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En una de esas nubes luminosas de propaganda, tan de moda en los últimos tiempos, centelleaba con letras de oro, entre los dos cipreses, el nombre famoso Inocente Maquiavelo Reforzado... Inocente Maquiavelo Reforzado, en letras de oro sobre dos círculos iguales y rosados...
Detrás del arbusto, agachado para pasar inadvertido a las parejas que salían del parque, Jacobus Rándom revisó por última vez los diales de su pistola atómica. Aquel era su primer asesinato, y Rándom estaba dispuesto a hacerlo bien.
El sendero estaba solitario. El lento rumor de los pasos de la última pareja se apagó, esfumándose en el suave susurro de la brisa. Jacobus Rándom quedó solo. Tan solo que un pensamiento lo inquietó: "¿Y si no viene? ¿Y si me equivoqué y no es este el lugar?"
Pero no; no había por qué preocuparse; era temprano todavía: apenas un poco más de las ocho y media. Bien claro le habían dicho los detectives: "La persona que a usted le interesa ha sido oída citándose telefónicamente con una dama. Dijo que la esperaría en el parque, entre los dos cipreses, a las nueve..."
Porque todo había empezado con aquel nombre... Por aquel nombre estaba Jacobus Rándom allí, en el parque, acechando a un hombre...
Hubo la sombra fugaz de un murciélago sobre la nube luminosa, y Jacobus Rándom, sin proponérselo, se encontró viviendo otra vez la increíble serie de acontecimientos que lo trajeron al parque y pusieron una pistola atómica en su mano...
Tres meses atrás, Jacobus Rándom estaba en su despacho de presidente de la One-Two Company, una de las dos principales fábricas de corpiños del planeta; su gran despacho blanco de plástico imitando mármol, con el escritorio reproducción exacta del Partenón, el famoso templo de la Acrópolis de Atenas... ¿o de Roma? Quizá ni el decorador lo sabía. La culpa la tenía esa condenada moda que quería revivir en pleno siglo XXII la arquitectura clásica.
Era temprano todavía, y apenas si Jacobus Rándom se había instalado en su silla curul, copia exacta de la usada por un senador romano del siglo I, cuando la puerta se abrió y entró miss Gertrud, la secretaria. Con su andar rápido de empleada diligente y alerta, se plantó delante de Jacobus Rándom. Éste no pudo menos que comparar la delgada y fláccida figura de la secretaria con el cálido y rozagante retratograma de Carolyn Cónrad en sweater rojo, situado en la pared de enfrente. El mismo Jacobus lo había colgado allí para tener siempre presente, en aquella figura de relieve que respiraba serena y parpadeaba de vez en cuando, la mórbida perfección de la que casi fuera su modelo.
Jacobus Rándom suspiró. La comparación con la desmayada anatomía de miss Gertrud destacaba aún más las formas del retratograma, tan sabiamente moldeadas por el rojo tejido... "Y pensar", suspiró Jacobus, "que Carolyn pudo ser la modelo para el Inocente Maquiavelo..."
Pero ya miss Gertrud se hacía oír:
—El señor Hítler Müller desea verlo, señor Rándom.
—¿El señor Hítler Müller? —Jacobus se estremeció. Aquel era el inventor que había venido a proponerle, un año atrás, una novedad en corpiños, una novedad tan estúpida que Rándom tuvo que reírse cuando el hombre le dijo: "Hasta ahora, y desde que se crearon los corpiños, las dos partes han sido del mismo color. Mi idea, señor Rándom, es hacer las dos partes de colores bien distintos, contrastantes..."
Sí, él, Jacobus, el genio de la One-Two Company, se había reído del inventor. Y éste había ido con su creación a la Bipolaris Incorporated, la empresa rival, y Einstein Rógers, el presidente, lo había recibido con los brazos abiertos: lanzaron el Bi-Bi (Bipolaris Bicolor) y causaron sensación. Las ventas de la One-Two, a pesar de toda la propaganda hecha a su último modelo, el Inocente Maquiavelo, de satén y encaje, en una audaz vuelta a lo antiguo, habían caído a menos de la mitad...
