EN LA ESCALA
Eduardo J. Carletti

Imagínense un viento fuerte, muy muy fuerte, terriblemente fuerte. Imparable.
¿Ya está?
Bueno. Eso no es nada, NADA.

1
Entró desplomándose. Se desprendió el uniforme con una palmada leve y dejó que se deslizara al piso, donde se fundió con la superficie lisa y marmolada. Caminó como un felino hasta el nog, se zambulló en el campo y se quedó colgando ahí fláccidamente, descansando hasta el más recóndito de sus músculos.
      —¡Ni uno solo! ¡Ni uno! —exclamó al aire—. ¡Todos muertos! ¡Qué pila de basura!
      Cuando apareció Ysko, todavía había ecos de su queja rebotando en las paredes. El panel se deslizó y volvió a su lugar en un instante, enmarcando la figura exótica de su compañero de viaje, que se acercaba con paso saltarín, luciendo una calvicie brillosa y extensa y esa estatura subestándar que parecía imposible en una época de programación genética total.
      Pero a Balselle le gustaba; por lo menos en su fases F le gustaba.
      —No te mates; no vale la pena. —Ysko se acercó y le ofreció una burbuja drammi, el cóctel exacto para su estado de ánimo.
      El vientre de Balselle vibró con un cosquilleo eléctrico, mientras empezaba a sentir ese tirón leve en los pechos que produce la erección de los pezones.
      —¿Qué pasa, se siguen muriendo? —se interesó Ysko.
      —Esas cosas se están burlando de nosotros —protestó Balselle, flopeando del todo a F—. ¡Me enloquecen!
      Ysko, que a pesar de esa apariencia extravagante no era lento, se acercó al nog y apoyó la mano con suavidad sobre la piel tersa de la cadera de Balselle. En un instante minúsculo hubo una comunicación velocísima piel-piel, en la que se transmitieron todas las invitaciones, todos los códigos, todas las sensaciones.
      Ysko estaba en una fase M extrema; mostraba una erección poderosa. El pene de Balselle, que se había mantenido fláccido hasta el momento, se retrajo del todo en su cavidad muscular. El cuerpo le ardía de hormonas femeninas circulando a toda máquina, un proceso que se realimentó en Ysko, explosivo.
      Sus manos subieron hasta los pechos de Balselle, entretanto ella giraba como una gata en el campo nog, ofreciendo un trasero magnífico.
      —No nos dejemos llevar por las tensiones —susurró Ysko en el oído de Balselle, mientras se zambullía literalmente dentro de su cuerpo—. Descansemos, relajémonos...
      Giraron el campo varias veces; primero cuarenta y cinco grados, luego noventa, ciento veinte y mil ángulos más, de modo que por momentos uno estaba abajo y el otro arriba, luego a un costado y después encima, hasta que se sintieron agotados y dispararon un recambio. Balselle había ido flopeando hacia M y estaba cambiando su excitación: el miembro se le iba poniendo tenso, al mismo tiempo que los caracteres femeninos entraban en receso. Pero Ysko era un M exclusivo y jamás se prestaba —ni se había prestado— al juego homosexual, así que se sentó con comodidad en el nog y materializó unas formas voluptuosas de hidrostyrene, para deleite de Balselle, que adoraba la exquisita imaginación erótico-estructural de Ysko tanto como la rareza de ese juego sexual al que lo/la arrastraba ese ser extraño que le había tocado como acompañante.
      Una vez descargado su esperma —el suyo y el de Ysko, reciclado mágicamente por los conductos internos de su organismo modificado— en la muñeca ardiente que había modelado su compañero, Balselle se sintió mejor, mucho mucho mejor.
      Se relajó en el nog.
      —Gracias Ys, fue genial. Lo necesitaba.
      —De nada —contestó Ysko mientras se vestía—. ¿Seguimos fracasando?
      Balselle levantó la mano con pereza y extrajo un juego nuevo de ropas desde el suelo. Mientras éstas se deslizaban sobre su cuerpo, se estiró en el nog, poniendo las manos detrás de la nuca.
      —Siguen fracasando, diría yo. Esas cosas son engendros innaturales, pura basura. Estoy pensando que nos dejaron juntar los huevos de la peor escoria... O a lo mejor los hicieron así a propósito. Casi me parece que...
      —No deberíamos sacar conclusiones apresuradas. —Ysko era muy frío para especular e imaginaba lo que Balselle estaba por decir—. Tiene que haber alguna explicación para esta locura.
      —Sí, ¿pero cuál? ¿Cuál? —A Balselle el tema ya le resultaba exasperante.
      Ysko terminó de colocarse el buzo de un manotazo y, saliendo, le gritó desde el umbral: —¡Ya lo vamos a averiguar, no te preocupes!

NOTAS (Ysko):
      El planeta es de masa inferior a la de la Tierra, así que la gravedad es un poco menor. Forma muy despareja: no es esférico; más bien parece una vaina de maní. Y su giro tampoco es regular, sino que el eje de rotación se mueve en forma complicada respecto al plano de la órbita, que es algo excéntrica. La atmósfera es espesa, bastante espesa. Y en períodos determinados muy agitada. Yo diría violenta, desatada.
      Hay vientos. Vientos terribles.
      Estuvimos estudiando la composición interna de Huracán, pero no encontramos nada anormal: parece ser un trozo errante atrapado por esta estrella. Los módulos están totalmente mudos, tratando de digerir la información que les metimos. Nosotros mientras tanto tratamos de desentrañar el peor enigma: la Biología.
      Es terrible.

