dibujaban figuras inquietantes y fugaces.
      Me acerqué a la mochila para iniciar el rito de la merienda y tuve una fea sorpresa: de la arena que la cubría brotaba un hedor repugnante que había contaminado los sandwiches y la naranjada. Zoilo lo atribuyó gimiendo a cosa de Gualicho; los más chicos lo cargamos con el desprecio del pueblero hacia el campesino: claramente, ese hedor se debía a las fugas de combustible que habían contaminado la arena, y hablar de Gualicho era cosa de chicken. Salvo por la pérdida de la merienda, la excursión había sido un éxito: volvimos corriendo por la arena y el agua hasta el puesto del bañero, para exhibir a todos nuestro hallazgo. La belleza del disco que colgaba del cuello de Jim deslumbró a los mirones de la playa; sólo Robert hizo un gesto de sorpresa y de disgusto al verlo:
      —¿En dónde hallaron eso?
      Se recobró inmediatamente, pero me desconcertó el esfuerzo que hizo para mantenerse inexpresivo, especialmente al compararlo con la admiración distraída de los curiosos que se acercaban.
      —Es el Ojo de Gualicho —dijo Zoilo—. Trae locura y desgracias.
      Robert pidió el disco y Jim, por lo general el más dócil de los mellizos, se resistió a entregarlo:
      —It's mine! I found it! —repitió como un eco, pero al ver el gesto de alarma que Robert no pudo controlar, cedió casi llorando. El bañero suplente se acercó quejándose del ruido que hacía el grupo de turistas formado alrededor de nosotros. Cuando vio la joya calló, en sus ojos brilló una luz dorada, hizo un gesto repugnante que retorció todo su cuerpo y se alejó corriendo hacia el pueblo. Zoilo se santiguó y huyó hacia el mar; la gente se dispersó quejándose de la grosería del bañero y yo vi claramente que Robert reprimía una expresión de horror.
      —Me parece —dijo lentamente don Aníbal— que hay que felicitar a Jim: ha hecho un hermoso descubrimiento hoy. —Creo que estaba avergonzado de la debilidad de su hijo.
      —No es el único. —Robert, que se había serenado, señalaba mi pie: entre los cordones de mi zapatilla estaba enredada una medalla pequeña, de una dura aleación liviana del color de la plata, colgada de una cadena casi invisible del mismo material: una estrella de cinco puntas cubierta por ambas caras de jeroglíficos diminutos que le daban una textura áspera al metal. Muy sorprendido, se la entregué a Robert para que la examinara: él comparó las joyas, que brillaban hipnóticamente al sol tardío, durante un largo rato: parecía satisfecho y preocupado cuando me la devolvió.
      —Creo que podemos felicitarlos a todos —dijo al fin—, y regañarlos por haber ido allí sin permiso.

 

2
Robert nos despertó muy tarde esa mañana: aunque estaba muy cansado tras haber estudiado las joyas toda la noche, nos había preparado un desayuno liviano (lo devoramos apurados para enseñarle nuestro descubrimiento a la persona que más admirábamos del pueblo: Luis, el bañero titular) servido en un rincón de la mesa atestada de libros extraños, cuidadosamente forrados en hule oscuro, de páginas amarillentas cubiertas de símbolos inquietantes, que recordaban los reflejos del disco en la arena. Pronto descubrimos que todos los chicos habíamos tenido pesadillas similares, aunque ninguno podía describirlas. Yo recordaba solamente el despertar con la mente en blanco, lleno de angustia por algo que no era capaz de evocar; la luz de la luna, reflejada en el mar fosforescente, dibujaba figuras plateadas, vagamente móviles, que parecían hablar en el silencio; las miré mucho tiempo, sin atreverme a dormir, mientras escuchaba la respiración entrecortada de los mellizos, hasta que el sueño me venció hacia la madrugada, cuando se puso la luna y la fosforescencia del mar se fundió con el alba.
      Nunca había visto a Robert tan nervioso: aunque era él quien hacía esos trabajos domésticos, esa mañana nos obligó a limpiar la cocinita y a ordenar nuestro dormitorio mientras guardaba de mal humor aquellos libros de aspecto vetusto, que no pudimos examinar. Al terminar tratamos de escapar hacia la playa, pero Robert nos interrumpió:
      —Vayan a bañarse, si quieren, pero dejen esas joyas aquí. —Jim y yo protestamos, pero él, con una irritación desconocida, fue inflexible: su actitud nos atemorizaba porque Robert, admirador de las normas spockinas, era un padre indulgente, tolerante, dispuesto a dialogar y perdonar; pero esa mañana no quiso discutir ni escuchar y nos gritó cuando insistimos. Temiendo que se avecinara una paliza, los tres cargamos con las bebidas y los sandwiches y corrimos hacia el mar.
      Solíamos acampar junto al puesto del bañero: una casilla de madera que servía de habitación, depósito y sala de primeros auxilios. Nos encantaba husmear entre los rollos de cuerda, los salvavidas y el equipo de primeros auxilios, que le daban el aspecto de la cabina de un barco pirata.
      Zoilo, que se había escapado del trabajo, nos esperaba en el agua: estaba atemorizado por pesadillas confusas semejantes a las nuestras (que él atribuía a cosa de Gualicho) y claramente resentido con nosotros; pero cuando corrimos hacia las rompientes, sin dejarlo quejarse, nos siguió entusiasmado: jugamos a barrenar las olas, peleamos nadando y buceando, como en las películas de Tarzán (los mellizos perdieron esta vez), y sólo salimos cuando un silbato malhumorado nos indicó que derivábamos mar adentro. Luis Zaldívar, el bañero, era un hombre de unos treinta y tantos años, que había sido oficial de las Brigadas Internacionales en España y corresponsal de guerra en Africa. Para nosotros era un ídolo tan grande como Errol Flynn o Gary Cooper, que nos llevaba a nadar mar adentro en los días calmos y nos enseñaba nociones de salvataje y de primeros auxilios. Escuchábamos fascinados sus aventuras de guerra (aunque aguantando sus peroratas políticas) y le obedecíamos ciegamente en todo.
      Cansados por la mala noche, el baño y el ayuno, nos tiramos a secarnos bajo el sol junto a la casilla. Comimos en silencio nuestros sandwiches y después los mellizos (resentidos por su derrota) comenzaron un partido de ajedrez mientras Zoilo y yo (con la calma de los vencedores) curioseamos en la casilla del bañero. Así escuchamos a los adultos, que hablaban sin advertir nuestra presencia, en una tensa conversación embarazosa. Robert trataba de convencer a sus interlocutores, que lo escuchaban aburridos, sólo por cortesía.
      —No les pido que crean en la existencia de esas fuerzas extrañas —decía tan excitado que se notaba en su dicción el acento extranjero que con mucho trabajo había eliminado—. Sólo que hay gente que sí lo cree y que está dispuesta a todo.
      —Profesor: estamos en el siglo veinte —dijo don Aníbal, sobrador, tratando de terminar esa conversación que lo distraía de su trabajo—. Las sociedades secretas son públicas, desde la masonería hasta el nazismo. —Zoilo clavó su codo en mi espalda (apenas pidió perdón): escuchaba atentamente a los mayores, que seguían conversando sin prestarnos atención.
      —Usted habla de escritores que intuyeron esas fuerzas esotéricas —intervino Luis, arriando la bandera de "Mar Dudoso"—. ¿Puede mencionar alguno? —Más tarde me explicó que no le interesaba, pero como era su hora de almorzar y estaba con hambre, le siguió la corriente a Robert para terminar la conversación.
      —Hay muchos, Luis: poetas como Poe o Neruda y cuentistas como Maupassant o Borges. El más nítido es Lovecraft, que parece haber tenido contacto con alguno de esos grupos.
      Yo no comprendía entonces esa conversación, pero sospechaba que nos concernía a los cuatro chicos: imaginé, perezosamente, que los adultos planeaban llevarnos a un prostíbulo para perder la virginidad. Los mellizos nos propusieron una broma contra los turistas que abandonaban la playa para almorzar, pero Zoilo y yo los hicimos callar.
      —Como precisión científica, el testimonio de un poeta... —empezó a decir don Aníbal con ironía, pero lo interrumpió un graznido musical, rico y profundo, que venía desde las alturas: una bandada de gaviotas descendía hacia nosotros con lentos giros elegantes. Mientras su voz crecía en volumen los turistas que se iban, alarmados, se detuvieron para mirarlas. Los círculos se cerraban claramente a nuestro alrededor, los pasos rasantes se hicieron amenazadores, Zoilo trató de refugiarse dentro del puesto del bañero y los chicos, asustados, lo seguimos. Luis, que no ocultaba su mal humor, nos gritó enojado desde la puerta:
      —¡Oigan, pibes! ¿Qué les pasa, che?
      Las gaviotas giraron majestuosamente casi a ras del suelo, callaron y se alejaron como flechas hacia el faro. En la pausa que siguió, mientras la gente estaba demasiado sorprendida como para hablar, escuché por primera vez la melodía que susurraba el silbido del viento en la ventana.
      Un jinete se acercaba en un caballo canoso (un tordillo, me aclaró Zoilo en un ataque de risa histérica) desafiando la prohibición de cabalgar en la playa: un hombre de pelo gris, vestido con breeches grises, que desmontó con agilidad al llegar al puesto del bañero. Cuando Luis le advirtió que tendría que ponerle una multa, respondió que hiciera la boleta a nombre de Juan Manuel Menéndez, estanciero, y que la pagaría después en la Delegación Municipal. Recuerdo bien la admiración de don Aníbal (que había perdido su aire comercial) al saludarlo.
      —Lamento presentarme de esta manera —dijo el señor Menéndez—. Estoy muy honrado de recibirlos en el pueblo, profesor White, ya que su fama como investigador del folklore y las ciencias esotéricas no me es desconocida. Debe saber que tuve el honor de ser graduate student en la Universidad de Miskatonic, donde estudié esa misma ciencia bajo la dirección de mi amigo, el profesor Wilmarth. Lamentablemente, no tuve noticias de su presencia en el pueblo hasta que me avisaron del maravilloso descubrimiento de estos jóvenes arqueólogos, a quienes deseo felicitar personalmente por su espíritu de estudio y aventura.
      Tuve que hacer un esfuerzo consciente para sonreír y estrecharle la mano ya que todo me molestaba en el señor Menéndez: sus modales elegantes, los gestos corteses e imperiosos con que callaba a sus interlocutores, el brillo impecable de sus botas, los reflejos dorados que formaban imágenes inquietantes y fugaces en sus ojos. Con la condescendencia de un señor feudal, aceptó la invitación a beber café de don Aníbal y se sentó junto a nosotros en la arena bajo el sol de mediodía.
      —Mis familiares construyeron esto, señores —señaló el pueblo y la playa con amplio ademán—, y al mismo tiempo cultivaron las ciencias que Charles Darwin les reveló: antropología, paleontología, geología... Y también el secreto del árbol de Hualichu, que él llegó a conocer en su viaje desde Carmen del Patagones, pero que no se atrevió a transcribir en su diario. Mi bisabuelo no eligió al azar este sitio, profesor White: sabía que además de fundar una estancia podría llegar a vivir una leyenda. Esa joya perdida que él buscaba es el Ojo de Hualichu: lo que estos jóvenes audaces tal vez hayan encontrado. Ellos habrán hecho en pocos días lo que mi familia no logró en un siglo, aunque una antigua leyenda dice que las joyas mágicas eligen a sus descubridores.
      La manera de hablar del señor Menéndez atacaba mis nervios, ya alterados por la mala noche, y lo interrumpí con grosería:
      —¿Cuándo nos va a contar esas leyendas, don Aníbal?
      El señor Menéndez enmudeció indignado, Robert me fulminó con la mirada, pero los mellizos y Luis (que habían detestado instantáneamente al estanciero) aprobaron calurosamente mi actitud. Don Aníbal, nerviosísimo, trató de salvar la situación:
      —En cualquier momento, muchacho. Cuando quieran...
      —Este es un buen momento, amigo mío —dijo el señor Menéndez, que había recobrado su sangre fría—. Es bueno que estos jovencitos sepan qué es lo que han sabido hallar.
      Don Aníbal asintió deslumbrado (especialmente cuando Robert sacó una libretita de apuntes y pidió permiso para tomar notas) y mientras nos servía helado de chocolate y naranjada, comenzó a relatar la variante local de la leyenda mapuche de la creación, que he olvidado en gran parte pues don Aníbal era un narrador difuso, que se demoraba en detalles secundarios y se quedaba a veces sin palabras. Además, el día húmedo y pesado conspiraba para producirme una somnolencia deliciosa: bajo el cielo pálido, sus palabras sonaban nítidas pero vacías de significado y sólo tengo una idea brumosa de su narración.