—Dígale que espere, miss Gertrud —Jacobus hablaba con aire indiferente, le interesaba saber qué traía Müller, pero quiso disimular.
La secretaria se marchó y Jacobus paseó la mirada por la habitación. Desde su retratograma y su sweater, Carolyn Cónrad seguía respirando y parpadeando...
Con un esfuerzo, Jacobus apartó los ojos de ella y miró hacia un panel liso, de suave tinte azulado. Oprimió un botón en el borde del escritorio. Un trazo luminoso se encendió en la pared. El trazo serpenteó, dibujando lentamente una curva irregular: era el gráfico que representaba las ganancias de la One-Two... Cuando apareció el primer pico importante, Jacobus suspiró. Aquel ascenso representaba su primer gran acierto desde que había reemplazado a su padre en la dirección de la firma. El éxito lo debía al Cojín de Seda, el primer corpiño de seda que hubo en el mundo, luego de los siglos de reinado absoluto del material plástico. Jacobus había tenido ocasión de anticiparse a la evolución del público hacia las "viejas modas". El segundo pico correspondía al lanzamiento del Inocente Maquiavelo, para confeccionar el cual había tenido que redescubrir los procedimientos para hacer encajes. El triunfo había sido fulminante. Pero fulminante era también la caída del pico: la curva bajaba y bajaba en línea recta, hasta niveles jamás alcanzados de tan bajos. Aquella era la caída causada por el Bi-Bi, el corpiño bicolor inventado por el condenado Müller.
La curva, ya en rojo, se quedó titilando a un nivel bajísimo, próximo al suelo. Con un puñetazo de fastidio, Jacobus apretó el botón y la apagó.
—Hay que idear un nuevo modelo —se dijo, poniéndose de pie—; algo que supere al Bi-Bi.
Como siempre que se ponía de pie para pensar, sus pasos lo llevaron hasta el retratograma de Carolyn...
Carolyn Cónrad, la rotunda modelo que, por una simple discusión al firmar el contrato con la One-Two, había hecho pedazos el documento y se había ido con Einstein Rógers, el de la Bipolaris...
Jacobus suspiró y tocó el marco del retratograma. Lentamente, la imagen alzó los brazos y cruzó las manos detrás de la nuca, en voluptuoso movimiento... Y así se quedó, con el sweater más lleno que nunca y mostrando el broche de oro prendido en el cuello. El broche imitaba una mariposa y en él se disimulaba el dispositivo electrónico que, cuando se pronunciaba cerca cierta combinación de palabras, hacía abrirse en dos no sólo el broche sino el sweater todo. Otra combinación de palabras hacía el efecto contrario, cerrando broche y sweater en forma instantánea. Era la versión electrónica del primitivo cierre relámpago.
—Carolyn... —volvió a suspirar Jacobus, estremeciéndose al mirar aquel broche mágico que a la vez era candado y promesa, sello y puerta—. Carolyn, la mujer ideal para un fabricante de corpiños..., la mujer opulenta que no necesita usarlos... Carolyn... —otro suspiro de Jacobus. Pero no pudo seguir suspirando porque la puerta se abrió de nuevo. Y otra vez se encontró ante la desdichadamente vacía blusa de miss Gertrud.
—El señor Hítler Müller insiste en verlo, señor Rándom... Dice que si no lo quiere atender se va ahora mismo a ver al señor Einstein Rógers.
—Hágalo pasar...
Un momento después entraba un hombre alto y desgarbado, de espesas cejas rubias y rostro apergaminado; los ojos, bajo aquella cornisa de cejas, parecían mirar desde el fondo de un telescopio.
Hombre habituado a tratar con los capitanes de la industria, fue directamente al grano:
—Espero que esta vez me haga caso. No debería ayudarlo; pero a mí me interesa que haya dos compañías rivales que se peleen y no una sola. Así que cómpreme la idea, pues si tengo que vendérsela a la Bipolaris, la One-Two desaparecerá de la circulación...
—Bien... —del otro lado del Partenón, Jacobus trató de conservar la calma—. Si me dice de qué se trata...
—Se trata... —Hítler Müller se inclinó sobre el frontispicio del templo— de aprovechar el SA 1760. Está totalmente en desuso desde hace más de cincuenta años y podemos comprarlo por nada...