2
El viento aullaba en ese mundo horrendo que orbitaban, trayendo por el monitor un mensaje que penetraba en el inconsciente y producía la sensación de que la temperatura interior de la nave era menor, a pesar de que en realidad permanecía invariable, regulada cuidadosamente por el cerebro de control. Ysko había desaparecido hacía horas en el laboratorio, así que la única compañía de Balselle era el cerebro central, con sus neutras manifestaciones, y el sonido hostil de ese planeta extraño brotando de un enlace electrónico que no se animaba a cortar por temor a perder las sondas robot en el caos de ese terrible clima.
      Cuando no pudo más, Balselle giró en su lugar y movió levemente los dedos, programando un pequeño mensaje: Sol-Fuerza, para modificar el entorno según lo que necesitaba su inconsciente. Las cuatro paredes se convirtieron en paisajes marinos llenos de sol, todos demostrativos de calidez, brutalmente asoleados por astros furibundos. Una de las holoproyecciones era maravillosa y extraña, una obra muy personal de Dalí, el viejo maestro del surrealismo: mostraba a una niña a la orilla del mar, levantando el agua como si fuera una sábana para espiar a un perro dormido. Las otras también eran notables, incluyendo la famosa Playa de los siete soles de Daramei Gork.
      En contrapunto con todo ese carnaval de fuegos estelares, la emisión sonora descargó unos sonidos frescos, electrizantes, acuáticos, que cabalgaban azarosos sobre el sonido agudo de unos violines: Vietzsiveri, contemporáneo. Una combinación excelente.
      Descansó un momento, acunado por el nog. La música navegaba con lentitud por paisajes de mundos maravillosos. Lamentablemente, a pesar de la búsqueda incesante, pensó Balselle, esa "maravilla" sólo existe en la mente del hombre (el compositor, el músico, el artista, el hombre-niño...); los planetas —sus paisajes— son horrendos, atroces, crueles, fríos, mortales, desolados, extraños, deprimentes, escalofriantes... pero nunca maravillosos. Nosotros inventamos la maravilla. Es el nombre que le damos a lo imposible, a lo inalcanzable, a lo que deseamos pero somos incapaces de describir. Así es nuestra mente.
      Luego de unos minutos se cansó del decorado: demasiado sol. Torció un dedo en un mensaje ínfimo, que el centro entendió de inmediato: Solidez. La pared de su derecha se volvió roca —mera proyección, claro—, con las formas angulosas de unas caras impenetrables, milenarias: Egipto; Ramose junto a su esposa. Mil cuatrocientos años antes de Cristo. El silencio y la soledad congelados en granito.
      Una voz casi imperceptible, subliminal, le susurró en el oído:

La arena de los siglos es la misma
E infinita es la historia de la arena;
Así, bajo tus dichas o tu pena,
La invulnerable eternidad se abisma.

Y entonces sí, se durmió lentamente, absorbiendo el tiempo.

Luego:
      —El arte, ¿qué sería de nosotros sin el arte? —(Balselle.)
      —Sí. Tenemos suerte de vivir en una era en que el arte participa todos los días en nuestra vida. Pero hubo una época en la que la moda lo había eliminado de la vida cotidiana. Se amaba lo funcional. Unicamente.
      —No lo puedo creer...
      —Es verdad, y eso produjo muchas cosas: el progreso terrible, velocísimo, por un lado, el lado bueno; por el otro una guerra continua, interminable.
      —Dios, odio la guerra. Y no podría vivir sin arte.
      —El arte es lo único que justifica al ser humano, creo. Se podría agregar el hecho de haber sobrevivido, de seguir existiendo a pesar de todo. Pero al final lo único válido, lo único diferente es la creatividad; todo lo demás es mierda.
      —Sí, totalmente de acuerdo; aunque la ciencia...
      Ysko se retorció en su asiento de hidrostyrene. No lo dejó terminar:
      —La ciencia no es más que un subproducto de la necesidad de supervivencia. No creo que sea válido poner un espectroscopio junto a un jarrón chino de porcelana y comparar valores. El espectroscopio es un utensilio más: nos ayuda —o nos ha ayudado— a sobrevivir, a seguir adelante; el jarrón chino es un jarrón chino. La esencia no es solamente el uso práctico, no creo que a nadie se le ocurra usar un jarrón chino de porcelana de la dinastía Yuan para servir algo, sino que es lo que es: un mensaje estético, un vuelco de sentimientos, la plasmación del contenido de un ser humano —el orfebre que lo hizo, sus sensaciones y creencias, la formación única de la época que le tocó vivir, su esencia— en un objeto material. Eso es lo único que vale.
      Balselle tuvo una idea repentina.
      —¿Los huevos no serán algo así? ¿Una forma de arte? ¿Un modo de expresión?
      Ysko torció la boca en un gesto amargo: siempre caían al tema doloroso, molesto, irritante, lleno de frustración; el tema de toda charla desde que habían quedado varados alrededor de ese infierno ventoso.
      —Si fuera así, no veo cómo podrían reproducirse...
      —No sé. A lo mejor pueden modelar la información de sus genes, modelarla a voluntad, quiero decir, y nos mandan una especie de mensaje de repudio en la forma de unos engendros inútiles como los que nacieron en la cápsula robot. ¿No suena lógico? No te olvides que aunque decidimos ir a recoger huevos a los lugares lo más distantes que fuera posible, al final los vientos ganaron y no llegamos muy lejos.
      —No sé...
      —Podrían haberlos "sembrado" a propósito —continuó Balselle, tratando de reafirmar la idea—. Huevos especiales para los intrusos molestos. Un presente dejado cerca de nuestros robots; señuelos para que nos rompamos la cabeza...
      —Es posible; todo es posible. —Desde que se habían enfrentado con el problema habían ideado una teoría tras otra para luego destrozarlas minuciosamente ante los resultados de la observación y el uso firme de la lógica. Pero el misterio seguía sin resolver.
      De los huevos recogidos nacían cosas sin sentido, incapaces de vivir más de unos minutos, fuera cual fuera el tamaño, color o forma del individuo que lo hubiese puesto.
      Habían intentado mil maneras de descubrir la falla. Los sensores de la nave controlaban y registraban continuamente —o mejor dicho, toda vez que las tormentas terribles lo permitían— un territorio de diez mil kilómetros cuadrados, cuyo centro era la base. Cada ser vivo en la zona era registrado y se controlaban sus movimientos. La computadora tenía un modelo bastante completo de las costumbres de los huracanianos; sus modos de convivencia, migraciones, excursiones a la búsqueda de alimentos, deposición de huevos y acoplamientos sexuales, ocurridos al parecer entre cualquier individuo con cualquier otro, sin ninguna regla de tamaño, forma o color. De aquí que consideraban a todos los huracanianos como una especie única, a pesar de sus diferencias físicas extremas. Lo único que no se había podido registrar era nacimientos. Aparentemente —si las leyes de probabilidad se cumplían también en ese planeta y no estaban siendo burlados por el azar— sólo ocurrían durante las tormentas, y en esos momentos todo se ennegrecía —anulando la observación desde órbita—, todo aullaba, y los observadores humanos, que no tenían equipo previsto para semejantes manifestaciones meteorológicas, debían quedarse esperando frente a sus pantallas, mordiéndose las uñas y especulando sobre qué podía estar pasando. La cuestión era que después de la tormenta los huevos habían eclosionado (si no todos casi todos) y no había forma de saber con seguridad si habían nacido nuevos individuos, si algunos de los viejos habían viajado desde otras zonas fuera de la controlada o si los pequeños estaban escondidos de alguna forma inverosímil... La tormenta producía un hueco de sucesos imposible de interpolar en la secuencia de la computadora, así que el misterio persistía, empujándolos casi a la desesperación.