      Al principio del mundo Chachao y Hualichu, los dioses creadores, eran todavía niños y bajaban a la pampa desde el cielo para jugar con arena y barro, usando un camino tejido con rayos de luna y anclado a una roca mágica situada junto al mar. Chachao, el mayor de los dos, fabricaba muñecos de barro y les infundía vida soplándolos para que jugaran con él, y así pobló la pampa de animales de aire, tierra y agua. Hualichu, que no era tan hábil como su hermano y envidiaba su poder creador, secretamente, decidió formar muñecos de barro a su imagen y semejanza e infundirles vida para que le sirvieran; y cuando lo logró, después de muchos intentos y fracasos, advirtió con sorpresa que esos muñecos podían hablar y pensar como los dioses. Así nacieron los hombres: fruto de la envidia y del juego de un dios niño. Ebrio con el poder que había adquirido, Hualichu quiso derribar a su hermano y gobernar el mundo en su lugar. Los hombres no eran fáciles de manejar, pues tomaban sus propias decisiones y se alimentaban a sí mismos con la caza y la pesca, pero Hualichu los sobornó prometiéndoles poder sobre las criaturas de Chachao a cambio de su obediencia, y así consiguió formar en secreto un ejército para llevar adelante sus planes. Sin embargo, Chachao no fue sorprendido: al ver que sus juguetes, los animales, desaparecían bajo las armas de los cazadores, adivinó todo lo que ocurría, subió por el camino de luz antes de que su hermano lo atacara y lo castigó: los rayos de luna fueron desatados y flotaron libremente hacia el cielo para formar la Vía Láctea, y Hualichu y sus creaciones quedaron confinadas para siempre en la tierra. La roca mágica donde se anclaba el camino quedó junto a la costa, y allí el desterrado evocaba las estrellas cuando sentía nostalgias del pasado.
      En este punto me despabilé un momento (por un fuerte codazo que me dio Jim) y alcancé a oír que Zoilo mencionaba al cura del pueblo y a la leyenda del pecado original. El señor Menéndez lo miró silenciosamente y Zoilo clavó sus ojos en los pies, avergonzado. Luis ocultó una sonrisa. Su padre, avergonzado, dijo despectivamente:
      —Ese no sabe nada, pibe. Esta leyenda es mucho más vieja. El señor Menéndez, que sabe una barbaridad de estas cosas, sostiene que es muy antigua; tanto, por lo menos, como los primeros pobladores pampeanos. Siempre dice, en chiste, que es más antigua que los propios indios.
      —No es un chiste común —dijo Robert muy serio. El trabajo lo había serenado y, sin dejar de tomar notas, intercambió una intensa mirada con el estanciero.
      El señor Echagüe prosiguió su relato después de servir helado y bebidas otra vez. Como castigo adicional (y para proteger a los hombres, que eran sólo instrumentos) Chachao privó de inteligencia a Hualichu, quien tuvo que solicitar a sus criaturas que lo ayudasen a volver al cielo. Pocos quisieron hacerlo, ya que la mayoría de los hombres había aprendido a desconfiar de sus promesas. Sin embargo, con quienes aceptaron celebró un pacto: les dejaría un Ojo mágico que les enseñaría los secretos del cielo para que tuvieran poder sobre los demás hombres, con una terrible condición: cuando el Ojo se lo indicase, sacrificaran en su honor cazadores jóvenes (ya que su imprudencia lo había delatado) en el lugar donde había terminado el camino al cielo. Y allí construyó un templo para ser adorado: primero cubrió la roca mágica con un médano que sólo se movería al abrirse otra vez el camino al cielo y después transformó en piedra un bosquecito plantado por su hermano para adornar el lugar.
      —¡El Médano del Diablo! —gritó Zoilo, volviendo a despabilarme.
      —Sí, pibe. Claro que sí. Aquí ocurrió todo, dice la leyenda. El nombre mismo del pueblo, Hualicurá, significa Piedra del Diablo o Piedra de Hualichu. —Don Aníbal recitaba los nombres y los datos de memoria, muy rápido, como si temiera olvidar la lección ante su maestro—. La estancia del señor Menéndez, donde está el Médano del Diablo, se llama Hualiló desde el tiempo de Ñaupa, que quiere decir ni más ni menos, Médano del Diablo. —Después, interrogado por Robert, el señor Menéndez aclaró que los nombres primitivos (Hualichucurá, Hualichuloó) habían cambiado bajo la presión de la superstición y del miedo hasta una forma que sólo aludía al dios temido.
      Don Aníbal recuperó el hilo de su relato, pero yo lo escuché desde muy lejos: la playa estaba desierta, ardiente; el mar dormía bajo el resplandor del cielo. Sólo los Echagüe parecían inmunes a la pesadez de ese mediodía: los mellizos cabeceaban amodorrados, Luis bebía una cerveza indiferente, Robert bostezaba mientras tomaba notas en silencio, el señor Menéndez fijaba una mirada inexpresiva en el mar. Don Aníbal, en cambio, hablaba entusiasmado, mirando al señor Menéndez como un alumno chupamedias, y Zoilo escuchaba el relato de su padre atentamente, como si lo oyera por primera vez. Me pregunté entre sueños si lo ayudaría a curarse de sus miedos.
      El lugar se convirtió en un centro del terror: Hualihué, el Paraje del Diablo, que indios y cristianos evitaban por igual. En épocas imprevisibles, cuando el Ojo de Hualichu lo ordenaba, los fieles salían por la pampa buscando jóvenes cazadores para víctimas propiciatorias: no se respetaban tribus ni naciones y, durante la época colonial, también cayeron criollos y españoles. Las leyendas ocultan los detalles de la terrible ceremonia que se llevaba a cabo en el bosquecito petrificado: insinúan apenas mutilaciones esmeradas de los cuerpos vivientes mientras un canto atroz, traído por el viento, murmuraba secretos inhumanos. Y allí Hualichu, invisible y callado, bebía la fuerza y la inteligencia de esas víctimas que enloquecían poco a poco ante un horror que no comprendían.
      Don Aníbal se detuvo un momento para servir café (los chicos teníamos permiso para beber un pocillo) y Robert aprovechó para preguntar si existían testimonios documentales.
      —Muy pocos, profesor. El señor Menéndez, que sabe mucho de esto, dice que estas cosas no se escriben: se hablan en el confesionario o se cuentan de sobremesa. Hay algunos, claro: él mismo guarda una orden de Rosas a su bisabuelo, el alférez Juan Santiago de Menéndez, para que busque el sitio que los salvajes llaman Hualihué. Eso fue durante la expedición al desierto, antes de que conociera a Darwin. Fijesé, profesor, que en vez de suprimir los rumores esta expedición los estimuló. Resulta que los soldados tuvieron pesadillas raras, y anduvieron diciendo que Hualichu había desviado los caminos que llevaban a Hualihué.
      El café me hizo muy bien: el mar y el cielo perdieron su brillo hipnótico y el relato de don Aníbal tomó algún sentido. Los mellizos también se habían despertado y escuchaban con interés. Zoilo clavaba febrilmente los ojos en su padre.
      —Hay otro testimonio documental importante —dijo bruscamente el señor Menéndez—. Es una carta dirigida a don Juan Santiago de Menéndez, sin fecha ni firma, pero que ha sido atribuida a Mariano Acosta, el secretario chileno de Calfucurá. Narra un episodio que se produjo durante la intervención anglofrancesa, hacia 1845, cuando mi bisabuelo se hallaba destacado a orillas del Paraná. ¿Lo recuerda, señor Echagüe?
      Don Aníbal asintió muy confuso y siguió el relato tartamudeando como un traga que no ha estudiado. Durante aquella primavera, algunos guerreros voroganos desaparecieron de Salinas Grandes. El Gulmén y sus gentes, recién llegados a la pampa, no creían en las leyendas sobre Hualihué y un Consejo decidió escarmentar a los secuestradores. Se organizó entonces una expedición punitiva que, si el Gobierno se descuidaba, podía transformarse en un malón. Los rastreadores tuvieron muchas dificultades para guiarla: las huellas, que se confundían misteriosamente, los llevaban en círculos y terminaron por perder el rastro. El jefe, un cacique joven cuyo nombre no se menciona, esperó un día antes de ordenar la vuelta, y aquella noche soñó que le entregaban una estrella de plata de cinco puntas para que lo guiara y lo protegiera de Hualichu. Al despertar la encontró enredada entre sus ropas, y ese mismo día sus rastreadores encontraron huellas frescas que los condujeron hasta Hualihué. Llegaron en plena ceremonia: el espectáculo era tan terrible que hubo que matar a uno de los guerreros para que los demás obedecieran: bajo la luz ambigua de la luna, los cuerpos mutilados de los desaparecidos agonizaban sujetos a los árboles petrificados, rodeados de celebrantes drogados que cantaban en una lengua extraña, tan sucios de sangre que no parecían humanos. Silenciosamente se acercaron los guerreros para atacar, pero la luna comenzó a brillar con tanta fuerza que los celebrantes los descubrieron y entonaron un canto misterioso que cambió las estrellas en el cielo, hizo hervir las olas de aguasvivas y levantó una tormenta de arena. Se atemorizaron los guerreros ante esa demostración de poder, pero entonces la estrella comenzó a brillar con luz deslumbradora devolviéndoles la calma. El jefe la lanzó con una flecha hacia el Médano: se extinguió el viento misterioso y, mientras la arena, el mar y el cielo se aquietaban, los celebrantes huyeron sin pelear. Los voroganos atacaron entonces y no dejaron sobrevivientes: niños o adultos, los adoradores de Hualichu fueron degollados sin piedad.
      —Y ese fue el fin de la secta —concluyó don Aníbal—. Aunque muchos de los brujos pudieron escapar en la tormenta, la Estrella y el Ojo se perdieron en la arena y no volvió a celebrarse el rito.
      Mi porción de helado se había derretido: era demasiado grande aún para mí y estaba empalagado. Algunos turistas llegaban a la playa, saltando sobre la arena ardiente, y Luis se levantó con calma para izar la bandera de "Mar Bueno" y preparar la multa del señor Menéndez, quien dijo con orgullo:
      —Como habrá visto, profesor White, nuestro folklore no tiene nada que envidiarle al que con tanto trabajo ha reunido en Nueva Inglaterra nuestro común maestro: el profesor Wilmarth. He procurado seguir sus normas, aunque adaptadas al medio y al lugar, para sistematizar el grupo de leyendas que reuniera mi familia y que mi amigo Echagüe acaba de contarle. Estoy redactando una memoria que tal vez se publique en los anales de su Universidad, tan importantes para la divulgación de nuestra ciencia.
      Advertí la admiración de don Aníbal, el temor de Zoilo (que no se atrevía a levantar los ojos), el aburrimiento de los mellizos y el fastidio de Robert que le respondió con cortesía:
      —Su interés en estas ciencias no me es desconocido, señor Menéndez. Cabalmente, estaba esperando una carta de presentación del profesor Wilmarth para solicitar audiencia...
      Los ojos del señor Menéndez relampaguearon:
      —¡Qué lástima, profesor, que hayamos perdido un tiempo tan precioso por ese malentendido! Pero no es aún tan tarde como para lamentarse. Será un placer enseñarle una parte de las colecciones que mi familia ha acumulado durante un siglo. —Don Aníbal se sobresaltó: era la primera vez que escuchaba una invitación así. A mi lado, sentí la tensión del cuerpo de Zoilo, que trataba de dominar su miedo mientras el señor Menéndez, con maravillosa cortesía, explicaba las condiciones de la visita:— Me sentiré muy orgulloso, profesor, si me permite ayudarle con el estudio de esas joyas. Dispongo de bibliografía e instrumentos suficientes (los que están a su entera disposición) como para determinar su legitimidad. —Sacó un reloj del bolsillo y lo consultó mientras hablaba. Los intrincados arabescos que decoraban su tapa capturaron la luz del mediodía formando sobre las mesitas, el toldo y la arena un dibujo terrible y fugaz. Zoilo ahogó un gemido y se tapó los ojos; los mellizos retrocedieron desviando la vista y yo sentí que el miedo corría por mi sangre como una onda helada y silenciosa—. Usted sabe, profesor, que se trata de una operación sencilla aunque delicada. Y sabe, también, que es imposible falsificarlas. —Robert, que miraba rígido el reloj del señor Menéndez, asintió con la cabeza—. Será un honor para mí que esta noche vengan a cenar a la Estancia, que es su casa. El asado se servirá a las siete en punto.
      Robert, que se había repuesto, aceptó más confuso que contento. El señor Menéndez guardó su reloj y añadió:
      —Además, quisiera invitar a mi joven amigo Zoilo y a este excelente servidor público que tan bien conoce su deber. —Luis, que se acercaba con la boleta en la mano, se quedó sin habla y Zoilo se negó lleno de miedo—. ¿Qué le pasa, joven Zoilo? ¿No quiere visitar a su novia? —Zoilo murmuró algo confuso sobre el Ojo de Hualichu y el Médano del Diablo: no quería saber nada con ellos—. El conocimiento es el único camino a la sabiduría. Tal vez esta noche logre avanzar unos pasos por él. —Y Zoilo, avergonzado, aceptó la invitación porque su padre (con una envidia feroz por estar excluido) se lo ordenó de mal modo, y porque los mellizos, en voz muy baja, lo llamaron chicken.
      Cuando el señor Menéndez se alejó galopando en su tordillo, Jim preguntó a su padre:
      —¿Por qué no estás contento?
      —Ustedes no debieron ir al Médano del Diablo. Ahora van a saber lo que es mejor ignorar.
      —¿Qué cosa hay que ignorar? ¿Es peligroso?
      —Un poco, Pancho. Pero tu tío Bob puede manejarlo: es un experto. ¡Ojalá no lo fuera!