—Un momento... —Jacobus, como buen especialista, no sabía de nada que no fuera un corpiño—. ¿Qué es eso del SA 1760?
—SA 1760 significa "Satélite Artificial número 1760" —explicó pacientemente el inventor—. Es uno de los más grandes que se instalaron jamás y me consta que nadie lo ha reclamado desde que la Cosmarina dejo de usarlo... Con él en nuestro poder...
Un decepcionado suspiro de Jacobus lo interrumpió.
—Creí que me ofrecería algo interesante— sus dedos tamborilearon sobre el techo del Partenón—, ¡y algo más original! ¿No sabe usted que la propaganda de satélites artificiales está ya en completa decadencia? Desde que salieron las nubes luminosas, mucho más baratas y atractivas, los saté...
Ahora fue Hítler Müller quien interrumpió, con un bufido en lugar de suspiro.
—Debo tener cara de idiota o de fabricante de corpiños —gruñó—. Para usar un satélite artificial como propaganda, yo no me molestaría en hablarle, señor Rándom. Lo que yo me propongo hacer con el SA 1760 es algo distinto...; tan distinto que debe quedar entre nosotros como un secreto sagrado...
Aquí el inventor hizo una pausa, que no era necesaria, porque Jacobus estaba medio subido al Partenón, brillantes de ansiedad los ojos.
—Después de largas y pacientes investigaciones —continuó Müller—, he realizado un descubrimiento sensacional: el isótopo número 15 del carbono.
—¿El qué?
—El isótopo número 15 del carbono... No entraré en detalles porque ya veo que tendría que repetirle varias veces cada palabra. Bástele saber que se trata de un carbono diferente del común, y que es asimilado por el cuerpo humano, con un efecto sorprendente. Imagínese que con sólo respirarlo, y sin variar para nada la alimentación, un hombre podría engordar 20 o 30 kilos en pocos días. Pero lo más interesante es que el engordamiento se hace en forma selectiva: unas partes del cuerpo engordan más que otras...
Jacobus dejó el techo del Partenón y volvió a la silla.
—Sepa, señor Hítler Müller —dijo con aire cansado—, que la caridad no me interesa gran cosa. Si quiere usted engordar a la raza humana, ofrezca entonces sus descubrimientos al Patriarca y no...
—Corto de visión, como todo fabricante de corpiños —el inventor meneó la cabeza con aire de reprobación—. ¿No se le ocurre que gracias a mi descubrimiento la raza humana podría ser engordada en pocas semanas, sin que nadie lo advirtiera ni lo pudiera evitar? Por si le interesa saber, el engordamiento selectivo de la especie humana dará a los hombres un desarrollo anormal en la región abdominal y a las mujeres (escuche bien, señor Rándom), un crecimiento muy pronunciado en la región pectoral... Las razones de esta diferente reacción según los sexos no fue descubierta todavía; ha de ser sin dudas cuestión de hormonas... Pero ya sé que a usted no le preocupa el sustrato científico de un negocio. Lo que a usted le interesa es el negocio en sí. Pues bien, ¿calcula usted, señor Rándom, el fabuloso negocio que puede hacer el fabricante de corpiños que sepa con la debida anticipación que dicho engordamiento selectivo se va a producir?
—No llego a verlo, señor Müller —algo mareado, Jacobus parpadeaba como si tuviera una basura en un ojo.
—¡No llega a verlo!... ¡Y ha llegado a ser presidente de una empresa como esta! Por Zeus, ¿es usted miope? ¿Se lo tengo que dar por escrito? —ahora fue Hítler Müller el que se acostó sobre el techo del Partenón, en un colérico esfuerzo por unir su nariz con la de Jacobus—. ¡Imagínese, señor Rándom —continuó a gritos— que usted me compra mi descubrimiento! ¡Imagínese que entonces yo, financiado por usted, desde luego, instalo en un satélite artificial (el SA 1760, por ejemplo) una planta automática para producir el isótopo 15 del carbono...! ¡Imagínese que todo el I 15 C, así producido, es entregado a la atmósfera, hasta saturarla...! ¡Imagínese que, entretanto, usted ha puesto a todas sus fábricas a fabricar corpiños de medida gigante...! ¿Le cuesta mucho imaginar que su compañía monopolizará tranquilamente, y sin violar ninguna ley comercial, toda la industria? ¿Le cuesta mucho imaginar que en sus manos estará la ruina de todas las otras compañías, en especial la Bipolaris; pues, una vez producido el engordamiento selectivo, todos sus stocks de medidas normales serán invendibles? —Hítler Müller se enderezó, mientras el maxilar inferior de Jacobus colgaba sin fuerza—. Pero ya veo que usted no puede imaginárselo. Iré a hablar con Einstein...