Otro día:
      —¿Algo nuevo?
      —¿Hum? —Ysko estaba abstraído frente a la pantalla. Había pasado toda la noche ahí, trabajando. Balselle esperaba que hubiese encontrado algo.
      —¿Hay algo nuevo? —insistió.
      Ysko levantó la vista y señaló la pantalla. —Te voy a mostrar algunas cosas. Conviene que las copies en tu módulo. Después las podemos procesar en conjunto y también cada cual por su lado. —Aunque no pareciera un método lógico, solían hacer eso para aumentar las posibilidades.
      —Está bien. —Se sentó en su pantalla y puso una mano sobre la plaqueta sensora. Enseguida el módulo la detectó y abrió la comunicación—. Adelante.
      La pantalla dibujó un conjunto de líneas bien apretadas una sobre otra, hasta que quedó delineado un contorno muy complejo.
      —Parece la V de la victoria —comentó Balselle. Ysko no contestó—. ¿Qué es?
      —Es un perfil que obtuve por sustracción. Es una forma más o menos repetida en la topología de Huracán: dos salientes redondeadas formando un ángulo de unos treinta grados, en forma de V. —Pensó un momento—. Como la V de la victoria, sí, si cortásemos los dedos siguiendo la línea externa de su contorno.
      —Sé que otra cosa parece...
      —¿Ajá?
      —Sí, es como los dibujos que se forman en la playa cuando hay mucho viento; en la arena.
      —Es cierto —disparó una orden y la imagen se multiplicó, uniendo ves hasta que se formó el dibujo clásico del viento en la arena.
      —¿Y bien? ¿Es lógico, no? —Balselle no veía qué había de nuevo—. Es un planeta muy ventoso...
      —Sí, desde ya; pero estuve observando las pautas de comportamiento de los huracanianos, más que nada cuando ponen sus huevos. —Actuó algo y las aberturas de las V, en sus extremos más alejados de los vértices, se llenaron de puntos rojos—. Es un registro de actividad promedio antes de una tormenta.
      —Se juntan en las bocas de las V —Ysko asintió—. ¿Y qué hacen?
      —Según los registros, ponen los huevos.
      Balselle se quedó mirando a su compañero con intensidad. Estaba flopeada en F. Sonrió. —Genial, ¿y qué significa?
      Ysko se rascó la cabeza. Tenía los ojos irritados. —Se pelean —contestó.
      —¿Se pelean?
      —Luchan por un lugar; se pelean por los sitios donde poner los huevos. Cada uno tiene dos o tres, a veces sólo uno, y no quieren dejarlos en cualquier lado. Pelean por los lugares; cada vez más fuerte y más intensamente a medida que la zona se va llenando. Y hay más... —Se quedó pensativo. La pantalla mostró los puntos rojos pasando a violeta, luego a azul, después amarillo, verde, naranja, blanco... y rojo de nuevo.
      —¿Qué? ¿Qué más?
      —Poco después de que termina una tormenta vuelven a poner huevos... casi exactamente en los mismos lugares. Y vuelven a pelear. Parece como si todo se repitiera, aunque no son siempre los mismos individuos. Durante las tormentas algunos mueren, otros... aparecen.
      Balselle ya conocía esa parte del enigma, y era algo que la/lo irritaba tanto como el problema de los nacimientos fracasados en el laboratorio. Los huevos eclosionaban en el transcurso de la tormenta —era fácil comprobarlo: luego de una aparecían miles de cascarones rotos y vacíos—, pero no aparecían los pequeños, los individuos jóvenes. Sólo había adultos. Seres desarrollados del todo.
      Ysko se levantó, visiblemente agotado. Necesitaba un buen descanso. Antes de salir preguntó:
      —¿Alguna idea?
      Balselle siguió mirando la pantalla y no contestó.

NOTAS (Balselle):
      Los recién nacidos, una vez fuera de su cascarón, se retuercen continuamente y supuran un líquido corrosivo que, si bien no ataca su piel durísima, por lo menos la ablanda. Se mantienen vivos durante bastante tiempo, alimentados desde una especie de placenta muy capaz. Sus estructuras son extremadamente improbables, ridículas. Por lo general son pura masa carnosa, sin un solo órgano de apoyo. La mayoría de las veces no tienen ni siquiera la capacidad de asimilar alimentos, mucho menos respirar. Otros...
      No hay individuos jóvenes, no hay pequeños, no hay recién nacidos. Los huevos eclosionan normalmente, pero nacen esas cosas (ver grabación).