 

3
Mientras los adultos remoloneaban bebiendo café y coñac, el mayordomo de la estancia (futuro suegro de Zoilo) nos llevó desde la glorieta donde comimos el asado hasta el despacho del señor Menéndez. El casco era un edificio muy antiguo, pintado de blanco, de paredes de ladrillo, altos cielorrasos y pisos de madera, construido en medio del bosque centenario de eucaliptos y álamos que se extendía hasta el mar, junto al Médano del Diablo. Lo poblaban exóticas especies de animales (insectos coloreados, ranas venenosas, murciélagos gigantes y las extrañas gaviotas del faro) que no cesaron de gritar y volar y agredirnos durante la cena, dando a la oscura masa de árboles cubiertos de líquenes y musgos, a medida que avanzaba la noche, un aspecto cada vez más sombrío, ajeno y cruel.
      —Este bosque es único —había explicado el señor Menéndez:— Cuando mi bisabuelo lo plantó, hace ya cien años, tuvo que fijar los médanos, adaptar las especies, traer reservas de tierra vegetal: en fin, crear condiciones para la vida. Y todo eso, jóvenes, sin ayuda oficial ni amigos influyentes ni recompensas económicas: sólo por traer la civilización a estos lugares. Desde que se instaló ese faro, el bosque ha comenzado a retroceder: se secan los árboles, los animales emigran o cambian. Años de contaminación en unas pocas hectáreas han creado una fauna propia: las gaviotas, las ranas, los coleópteros. Hace tiempo, envié algunos ejemplares al Museo de La Plata, pero jamás me respondieron. Desde que tenemos este gobierno populachero, nadie se interesa por la ciencia en el país.
      Como la mayor parte del personal de la estancia, el mayordomo era un hombre alto, con ojos de pescado, que miraba a los puebleros con aire de superioridad. Nos guió sin hablar a través del antiguo edificio (que aunque estaba en buen estado y había sido modernizado con instalaciones de luz eléctrica y agua corriente, producía una impresión de abandono) y, después de recomendarle a Zoilo (quien había desaparecido con su novia durante la cena) que no tocásemos nada, nos dejó solos en el estudio: una habitación de alto techo, sin ventanas, iluminada por una araña de cristal en forma de arabesco amenazador, amueblada con grandes armarios llenos de instrumentos de bronce, estanterías de madera oscura cargadas de libros dorados, un escritorio de guillotina y un atril que sostenía un libro antiguo encadenado.
      Aunque desconocido para nosotros, el conjunto de símbolos que decoraba la sala tenía una cualidad demoníaca indefinible, semejante a la de los arabescos grabados en la tapa del reloj del señor Menéndez. El artista había trazado sus incisiones y estrías sobre la madera, el yeso y el bronce formando un laberinto de símbolos de muerte: las líneas se curvaban en serpientes, tentáculos, llamaradas y rayos que se confundían en una masa de amenazadora ambigüedad. Era imposible fijar los ojos en un punto: las figuras se transformaban en otras llenas de amenazas hasta llenar los sentidos de un temor irracional, profundo, primitivo y sutil.
      El libro del atril, hábilmente iluminado por la luz indirecta, era el centro de atracción del estudio: todas las líneas de los arabescos llevaban los ojos hacia el grueso volumen de pergamino, encuadernado en metal y cuero grabado con los mismos símbolos que adornaban el cuarto, provisto de una gran cerradura para impedir lecturas indiscretas. Pese a las protestas de Zoilo, Jack comprobó que estaba sin llave y dio vuelta algunas páginas: era un manuscrito iluminado con un texto bilingüe, en caracteres arábigos y góticos. Las miniaturas de colores pálidos representaban seres viscosos, orgías repugnantes o signos desconocidos que sugerían un horror remoto: el iluminador se complacía en trazar escenas atroces (donde personajes de rostros serenos eran mutilados por monstruos que recordaban las fantasías del Bosco) con una técnica ingenua que acentuaba el horror. Jack buscó la portada; recuerdo que el título estaba escrito en terribles mayúsculas de color enfermizo: NEKPONOMIKON; y más abajo, entre caracteres ilegibles, dos nombres en minúsculas latinas: Abdul Alhazred y Olaus Vermes. La página correspondiente del texto árabe era una ilustración innoble que mostraba un hombre devorado por un ser translúcido, de boca vertical, que parecía engendrado en una pesadilla.
      —Es el Libro Prohibido —gimió Zoilo con voz muy débil—. Ella me lo dijo: no lo mirés, Jack. Nos va a volver locos a todos.
      No le hicimos caso: bajo la fascinación de lo prohibido, volvimos las páginas y miramos las terribles miniaturas. Vimos seres informes envolviendo sus presas con seudópodos, cuchillos enjoyados de forma viciosa que abrían ojos y vientres y pechos, voraces plantas carnívoras formando arabescos en la piel de sus víctimas, hordas que adoraban con nocturnos sacrificios humanos una sombra borrosa. En el texto latino, palabras turbadoras (Cthulhu, Yog-Sothot, Shub'Niggurath) resplandecían en tinta de color. Seguimos adelante con un placer equívoco hasta que el libro se abrió en una página muy usada, que ilustraba una telaraña dorada que parecía cerrarse sobre sí misma. Jim se abrió la camisa y sacó el disco:
      —Es mi joya —murmuró. La miniatura era tosca pero sin duda representaba la filigrana encerrada en la resina; en el texto arábigo había intercalado un dibujo de los eslabones del collar. Miré largo rato esas dos páginas, sobre las que bailaban los reflejos dorados de la joya, incapaz de pensar.
      —¿Qué están haciendo, jóvenes? —El señor Menéndez había entrado con los adultos sin que lo advirtiéramos; se acercó rápidamente al atril y nos apartó:— No es un libro para que jueguen los chicos, joven Zoilo. —Había desprecio y disgusto en su voz.
      —Tenemos las manos lavadas, señor —lo desafió Jack.
      —Está muy bien —el señor Menéndez pareció divertirse con su desfachatez—, esto es pergamino: difícil de romper o de ensuciar. Me refiero a su contenido, que es para gente muy madura únicamente.
      —¿Dónde lo halló? —Robert señalaba el volumen azorado.
      —Sabía que un connaisseur como usted lo apreciaría, profesor. Es una copia bilingüe del Necronómicon, hecha en Sicilia para la biblioteca de Federico II, alrededor de 1230. Se trata, joven amigo —se dirigía con respeto irónico a Luis—, de una de las fuentes principales de nuestra ciencia: Kitab al Azif, escrito por el árabe loco Abdul Alhazred, traducido al griego por Teodoro Fileto como Necronómicon, y luego al latín por Olao Worms con el título de Liber Mortuorum Legis. Es un libro para espíritus fuertes y maduros: la leyenda afirma que en los débiles induce la locura y la muerte. Ha de saber, profesor, que se trata de la única copia del texto árabe en el mundo.
      —¿Dónde lo halló? —repitió Robert mecánicamente.
      —Mi padre lo compró, o tal vez mi abuelo. ¿Quién sabe? Ya estaba aquí la primera vez que entré a esta sala. Cuando a principios de siglo los argentinos tirábamos manteca al techo en París, los más compraban obras de arte impresionista; mis familiares compraron esto. —Señaló la habitación con un elegante ademán. Luis trató de preguntar algo, pero él lo impidió con un gesto:— Creo, jóvenes, que podemos verificar ahora la legitimidad de esas joyas, como convinimos. —Le entregué mi estrella, disimulando como pude mi disgusto, pero Jim trató de resistirse débilmente:
      —Es mío. Yo lo encontré. —Con la mirada desafiaba al estanciero y sólo cedió bajo la orden de Robert de entregar el collar.
      Mientras el señor Menéndez trataba de centrar el disco en un bastidor de rara simetría, Luis hizo su pregunta:
      —¿Qué es ese objeto, señor? ¿Qué tiene que ver con ese libro?
      Sin interrumpir su trabajo, el señor Menéndez contestó:
      —Si no me equivoco, joven amigo, es el Signo Triple: El Que Abre Las Puertas. —Se oían claramente las mayúsculas en su voz.
      —No le entiendo. ¿Qué son las Puertas?
      El señor Menéndez se interrumpió entonces y nos miró con atención.
      —Por lo visto, no han oído hablar de los Mitos Primordiales ni de los Grandes Antiguos. No me extraña de usted, joven amigo, que tiene una formación positivista; pero creo, profesor, que debería educar a sus muchachos con más liberalidad. —El señor Menéndez evitó que Robert contestara con un gesto—. Le contaré la esencia de los Mitos, joven amigo, tal como los resumiría mi amigo Lin Carter. Son más antiguos que el hombre y los conocemos sólo por la labor de un puñado de genios decididos a buscar la verdad sin temer las consecuencias: el mago Alhazred, que enloqueció en Damasco; el alquimista Ludwig Prinn, quemado en Bruselas; el barón von Juntz, asesinado misteriosamente en Düsseldorf; el poeta Howard Lovecraft, muerto de una enfermedad sin nombre en Providence. —Evitó con otro gesto otra interrupción—. Estos hombres copiaron antiguas inscripciones, hablaron con miembros de sectas prohibidas, participaron de ritos ominosos y así lograron aprender algo de los Antiguos. Mucho antes de que apareciera el hombre sobre la Tierra, joven Zoilo, mucho antes de los dinosaurios, antes del nacimiento del Sistema Solar, unos seres poderosos, viejos y sabios, que las leyendas llaman los Dioses Arquetípicos, habían poblado el Universo. Eran épocas de bonanza aquellas, cuando distintas razas de seres inteligentes vivían en armonía con el Cosmos. Los Arquetípicos eran ya viejos cuando se formó la Tierra: un planeta codiciable, apto para el desarrollo de toda forma de vida y rico en energía. Pronto lo colonizaron varias razas que las leyendas llaman los Dioses Primordiales y los poetas místicos los Grandes Antiguos. Hay huellas de su existencia, joven Jim: extraños monumentos en la Polinesia se atribuyen a la raza de seres de energía del Gran Cthulhu, señores de los mares; en cavernas no lejos de Pilberra, en Australia Occidental, se han hallado construcciones de la Gran Raza de Yith, navegantes del tiempo; hay ruinas gigantescas en la Antártida, donde se levantó la ciudad sagrada de los Seres Radiados de Ubbo-Sathla, padres de toda vida terrena; hay rocas exóticas en varias partes del mundo, desde Nueva Inglaterra al Tibet, traídas por los mercaderes del Cosmos que habitan Yuggoth, un planeta más allá de Plutón; y aquí mismo, en la Argentina, se han hallado pequeñas reliquias materiales que dejaron los seres inmateriales de Tln. Gracias a la riqueza de nuestro planeta y de otros como Mnar, Celeano y Carcosa, los Primordiales crecieron en ciencia y en poder; su ambición rompió la armonía Cósmica y estallaron guerras entre ellos. En estos conflictos, cuyos horrores las leyendas apenas se atreven a mencionar, la Gran Raza fue derrotada y se exilió en el futuro lejano; y los Seres Radiados, que habían colonizado los mares, se vieron reducidos a la Antártida. Desbordados por su ambición, los Antiguos se alzaron contra los Dioses Arquetípicos después de robarles secretos innominables pero éstos, bajo el mando de Nodens, Señor del Gran Abismo, los vencieron en una guerra que devastó el Cosmos y los castigaron con severidad. Azathot, Señor de Todas las Cosas, cabecilla de los rebeldes, fue privado de inteligencia y voluntad y lanzado al Caos Esencial, fuera del Espacio y del Tiempo, junto con Yog-Sothot, su lugarteniente, aunque las leyendas susurren que los poderes de este último están aún intactos. El Gran Cthulhu, que había dirigido las operaciones en la Tierra, fue paralizado en la ciudad submarina de R'lyeh, desde donde provoca pesadillas atroces en los hombres. Los demás rebeldes también fueron castigados de manera terrible y, para anular sus poderes y su ciencia, a todos se los confinó con el Sello Arquetípico, que los Primordiales no pueden levantar ni tocar. —El señor Menéndez levantó mi estrella, apenas visible con la pobre iluminación—. Helo aquí.
      —Y las Puertas, ¿qué son? —preguntó Luis, que no se había intimidado por el largo monólogo.
      —Eso, mi joven amigo, es la clave de todos los cultos primitivos. Una Puerta es un camino de regreso para los Antiguos: un lugar físico en la Tierra donde pueden manifestar su poder y por donde, murmuran las leyendas, regresarán cuando llegue su momento. Hay muchas Puertas en la Tierra, joven Zoilo: el Monolito Negro de Stroigocavar, la Colina Redonda de Brattelboro, el Islote sin Nombre del Triángulo de las Bermudas, el Médano del Diablo de Hualicurá. Sin embargo, ninguna de ellas permite por sí sola el regreso de los Primordiales a nuestro universo material. Deben darse las circunstancias apropiadas: la posición correcta en el espacio y el tiempo, el rito que levante el Sello Arquetípico y la llave que abra la Puerta. —El señor Menéndez tocó el disco, cuyos reflejos giraron hipnóticamente, y señaló la página abierta del Necronómicon:— Así lo describe Alhazred:

      Ves aquí el Signo Triple, poderoso en la Puerta:
      a través de un oscuro laberinto de sueños
      llamará con la Voz que en el viento despierta
      el Señor Tenebroso a los Amos y Dueños.

      »He cuidado mucho mis traducciones, profesor White: he seguido el texto árabe en verso, que está libre de las ambigüedades que introdujeron Teodoro Fileto y Olao Worms en sus versiones en prosa y que Lovecraft transcribió en sus ficciones. Además, mi amigo Carlos Argentino Daneri me asesoró en la parte literaria. Pero gracias a estas tareas agobiadoras, puedo afirmar que sólo el Signo Triple es capaz de dar libertad a Yog'Sothot.
      —Nunca había escuchado esas leyendas —murmuró Luis impresionado.
      —Porque todas están malditas, joven amigo. El Necronómicon está prohibido por todas las religiones actuales, del Islam al Comunismo, y poca gente se atreve no ya a leerlo sino a admitir su existencia. Pero es imposible ocultar la verdad. —El señor Menéndez, con los ojos llenos de luz dorada y la voz fuerte y vibrante, interrumpía enérgicamente a quienes querían interrogarlo:— Una verdad que se esconde en esas mismas religiones que quieren sofocarla: disimulada bajo formas poéticas, subyace todos los mitos humanos. Sólo el experto reconoce que la Caída de los Angeles Rebeldes es apenas un eco del Origen de los Perros de Tíndalos; pero hasta el profano puede advertir que Irkalla, Hécate y Hualichu, dioses de la noche, de los caminos y de la magia negra, son personificaciones de Yog-Sothot, Señor del Espacio y el Tiempo. Y el mito de Chachao y Hualichu, que tanto le gusta a mi amigo Echagüe, es evidentemente una versión poética y primitiva de la derrota y castigo de los Primordiales.
      Aquí calló el señor Menéndez y se puso a trabajar sobre el bastidor; nadie hizo preguntas pues en ese ambiente lleno de símbolos de muerte (tan cercano al Médano del Diablo), el relato de los Mitos nos parecía más real que nosotros mismos: a los más chicos nos había llenado de inquietud, había abrumado a Zoilo y hasta Luis, que siempre estaba sereno, parecía sombrío y disgustado. Sólo Robert y el estanciero mantenían la calma concentración de dos profesionales que resuelven un problema difícil. El señor Menéndez enchufó el bastidor donde se enfrentaban el disco y la estrella, leyó algunas palabras del Necronómicon en voz baja y apretó el botón de una perilla. El disco se iluminó con una luz interna del color de la miel, sus reflejos giraron mientras la red dorada palpitaba y sobre ella aparecieron fugaces imágenes de muerte que me horrorizaron como las pesadillas de la víspera. Zoilo gritó; los mellizos gimieron y Robert les tapó los ojos; yo sentí correr otra vez esa onda de miedo helado por mi sangre hasta que Luis apoyó una mano temblorosa en mi hombro, intentando un gesto protector. Un momento después, brillo e imágenes desaparecieron.
      —El disco es auténtico —dijo el señor Menéndez (sus ojos giraron en la penumbra como lo habían hecho los reflejos dorados):— Joven Jim, su padre me ha explicado que hoy en día los muchachos pueden tomar importantes decisiones. Aceptaré ese signo de los tiempos. Este objeto es único en el mundo: a principios de siglo había otros dos celosamente guardados en el Reichsmuseum de Berlín, donados por la sucesión von Juntz. También se habla de uno en el British Museum, entregado después de la primera guerra mundial por un donante anónimo que los rumores identifican con T. E. Lawrence. Desaparecieron los tres durante la última guerra. El precio que puedo ofrecerle, jovencito, no es muy grande ya que este gobierno demagógico ha destruido el campo argentino: apenas veinte mil dólares. Ni un centavo más.
      Jim quedó callado; mucho después me dijo que sentía dos fuerzas luchar por su respuesta en su interior y que ninguna se preocupaba por el dinero; los demás, con el corazón oprimido por el ambiente del estudio, esperamos que hablara.
      —Es un precio muy alto para un objeto teñido de sangre humana —dijo de pronto Robert. El tono de su voz era tan neutro que no podía influir en la decisión de Jim.
      —La crueldad no es privativa de este único culto, profesor. Piense en el fuego de Moloch, en los autos de fe del Medioevo, en los ríos de sangre del Gran Templo de Tenochtitlán o en los modernos campos de Auschwitz o Dachau. Comparado con eso, el sacrificio de media docena de cazadores indios no parece una cosa tremenda.
      —No puedo aceptar eso —Luis se puso de pie, indignado:— La vida de cualquier hombre es importante. Nadie tiene derecho a tomar así la vida o la libertad de otra persona. Yo creo en la libertad: he peleado por ella.
      El señor Menéndez lo interrumpió con un gesto y dijo sin levantar la voz:
      —La libertad es sólo una bella ilusión de los hombres, mi joven amigo. ¿No se hacen acaso leyes para regularla y limitarla? Usted mismo me ha multado esta mañana por cabalgar en la playa. Y aunque las leyes de los hombres no existieran, estamos sometidos a las de la Naturaleza. ¿Cómo negarlas sin que el Universo se derrumbe? Sólo la sumisión completa a la verdad, el reconocimiento del valor absoluto de la ley, nos lleva paradójicamente a la libertad.
      Luis empezó a decir algo confuso sobre ley y libertad, pero Robert lo interrumpió: había escuchado el discurso del señor Menéndez con los ojos cerrados, y ahora hablaba lentamente, como si despertara.
      —Estas joyas eligen a su dueño, señor Menéndez. No es posible comprarlas. —Después preguntó suavemente:— ¿Qué dices, hijo?
      —No, señor —dijo Jim con mucha firmeza—. No está en venta, señor.
      El estanciero no ocultó su contrariedad, aunque mantuvo su perfecta cortesía:
      —De todos modos, mantendré mi oferta hasta mañana, jovencito: pienso que siempre es mejor comprar que litigar. —El señor Menéndez le devolvió el disco a Jim y a mí la estrella:— En cuanto a usted, jovencito, lo lamento. Este objeto no es auténtico; puede guardarlo como souvenir.
      El tono del señor Menéndez era tan despectivo que quise usar mi batería de insultos y sólo me contuvo, más que el inculcado respeto a los mayores, un guiño amistoso de Luis.
      —De cualquier manera —murmuró éste—, me alegro de que ese culto esté muerto.
      El señor Menéndez lo miró con ironía:
      —Abdul Alhazred, que era mago, vidente y poeta, ha dicho:

      No está muerto quien puede yacer eternamente,
      y con los evos puede morir la misma muerte.

      Lo que un viento cubrió otro puede descubrirlo, y nadie sabe lo que ocurrirá entonces.