—¡No! ¡Usted no habla con nadie desde ahora! —saltó Jacobus con los ojos húmedos y las manos temblorosas de emoción—. ¿Cuanto vale su descubrimiento?
—Cincuenta millones; más un millón por la instalación de la planta en el SA; más cinco millones como indemnización por el engordamiento de mi abdomen. Total: Cincuenta y seis millones.
—¡Es mucho dinero!
—Voy a ver a Einstein Ró...
—¡Usted no va nada! Pero comprenda Müller, que eso es una suma galáctica... Hágame una rebaja...
Tras un largo estira y afloja, el inventor consintió en reducir su indemnización a tres millones. Fue todo lo que Jacobus pudo conseguir.
Por fin se estrecharon la mano. Esa misma tarde, Müller se encargaría de la compra del SA y de un TI (taxi interplanetario) usado, para ir y venir al SA. La planta productora del I 15 C debería estar regando la atmósfera dentro de un mes... Para ese tiempo las fábricas de Jacobus ya tendrían acumulado un stock de corpiños gigantes como para moldear las siluetas de toda una generación.
Cuando el inventor se marchó, doblando cuidadosamente el cheque, Jacobus volvió a mirar el retratograma desde donde, lánguida pero llena de salud, le sonreía Carolyn, con la prometedora mariposa de oro brillándole en el cuello.
—Einstein Rógers quebrará, Carolyn... Y entonces tendrás que firmar contrato conmigo... ¡Conmigo, Carolyn! ¡Carolyn, la que no los necesita!
Todo anduvo como sobre carriles. En menos de una semana el TI y el SA estuvieron comprados. Una semana más, y ya Hítler Müller, luego de un sinfín de viajes, tenía en el SA todo lo necesario para producir el I 15 C. Claro que pudo haberlo hecho en la quinta parte del tiempo, si hubiera contado con ayudantes, pero como el secreto era fundamental, el inventor tuvo que arreglárselas solo, haciendo tanto de chofer como de director técnico.
Desde luego, Jacobus Rándom no se durmió: sus fábricas hirvieron de actividad noche y día. Tuvo que triplicar los obreros robots, pero eso no resultó problema. Sí lo fue conseguir depósitos donde acumular tanta mercadería en un planeta ya casi desprovisto de espacios aprovechables. Rándom se las arregló alquilando los silos submarinos construidos por Australia para almacenar su producción de lana antes de que el _lanón_, el último plástico a base de aluminio, desplazase del mercado al venerable producto ovino.
Por supuesto, Einstein Róger, el presidente de la Bipolaris, no tardó en hacerse presente en el despacho de Jacobus.
—¡Esto sí que es algo inesperado! —dijo Jacobus, todo sonrisas, levantándose para recibirlo.
Róger se tomó su tiempo para contestar: se sentó sobre un ala del Partenón y, encendiendo un cigarrillo, miró al retratograma. Carolyn estaba ahora de perfil, luciendo mejor que nunca el sweater rojo.
—¿Nunca te resignaste, eh, Jacobus? —dijo por fin Róger.
—Te confieso que no, Einstein... Pero no te guardo rencor: no pierdo las esperanzas de traerla para la One-Two...
Róger sonrió con aire de superioridad. Esa mañana las ventas del Bi-Bi habían decuplicado las del Inocente Maquiavelo... Sin embargo el aplomo de Róger era sólo ficticio. Se había enterado de la fabulosa producción de las fabricas de Rándom y ardía en deseos de saber a qué se debía la producción en masa de modelos invendibles por lo grandes. ¿Estaría Rándom haciendo un suicidio comercial? ¿O el mal estado de sus negocios le había trastornado los sesos? No obstante, parecía tan contento...