3
Dejó el desayuno a un lado y encendió una pantalla ahí, en la misma mesa. Inmediatamente apareció el dibujo de la V y la serie de puntos de color rojo. Unos segundos después algunos de los puntos se volvieron amarillos. Unos pocos.
      Ysko había aprendido a no interrumpir. Un momento de concentración roto podía alejar para siempre la solución del problema.
      Observó.
      Había doce puntos amarillos en un conjunto de más de cien de color rojo. Resaltaban furiosamente.
      Balselle interactuó algo con su módulo y la distribución cambió. Puntos violetas y puntos amarillos. Después verdes y amarillos. Y así sucesivamente.
      Los amarillos siempre eran doce.
      —¿Qué es eso? —se animó a preguntar.
      —Son los bien recibidos; los que no tienen que pelear.
      —¿Cómo? —No entendía nada.
      —Detecté una pauta de conducta diferente en algunos seres. Parece haber una clase que no tiene que pelear para depositar sus huevos; al contrario: es como si los esperaran, ya que siempre los reciben bien...
      —¿Y son doce en todos los casos?
      —Para esta hondonada y esta secuencia de días en particular sí; pero el número varía.
      —¿Puedo ver?
      —Sí, dale.
      Ysko apartó la comida y activó su pantalla. En un segundo tuvo en su propio módulo los datos procesados por Balselle. Empezó a observar.
      Cada hondonada tenía su propio diseño de puntos. Siempre aparecían los de color amarillo, y se podían encontrar desde cuatro hasta sesenta según el tamaño de la V. Sonaba raro que fueran "bien recibidos", como decía Balselle: tenía que significar algo, algo importante.
      —¿Tenemos registrados cuáles son los seres que ponen esos huevos? ¿Alguna clase en especial? —Había huracanianos de muchas formas: mil ciento treinta y ocho observadas hasta el momento; desde seres pequeños con dos miembros delanteros y dos traseros/inferiores hasta monstruosidades con ocho o más piernas (si se les podía llamar así a esas extremidades blandas, sin articulaciones) y hasta tres juegos de apéndices sensorios. Pero todos eran de la misma especie, la única en el planeta. Copulaban —o cómo se le quisiera llamar a su acto sexual— entre sí sin distinción de forma, y todos, sin excepción, ponían huevos.
      —No, no son de una clase en particular; por lo que vi puede ser cualquiera. Porcentualmente hay más de los de dos y dos extremidades, pero es por la traslación del porcentaje de existencia de individuos de esa forma. Quiero decir que, al ser el tipo más común, hay más de esos para convertirse en los "bien recibidos", sea como sea que ocurra...
      —¿Y los huevos que ponen? —También había diferentes clases de huevos; alrededor de doce registradas hasta el momento.
      Balselle buscó algo en el banco de datos y entonces apareció al lado de cada punto amarillo una serie de números. Ysko silbó: el número era el mismo todas las veces. Siempre.
      Balselle estaba boquiabierto (fase M). —Son todos de la misma clase —dijo, incrédulo.
      —Bueno, tenemos que conseguir uno de esos. Por algo serán tan bien recibidos, ¿no?

NOTAS (Ysko):
      La oscuridad durante las tormentas es total: no se puede filmar.
      No nos animamos a diseccionar. El código no es muy claro, pero interpretamos que está prohibido. (Ver Ex 10003, C. XXIII, L. 3378)
      Una clave es la temperatura: mucho frío debilita a los huevos. Moviéndolos un poco los embriones despiertan y se sacuden hasta resquebrajar las cáscaras por completo.