 

4
Había una oscura tensión en el auto durante el regreso: la huella serpenteaba entre los árboles iluminados por la luna llena, que parecía vigilarnos en silencio, mientras el silbido del viento, musical y tenaz, realzaba el silencio sólido que había llenado el bosque, haciéndolo aún más extraño y amenazador. Una nube de insectos silenciosos volaba alrededor del auto golpeando suavemente los cristales, y a veces una relampagueante silueta voladora cruzaba el haz de los faros. Jim, que estaba a punto de estallar, agredía a su hermano en voz muy baja; los dos se pechaban en un desafío silencioso que balanceaba suavemente el Chevrolet. Zoilo me sujetaba el brazo para mostrarme una silueta mágica y maligna que él veía correr entre las sombras. Poco a poco yo perdía el control de mis nervios: listo para pelearme con cualquiera, apenas me contenían los esfuerzos de los adultos por mantenernos en calma. Sólo cuando aparecieron las luces del pueblo entre los médanos se rompió la tensión: yo me puse a reír a carcajadas y los mellizos se burlaron con crueldad de Zoilo, quien se encerró en un silencio vergonzoso.
      Robert guardó el Chevrolet junto al trailer en el garage del Club. Zoilo corrió a su cuarto muy ofendido, sin despedirse. Aníbal Echagüe nos esperaba preocupado y envidioso:
      —Se acabó lo que se daba, profesor. Los buenos tiempos de Hualicurá terminaron: los turistas escapan como ratas. ¡Qué le vamos a hacer! El calavera no chilla...
      Cansados de la melopea de don Aníbal, que siempre se quejaba por cuestiones de dinero, los mellizos y yo corrimos a la plaza para gritarles obscenidades a las parejas (una de nuestras diversiones favoritas) pero los bancos y los arbustos estaban vacíos. (Más tarde supimos que un rato antes, un grupo de paisanos disfrazados había atacado a las parejas que se besaban en la plaza; mientras las perseguían a rebencazos entre los arriates, gritaban amenazas atroces contra los que permanecieran en el pueblo. La policía los había dejado actuar —desobedeciendo las órdenes del Comisario— y muchos turistas prepararon sus valijas esa misma noche.) Sin saber qué hacer, vagamos alrededor del monumento surrealista a los Conquistadores del Desierto, desde donde se veía un panorama magnífico de la playa y el mar; aquella noche, bajo la luz de la luna, era lejano e irreal: el viento, que había virado y soplaba con fuerza desde el sur, aproximaba un frente de tormenta que ya cubría la mitad del cielo y agitaba un mar encendido con la fosforescencia verdosa de las noctilucas. Luis se había acercado en silencio hasta nosotros y, después de unos momentos de contemplación, me dio una palmadita en el hombro:
      —Vamos, muchachos: está refrescando mucho.
      Jim, que acariciaba su disco, parecía sumido en un ensueño; su hermano lo tocó suavemente para llamarle la atención y él reaccionó con violencia:
      —Fuck you, dirty bastard!
      Los mellizos se trenzaron a trompadas y, mientras Luis trataba de separarlos, yo, harto de esa rivalidad interminable, caminé hacia la playa sin esperar el final. Pronto me sentí muy solo y muy pequeño: estaba en medio de la arena y de la oscuridad, lejos de la casita y de la plaza. Las estrellas y el mar, que brillaban con una luz helada, me recordaron los Mitos Primordiales; tuve miedo de los seres terribles que allí habían vivido y que nos llamaban, tal vez, desde el Médano del Diablo, tan cercano y oscuro. Sin poder controlarme, corrí hacia la casa luchando contra el viento que arrastraba, bajo la luz de la luna, fantásticas serpientes de arena semejantes a los jeroglíficos del despacho del señor Menéndez.
      Me tranquilicé cuando la puerta ocultó el mar fosforescente (el viento silbaba en la ventana una melodía compleja, ondulante, arrítmica, inhumana). Mientras me duchaba examiné con tristeza la estrella que brillaba sobre mi piel mojada: la odiaba por ser hermosa y falsa, por ponerme en ridículo ante los mellizos, por privarme del placer de una aventura. Sentía tanto despecho y envidia que pensé en tirarla por el desagüe, pero me contuvo la entrada de los mellizos al baño para enjugarse la sangre que perdían por la nariz. Todavía estaban con ganas de pelear, y trataron de provocarme mientras me secaba, pero yo estaba demasiado triste y no reaccioné: acepté la humillación de dormir en la cucheta alta y soporté con estoicismo los chistes sobre la "estrella de lata".
      Me dormí rápidamente y tuve sueños extraños y terribles que sólo puedo describir con símbolos o metáforas incapaces de transmitir el terror inhumano que experimentaba. El lenguaje y el pensamiento presuponen claras relaciones en el espacio y el tiempo, pues hablar o pensar es transitar una sucesión ordenada de lugares e instantes. Pero en esa entidad oscura, fosforescente, silenciosa, fluida donde transcurría mi sueño no había distancias ni duraciones. Me apresaba una red de informes sombras cambiantes, que yo percibía desde todos los ángulos, como si mi visión fuese esférica. La melodía ondulante que cantaba un coro invisible fluía desordenada, arrítmica, obsesiva. Un terrible olor purpúreo latía en aquel lugar: una Presencia helada, de un color inexistente, acechaba en silencio entre las sombras. Sentí su odio y su sed: ávida de vitalidad y juventud, buscaba saciarse con la mía. Era imposible huir entre las sombras: su olor era más nítido, más acre, más violeta; y, mientras la música latía como un grito, ella me abrazaba inexorable, estática, ominosa, sutil.
      Desperté: el viento sacudía los postigos y la luz de los relámpagos iluminaba la pelea que sostenían los mellizos. Jim atacaba salvajemente a su hermano: el disco resplandecía sobre su pecho con reflejos sombríos. Jack luchaba en la cucheta, pataleando y mordiendo, pero no conseguía liberarse. Observé aquel combate silencioso mientras me reponía de mi sueño, hasta que las manos de Jim llegaron al cuello de su hermano y entonces intervine: como lo había aprendido en las películas de cowboys, salté sobre Jim y lo derribé. Me levanté contento, con ganas de pelear, pero no esperaba el ataque que siguió: Jim me golpeó con la fuerza de un adulto en la boca, en el vientre, en los testículos. Caí sobre la cucheta y, mientras boqueaba buscando aire, vi a través de la ventana un surtidor de arena que brotaba junto al faro: el rayo caía una y otra vez sobre la torre con tanta rapidez que parecía inmóvil. Jack, que había corrido hacia la puerta, gritó pidiendo auxilio y Jim, que se inclinaba sobre mí con las manos como garras, retrocedió hacia la ventana. Los reflejos del disco transformaron su silueta en la de un insecto inmenso.
      —Give me the disk, Jimboy. —Robert encendió la luz del dormitorio; su voz estaba dura y tensa. Jim lanzó un grito terrible y trató de escapar por la ventana, pero la estrella, empujada tal vez por mis boqueos, se deslizó desde la cucheta alta hasta su hombro. Jim se desplomó y tuvo convulsiones. Su padre saltó hacia él, le quitó el disco y lo colocó bajo la estrella, que brillaba ahora con fría luz plateada.
      —¿Estás bien, Pancho? —Le dije que sí con la cabeza y conseguí sonreír como un _buen mu-_ _chacho americano_—. Espera un momento, ¿quieres? Y no toques el disco.
      El silbido del viento y el brillo de las joyas se apagaron poco a poco y con ellos cesaron las convulsiones de Jim. Robert lo alzó suavemente y lo llevó hacia el baño mientras él sollozaba como los bebés. El dolor ya no era tan terrible: podía respirar y prestar atención al final de la tormenta. Los rayos habían dejado de caer junto al faro que, con la luz de los últimos relámpagos, parecía deforme y ajeno. Cuando Robert volvió, la oscuridad, apenas suavizada por la fosforescencia del mar, envolvía la playa desierta.
      —Vámonos de aquí, Pancho. —Se guardó las joyas en el bolsillo y me sostuvo para ayudarme a caminar. Entonces la Estrella de Plata se deslizó como una serpiente y cayó silenciosamente al suelo. Recuerdo que me incliné para tomarla y el dolor me arrancó un gemido; Robert la colgó de mi cuello sin prestar atención a lo que hacía. El silbido del viento, amenazador y burlón, fue lo último que escuché al cerrarse la puerta.
      En el comedorcito los mellizos descifraban el inglés antiguo de un ejemplar del Necronómicon (que Robert había estudiado mientras nosotros dormíamos) en la página que exhibía, en blanco y negro, la compleja telaraña del Ojo del Diablo. Su padre se los quitó con suavidad y lo guardó bajo llave, junto con el Disco, en un baulito metálico. Después nos sometió a unas curaciones dolorosas pues los tres estábamos maltrechos: Jack tenía los labios reventados; Jim, los ojos en compota, y yo no debía estar mucho mejor porque Jack me comparó con el hijo del Fantasma de la Opera (tuve que reírme de los chistes a pesar del dolor en la boca del estómago).
      —Muy bien, Pancho: eres un hombre. —Mientras me aplicaba pinceladas ardientes de yodo, Robert me hablaba suavemente:— ¿Sabes una cosa? Menéndez se equivocó: tu joya es auténtica.
      No comprendí entonces las palabras de Robert: estaba terriblemente cansado y los ojos se me cerraban; afuera el cielo se había despejado, la luna se ponía y comenzaba a clarear. Me dormí en el suelo del comedorcito, entre las patas de la mesa, con la Estrella sobre el pecho, y no desperté hasta que el sol estuvo alto sobre la playa desierta.
      Con muchísima hambre, ataqué el desayuno americano que Robert había conseguido preparar en la minúscula cocina. Llamaron a la puerta: era Luis, en malla y camisa, que trataba de conservar la calma:
      —Hoy no hay natación, muchachos: acabo de poner la bandera roja. —Jack le sirvió café; Luis temblaba tanto que casi se le cae la taza—. No sé cómo explicarlo, Robert. Estoy muy nervioso. El Médano del Diablo se ha movido anoche: ahora está tapando el faro.
      Creo que yo fui el único que no perdió el apetito. Nadie se atrevió a mencionar el relato de Aníbal Echagüe, pero todos miramos hacia el cielo tan azul de aquella mañana para ver si un camino luminoso lo unía con la Tierra. Robert hizo un gesto de cansancio y disgusto:
      —Es lógico. Hécate y Hualichu son dioses de la noche y su fuerza es mayor en luna llena. Parece que todo estuviera listo. Terminen de comer e iremos a verlo. Tal vez...
      Mientras caminábamos hacia el faro, una avioneta de la Marina evolucionó sobre nosotros y aterrizó cerca del puesto del bañero; los adultos conversaban con tanta concentración que apenas lo advirtieron:
      —Todo lo que usted me dice está en contra de la ciencia. Cthulhu, Yog-Sothot, el Ojo del Diablo: eso es magia o poesía, no verdad. —Luis, recobrado, hablaba con calma.
      —Esos seres mitológicos son personificaciones de fenómenos naturales. No le pido que crea en ellos: sólo que estamos en un peligro muy serio.
      —Pero Robert, ¿quién nos amenaza?
      —Buena pregunta, Pancho. —Robert sonrió un momento:— Les contaré algo más de los Mitos que Menéndez omitió ayer. Los Primordiales tenían ejércitos auxiliares: pueblos menos poderosos o menos inteligentes que hacían el trabajo pesado. Después de su derrota, estos seres buscaron refugio en lugares inhóspitos: el corazón de las selvas, el laberinto de las cavernas, las profundidades del mar. Desde entonces han tratado de levantar el Sello Arquetípico y volver a los Tiempos Antiguos bajo la conducción de los Primordiales. Desprecian y temen a los seres humanos pero no vacilan en utilizarlos: los reclutan y organizan en sectas esotéricas que llevan a cabo los trabajos sucios, como la caza de víctimas de sacrificios, que ellos no pueden hacer abiertamente.
      —¿Hay seres que quieran un amo? —interrumpió Jack muy sorprendido.
      —Sí, hijo. Lamentablemente. Hace unos pocos años, Europa estaba en manos de esa gente.
      —Y la Argentina está llena —gruñó Luis, que gustaba exhibir su antiperonismo.
      La visión del faro destruido me alteraba: sentía frío y miedo y deseaba haber llevado una camisa a pesar del sol y el viento norte.
      —¿Qué es el disco, daddy?
      —Es como una radio, Jim: recoge las ondas psíquicas y las amplifica. Quien lo sepa manejar te obligará a soñar o a matar, como anoche. Tenerlo es muy peligroso para quienes no lo conocen.
      —¿Con qué soñamos los tres anoche?
      Robert contestó la pregunta eligiendo las palabras con cuidado. El Ojo nos había mostrado el Caos Esencial: la prisión de Azathot y Yog-Sothot que, fuera del tiempo y del espacio, indescriptible salvo con metáforas o símbolos, es la negación del pensamiento racional y ordenado.
      —¿Por qué nos buscaba eso? —Jack estaba asustado pero su voz era firme. Robert hizo otra pausa antes de responder:
      —Porque ustedes tres, y Zoilo también, y tal vez Luis, son las víctimas elegidas para el sacrificio propiciatorio a Hualichu. El Ojo los ha estado vigilando desde antes de que lo encontraran.
      —Un cacho de resina no puede hacer esas cosas —protestó Luis—. La magia no existe.
      —No desprecie la magia —replicó Robert con vehemencia. Estaba otra vez tan excitado que se notaba un fuerte acento inglés en su dicción—. Es sólo una palabra para designar a lo desconocido. Aristóteles o Galileo podrían haber llamado magia a la radio. Sin conocer la electricidad, ¿cómo podrían comprenderla? Nosotros tampoco comprendemos los fenómenos psíquicos, Luis: apenas estamos empezando a observarlos. Tal vez sea necesaria una revolución conceptual tan profunda como la Teoría de la Relatividad para llegar a comprenderlos. Pero de todas maneras, ese objeto es capaz de manejar fuerzas naturales que aún desconocemos, cuyas leyes no hemos hallado, y hay gente dispuesta a utilizarlo contra nosotros.
      —No me dejaré asustar por ellos, con ciencia o con magia —dijo Luis, y los chicos aprobamos ruidosamente su afirmación. Robert sonrió un momento y luego añadió:
      —Estas sectas crecen en la oscuridad y el aislamiento: en lugares pequeños, al amparo de gobiernos prepotentes. Un informe poco confiable dice que el Libro Negro de von Juntz, Unaussprechlichen Kulten, era uno de los libros de cabecera de Hitler.
      Luis dijo algo de su lucha por la libertad, pero yo no le presté atención porque el espectáculo del faro destruido me fascinaba de la misma manera que las miniaturas del Libro Prohibido. Las cercanías estaban impregnadas del hedor de la arena del Médano del Diablo. Varios peones de la estancia Hualiló vigilaban armados desde el Médano Redondo; sus ojos de pescado relucían a la distancia con una luz dorada. Robert, sin hacerles caso, siguió caminando con los pies en el agua sobre la línea de la marea baja, evitando pisar las aguasvivas. El mayordomo apareció a caballo sobre la cima: llevaba un Máuser a la espalda y un megáfono con el que gritaba órdenes. Las gaviotas del faro volaban en círculos muy lentos, graznando, desconcertadas por la destrucción de su refugio.
      Los tres chicos corrimos hacia el nuevo médano pese a los gritos de los mayores (irreales frente al llamado que silbaba el viento en la torre quemada) y comenzamos a escalarlo. La arena nauseabunda, inclinada en un ángulo inverosímil, tenía una textura viscosa y se pegaba a la piel desnuda; el rayo había salpicado hilos de vidrio y burbujas de hierro que me lastimaban la planta de los pies; cerca de la cima, la plataforma que había sostenido el sistema óptico estaba inclinada y retorcida. Recuerdo que mientras trepaba, me parecía visitar un castillo de arena insensato que un gigante aburrido hubiera dejado sin terminar.
      Cuando llegamos a la cima, el mayordomo dio algunas órdenes y los peones nos rodearon, pero apenas lo advertimos: en el lugar del Médano del Diablo veíamos un inmenso disco de roca negra pulida que algunos hombres limpiaban con cuidado. Los árboles petrificados, que ahora parecían más extraños y altos, formaban un semicírculo a su alrededor. Era imposible dejar de mirar la superficie oscura: resplandecía demasiado bajo el sol temprano y la luz formaba extrañas figuras sobre ella: jeroglíficos y signos borrosos, remolinos de sombras y colores que nunca había visto; entre el resplandor de formas invisibles y el abrazo de un olor coloreado, con el terror de una víctima impotente, me sumergía en aquel laberinto sin tiempo y sin espacio, donde un coro inhumano anunciaba la Palabra Prohibida: el Noveno Verso que abriría la Puerta a Yog-Sothot. La Presencia me rodeaba inexorable, me abrazaba con su olor violeta, ávida de juventud y de valor para remontar el tiempo y despertar. Traté de resistirla, pero su abrazo inflamó mis nervios y mi sangre y despertó en mis órganos dormidos sensaciones que aún desconocía: mi cuerpo vibró con ondas que corrieron por mis piernas y mi pecho hasta mi vientre, y estallaron en un éxtasis de goce doloroso que sólo en el vórtice del sexo he podido evocar; mi mente se desintegraba con ese beso: ondulaba con las flautas, aspiraba aquel olor purpúreo, se retorcía con la muerte del tiempo y cedía poco a poco ante la sed atroz. Entonces se abrió un túnel en la sombra y por él corrí con mis últimas fuerzas hacia la luz que se veía en su extremo: era la Estrella de Plata que brillaba sobre mi pecho y me quemaba con cosquillas eléctricas. Mientras salía de aquella espiral de sombra, toqué a los mellizos y supe que despertaban de la misma pesadilla. Los adultos llegaron alarmados hasta donde estábamos, pero el resplandor y la visión habían desaparecido.
      Montado en su tordillo se acercaba el señor Menéndez: el animal trepaba por la arena con la facilidad que da un largo entrenamiento. Cuando llegó a nuestro lado, transfigurado, con una luz salvaje en los ojos, exclamó:
      —Llegó la hora, profesor White. Esta noche se cantará el Noveno Verso aquí, frente a la Puerta de Hualichu, y Yog-Sothot será liberado. —Levantó la mano derecha y recitó:

      Yog-Sothot es lo Claro, Yog-Sothot es lo Oscuro,
      Yog-Sothot es el Amo y el Guardián de la Puerta.
      El Pasado que canta y el callado Futuro
      son reflejos y sombras de su Máscara incierta.