—No me engañas, zorrino —dijo de pronto, mirándolo con fijeza—. ¿Qué te traes entre los huesos del cráneo?
—Nada. ¿Por qué? —Jacobus parecía el retratograma de la inocencia.
—¡Basta de tapujos! ¿qué te propones?
—Einstein, Einstein... ¿Desde cuándo nos consultamos los proyectos? ¿Acaso me anunciaste algo cuando sacaste el bicolor?
—¿Confiesas entonces que estas tramado algo?
—Siempre, querido Einstein, nosotros dos hemos estado tramándonos algo... Lo único que puedo adelantarte es que Carolyn vendrá a mí... ¡Y dentro de muy poco!
—¡Eso nunca! —bramó Róger, lanzando un puntapié al Partenón. Pero el plástico era pétreo y el presidente de la Bipolaris quedo saltando en un pie y mascullando palabrotas que enrojecerían a un cosmarinero.
Dos días antes del plazo señalado, Hítler Müller anunció que todo estaba listo.
—Cuando el sol de mañana caliente la cupla de arranque, amigo Jacobus, el SA empezará a lanzar hacia la atmósfera un chorro continuo de I 15 C...
—¡Magnífico! —Jacobus se frotó las manos. Él también estaba listo ya, con los silos submarinos atiborrados de mercadería hasta el tope. Pero, como era característico en él cuando se veía en vísperas de un gran éxito, una profunda desazón lo embargó—. ¿Está seguro, amigo Hítler, de que el I 15 C no fallará?
—Absolutamente seguro. Ya le he mostrado a usted las fotos de los monos tratados.
—Sí... —Jacobus se estremeció al recordarlas—. ¿Seguro también de que no había efectos nocivos?
—Seguro también. El engordamiento selectivo será tal cual lo predije. Habrá, desde luego, un engordamiento general del cuerpo, pero será insignificante comparado con el desarrollo que tendrán las partes que nos interesan.
—¿Cuándo comenzaran a sentirse los efectos?
—Ya le he dicho a usted que no puedo dar fecha. Como usted sabe, la atmósfera es loca, y uno no puede predecir cuándo se habrá operado la distribución general del I 15 C... Pero, ¿por qué tanta pregunta? ¿Asustado?
—No. He gastado ya demasiados millones para asustarme... Y, además, tengo otras razones para no echarme atrás... Dos poderosas razones —agregó, mirando el retratograma con ojos entornados.
Durante los primeros días de la puesta en marcha de la planta productora de I 15 C, Jacobus Rándom no se preocupó demasiado. Pero al comenzar la segunda semana, empezó a buscar signos reveladores de que las previsiones de Hítler Müller se cumplían. Todos los días, apenas ocupaba su puesto detrás del Partenón, llamaba a miss Gertrud.
La chata secretaria se plantaba delante de él, aguardando órdenes. Y Jacobus la sometía a un silencioso escrutinio. No advirtiendo novedad alguna, la despedía, con gran sorpresa de la cuarentona muchacha. Al décimo día de no advertir cambio alguno llamó por teléfono al inventor.
Pero Hítler Müller se ocupaba ya en otras cosas...
—Sepa, señor Rándom —gruñó Müller en el aparato— que el I 15 C no me interesa más. Todas las semanas iré al SA 1760 para renovar la carga de la planta, como está estipulado en el contrato; pero ahí termina toda mi misión. Ya le he dicho que no puede saberse cuándo empezará el efecto, y ahora déjeme en paz, que estoy muy ocupado con mi nuevo invento: unas hormigas mecánicas que le cortan a uno la barba mientras duerme... Pero eso no tiene nada que ver con usted.