4
El robot caminaba aplastado sobre la superficie, tirando de la cuerda con ritmo pausado pero sostenido. Unos metros detrás lo seguía otro, con movimientos tan idénticos que parecía un espejismo, una imagen duplicada por algún fenómeno nuevo, propio de ese planeta tan terriblemente cruel.
      El viento tironeaba sin parar a unos ochenta kilómetros por hora: una brisa suave para Huracán. Cada vez que los robots llegaban a un ancla disparaban otra con un artefacto muy parecido a una ballesta. La lanza, que arrastraba una cuerda liviana de steelon, subía decenas de metros mediante un micronog y luego caía relampagueante, todo su peso recobrado, para clavarse profundamente a un centenar de metros más adelante.
      Ysko había comparado una vez esa forma de avanzar con la de los montañistas trepando un monte de miles de metros en la Tierra, con la diferencia de que aquí la fuerza con que se luchaba no era la de la gravedad, sino el empuje constante de las inquietas masas de aire de Huracán. Era una comparación correcta, ya que el esfuerzo resultaba parecido.
      Los robots se arrastraban con dificultad, controlados desde la nave en órbita. A corta distancia correteaban los habitantes del viento: miles de seres, todos distintos aunque pertenecientes a una misma especie —o por lo menos capaces de fertilizarse entre sí—, felices con su mundo atroz e inhóspito, ignorando que ellos —extraños exponentes de otra biología— los espiaban desde las cámaras de los robots, buscando aclarar sus misterios más profundos.
      Ysko, tensionado, transpiraba frente a la consola. Los dedos le resbalaban sobre los comandos; no era fácil controlar los movimientos de esas máquinas complejas desde la distancia que imponía la órbita. A veces, mientras los servomecanismos realineaban las antenas, el enlace se cortaba por instantes y la imagen perdía continuidad, congelándose un momento. Cuando eso pasaba, reconstruir la situación verdadera de los robots era un esfuerzo mental doloroso. Por desgracia los equipos no estaban preparados para ese ambiente tan cruel, de modo que la compensación de la fuerza del viento, que se podía haber hecho en forma automática, la debía solucionar el operador con sus dedos doloridos.
      Gran parte del material de que disponían casi no servía para superar las dificultades que creaba la meteorología de Huracán. Habían modificado lo que pudieron, usando todo lo que encontraron en la nave. Pero muchas situaciones o eran insalvables o se debían solucionar a medias, como se pudiera.
      Ysko y Balselle, dentro de su desgracia, habían tenido algo de suerte. Obligados a una espera de casi un año en una escala que debería haber sido de sólo unos días, a causa del accidente de Marima-lii, la única nave hiperlumínica que recorría esa zona de la galaxia —aparte de la que los había dejado en ese punto de transbordo, que regresaba por otro camino y además no era de origen humano—, habían encontrado una ocupación que los ayudaba a superar la monotonía de la espera.
      Estando a más de setecientos años luz del primer punto civilizado conocido, se encontraban de pronto condenados a un encierro peor que el que se pudiera sufrir en el más hermético de los presidios. El espectro electromagnético estaba silencioso (setecientos años atrás Jeppener, la colonia más cercana, no albergaba vida inteligente), así que se veían limitados a pasar y repasar mil veces la cintoteca ínfima de la nave. Por eso que, poco después de haber recibido la cápsula con un mensaje que decía lacónicamente que lo lamentaban, pero debían esperar once meses-Tierra la llegada de la combinación Theddlethorpe-Hinojo-Xoc Xareu a causa del infortunado accidente, comprendieron que estaban varados en esa zona solitaria del espacio y empezaron a mirar a su alrededor, a la búsqueda de algo interesante. Y lo habían encontrado: la biología de un planeta excéntrico, que habían bautizado Huracán a falta de una inspiración mejor.
      Pero ellos no eran biólogos, ni tampoco tenían formación suficiente en cibernética para modificar en profundidad el funcionamiento de los robots de servicio de la nave. Así que, más con tozudez que con conocimientos, habían luchado para encontrar soluciones. No podían hacer descender la nave, que era una navecilla secundaria pensada exclusivamente para el traspaso de pasajeros entre los cruceros comerciales mayores, así que habían enviado a tierra dos lanzaderas con los robots y herramientas y materiales diversos rescatados de la bodega de mantenimiento. Y esos eran todos sus recursos, más las ganas de entretenerse y su imaginación forzada al máximo.
      Balselle había ideado el sistema de ballesta y ancla lanzable y se había pasado días fabricándolas, manejando herramientas inadecuadas con las extremidades torpes de los robots. Ysko había contribuido construyendo —también a distancia— un recinto primitivo de experimentación, donde observaban como podían las muestras recogidas. Con las cámaras que tenían y los sensores que habían ideado apenas si obtenían datos válidos, pero seguían adelante, ya que no tenían otra cosa que hacer. Hasta tenían miedo de descubrir el misterio y quedarse sin nada que les ocupara el tiempo. A veces se tomaban unas breves vacaciones, abandonando la investigación hasta que sentían que la cabeza les estallaba. Y entonces continuaban.
      La pantalla mostraba una imagen confusa: el viento empujaba las cámaras y las hacía vibrar. De tanto en tanto pasaban cosas volando por delante del objetivo. Balselle debía observar el paisaje a través de un enlace de video propio, concentrando su atención en la búsqueda de los huevos, cosa que Ysko no podía hacer debido a su dedicación a la parte motriz.
      Estuvieron avanzando casi dos horas, sin lograr alejarse demasiado de la base. Traspasaron una zona de vegetación espesa, frenándose todo el tiempo entre unos arbustos de hojas parecidas a pelos. Luego debieron descender por la ladera accidentada de una colina, lo que exigió un esfuerzo terrible de Ysko. En una hondonada de unos quinientos metros de diámetro, cuando ya pensaban abandonar y volver a la base, Balselle vio una concentración enorme de huevos, acomodados apretadamente y semienterrados en la arenilla. Ysko acercó con cuidado uno de los robots, hasta casi pisarlos. Balselle movió sus controles y estiró un brazo mecánico, intentando alcanzar uno de los huevos. Pero de inmediato varios huracanianos abandonaron sus actitudes pasivas y corrieron hasta la máquina. En un instante estuvieron colgados de los brazos del robot. El enlace sonoro empezó a transmitir unos golpes irregulares: los huracanianos estaban atacando, aunque por fortuna sin alcanzar los lentes de observación, lo que los hubiese dejado ciegos e imposibilitados para defenderse. Balselle giró las cámaras desesperado, hasta que volvió a visualizar uno de los huevos especiales. Tratando de dominar los nervios, extendió un miembro prensil. En ese momento el robot sufrió una sacudida fuerte, cayó hacia un costado y empezó a rodar. Por suerte el viento lo arrastró sólo unos metros hasta chocar sin mucha fuerza con el otro robot, que esperaba anclado impasiblemente en la superficie reseca. Balselle, temblando de excitación, como si estuviese presente físicamente en esa escena infernal de viento, giró la cámara de un manotazo y apuntó con el objetivo hacia el brazo mecánico del robot. Ysko gritó, aferrando sus controles; Balselle movió el brazo y lo introdujo dentro de la coraza.
      Tenían el huevo. Lo habían conseguido.
      Los huracanianos se quedaron formando una guardia frente al depósito, decididos evidentemente a resignar la pieza perdida a cambio de la seguridad del resto. Mientras Ysko giraba los robots y emprendía la retirada, Balselle apuntó su cámara para ver cómo un huracaniano extraño, con un cuerpo grotesco, se sentaba en el hueco dejado por el huevo robado. Los demás se movían nerviosos a su alrededor, como danzando un complejo ritual de fertilidad.

NOTAS (Ysko):
      Exudan los excrementos por poros repartidos en todo su cuerpo, envueltos en una baba que forma burbujas. Estas "burbujas" son arrancadas por el viento continuo y llevadas a grandes distancias. De este modo se favorece el intercambio de materia orgánica en zonas extensas del planeta.
      Bien recibido: algo más liviano, color levemente rosáceo, alargados (pepinos).
      Se agarran de las plantas, que parecen pelos largos y erguidos. Si ruedan, arrastrados por el viento terrible, no les pasa nada. (La gravedad baja influye.)