      Los peones de la estancia, que habían escuchado fascinados a su patrón, recitaron a coro una respuesta ritual mal aprendida:

      ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!
      ¡El Chivo de un millar de descendientes!


      —Los espero esta noche, señores. Será un privilegio tener aquí a un connaisseur, profesor White. Y también a estos jóvenes arqueólogos que serán nuestros invitados de honor. Su compañero los está esperando, jovencitos: vayan a buscarlo si se atreven. —El señor Menéndez señalaba una figura acurrucada junto a la Roca: inmóvil, callado, con los ojos opacos, Zoilo parecía una marioneta abandonada.
      —Está jugando con algo muy peligroso, señor Menéndez —gritó Robert—. Más para usted que para...
      El señor Menéndez volvió a levantar la mano derecha:
      —Él entrará esta noche, profesor: lleno de Sed y de Odio. Nyarlathotep ha gritado ya anoche su gozoso mensaje y las aguasvivas han llegado en tropel para adorarle. —Después, con tono paternal, añadió:— Esta noche, profesor White, verá vivir esos Mitos que conoce por los libros. Será una experiencia única.
      —Señor Menéndez, sus traducciones no son muy fieles y sus versos, malos. Sólo por eso fracasará.
      El señor Menéndez hizo un gesto de disgusto al oírlo, pero prosiguió con mucha calma:
      —Señores, estarán aquí a la salida de la luna. Y esa estrella de lata, jovencito, no impedirá que esta noche usted y sus amigos hagan girar la llave de la Puerta.
      Su tono era de burla y amenaza, pero bajo la mirada de los mellizos yo estaba obligado a ser fuerte y audaz:
      —Hijo de puta —le dije con tanta calma como pude. Él no se inmutó pero el mayordomo, que se había acercado hasta nosotros, me empujó con el cañón de su fusil:
      —¡Esta noche vas a bailar, viborita! Cuando te arranque los güevos vas a aprender a respetar y tus amigos también.
      No sé cómo me animé, pero lo miré a los ojos y le saqué la lengua mientras me amenazaba. Mi insolencia lo desconcertó, apartó el fusil un momento y Luis saltó hacia él; con la derecha sujetó el arma y con la izquierda le aplicó un jab en la boca del estómago. El mayordomo se dobló en dos y soltó el fusil; Luis le encajó un rodillazo en los testículos, le reventó la boca con la culata del fusil y con un uppercut en la mandíbula lo hizo rodar por la pendiente hasta la torre del faro. Los peones trataron de atraparlo, pero Luis quitó el seguro del Máuser y lo apuntó al estómago del señor Menéndez:
      —Haga el favor de desmontar y acompañarnos, señor.
      El estanciero levantó la cabeza:
      —Insensatos —dijo sin gritar—: Él es el Señor del Espacio y el Tiempo. ¿Creen que podrán escapar? Con la luna llena estarán aquí para abrir la Puerta.
      —¡Dejen las armas en el suelo! —Los peones obedecieron en silencio—. Tráiganlas aquí, mellizos. Y vos, Pancho, andá a buscar a Zoilo.
      Luis daba las órdenes con autoridad que generaba confianza, y le obedecí sin vacilar. Resbalé por la pendiente de arena hasta el borde de la Roca y me aventuré con miedo sobre la superficie pulida: era tibia, metálica, jabonosa; patiné sobre ella hasta el otro extremo. Zoilo despertó apenas lo toqué: abrió los ojos y me sujetó las manos con terror. No le di tiempo a recuperarse (porque bajo las ramas de piedra que se torcían hacia nosotros aparecía una colección heterogénea de huesos humanos: cráneos, costillas, vértebras y fémures, apenas visibles en la arena negruzca, que me llenó de angustia y horror) y lo arrastré de la mano por el borde de la Roca como si fuera un bebé. La voz del señor Menéndez, que no había desmontado, sonaba firme y poderosa:
      —Él es la Vida y la Muerte; el Goce y la Pena. Les ofrece la Ciencia y el Poder: vivir en su Esencia para siempre, libres de la materia, el tiempo y el espacio. ¡Locos, no pueden rechazar el regalo de un Dios!
      Robert respondió con un acento norteamericano tan fuerte que los peones se rieron:
      —No nos engañe, Menéndez. La inmortalidad sin juventud sólo puede provocar horror. ¿Recuerda la leyenda de la Sibila de Cumas? Después de mil años de vejez sólo pedía morir. Y en la inmadurez eterna consiste el infierno cristiano.
      El señor Menéndez, más tranquilo, dijo fríamente:
      —No necesitarán rehenes para alejarse, profesor White. No veo por qué impedírselo: a la salida de la luna estarán aquí para abrir la Puerta.
      Por indicación de Robert, bajamos el médano sin mirar atrás. Luis, que había llenado de arena las armas de los peones, dejó el fusil descargado junto a la base de la torre; el mayordomo, que se limpiaba la sangre mirándonos con odio, no se movió para buscarlo. Luis dijo suavemente:
      —¿Qué hacemos ahora, Robert?
      —No digamos nada de esto. Sin el Ojo y sin varios cazadores jóvenes para sacrificar, Menéndez no podrá hacer nada. Si la Puerta no se abre con la luna llena quedará cerrada por un tiempo incalculable. Hualichu les teme a las ciudades. Tendremos que estar en Tres Arroyos antes de la salida de la luna. Sólo allí estaremos seguros.
      —A Seguro lo metieron preso —gruñó Luis.

 

5
La mañana era límpida, el sol que doraba mi piel encendía la arena y el viento norte acercaba aguasvivas a la playa; pero los relatos de Robert (que parecía haber perdido toda inhibición y nos hablaba de las ciudades sombrías de Yuggoth, escarchadas de aire congelado; de la sabiduría cósmica que Ubbo-Sathla despreció al sembrar vida en la Tierra; de las profundas cavernas donde Nyarlathotep, cruel mensajero sin rostro, espera el día del Regreso; de la enciclopedia secreta que guarda los recuerdos premonitorios de los seres de Tln) y el remolino de sucesos en las últimas horas (la visión en la Roca, el brillo salvaje de los ojos de Jim, las miniaturas odiosas del Necronómicon, el resplandor sombrío del Ojo del Diablo sobre la arena oscura de la playa) creaban una sensación de frío interno, semejante a una lenta inyección de hielo que corriera por mi sangre.
      Jim había recogido una varilla de hierro retorcido, desprendida de la torre del faro, y con ella reventaba las aguasvivas que Jack y yo le señalábamos. Zoilo caminaba detrás de nosotros, silencioso, escuchando la conversación de los adultos. Robert estaba tan excitado que hablaba con un acento caricaturesco:
      —¿El bien y el mal? No sea ingenuo, Luis: esas no son categorías de la naturaleza. Las fuerzas psíquicas que nos enfrentan son tan neutras como un cuchillo. Un cuchillo no es ni bueno ni malo: se puede usar para alimentar un bebé o para destriparlo. Somos nosotros, los hombres, quienes usamos bien o mal una ciencia. Somos nosotros los que manifestamos esas fuerzas como Yog-Sothot, dios del mal y de la magia negra, o como Nodens, creador y benigno.
      Zoilo murmuró algo acerca del catecismo y del diablo; Luis ocultó una sonrisa, yo me tenté y hasta Jim dejó de reventar aguasvivas para hacerle un chiste cruel. Sólo Robert, algo más calmado, pasó un brazo protector sobre sus hombros:
      —Tal vez rezar un rosario fuese útil, Zoilo. Los sentimientos religiosos suelen ser una defensa contra estas fuerzas terribles. Pero con Menéndez tal vez no sea suficiente: él sabe cómo poner todas esas energías a su servicio.
      La esperanza iluminó los ojos de Zoilo y sentí tanta lástima que no me atreví a cargarlo. Jim siguió despachurrando aguasvivas con una energía rencorosa y yo se las señalaba una tras otra mientras luchaba por dentro para enfrentarme al horror.
      El Comisario galopó hacia nosotros cuando ya estábamos cerca del pueblo. Era un oficial que había sido alumno de papá en la Escuela Superior de Policía y tenía por él una admiración sin límites. Transferido por razones políticas a un lugar tan pequeño, pese a su alta graduación, le agradaba recordar sus años de estudio en La Plata y a pesar de los disgustos que le causaban nuestras travesuras, las había perdonado desde que hicimos la primera donación al Museo de Hualicurá. Aquella mañana estaba tan nervioso que apenas podía dominar a su caballo y cuando se encabritó furioso con el hedor de la arena en nuestra piel, optó por desmontar, dejarlo libre y caminar un poco conversando. Después de reconvenir a Zoilo por desaparecer de su casa sin avisar, se dirigió a Robert:
      —Es mejor que se vayan hoy, ¿me entienden? La gente del pueblo está nerviosa con tanta brujería. Tengo muy poco personal y no puedo ponerles vigilancia.
      La manera de hablar del Comisario, llena de palabras enfatizadas y tan fácil de imitar, nos tentaba de risa, y tratamos de internarnos en el mar; pero las aguasvivas se apiñaron alrededor de nosotros y tuvimos que volver junto a los adultos.
      —Nos iremos ya mismo, Comisario.
      —El pueblo está desquiciado: esos disfrazados espantando turistas; el Médano que se corre de lugar entre relámpagos. Eso es antinatural, ¿me entienden? Vivo aquí desde hace años y yo cómo son las cosas.
      —La tormenta de anoche fue muy grande —comentó Robert con voz neutra.
      —Voy a tomarles declaración y después se me van del pueblo más rápido que volando.
      —¿Declaración? ¿Por qué? Queremos irnos muy rápido.
      —Profesor, hay tal escándalo en el pueblo que me están presionando desde arriba. Los turistas se van todos, los comerciantes están furiosos y se la toman conmigo. Como si eso fuera poco, se ha metido la Marina: hoy llegó un Capitán en avioneta para inspeccionar los daños. Quiere ocupar el pueblo con infantes. ¿Sabe lo que eso significa? Es el fin. Y usted, señor Zaldívar, para colmo de males, me pone la bandera roja un día como hoy. Quieren hablar con usted en la Delegación Municipal en seguida.
      Los chicos, que tantas veces nos habíamos divertido con los énfasis del Comisario, no nos tentamos de risa ni una sola vez; a pesar de los esfuerzos de Robert por explicarnos el peligro que nos acechaba, ese final inesperado de nuestras vacaciones nos parecía una humillación inmerecida, como si fuésemos peones de ajedrez arrastrados contra nuestra voluntad del tablero a la caja. El Comisario asignó a dos agentes para que nos protegieran y ayudaran con el equipaje. Tenían la piel brillante y ojos de pescado; no nos dirigieron la palabra y, cuando terminamos de armar el equipaje, cargaron todas las cosas en el trailer sin protestar, mientras nos duchábamos.
      La Comisaría estaba en una esquina de la plaza, frente al Club Social y junto a la Iglesia. Robert no tuvo dificultades para estacionar en la puerta y entró acompañado por los dos agentes. Los chicos caminamos por la plaza desierta: aunque ya era mediodía, los bares y el comedor del Club Social estaban vacíos. En la estación de servicio, un empleado despachaba nafta a los turistas que se alejaban del pueblo: diez litros por vehículo únicamente porque el éxodo estaba vaciando los depósitos. En el Club Social nos dijeron que Zoilo prestaba declaración en la Comisaría; los dos empleados con ojos de pescado esperaban indiferentes en el comedor vacío: un salón barroco, dorado, sombrío. Almorzamos sandwiches de jamón y queso en un pequeño bar con vista a la playa; el mozo que nos atendió tenía la piel brillante y ojos redondos, de pescado.
      Estábamos cansados, sin ganas de jugar, y en silencio nos sentamos al pie del monumento, a la sombra de unos árboles magníficos, observando el brillo hipnótico del agua serena. En la playa habían cambiado la bandera roja por la azul de "Mar Bueno". Nuestra conversación fue breve y sombría: Zoilo, que nos había explicado la caza con gomera y la mecánica del amor; los mellizos, que amaban la vida al aire libre y las costumbres latinoamericanas; y yo, que gritaba los goles de Estudiantes y leía obras de divulgación científica; todos moriríamos de una manera espantosa en unas horas más. No estábamos desesperados: hablábamos del tema como si se tratara de una película de aventuras en la selva, aunque sin esperar un final feliz. Jim, con los ojos llenos de lágrimas (porque era terriblemente sensiblero) preguntó si la novia de Zoilo nos acompañaría a la muerte.
      —¡Qué va a ir! —respondió Jack con la misoginia del fin de la infancia:— Los varones somos leales; las mujeres, fallutas.
      Yo aventuré la hipótesis de que se tratara de una broma, pero arriba, en lo alto, graznaron las gaviotas del faro y la fantasía se evaporó: simples peones de un juego de ajedrez cósmico, no había esperanzas para nosotros. Jim se preguntó en voz alta:
      —Los héroes de verdad (no los de las películas) ¿gritan cuando los torturan? —y creo que ése fue el único momento de esa conversación tan objetiva en que sentí miedo. Recuerdo que el silbido del viento entre los árboles sonaba como una flauta inhumana, sutil.
      Un policía de ojos de pescado nos avisó que el Comisario quería vernos. La calle estaba vacía: los últimos turistas habían escapado y los lugareños se refugiaban del sol y el viento norte. La Comisaría era un edificio antiguo, de altos cielorrasos, sombrío y fresco. El Comisario nos recibió en su despacho; además de Robert y los Echagüe, esperaba allí el señor Menéndez. Sobre el escritorio estaba el Ojo del Diablo, terrible y bello: parecía brillar con luz propia en la penumbra y sus reflejos giraban suavemente sobre las paredes del despacho. Jim se tambaleó al verlo como si hubiera recibido una trompada; su hermano y yo lo sostuvimos.
      —Ese chico parece enfermo —dijo el Comisario.
      —Sólo está un poco cansado —murmuró Robert.
      —Sólo está un poco cansado —repitió el señor Menéndez como un eco (sus ojos giraban en la penumbra como los reflejos del Ojo del Diablo).
      El Comisario sirvió agua fría de un cántaro y acarició la cabeza de Jim:
      —Sólo un momento, muchacho. ¿En dónde encontraste la joya esta? ¿Adentro o afuera del alambrado?
      Contestamos los tres, originando una confusión notable; el Comisario repitió la pregunta y nos obligó a ordenar la respuesta; en un rincón, un agente escribía lentamente a máquina; en la penumbra parecía un pez.
      —Señor Menéndez: estos muchachos declaran lo mismo que Zoilo: la joya estaba del lado de afuera del alambrado; no en su propiedad.
      El señor Menéndez miró la hora en su reloj de bolsillo. Los arabescos de la tapa capturaron los reflejos del disco y los proyectaron como siluetas demoníacas sobre las paredes y el techo del despacho. Zoilo se tapó los ojos aterrado y Jim me sujetó la mano silenciosamente.
      —Eso lo decidirá el juez, señor Comisario. Insisto en que la arena estaba removida dentro de mi propiedad.
      —¡Es un mentiroso! —gritó Jack—. No hicimos excavaciones. Lo encontramos por casualidad.
      El Comisario hizo un gesto vago de disculpa:
      —Lo lamento, muchachos, pero me veo obligado a retener este objeto. También lo reclama la Marina, les aviso. El lunes a primera hora lo enviaré al juez de turno.
      —Está muy bien, Comisario —dijo el señor Menéndez con una sonrisa que en la penumbra pareció una mueca—. Extiéndales un recibo. Será mejor que nos dé una copia a cada uno.
      El Comisario dio una orden y el agente-pez empezó a escribir lentamente a máquina. Yo estaba agobiado por el calor y el insomnio; lo que ocurría en la penumbra del despacho me parecía irrelevante, lejano. El Comisario llamaba a los adultos para que firmaran montones de papeles, disculpándose por la pérdida de tiempo. Jim parecía aplastado: miraba el Ojo sin atreverse a tocarlo, con fijeza; lo sacudí levemente para darle ánimos y pareció a punto de echarse a llorar. En la iglesia, alguien ensayaba en el armonio un pasaje difícil de un Dies Irae una y otra vez; la música aterraba a Zoilo que, muy callado, se miraba la punta de los zapatos mientras rezaba con disimulo un rosario. Su padre parecía estar molesto con nosotros y nos contestaba con monosílabos. El señor Menéndez consultaba la hora con frecuencia en su reloj terrible. No podía dormirme a pesar del sueño: los reflejos del disco giraban malignamente y la Estrella de Plata chisporroteaba sobre la piel del pecho. Oscuramente, intuí que ambas joyas lucharon en silencio hasta que el agente-pez guardó el Ojo de Hualichu en un sobre de papel madera que lacró con cuidado. Entonces tuve la certeza de que el señor Menéndez lo recibiría en unas horas más.
      Eran casi las cinco de la tarde cuando salimos de la Comisaría. El pueblo y la playa estaban desiertos y la bandera azul flameaba inútilmente en el mástil. Luis nos esperaba junto al auto con una bolsa marinera:
      —Acabo de ser despedido con indemnización, preaviso y sin explicaciones oficiales. Extraoficialmente: algún funcionario del Gobierno no aprobó que un capitán del Ejército Republicano Español fuera bañero en un lugar turístico del sur de la Provincia. —Estaba muy alegre.
      Robert, muy contento, lo invitó a viajar con nosotros. Para hacer lugar a su equipaje, debíamos sujetar las bicicletas al techo del trailer y don Aníbal ordenó a Zoilo que nos diese unas sogas. El salón de recreo del Club estaba oscuro; seis adultos jugaban al truco en una mesa y cuatro muchachos de nuestra edad gritaban alrededor de un metegol; en la penumbra, sus ojos grandes, redondos, como de pescado, parecían brillar levemente con un resplandor dorado; tal vez fuera una ilusión creada por la luz de una tarde serena, pero no pude dejar de pensar en el brillo que a veces tenían los ojos del señor Menéndez. Había demasiados hombres con ojos de pescado en la región, pensé con miedo, pues tuve la certeza de que todos ellos, peones, estancieros, policías o bañeros, esperaban la ceremonia que abriría la Puerta a la Presencia.
      Zoilo nos entregó un gran rollo de soga y unas tijeras en el depósito; y después salimos por la puerta del garage: creo que tuvimos miedo de volver a cruzar el salón de recreo. Los chicos trepamos al techo del trailer para sujetar las bicicletas. Yo no estaba acostumbrado a esa maniobra: me lastimaba los dedos con las sogas y los nudos se aflojaban, invariablemente, al terminar. Los mellizos, que completaron limpiamente su trabajo, se fueron donde los adultos entre comentarios crueles sobre mi habilidad. Con una mezcla de orgullo e indignación, volví a intentarlo sin pedir ayuda. Escuchaba fragmentos de la conversación mientras trabajaba.
      —Es una lástima que tenga que dejar esa joya, profesor —decía alegremente don Aníbal—. Junto con esa roca negra, van a ser dos enormes atracciones turísticas. Nos vamos para arriba, profesor.
      —Si sobreviven —Robert hablaba tensamente, con desesperación.
      —Usted no me va a asustar con cuentos para chicos, profesor: soy hombre del asfalto. No hay que tomarse tan en serio el folklore.
      —Y vos, Zoilo: ¿no te pasarías unos días en La Plata? —Luis estaba casi tan tenso como Robert. Zoilo negó con la cabeza—. Mirá que quedarse es peligroso...
      —¡Es mi novia! ¡No voy a abandonarla! —gritó Zoilo con el tono y la voz de un radioteatro—. Ella se pondrá muy triste si me voy. Vamos a casarnos cuando encuentre trabajo.
      —Muy pronto será su boda, joven Zoilo —dijo el señor Menéndez, que consultaba su reloj otra vez. Zoilo se sacudió bajo un terror abyecto y su padre, avergonzado, lo recriminó en voz baja.
      Me había distraído escuchando la conversación y los nudos se desataron nuevamente. Volví a concentrarme en la bicicleta y en las sogas, decidido a no recibir ayuda en mi tarea, cuando unos gritos me sobresaltaron: varios hombres con ojos de pescado, armados con fusiles, habían rodeado a mis amigos. Luis hizo un movimiento y dos hombres lo sujetaron por los brazos; él los arrastró unos pasos tratando de soltarse.
      El Comisario llegó rodeado por los policías con ojos de pescado:
      —Señor Menéndez: está loco. En unas horas llegarán infantes de marina. Lo fusilarán. Rige el Estado de Guerra Interno en el país.
      —Esto es Hualihué, Comisario —el señor Menéndez vacilaba, sin el fervor de la mañana, como si estuviera asustado—. El Señor del Espacio y el Tiempo ha tomado posesión de lo suyo. Nadie puede entrar ni salir sin su permiso, pues entretejerá los caminos a su antojo y los hombres se humillarán en las encrucijadas.
      —Sólo las basuras como usted se inclinarán. —Luis gritaba para disimular su miedo, pero su retórica sonaba a falso.
      El señor Menéndez se recobró, lo miró fríamente y dio una áspera orden. El mayordomo atravesó la plaza caminando; el juego de las sombras de los árboles le daba a su cara machucada una apariencia terrible: de vampiro, insecto y demonio al mismo tiempo. Se acercó a Luis y lo golpeó en la boca con un rebenque:
      —Ahura me toca a mí.
      —Peleá como un hombre, hijo de puta. —Los guardianes de Luis se tambaleaban tratando de sujetarlo. El mayordomo, impasible, volvió a golpearlo en la cara.
      Nadie me había prestado atención hasta ese momento y yo estaba demasiado sorprendido como para actuar. Jack me gritó entonces:
      —¡Rajá, Pancho, rajá!
      El mayordomo me vio y empezó a gritar una orden, pero Luis se colgó de sus captores y alcanzó a darle un magnífico puntapié con ambos pies en el bajo vientre. El hombre cayó hacia atrás, desordenando la guardia; los mellizos huyeron hacia la plaza y Luis consiguió soltarse. Jack volvió a gritar:
      —¡Rajá de una vez, boludo!
      La bicicleta estaba suelta: salté con ella en brazos desde el techo del trailer y sentí un golpe brutal en las plantas de los pies. Por un momento, todo se oscureció a mi alrededor, pero la monté y corrí unos metros lentamente, aturdido. Unas siluetas sombrías trataron de rodearme; instintivamente, hice una amplia curva hacia la izquierda y luego doblé de golpe por una calle lateral a la derecha: la maniobra los sorprendió y pude acelerar; los vi quedarse atrás mientras tomaba poco a poco velocidad. Yo conocía bien el pueblo: lo habíamos recorrido muchas veces con Zoilo mientras preparábamos bromas pesadas, y sabía que no podía esconderme en él: los hombres con ojos de pescado ya estaban arrastrando a los otros habitantes a la plaza. Tenía que salir al campo, pero las calles que llevaban hacia el camino estaban vigiladas. Recordé un atajo que Zoilo nos había mostrado: un sendero que trepaba un médano ya fijado; lo encontré tras doblar otra vez hacia la izquierda. La bicicleta corrió sin dejar huella sobre el pasto amarillento y los arbustos me ocultaron rápidamente. El viento soplaba ahora del sudoeste y traía un rumor confuso desde el pueblo. Espiando con cuidado entre el follaje advertí que nadie me seguía y, encandilado por el resplandor del mar sereno, me lancé vertiginosamente hacia el camino.