Jacobus tuvo que tragarse su impaciencia y seguir esperando los acontecimientos. Al duodécimo día hubo un cambio en miss Gertrud... pero no el que él esperaba: la secretaria apareció con un sweater rojo y con el rostro rejuvenecido por un maquillaje carísimo. Jacobus se sorprendió; pero al verla ruborizarse bajo su escrutadora mirada comprendió lo que ocurría: miss Gertrud interpretaba a su modo el silencioso examen de cada mañana. Claro que su nuevo arreglo no podía resultar más desastroso: invitaba a la comparación con el glorioso retratograma de Carolyn; comparación nada favorable, por cierto, para el desinflado sweater de la secretaria.
Ya había empezado Jacobus a preocuparse y a preguntarse si no habría sido víctima de una colosal estafa, cuando, una mañana, al vestirse, tuvo problemas con el cinturón: debió correrlo un agujero... Esperanzado, volvió a la oficina y, una vez detrás del Partenón, llamó a miss Gertrud.
Ésta apareció con una expresión nueva en los ojos: la suya ya no era la mirada atenta pero opaca y algo resignada de una empleada toda cumplimiento del deber: ahora había calor y luz en sus pupilas, que ardían seguras de sí mismas, desafiantes casi. No le fue difícil a Jacobus encontrar la causa: de un día para otro el sweater de miss Gertrud había cobrado un inesperado interés...
Para la tarde tuvo la confirmación: las ventas del Inocente Maquiavelo acusaron un acentuado repunte, sobre todo en los números mayores. Desde luego, las cifras del Bi-Bi fueron muy superiores; pero Jacobus no se preocupó.
—Es el canto del cisne de la Bipolaris —se dijo satisfecho—. Ya veremos sus cifras dentro de unos días... ¡Carolyn, Carolyn!... ¡Qué poco tiempo nos separa!
Una vez empezado, el engordamiento selectivo, como lo llamaba Hítler Müller, se desencadenó con increíble rapidez. A las 48 horas miss Gertrud podía mirar por encima del hombro el retratograma de Carolyn. Jacobus decidió duplicarle el sueldo, dados sus méritos sobrados, y hubiera decidido algo más si su propia persona no hubiera empezado a preocuparle. Porque no sólo su abdomen alcanzó un diámetro increíble: también las caderas se le ensancharon, a tal punto que empezó a tener dificultades para sentarse en su silla curul, detrás del Partenón...
Llamó a Hítler Müller, pero éste lo mandó a paseo.
—¡Ya le he dicho que no me moleste! ¿No está vendiendo ya, en un día, más Inocentes Maquiavelos, tamaño gigante, que antes en todo un año? ¿Por qué se queja? ¿Por un simple efecto secundario no del todo previsible?
Fue todo lo que pudo sacar de él.
Entretanto, como no podía dejar de suceder, también el público todo se había percatado del portentoso fenómeno que dilataba a las mujeres por arriba y a los hombres por abajo. Los diarios lo tomaron al principio con mucha alegría y espíritu; verdaderamente, un paseo por la calle en aquellos días era como para levantar el espíritu a cualquiera.
Como dijo Müller, las ventas de la One-Two llegaron a cifras supergalácticas. Era la única marca que tenía tamañas medidas, y, además, las clientas tenían que comprar cada pocos días un número mayor...
Einstein Róger llamó a Jacobus.
Éste se limitó a levantar el tubo y a escuchar desde lejos el torrente de improperios. Volvió a dejar el tubo, y el silencio volvió a reinar en el despacho, presidido siempre por la incomparable Carolyn; la incomparable Carolyn que, desde hacía unos días, ya no era tan incomparable...
Aunque no había pantalón que le anduviera bien, y a pesar de que había tenido que abandonar la silla curul, fiel compañera de tantos desvelos, Jacobus Rándom se consideró el más feliz y genial de los capitanes de industria. Los atiborrados silos submarinos iban en rápido camino de agotamiento, y ya se discutía en Wall Street si el fenomenal Jacobus abriría una cadena de bancos para administrar sus fabulosas ganancias, o si invertiría parte de ellas en la compra del sistema planetario de Próxima Centauri.
Einstein Róger volvió a llamar, pero ahora había un tono muy distinto en su voz.
—Te vendo la Bipolaris, querido Jacobus, con todas las máquinas y todo el stock. No puedo soportar el esfuerzo de readaptar mis fábricas a la producción de semejantes medidas. Te confieso que había hecho caso a un sabio que predijo la reducción paulatina de la función mamífera en la especie humana, y que todo mi stock se inclinaba hacia las medidas chicas.