5
Ysko estaba absorto manejando los controles a distancia del laboratorio. Balselle no compartía el entusiasmo. En cuanto completaron la expedición, acicateado por una duda que le rondaba casi subconscientemente, revisó sus notas y encontró lo que temía: ya habían registrado dos casos de eclosión de huevos de ese tipo y en ambas ocasiones el nacido había resultado tan bazofia como los otros: un amasijo alargado de fibras musculares sin sentido, incapaz de sobrevivir. Pero no se animaba a causar semejante desencanto en Ysko: él había puesto todas sus esperanzas en lo que pudiese develar el estudio de esos huevos "bien recibidos", así que prefería no intervenir, dejando que se entretuviera con la investigación. Al fin y al cabo esa era la razón por la que habían empezado a meter sus narices en el misterio: para pasar el tiempo, para evitar el aburrimiento que los destruía. Debía respetar los momentos de concentración de Ysko; era un reglamento implícito que cumplían siempre, religiosamente. Lo dejó trabajar, deseando inconscientemente que ocurriese un milagro, que tuviera éxito.
      Pero Balselle tenía ahora entre manos una cosa mucho más apasionante, que por el momento, en una actitud tal vez infantil, no deseaba compartir con su compañero. En el instante de mayor confusión de la lucha con los huracanianos había visto algo increíble. Al mismo tiempo que el robot era atacado, Balselle había llegado a manotear un objeto que le parecía más importante que la investigación en la que se habían embarcado.
      Desde su pantalla, deseando que la lanzadera fuera capaz de retornar a la nave para tocar con sus manos esa rareza magnífica, Balselle movió los dedos manipuladores del robot, haciendo girar el tesoro frente a la cámara.
      La pieza era pequeña: cabría perfectamente en la palma de una mano. Representaba a un huracaniano, sin duda, aunque algo extraño. La intuición le dijo que era una figura idealizada, algo así como un dios.
      Era de piedra. La cabeza estaba provista de los apéndices sensorios normales, tallados toscamente, pero alrededor de ellos, representados con perfección exquisita, había una corona de brazos muy delgados, más de treinta por lo que Balselle llegaba a contar en la pantalla, rodeando la "cara" del huracaniano como una melena de león y continuando por delante hasta cerrarse como una gran barba. En la parte inferior de la figura había una cantidad similar de miembros, tomando la forma de una pollera acampanada. Cada una de las extremidades estaba terminada con absoluto detalle, a la perfección.
      Era una obra de arte; arte alienígeno. Un verdadero tesoro.
      Sin decirle nada a Ysko, abandonó la investigación biológica y dedicó toda la capacidad de sus neuronas a encontrar un modo de traer esa estatuilla hasta la nave. Tal como Balselle imaginaba, Ysko fracasó rotundamente con el huevo, y después de eso se dedicó a rever una y otra vez la película del nacimiento. Estaba muy nervioso, no le hablaba, se mostraba cada vez más irritado. Poco a poco se fueron alejando.
      Una tarde Balselle no pudo soportar más. Apagó las proyecciones de las paredes de un manotazo, anuló la música y se lanzó, en un estallido de audacia, hacia la habitación de Ysko.
      La nave tenía paneles deslizantes en las entradas de todos los ambientes. Sin necesidad de conversarlo —y por un acuerdo inconsciente— habían dejado las cerraduras sin programar, de modo que no existían áreas privadas o de acceso personal único dentro del limitado mundo de metal.
      El choque fue violento: la puerta de Ysko se mantuvo cerrada. Unos segundos después del impacto, mientras Balselle se frotaba la nariz lleno de rabia y dolor, se oyó la secuencia de pitidos agudos de la cerradura electrónica y entonces el panel se deslizó, mostrando a un Ysko furioso en el umbral.
      —¿Pero qué mier... —empezó Ysko, cargado de agresividad, pero enseguida se dominó y cambió de tono—: Puta, ¿te golpeaste? —se acercó a Balselle y le estudió la nariz enrojecida—. No sé para qué se me habrá ocurrido programar esa porquería de... —se interrumpió, miró para todos lados confundido y después se corrió a un lado. Estaba cubierto de transpiración—. ¿Querés pasar?
      Balselle entró en silencio. El cuarto olía a encierro.
      —No te preocupes —Balselle usó el tono más suave que su irritación le permitía—, no me pasó nada. —La nariz le estaba ardiendo, pero se aguantó la bronca.
      —Bueno... Sentáte... ¿Querés tomar algo?
      —No, gracias. —Balselle se acomodó y vio la pantalla encendida sobre la mesita de trabajo. Mostraba la representación gráfica de un huracaniano cortado en pedazos. El dibujo estaba cubierto de flechas, líneas punteadas e indicaciones muy pequeñas en blanco, que Balselle no llegaba a leer. Parecía una lámina medioeval de medicina.
      Pensó enseguida en algo terrible: una guía de disección. No se atrevió a decir nada.
      —Me alegra que hayas venido de visita —Ysko se sentó en la silla que tenía frente a la pantalla y la apagó haciéndose el distraído. Sonrió con esfuerzo—: Ultimamente estamos un poco apartados, ¿no?
      Balselle tenía un nudo apretado en la garganta: lo poco que había visto no le había gustado. Disimulando, guardó el holograma de la estatuilla en un bolsillo. No dijo nada. Había cambiado de idea.
      —¿Y bien? —Ysko, con un esfuerzo que le tensaba todos los músculos, buscaba aparentar normalidad; pero Balselle lo conocía bien: estaba nervioso, extremadamente nervioso—. ¿En qué andás? ¿Alguna pista nueva?
      Balselle pensó a toda velocidad. ¿Decirle ahora que había descubierto algo importantísimo? ¿Después de semanas de guardar el secreto para sí? Tenía miedo de su reacción. Decidió mentir.
      —Quería decirte que revisé los archivos... —tragó saliva con dificultad, dominándose, y agregó:— Esta mañana busqué la lista de nacimientos fallidos y... bueno... yo no me acordaba pero... ya había registrado nacimientos de esos huevos y...