 

6
De pie sobre los pedales, con el cuerpo inclinado hasta tocar el manubrio, aprovechando la suave bajada de la huella para acelerar, traté de alejarme mis perseguidores hasta que, después de serpentear entre los médanos, el camino se alejó del mar atravesando campos de rastrojos. Acostumbrado a pedalear sobre la arena, el viaje resultaba fácil: el terreno era llano, la huella limpia y la tierra estaba asentada por la tormenta de la víspera. Nadie parecía seguirme aunque sobre la línea de médanos flotaba una pequeña polvareda que tal vez levantara un jinete. Pero en lo alto, muy lejos, graznaban las gaviotas del faro, servidoras o símbolos de un poder que buscaba mi destrucción.
      El miedo me empujaba y me daba fuerzas para seguir adelante mientras el cansancio me dominaba poco a poco. Sentía el peso de la noche sin sueño en los ojos y en las piernas, y me aplastaban la soledad y la vergüenza que produce el abandonar a los amigos; pues aunque justificaba mi huida pensando vagamente en viajar hasta Claromecó para buscar ayuda, yo sabía que sólo quería salvarme de la muerte que me amenazaba.
      Al llegar a la cima de una loma me detuve para otear: potreros, arboledas, alambrados y el cielo rodeaban el camino; sólo la línea de médanos en el horizonte rompía la inexpresividad del paisaje: pensé que la pampa se había llenado de una distante hostilidad y observaba sin pena la desaparición de los hombres. Examiné con angustia el vuelo de las aves: ya no parecían pelusas pálidas a la distancia; sus gritos rompían el silencio cada vez más cerca y se distinguían las marcas de sus alas mientras giraban lentamente en círculos. Me seguía un jinete a la distancia; estaba muy lejos aún pero se acercaría cada vez más a medida que me dominara el cansancio. Supe que no podía continuar viajando y traté de encontrar un escondite: a la izquierda había una tranquera cerrada; una huella borrada por el pasto se internaba en el campo hacia un inmenso cañaveral y después de bordearlo se alejaba hasta perderse de vista. Vacilé un poco antes de huir por allí: eran terrenos de la estancia Hualiló y tal vez me pusiera en manos de mis enemigos. Sentí que el miedo me paralizaba, y ese entumecimiento reforzó la sensación de cansancio y soledad que me envolvía. Las aves se acercaban: impulsado por sus gritos, casi contra mi voluntad, me lancé por esa huella que me ofrecía algunas posibilidades de esconderme. La tranquera estaba descuidada, sus bisagras oxidadas, y me costó mucho trabajo entreabrirla. La nueva huella era mucho más difícil que el camino: áspera y llena de pastos que se enredaban en los rayos y retardaban mi marcha. Traté de luchar contra el cansancio, pero estaba mareado, desorientado, y apenas podía conservar el equilibrio. Mirando sobre el hombro vi acercarse la polvareda que levantaba el jinete. Las gaviotas graznaban triunfalmente girando a pocos metros de altura y algunas picaron hacia mí. Asustado, levanté la mano para proteger mis ojos y me salí de la huella; la rueda delantera resbaló y caí sobre un montón de paja brava.
      Estaba muy cerca del cañaveral. El jinete galopaba con calma hacia la loma. Me levanté lleno de pinchazos, corrí unos metros cubriendo mis ojos con la mano y salté el alambrado que rodeaba el potrero. Las aves atacaron: me mordieron los dedos y los brazos tratando de llegar a mis ojos y entonces, dominado por el miedo, grité y corrí sin rumbo entre las cañas, lastimándome con sus hojas jóvenes, hasta que no tuve más fuerzas y caí temblando, sin aliento, acalambrado, mientras el miedo me oprimía el vientre y la garganta como una mano gigantesca. Empecé a llorar convulsivamente, con hipos, como un bebé asustado: estaba solo en un Universo que se vaciaba de todo lo que yo amaba para llenarse de terror y de venganza; envidiando a Zoilo, que podía rezar, y a los mellizos, que sabían luchar, lloré de miedo, soledad, impotencia y vergüenza hasta que me dolieron los músculos de la garganta y del abdomen.
      Poco a poco me fui tranquilizando. Las cañas eran altas, compactas, y me ocultaban de las aves que gritaban y las sacudían al buscarme; la Estrella de Plata palpitaba bajo mi camisa: su contacto era suave y sedante. Recuerdo que traté de hilar un plan: aunque había perdido la bicicleta y ya no era posible llegar a Claromecó, tal vez pudiera escapar, tal vez ayudar a mis amigos. Pensé que lo más peligroso sería perderse en la espesura y dar vueltas en círculos durante horas. Me sequé las lágrimas y traté de descubrir dónde estaba el sol poniente para orientarme.
      El grito de las aves se había apagado poco a poco, revelando el rumor de hojas e insectos, y por debajo, cubriendo los latidos de mi corazón, un silencio denso, viscoso, similar a la niebla. Luego escuché un poderoso relincho. Tratando de no hacer ruido, como cuando jugaba a las escondidas, me arrastré unos metros en esa dirección, después de sacarme la camisa blanca. Estaba en el borde del cañaveral: había dado vueltas en círculo hasta llegar cerca del lugar por donde entrara. El jinete estudiaba atentamente mi bicicleta: hablaba en voz alta para sí y el viento, que susurraba su melodía burlona entre las hojas, se llevaba sus palabras. Despacio, observando el terreno con cuidado, se acercó al alambrado y desmontó. Me quedé muy quieto, tratando de contener la respiración: aquel hombre era un rastreador que sabía cómo encontrarme en la maraña. Después de sujetar las riendas a uno de los postes, caminó sin apuro a lo largo del alambrado, examinándolo, acercándose siempre a mi escondite; llevaba en la mano izquierda un machete que lanzaba destellos dorados mientras se movía. Al fin cruzó el alambrado y se internó despacio tras mis huellas.
      Moviéndome con mucha lentitud, saqué la cabeza entre las cañas: las gaviotas habían desaparecido y el caballo mordisqueaba unos yuyos en silencio. Tuve una idea desesperada en ese momento: si el hombre se alejara lo suficiente, podría espantar su caballo y escapar en bicicleta. En las películas de cowboys, eso se hace con gritos y tiros al aire, pero yo sólo tenía mi gomera como arma. Era necesario correr mucha distancia, desatar las riendas y espantar al animal; después, otra larga carrera hasta la bicicleta, montar y correr por la huella borroneada hasta la tranquera sin que el hombre me alcanzara: todo parecía imposible. El miedo me volvió a oprimir como una mano física y helada.
      Los pasos furtivos del rastreador se habían perdido entre las cañas, pero pronto volvería hacia aquí: tenía que actuar sin perder tiempo. Me moví buscando un proyectil y la estrella me raspó el pecho con un contacto eléctrico. Era demasiado pequeña y liviana como para espantar al animal pero, sin pensarlo, automáticamente, la descolgué, la puse en la gomera y tiré hacia el caballo que lanzó un relincho atroz, rompió las riendas y disparó por la huella hacia el camino. La estrella rebotó hacia arriba: la vi volar en una curva elegante, como una chispa plateada sobre el cielo, hasta caer en silencio entre los yuyos. Dentro del cañaveral, a mis espaldas, sonó un ruido de pasos y cañas rotas. Salté sobre el alambrado y corrí a la bicicleta. La estrella resplandecía sobre un matorral de paja brava con la luz cálida de la tarde; la recogí y miré hacia atrás: el rastreador apareció furioso entre las cañas; su rostro machucado, en la luz ambigua de la tarde, tenía un aspecto terrible: de vampiro, insecto y demonio al mismo tiempo. Trató de saltar el alambrado para alcanzarme, pero yo ya había montado y me lanzaba por la huella hacia el camino. Ahora, con la bicicleta entre las piernas, podía seguir huyendo: la tranquera estaba cerca y el rastreador tardaría mucho en recuperar su montura. La sensación de mareo y náuseas creció mientras corría: el paisaje osciló solemnemente, como si lo viera a través de una lente flexible y la bicicleta se salió de la huella para saltar sobre las asperezas del pastizal. Desesperado, traté de controlarla mientras otra onda de miedo corría por mi vientre y por mi espalda, pero el manubrio se rebelaba entre mis manos para girar hacia la oscura línea de los médanos. El rastreador, muy lejos, lanzó una carcajada. El miedo estalló otra vez dentro de mí, rompiendo todas las barreras, y perdí el control de lo que hacía.
      Recuerdo apenas imágenes aisladas de aquel atardecer alucinante. Recuerdo que intenté volver hacia el camino, pero que nunca llegué hasta la vieja tranquera pues la huella me llevaba ahora hacia el sur a través del campo silencioso. Recuerdo que atravesé un potrero lleno de cardos que lanzaban panaderos a mi paso. Recuerdo el sabor ácido del miedo mientras cruzaba una tranquera que no conocía. Recuerdo haber visto el sol a mi derecha y a mi izquierda al mismo tiempo, y que mi sombra tomó la forma de una cruz. Recuerdo que una o dos veces crucé potreros recién arados caminando con la bicicleta sobre mi espalda. Recuerdo que poco a poco, a medida que perdía las esperanzas y que el miedo se hacía familiar, fue cambiando mi resolución y me dejé arrastrar hacia el sur sin resistirme.
      Oscurecía: el sol estaba bajo y su luz transformaba un paisaje anodino en demoníaco. El silencio era casi corporal: no escuchaba los ruidos habituales del anochecer y hasta el viento sudoeste soplaba silencioso. Pensé que estaba en Hualihué, la tierra de Hualichu, el lugar de la Puerta, temido por indios y españoles: laberinto de alambrados, pasto, montes y horizonte cuyos pasajes (huellas, surcos, tranqueras y caminos) convergían ahora al Médano del Diablo para llevarme a la destrucción. Sabía que viajaba arrastrado por una fuerza oscura (apenas un peón en un juego de ajedrez cósmico, incapaz de comprender su papel en la partida) para morir en un ritual atroz. Pero el miedo me había anestesiado: mi única emoción, entre la confusión que me alucinaba, era la borrosa, objetiva calma de nuestra conversación a mediodía.
      El cansancio me venció cerca del monte que rodeaba el casco de la Estancia: una ola de calambres subió por mis piernas, perdí el control de la bicicleta y me derrumbé sobre el pasto. El dolor me cubrió como una nube: brotaba de mis pulmones y mis piernas agotados; de las heridas que me hicieran las aves y las cañas; de los surcos que grabara la gomera en mi cintura; de los golpes de Jim en la tormenta; del mordisco que hacía el aire frío en mi piel desnuda. Durante largo rato permanecí de espaldas, con los ojos cerrados, escuchando aquel silencio vivo que sofocaba poco a poco el paisaje, pero al fin, la urgencia que me impulsaba a seguir viajando me obligó a abrir los ojos. Entonces advertí que la Estrella de Plata brillaba con una luz distinta de la del atardecer y me envolvía en un resplandor blando, sedante; su metal parecía translúcido y en él se movían sombras que encandilaban al mirarlas: a pesar de su pequeñez, la joya parecía contener un Universo. Recordé en aquel momento lo que Robert me dijera por la noche, que mi joya era auténtica, y sentí una felicidad incontenible que barrió el miedo y el cansancio, y me puse a bailar sobre el pasto seco: la Estrella me protegía y me abriría los caminos. Monté la bicicleta y seguí viaje cuando la luna brillaba en el horizonte con el color del Ojo del Diablo: en el momento de comenzar el rito. Otra vez podía huir hacia Claromecó y salvarme, pero cuando traté de pedalear hacia el camino sentí la soledad que me rodeaba como una llama helada y la vergüenza por mi actitud fue más dolorosa que el miedo y que la muerte; bruscamente, con el oscuro alivio del que enfrenta por fin un peligro, cambié de dirección hacia el Médano del Diablo para ayudar a mis amigos, como un buen muchacho americano.
      El cielo ya estaba oscuro cuando llegué al casco desierto de la estancia. Rozando la copa de los árboles brillaba la Cruz del Sur. El Chevrolet y el trailer habían sido estacionados en el parque donde comimos el asado: sus puertas estaban abiertas pero todo parecía estar en su lugar. Tuve que dejar allí la bicicleta pues me internaría en el bosque espeso que, bajo el resplandor helado de la luna, parecía más ajeno y amenazador que antes. Di unos pasos entre los árboles y vi que la Estrella de Plata proyectaba un pálido círculo de luz, nítido, móvil, que no formaba sombras; guiándome por él seguí un sendero invisible entre los árboles, que los líquenes decoraban con jeroglíficos atroces. Los insectos y los murciélagos zumbaban a mi alrededor sin verme, sin tocarme. Mis facultades críticas, mis emociones, estaban saturadas: en aquella confusión de sueño y vigilia, en lugar de aterrarme, imaginaba que era un héroe cumpliendo una hazaña fabulosa; en mi exaltación, corría para llegar al Médano del Diablo: trepaba laderas cubiertas de vegetación y tropezaba con arbustos y raíces. Muy alto, encima de las copas de los árboles, sonaba el graznido de las aves como la música de fondo de una película terrible.
      A medida que penetraba en el bosque sentí que la Presencia acechaba entre las sombras, llena de odio y de sed, tratando de abrazarme. La luz de mi joya era muy intensa ahora: la sentía arder sobre mi pecho y penetrar en mi mente para protegerme. Dos fuerzas oscuras se enfrentaban allí en una lucha silenciosa, indecisa, mientras yo, rodeando los médanos, deslizándome en el silencio de los valles sombríos, me acercaba paso a paso a un resplandor irreal que oscilaba a la distancia, atenuando las duras estrellas de la Cruz del Sur. El silbido maligno y musical del viento traía fragmentos de poesía ripiosa, de música desafinada y el hedor de la arena del Médano del Diablo. La Presencia me buscaba: su olor a veces se alejaba con la música para volver más tarde insidioso, fortalecido, desorientado, tenaz. La Estrella de Plata me ocultaba y controlaba mis emociones y mis actos, pero yo, replegado en mí mismo, observaba lo que ocurría con la fascinación irresponsable de un chico de doce años.
      La música y los cánticos se elevaron torpemente y luego la voz del señor Menéndez resonó solitaria:

      Iä! Iä! Cthulhu ftagn!
      Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu
      R'lyeh wgah'nagl ftagn!

      Un sonido terrible, mezcla de alarido y llanto, cubrió la confusa invocación que respondió. El resplandor cambió: su luz se hizo más gris y pintó el paisaje del color de la muerte. A mi alrededor, el tiempo se retorció perezosamente para retroceder a la época en que se hablaba aquel idioma atroz. El terror me dominó un momento: la Presencia se acercó creciendo como una niebla de sed, pero la Estrella, interponiéndose, la apartó lentamente de mí. Me oculté detrás de un eucaliptus e hice un esfuerzo para tranquilizarme; había llegado al pie de un médano arbolado en cuya cima vigilaban centinelas con fusiles que, a pesar de estar rodeado por la luz de la Estrella, no me prestaron atención. Con la sensación de flotar en un sueño, empecé a trepar de árbol en árbol hacia la cima, donde el resplandor daba aspecto enfermizo a las plantas y a los hombres.
      La voz del señor Menéndez volvió a elevarse solitaria:

      Iä! Iä! Yog-Sothot ftagn!
      N'gai n'gha'ghaa bugg-sho-ggog
      hlr u fang axaxaxas ml!


      Otro grito espantoso ocultó la respuesta ritual: reconocí la voz de Zoilo, deformada por el dolor y por el pánico hasta ser el alarido de un animal mutilado. El resplandor gris cambió otra vez al concentrarse en una columna transparente que se perdía en las alturas, recorrida por sombras inhumanas; el cielo tembló y una constelación desconocida reemplazó a la Cruz del Sur. Bajo el soplo silencioso del viento, las copas de los árboles se abrieron y la luz de la luna cayó sobre mí. Las gaviotas graznaron en lo alto, los centinelas me vieron, gritaron y corrieron a buscarme. Aterrorizado, quise huir pero una voluntad ajena, más fuerte que la mía, controlaba mis actos: sin comprender lo que hacía, saqué la gomera de mi cinturón y la cargué con la Estrella de Plata, cuyo brillo lastimaba los ojos.
      Algo sucedió en ese momento: vi que la columna de luz se inmovilizaba y el silencio pareció concentrarse sobre mí mientras el olor de la Presencia me abrazaba como una llama púrpura. La voz del señor Menéndez, cambiada por el miedo y el odio, sonó desde lejos:

      Por la fuerza del Amo de las Cosas Oscuras,
      por la fuerza del Dueño de los Sitios Ocultos...

      La Presencia y la Estrella lucharon dentro de mí: oprimieron mi corazón y mis pulmones, recorrieron mis nervios y mi mente, crearon el miedo y la calma. Los centinelas y el bosque se esfumaron mientras ellas retorcían en su lucha el espacio y el tiempo que me rodeaba. Sentí cómo la intrusa se debilitaba: poco a poco, bajo la voluntad de la Estrella, mis dedos se aflojaron y la gomera restalló con fuerza. La Presencia penetró entonces en mi mente desgarrándola: sentí ligaduras que me ataban a una columna áspera de piedra, el dolor atroz del cuchillo que tallaba mis ingles y mi vientre y el contacto viscoso de la sangre que corría por mis muslos. Y por un momento, sin perder la conciencia de lo que me rodeaba, yo también penetré en ella y la hice mía: compartí sus sueños y sus llantos, compartí su imperio destruido, compartí su odio y su sed, compartí su gloria y su caída. Por un brevísimo momento, que sólo puedo recordar como una pesadilla de símbolos de dolor y de muerte, fui también un dios.
      La Estrella describió una sinuosa curva de luz entre los árboles y pareció estallar sobre la roca. El silencio se disipó con la columna de luz y entonces escuché gritos y voces. El resplandor del fuego teñía los árboles y la arena y yo, aterrorizado y confuso, trepé hasta la cima del médano para ver lo que ocurría. La roca negra había desaparecido, la arena contaminada ardía como un surtidor de combustible en llamas y figuras encendidas se revolcaban sobre ella y corrían en todas direcciones; pero el cielo estaba limpio y la Cruz del Sur brilla- ba nítidamente a través del humo. Entre los gritos de los quemados, escuché que me llamaban desde los árboles petrificados: el humo y las llamas amenazaban a la gente atada a ellos. El cansancio me vencía: sin la energía inhumana de la Estrella de Plata apenas podía conservar el equilibrio. Rodando y lastimándome con los árboles, descendí hasta los prisioneros.
      —Desatanos rápido, Pancho —me gritó Luis con la voz tensa. Había un cuchillo enjoyado en el suelo, que centelleaba con la luz de las llamas; su hoja estaba húmeda y viscosa. Con una lucidez frenética, la lucidez de un sueño, corté con él las ligaduras de los prisioneros sin detenerme a reconocerlos. Alguno resbaló y no se movió, pero los otros, heridos, desnudos, me rodearon con gritos y abrazos. El aire me quemaba la cara y los pulmones: el combustible se acercaba hacia nosotros y las chispas que arrastraba el viento sudoeste comenzaban a incendiar el bosque.
      —Vamos, Pancho: no te quedés allí. —Ya no podía caminar y Luis me cargó como una bolsa de papas mientras trepábamos el médano. Antes de desmayarme saqué un objeto que me lastimaba la cintura y que se enredó con mis dedos: era la Estrella de Plata.

 

7
Recuerdo que en aquella mañana ventosa, fría y gris, encerrados en el Club, observábamos desde las ventanas del comedor las enormes olas grises que atacaban la playa. Habíamos devorado hasta el final un desayuno de conscripto: insípido, frío, escaso y triste. (El suboficial encargado de la cocina nos alcanzó un poquito de manteca y mermelada para que acompañáramos la galleta criolla y el mate cocido.) Aburridos alrededor de un tablero de ajedrez, envidiábamos a los conscriptos de uniforme gris que custodiaban la plaza.
      Robert y Luis habían salido muy temprano con un pelotón de infantes de Marina, dejándonos en manos del oficial médico, quien, después de curar hematomas y escoriaciones, ordenó que permaneciéramos dentro. Las tropas habían invadido el pueblo por la madrugada, con doce horas de atraso sobre lo planeado pues el viaje desde Bahía Blanca había sido inesperadamente complicado. Los instrumentos de navegación habían fallado todos: girocompás, radar y los sextantes mismos dieron lecturas absurdas, haciendo imposible el movimiento de buques. La columna de camiones que los reemplazaba se perdió en un laberinto de atajos vecinales no registrados en los mapas. Cuando ocuparon Hualicurá, el Comisario había conseguido controlar la situación: arrestar a los últimos sediciosos, organizar un puesto de enfermería para atender a los heridos y solicitar auxilio a las fuerzas armadas. Al hacerse cargo del mando, por aplicación del Estado de Guerra Interno, el comandante de la fuerza había solicitado la colaboración de los civiles en un tono que no admitía réplica.
      Nuestra conversación se interrumpió muchas veces aquella mañana gris. Las heridas en el pecho de los mellizos, que formaban un jeroglífico maligno, despertaban una curiosidad morbosa sobre la ceremonia, pero ellos callaban fingiendo no escuchar mis preguntas. Yo no podía describir mi fuga: incapaz de hilar el orden de los sucesos, me faltaban las palabras en medio de una frase que quedaba sin terminar. El ajedrez servía para ocultar nuestra confusión: nos inclinábamos sobre el tablero, con un gesto ritualizado, sin concentrarnos en el juego, mientras el rumor del viento, monótono, lejano, resaltaba las pausas de nuestra conversación.
      Nos acompañó en el almuerzo un oficial auditor, distante y cortés, que nos comunicó la muerte de Zoilo, su novia y su padre: los cadáveres, horriblemente mutilados y destruidos por el fuego, habían sido reconocidos por el Comisario, Robert y Luis. La noticia nos entristeció sin quitarnos el apetito, lo que pareció sorprender al oficial. Cuando se lo pedimos, nos negó el permiso para salir a la plaza invocando nuestra seguridad: el señor Menéndez había desaparecido y, aunque había orden de captura contra él y todos sus peones estaban arrestados o muertos, se temía un atentado contra nosotros.
      Los adultos regresaron al anochecer, agotados, enfermos. Robert nos anunció secamente que saldríamos de vuelta muy temprano al día siguiente y se fue a dormir sin cenar. Los oficiales jóvenes, que habían simpatizado mucho con el antiperonismo visceral de Luis, nos invitaron a su mesa: admiraban enormemente la serenidad con que habíamos enfrentado el peligro. (Yo sabía que eso no era verdad, pero no dije una palabra.) Durante la cena, insípida y escasa, como el desayuno, los adultos hablaron de fútbol y de mujeres, evitando cualquier alusión a lo ocurrido: sólo con el café, ante la insistencia de Jack, el auditor accedió de mala gana a decirnos algo. Oficialmente, la destrucción del faro se debía al incendio y explosión de los depósitos de combustible, originada en excavaciones arqueológicas no autorizadas. Al incendiarse la arena contaminada, la playa quedó cubierta de cadáveres: aguasvivas, ranas, gaviotas, humanos, que se habían quemado vivos. El bosque, el parque y la vieja casona del casco de la estancia aún ardían y era improbable que pudiera rescatarse alguno de sus tesoros arqueológicos. La versión oficial, que señalaba al señor Menéndez como el responsable, cerraba limpiamente el caso: el faro no sería reconstruido, por su posición inapropiada y difícil mantenimiento; se premiaría al Comisario, por su brillante represión de los insurrectos, pasándolo a retiro con el grado inmediato superior; y el enojoso episodio de medio siglo de disputas legales se cerraba con la desaparición del señor Menéndez. La delicada situación política del país hacía aconsejable mantener un discreto silencio sobre lo sucedido, especialmente porque el estanciero tenía el mismo apellido que el cabecilla del reciente intento de golpe de estado. Al llegar a este punto, el oficial, que se había mantenido objetivo y distante, vaciló y comentó:
      —Me pregunto si la superioridad aceptará este informe. Las reservas de combustible de un faro no pueden contaminar la arena de un médano ni en diez siglos y menos cubrir la playa con fuego líquido.
      Viajamos hasta Tres Arroyos con una escolta de infantes que me enseñaron a sujetar las bicicletas al techo del trailer y a saludar correctamente a un oficial. Luis se despidió de nosotros en la estación de ferrocarril:
      —Va a ser mejor que me mande a mudar —nos dijo—. Este gobierno no simpatiza con ex-oficiales de las Brigadas Internacionales. Voy a conocer Bariloche y el sur del país.
      Fue la última vez que lo vi: su cara estaba distorsionada por los hematomas y su sonrisa parecía una mueca.
      Llegamos a La Plata esa misma noche, después de un viaje bajo el sol de enero. La noticia de la catástrofe no había salido en los diarios y sólo le contamos a mis padres la versión oficial de lo ocurrido. Los mellizos y yo dormimos esa noche en el patio de casa sobre unas colchonetas: la luna estaba en el cenit cuando nos acostamos y lo iluminaba con una luz distante, impersonal, inhumana. Jim se quejó al día siguiente de haber soñado con distantes sombras fluidas que cantaban.
      Por la mañana llegó un oficial de policía extraordinariamente cortés que traía una notificación para Robert White: debía abandonar el país antes de treinta días.
      —La estaba esperando. Voy a Brasil. Como antropólogo, será bueno estar en un país tan rico en religiones primitivas.
      Me dolió esta separación impuesta desde el gobierno: la primera de muchas que enfrentaría. Para los mellizos, que estaban tan acriollados, el golpe fue aún más duro: se encerraron en mi habitación en una especie de huelga. Mientras mis padres parlamentaban con ellos pude cambiar algunas palabras con Robert:
      —¿Querés la Estrella, Robert?
      —No, Pancho: es tuya. Un objeto tan poderoso como este elige a su dueño. Seguirá contigo mientras te necesite.
      —¿La guardo, entonces?
      —Ella va a guardarte, más bien. Cuídate, Pancho: esto no ha terminado todavía.
      Soy un pésimo corresponsal, pero con Jack fue una excepción: nos escribimos durante muchos años. En sus cartas me contaba sus viajes por Sudamérica y más tarde, ya en Arkham, sus hazañas deportivas, sus primeros amoríos y su creciente interés en las ciencias ocultas. En esa época comenzó a mencionar las terribles pesadillas que atacaban a Jim y lo despertaban en medio de gritos inhumanos.
      Luis murió en setiembre de 1955, durante la evacuación de la Escuela Naval Militar, mientras la defendía con un grupo de Comandos Civiles Revolucionarios. Un tiempo después, demorada por el desorden de la revolución, recibí una carta suya que contenía únicamente un poema:

 

ESPIRAL EN LA SOMBRA

      Espera silenciosa; muro oscuro en la sombra;
      callado, palpitante,
      que lleva dibujadas con música lejana
      ambiguas formas duras
      Ella me envuelve
      como un tapiz de tinta: negra canción
      de cuna de un dios ebrio.
      Parpadea:
            parpadea:
                  parpadea:
      lentas cadencias silenciosas
      como el andar secreto de una fiera,
      como el cielo brumoso del otoño.
      Melodiosa caricia de la sombra:
      es el latido triste del sudeste,
      es el cabello de una mujer que goza,
      es la mano serena de la muerte.
      Ella me besa
            más arriba,
                  más arriba,
      más arriba:
      anhelante de grito y de saliva
      y del lento latir de un corazón callado
      me rodea, sombra palpitante,
      una espiral sutil que no termina.

      Este poema de Luis me dejó confuso y angustiado. Uno de sus compañeros de aventuras, dirigente estudiantil de una agrupación anarquista (que aún se estremecía al recordar las palabras desconocidas que gritaba Luis las veces que dormía), varios años después me habló de su muerte: había continuado una defensa imposible, desobedeciendo la orden de embarcarse con sus compañeros.
      En el verano de 1958 los mellizos vinieron a pasar las fiestas de fin de año conmigo. Fuimos a Mar del Plata en el auto de papá y alquilamos un departamento en Avenida Colón (un lujo que ellos podían darse). Yo aprendía entonces el arte del levante con Jack, un mujeriego intuitivo y eficaz, y apenas advertí el retraimiento de Jim: no quería salir con nosotros; prefería dormir largas siestas, perder las horas resolviendo problemas de ajedrez o tirarse al sol en alguna playa alejada, donde caía en silencios hoscos, con la mirada hundida en el cielo azul. Cuando salía de esos letargos, se arrojaba en un desenfreno de sexo y alcohol sorprendente y divertido.
      Recién comprendí lo que ocurría la noche de fin de año, cuando llevamos tres chicas que habíamos levantado en el Hurlingham al departamento. Los alaridos de Jim me arrancaron del éxtasis: desnudo en el vestíbulo, con una navaja en la mano, sujetaba a su chica aterrorizada. Una constelación de marcas cárdenas dibujaba un jeroglífico en su pecho. Sus ojos estaban muy abiertos y en ellos giraban esos reflejos dorados que desde el fin de mi infancia no había vuelto a ver. La visión de la Estrella de Plata, que yo llevaba colgada del cuello, lo calmó poco a poco: soltó a la muchacha, sus ojos se normalizaron y se desplomó sobre el sofá. El silbido del viento en la ventana, que había modulado su melodía maligna durante el episodio, se apagó lentamente.
      Las chicas huyeron despavoridas, amenazando con denunciarnos. Jim se sirvió un enorme vaso de whisky que bebió como si se tratara de cerveza. Sus manos temblaban sin control y derramó parte de la bebida:
      —Es cada vez peor, Pancho. Siempre lo mismo: las sombras que se mueven, la música de flautas... Y Él cada vez más cerca...
      Era la misma pesadilla que habíamos sufrido en Hualicurá: desde entonces su frecuencia había aumentado poco a poco, hasta impedirle dormir durante días enteros. A veces, a espaldas de su padre, se emborrachaba para conseguir un sueño profundo, oscuro, similar a la muerte, pero era ya muy difícil hacerlo a escondidas pues necesitaba dosis de alcohol cada vez más altas. Además, había comenzado a soñar de día: el mundo se nublaba cuando miraba el cielo azul, o cuando se concentraba sobre un tablero de ajedrez, y lo rodeaba el abrazo temido, anhelado, de la Presencia.
      Los mellizos volvieron a Estados Unidos decididos a encontrar ayuda siquiátrica para Jim. Las cartas de Jack se hicieron más frecuentes y angustiosas; narraban objetivamente la destrucción sicofísica de su hermano: su progresiva dependencia de tranquilizadores y narcóticos, su peregrinar por consultorios de siquiatras, su adhesión a formas aberrantes de misticismo y su muerte por una sobredosis de heroína. Las últimas cartas, las más amargas, insinuaban que Jack seguiría el mismo camino.
      Durante los años que siguieron Jack me describió sus pesadillas, con timidez al principio y con precisión analítica más tarde: se trataba siempre de sombras imprecisas, de voces lejanas que narraban hechos de los Tiempos Antiguos en un idioma que no tenía palabras. Como Jack era un lector obsesivo del Necronómicon (en la edición crítica, preparada por su padre, de la versión isabelina del doctor Dee) pensé que desaparecerían junto con el recuerdo de la muerte de su hermano.
      Nos encontramos en París en julio de 1966. Jack era una sombra de sí mismo: tímido, callado, dependiente. Temía las gárgolas de Notre Dame y los túneles del Métro; trataba de no dormir y me arrastró a cabarets y restaurantes que estaban fuera de mi presupuesto de becario. Una noche, tras cenar queso y vino tinto en mi estudio, me confesó que había comenzado a tener alucinaciones: durante algunos momentos, segundos tal vez, oía voces que cantaban en una lengua ignota o veía sombras indescriptibles, fugaces. Poco antes de graduarse en la Universidad de Miskatonic, había conversado de todo esto con su padre, quien le mencionó la Estrella de Plata: tal vez su posesión durante algún tiempo pudiera ayudarlo. Yo la llevaba, como siempre, colgada sobre el pecho; brilló muy suavemente cuando Jack la tomó, sólo por un momento imperceptible.
      Unos días después pude ver uno de sus accesos; esperábamos en Orly su vuelo a New York cuando el sol poniente brilló entre nubes de tormenta bañando el paisaje con una luz demoníaca. Jack quedó estático a mi lado: en sus ojos brillaban reflejos dorados y canturreaba con una voz rica y profunda:

      Ynaggh auch' yagh' Yog'Sothot...

      —La Estrella, Jack. Tocá la Estrella.
      No la tenía encima; no sabía dónde la había dejado y tomó el avión en un estado de depresión alarmante. Encontré la joya sobre mi mesa de trabajo, en Orsay, al día siguiente, y telefoneé a Arkham para avisarle a Jack que se la enviaría.
      —No te molestés —me dijo—. No llegaría nunca. Te eligió a vos, Pancho, y con vos se va a quedar. —Su voz estaba distorsionada por la angustia y cortó la comunicación sin despedirse. Tampoco contestó mis cartas.
      Unos meses más tarde conseguí que me invitaran a dar algunas conferencias en el Departamento de Física que la Universidad de Miskatonic, en un vasto plan de modernización, trataba de estimular. Cuando llamé por teléfono a los White para informarles de mi viaje, Robert me avisó que Jack estaba internado en una clínica local, en una habitación aislada porque sus gritos alteraban al personal: su organismo sufría un síndrome catabólico que los médicos no podían controlar, pero quizás mi presencia con la Estrella de Plata pudiera salvarle la vida. Mientras aceleraba tanto como era posible el papeleo indispensable para el viaje, recibí otros llamados angustiosos de Robert, que narraba la destrucción cotidiana de su hijo: el tiempo era esencial para salvar a Jack, pero la burocracia trabajó sin inmutarse, con su ritmo acostumbrado.
      Me conmovió el aspecto de Robert cuando me recibió en el aeropuerto Kennedy: había mucho más que la edad en sus canas, sus hombros encorvados, sus pasos inseguros. Mientras nos internábamos en una región rural de Massachussets, boscosa y ondulada, que parecía olvidada por el tiempo, me dio los detalles de la muerte de Jack: había conectado la corriente eléctrica a su miembro y a su lengua mientras el personal de guardia atendía a los heridos de una manifestación antibélica. Tratando de controlar mi angustia, le pregunté:
      —¿Qué es lo que ocurre, Robert?
      —Hualichu no abandona su presa, Pancho. Él es el Señor del Espacio y del Tiempo: no permitirá que los jóvenes cazadores que cerraron su Puerta consigan escapar. Quiere su juventud y su vitalidad para esperar en el Caos una nueva oportunidad. Zoilo, mis hijos, Luis: ya probó la sangre de todos...
      —¿La venganza de un dios desaparecido? —pregunté entre el escepticismo y el temor.
      —¿Dios? ¡Dios! —Robert lanzó una carcajada histérica, artificial—. Él es sólo un avatar de Nodens: una pieza cualquiera en el ajedrez del Cosmos que será canjeada por otra cuando la partida lo requiera. —La voz de Robert se había alzado hasta llenar el auto, y en el fondo de sus pupilas temblaba una luz dorada que tal vez fuera sólo un reflejo del paisaje otoñal que nos rodeaba. Después, más sereno:— No hay nada personal en esto, Pancho. No dejes que el lenguaje del mito te confunda. Se trata de una fuerza natural que destruirá al que no esté protegido, como un terremoto destruye las casas de adobe.
      —¿Y mi estrella?
      —Te protegerá mientras te necesite, Pancho. Después te abandonará y entonces... —Incapaz de percibir sus contradicciones, hablaba con amargura y desaliento.
      Las casas de Arkham, con sus tejados puntiagudos y estrechas ventanas, recordaban vagamente las de Hualicurá. En el viejo cementerio, la Estrella de Plata chisporroteó sobre mi piel cuando nos detuvimos ante la tumba de los mellizos.
      —Él te vigila, Pancho —me dijo cuando se lo comenté—. Desde lugares ocultos, o desde un instante olvidado: en donde te encuentres te espera para tomar lo que es suyo.
      Nuestra correspondencia fue muy escasa en los años siguientes: apenas un intercambio cortés de postales navideñas. Hacia fines de 1972 lo llamé por teléfono para anunciarle mi matrimonio: su voz sonó metálica a través de la línea cuando me deseó felicidad. Las aguasvivas llenaron la playa durante mi viaje de bodas y la Estrella brilló furiosamente aquellos días. Poco después de mi regreso, una carta impersonal de su apoderado me comunicó su muerte. El pequeño legado llegó algunos meses después: un ejemplar del Necronómicon anotado por Jack. Los trazos de bolígrafo subrayaban pasajes que parecían confusas, ingenuas invocaciones mágicas, pero que me llenaron de un profundo terror irracional que la posesión de la Estrella no logró controlar.
      Las pesadillas comenzaron en el último invierno. Poco a poco, durante instantes interminables, volví a flotar en un mundo sin tamaños. La Presencia me abrazaba silenciosamente, me hablaba en una lengua sin palabras y el olor coloreado me envolvía entre las sombras. Al despertar, dominado por el terror, la Estrella brillaba sobre mi pecho luchando con un adversario que yo era incapaz de enfrentar. A medida que se acercaba la primavera, las pesadillas fueron más terribles, los insomnios más largos. La noche del equinoccio desperté aterrorizado de una de ellas: la casa estaba oscura y el silencio se filtraba por la ventana como una niebla espesa. Mi esposa dormía serenamente, pero una intuición oscura me arrastró hacia la pieza de los chicos. El menor estaba despierto en su cuna: en sus ojos giraba un resplandor dorado lleno de una sabiduría impersonal más antigua que el hombre.
      Lentamente, paralizado por aquella mirada impasible, me acerqué a la cuna para leer en las pupilas de mi hijo los símbolos terribles que ahora sabía interpretar: vi Puertas (donde cuchillos de obsidiana, madera, hueso y acero tallaban fuentes de gritos, sangre, excrementos y lágrimas) que se abrían en silencio a lo largo del tiempo; y escuché su Palabra como una niebla púrpura sobre pueblos enteros que aplacaban a dioses con ofrendas de dolor y miseria; y corrí sobre el tablero del Cosmos, con hombres, gusanos y dioses (y también con Dios, el Dios de Zoilo) que viajaban hacia el sufrimiento y la destrucción, y los jugadores que nos movían eran piezas del juego movidas por fuerzas que llamaban dioses, también meras piezas movidas por dioses, formando una cadena transfinita de odio, sed, terror y soberbia. Y me vi yo mismo, arrastrado hacia sótanos oscuros, rodeado de silencio y de grito, destrozado por el fuego y el hierro.
      Salí del cuarto de los chicos como un ebrio, incapaz de dominarme. Ya no tenía la Estrella colgada del cuello: la busqué por todas partes, con desesperación, en medio del silencio, con la convicción de que el esfuerzo era inútil. Agotado, me senté en la oscuridad y pensé, con objetividad, que arrastraba a los míos a la sangre, el dolor, la locura y la muerte porque Yog'Sothot había reclamado al fin su presa. La luna brillaba fríamente a través de la celosía y las sirenas de un operativo ululaban a la distancia. En medio de la sombra, durante el largo insomnio que siguió, escuché su palabra en el silbido del viento en la ventana.

Publicado originalmente en Axxón número 46