      Ysko se rió.
      —¡Los huevos alargados! —Una carcajada—. ¡Pero si ya los abandoné hace rato!... Son la misma basura que los demás.
      Balselle lo miró fijamente.
      —Entonces... —no pudo evitar el tono acusatorio.
      —¿Entonces qué? —Ysko dejó de reír. Cerró los puños.
      —¿Qué estás haciendo con los huracanianos? —miró involuntariamente hacia la pantalla. Ysko se puso rígido. Cada gesto, cada parpadeo era un mensaje: se conocían muy bien. Siguió con un hilo de voz—: ¿No estarás jugando a carnicero con esos pobres...?
      Ysko se puso de pie con brusquedad. Encendió la pantalla de un manotazo. Puso la palma en el sensor y las imágenes se sucedieron vertiginosamente. Balselle vio por instantes infinidad de gráficos mostrando hondonadas llenas de trazos de un blanco intenso, aparentemente representaciones de trayectorias del viento; algunos pequeños, otros ampliados y llenos de crucecitas de colores, números y anotaciones apretadas que no llegó a leer. Después siguió un desfile de dibujos similares al que había vislumbrado al entrar: huracanianos partidos en pedazos, con líneas indicadoras en todos los cortes y flechitas superpuestas con comentarios, que tampoco pudo interpretar. Pero todas las imágenes eran dibujos, creaciones gráficas de la computadora. No había tomas reales de video.
      Suspiró.
      —¡Esto es todo lo que logré! —gritó Ysko al borde de la histeria—. ¡Mierda, mierda y más mierda! ¡Dibujitos de mierda! ¿Qué clase de monstruo te creés que soy? ¿Qué pensás que me paso haciendo todo el día sentado acá, hirviéndome los sesos con basura? ¿Disecciones? ¿Cortando en pedacitos a esos gusanos idiotas? —Se sentó en el borde de la cama con la cabeza entre las manos—. Andáte —dijo con suavidad.
      —Pero Ysko, yo... —Balselle no sabía qué decir.
      —Andáte.
      —Es que yo...
      Ysko levantó la cara y lo miró con una mirada terrible.
      —¡Andáte! —gritó.
      Balselle pegó una trompada en el aire y se fue.
      Pasaron semanas. Balselle se empantanaba más y más en sus cálculos balísticos. Había separado los pequeños eyectores de ajuste de una lanzadera, dieciséis en total, y estudiaba cómo distribuirlos para lograr un empuje parejo lo suficientemente fuerte y controlable como para poner un depósito conteniendo la estatuilla en una órbita cercana a la de la nave. Ysko estaba hosco; había quedado dolorido por el incidente y después se había molestado aún más al captar que Balselle no seguía con la investigación. Desaparecía desde la mañana y no iba a almorzar hasta que Balselle se retiraba del comedor. A la noche salía de su habitación con los ojos enrojecidos, como si hubiese trabajado horas frente a la pantalla, le gruñía unos monosílabos y después se encerraba en sí mismo, tomando mezclas alcohólicas hasta quedar frito en un sillón.
      Casi sin quererlo, Balselle empezó a relacionar a la estatuilla con el misterio de los nacimientos frustrados. El inconsciente le decía que ahí había una clave, una información valedera para extraer. Empezó a dormir mal.
      Tuvo varios sueños:
      En uno de ellos aparecía desnuda (fase F) corriendo por una playa, perseguida por un grupo numeroso de huracanianos. Se oía silbar al viento, pero el aire alrededor de ella se mantenía quieto. La playa estaba marcada por unos dibujos no muy grandes en forma de V, en los que se veían unos escarabajos pequeños que se arrastraban penosamente. Los huracanianos se movían en silencio, espectrales, tan sincronizados en su avance que parecían un ser único, un monstruo de cuerpos múltiples unidos por conductos invisibles.
      Corría y corría, siempre en dirección al agua, pero el mar retrocedía constantemente ante ella: no podía alcanzarlo. Cuando ya no daba más e intentaba detener su carrera la arena resultaba ser resbalosa como grasa, de modo que empezaba a deslizarse por la playa como si estuviese haciendo surf. La sensación era vertiginosa pero placentera. Se reía.
      Los huracanianos seguían persiguiéndola. Parecían tener cada vez más y más piernas, lo que los ayudaba a correr mejor. La iban alcanzando con rapidez, hasta que la sobrepasaban por ambos costados y la rodeaban con un movimiento envolvente. Uno de ellos se separaba del grupo, colocándose delante de ella, redondeaba sus extremidades y empezaba a deslizarse por la arena al revés, de espaldas al movimiento, enfrentándola con sus facciones inhumanas. Tenía una gran corona de brazos y en cada uno llevaba un huevo.
      La carrera seguía interminablemente, hasta que se despertaba o pasaba a otro sueño. A veces el huracaniano detenía su carrera de repente y entonces se producía un choque doloroso. Balselle terminaba revolcándose por la arena mientras trataba de escapar de en medio de una montaña de miembros y pedazos mutilados. Se despertaba gritando.
      Había otro sueño más sencillo: Balselle andaba a oscuras, desgarrando unos velos que parecían una mezcla de gasa, seda y telas de araña. En un momento cualquiera rompía uno y se encontraba en medio de una tormenta aullante. Veía entre las sombras a huracanianos que se posaban sobre sus huevos e introducían a través de los cascarones unos apéndices extraños, que nunca les había visto. Los huevos se hinchaban violentamente hasta estallar. De entre los restos salían unos seres rozagantes, ridículos, que se ponían a danzar sin música en una coreografía demente.
      Cuando Balselle intentaba acercarse los velos se cerraban, dejándolo en una oscuridad total. A veces el sueño recomenzaba; en otros casos se despertaba ahogado, manoteando el aire.
      Entre pesadilla y pesadilla la presión y los nervios aumentaron. Una noche Balselle ya no pudo dormir. Su mente trabajaba a toda velocidad, pensando machaconamente: Los miembros de los huracanianos, los miembros de los huracanianos, los miembros de los huracanianos...

Se acercaba lenta, lentamente, y cada vez le volvía a pasar lo mismo: adoraba esos miembros perfectos, maravillosos, mientras que el resto del cuerpo le parecía repulsivo, casi insoportable. Como otras veces, se entretenía en cada pliegue, en cada textura, en cada poro, absorbiendo la información con calma, detalle a detalle. Mientras tanto, muy despacio aunque no de modo consciente, sus entrañas modelaban, tejían cadenas, combinaban en forma inexplicable los ladrillos de su fábrica mágica; manipuleando la vida. Lleno de gozo, sólo era consciente de una cosa: serían especiales, deseados, únicos... No todos tenían esa suerte.
       

6
Ysko había estado en el panel de control del laboratorio durante horas. De pronto salió y se acercó al bar.
      —Ys, tengo una teoría —dijo Balselle con suavidad.
      —¿Ah sí?
      —Sí. Creo que encontraste la solución...
      Ysko se quedó congelado en una posición intermedia, con la mano a medio centímetro del vaso. Por un momento todos sus músculos se pusieron rígidos, pero luego se relajó. Tomó el vaso.
      —Ysko, la bebida te está haciendo mal...
      —¡Qué mierda te...! —saltó él con la cara enrojecida, casi dispuesto a pegarle; pero Balselle había flopeado a F y lo miraba con una expresión que lo desarmó.
      —Ysko, no lo niegues... Encontraste la solución de nuestro enigma.
      —Yo...
      —No te tortures —dijo Balselle, apoyándole una mano en el brazo; él lo retiró con brusquedad y se sirvió la bebida—, yo también tengo algo que confesarte.
      Ysko se detuvo.
      —Sí Ysko; es una idiotez, pero los dos pensamos lo mismo... —Balselle abandonó el aire de misterio que había adquirido y se echó a reír con nerviosidad—. ¡Mierda, somos unos estúpidos de primera! —dio una palmada en la mesa y encendió la pantalla. Apareció una figura conocida.
      Ysko vio el dibujo y levantó la vista asombrado.
      —Sí... ¡Sí, sí y sí! Yo también la encontré. Y yo tampoco quise decírtelo para evitarte el aburrimiento y la sensación de derrota por haber sido yo quien lo había descubierto. ¡Estuvimos falseándonos todo el tiempo como unos buenos idiotas!
      Ysko dejó el vaso en una mesita y se tiró despatarrado en un sillón. Activó su pantalla y puso en movimiento una secuencia de imágenes que, como en un dibujo animado, daban la sensación de tener vida. Había un huracaniano que se deshacía en pedazos con lentitud, como si explotara en cámara lenta, y después implosionaba y volvía a unirse una y otra vez, en un ballet interminable. No había gran diferencia con la representación de Balselle.
      Ysko se rascó la cabeza y empezó a reír sin control, de una manera tan cómica que Balselle se tentó irremediablemente. En unos segundos las carcajadas de los dos se hicieron atronadoras. Terminaron abrazados, riéndose alocadamente de sí mismos, mojados por lágrimas de risa.
      Ysko había descubierto la clave luego de romperse la cabeza durante semanas. Lo que nacía de los huevos alargados no era algo sin sentido o inútil, como parecía ser si se lo observaba esperando —como era lógico— algo más complejo: un individuo completo, el ser recién nacido, sino que esos aparentes fracasos eran extremidades flexibles compuestas de pura masa muscular: brazos y piernas; una porción funcionalmente completa de un huracaniano.
      Balselle analizó algo que tenía una relación estrecha: Sólo un endiosamiento de las extremidades podía impulsar a esos seres a tomarse tanto trabajo en el tallado de los brazos y piernas de un ídolo de piedra. De ahí, merced a un esfuerzo en parte consciente y en gran parte insconsciente, los dos habían llegado a la misma conclusión: en un planeta ventoso como Huracán los que sobrevivían mejor eran los dotados de más extremidades, ya que sobrepasaban las tormentas agarrándose de esas plantas que parecían pelos. Por eso había "bien recibidos": de algún modo sabían que uno de ellos portaba un huevo que gestaría una extremidad, así que lo trataban con una deferencia especial, signada por el instinto de supervivencia.
      La solución final era obvia. Si algunos huevos —los alargados— contenían miembros, los otros debían contener las demás partes del cuerpo de un individuo; cada una de las piezas necesarias para armarlo.
      Los huracanianos ponían sus huevos dentro de las hondonadas —que actuaban como guías amplificadoras del viento— impulsados por un instinto misterioso que los llevaba a distribuirlos con una precisión matemática. Definían el lugar de un modo tan exacto que, si un congénere coincidía y lo disputaba, peleaban con furia por él. Después la meteorología de Huracán se ocupaba de todo: el empuje atroz del viento durante una tormenta lanzaba los huevos unos contra otros en un juego de billar enloquecido de exactitud increíble. Los huevos seguían los caminos que definía el declive natural de las hondonadas y terminaban en un gran amasijo de cascarones rotos y partes corporales amontonadas, más o menos, en un orden prefijado. Por algún mecanismo biológico de afinidad —marcadores químicos, o algo similar— las partes se unían como un rompecabezas, todo ayudado por las sacudidas que daban los embriones al ser liberados y el líquido que supuraban. Y de semejante proceso aparecía un huracaniano. O varios. Todo dependía de la cantidad de huevos acumulados, del tamaño y la forma de la hondonada, y también un poco del azar. Por eso la variedad alucinante de formas corporales: el nacimiento de los huracanianos era un juego de armar y las piezas encajaban de muchas maneras distintas.
      No era difícil de entender, aunque llegar a la solución les había llevado meses: casi exactamente lo que querían gastar.
      La misión estaba cumplida.

Epílogo:
      Completaron la espera con una reconciliación interesante y agitadísima. Como de vez en cuando decidían descansar, completaron los cálculos orbitales de Balselle, logrando poner la cápsula con la estatuilla en una órbita más o menos regular. Luego les tocó sufrir: la órbita se iba cerrando con lentitud hacia el pozo gravitatorio. Por suerte la nave interestelar llegó justo a tiempo, desvaneciendo la terrible sensación de que iban a perder su tesoro para siempre. El capitán fue razonable y, aprovechando la maniobra de acercamiento, recuperó la cápsula. La exhibición en la gran nave fue irremediable y causó revuelo y admiración entre los miles de pasajeros. Es evidente que alguien tomó un holograma muy bueno
y tal vez una muestra de material ya que hoy existen innumerables copias en toda la galaxia.
      Cuando el vuelo se acercaba a
Xoc Xareu, Ysko y Balselle habían programado un cambio de pasajes. En un principio el destino de Ysko era Mompox-en-la-estela, mientras que Balselle iba a Gemma-2, pero en los últimos días de escala habían decidido continuar juntos. Sin embargo, algo debe haber pasado luego de que ambos recibieron la jugosa indemnización que les correspondía por los once meses de espera, ya que cada uno siguió camino por su lado.
      Y debe haber sido una pelea irreparable porque —dicen— nunca más se volvieron a ver.



Eduardo J. Carletti (datos en la Enciclopedia) ganó en 1986 el premio Más Allá con este cuento.



Publicado originalmente en la revista Axxón número 36