—No pretenderás que considere como stock toda esa mercadería invendible que tienes... —Jacobus, en el pináculo de la gloria, sintió piedad por el vencido rival. Era conmovedor oírlo confesarse así—. Pero, en fin, comprendo que no estabas obligado a tener la intuición genial que tuve yo de que se estaba operando un cambio en la atmósfera...
—Claro, claro, querido Jacobus... Hasta los sabios se han sorprendido del cambio. Nadie puede imaginarse de dónde ha salido ese famoso I 15 C. Has estado genial, Jacobus —al desdichado Einstein, en pleno tobogán financiero, no le importaba ya un servilismo más o menos...
—¿Cuánto pides por la Bipolaris?
—Por ser tú..., trescientos cincuenta trillones.
—Bien, pongamos quince trillones. ¿Te parece bien?
Hubo un ruido como de burbujas en el auricular del teléfono. Por fin, la voz de Einstein Róger volvió a articular:
—Sí, querido Jacobus; me parece bien... Te llevas la mejor fábrica del mundo..., ¡después de la One-Two, desde luego!
Jacobus Rándom se sonrió a sí mismo: ¡aquél sí que era un triunfo!; ¡un triunfo por knock out y de un solo golpe!
Esa misma tarde firmaron el contrato, sobre el techo del Partenón. Cuando la ahora ondulante miss Gertrud secó las firmas, un Jacobus condescendiente miró a un envejecido Einstein.
—Ya te he comprado la Bipolaris —dijo con voz sorprendentemente suave—. Quisiera comprarte algo más...
—¿Algo más, todavía? —hubo angustia de perro apaleado en la mirada del ya ex presidente de la Bipolaris.
—Sí, algo más todavía... ¡El contrato de Carolyn!
—¿El contrato de Carolyn? ¡Nunca!
—Creo que diez trillones es un buen precio —Jacobus aparentó no haber oído la explosión de Einstein—. ¡Ni por una cantante de ópera, en pleno Siglo Loco, se pagó tanto!
—El contrato de Carolyn no está en venta.
—Veinte trillones.
—¡El contrato de Carolyn no está en venta!
—¡Cien trillones!
Einstein hizo un ruido parecido a un sollozo. Luego hubo un silencio; luego un bufido y en seguida un improperio...
—¿Qué dices? —saltó Jacobus.
—¡Que eres el canalla más recanalla que jamás encanalleció el mundo! ¡Que prefiero trabajar de ascensorista en el Pléyade Building, que tiene cinco mil pisos, antes que ceder a Carolyn! ¡Aunque haya perdido la Bipolaris seguiré siendo toda la vida un fabricante de corpiños de alma! ¡Y Carolyn es el ideal de un fabricante de corpiños! ¡Nunca, nunca, renunciaré a él!
Hubo un estampido, Einstein Róger acababa de marcharse cerrando la puerta con violencia terrible.
Perplejo, Jacobus se quedó con la boca abierta. No sabía por qué, pero una sensación rara, penosa casi, había reemplazado a la triunfal embriaguez de momentos antes.
—¡Este Einstein es un imbécil! —gruñó en voz alta. Pero eso no mejoró las cosas: algo, allá muy adentro, le decía que acababa de recibir una lección.
Y ya no volvió a gozar de la victoria. Y no sólo por la discusión con Einstein, sino también por las noticias que empezaron a llegarle.
El engordamiento selectivo había continuado, y pronto surgieron las primeras dificultades: las minas de columbio del Mont Blanc paralizaron sus trabajos, porque las galerías resultaron demasiado estrechas para los ensanchados mineros; a ellas le siguieron otras; y en cuestión de horas, toda la industria extractiva del planeta quedó parada.
Fue el primer golpe. Al otro día hubo otros, tanto o más graves.
El comercio interplanetario quedo súbitamente interrumpido; los cosmarineros no pudieron entrar más por las escotillas de sus cosmonaves y la Tierra toda se encontró de pronto privada de toda importación, como si hubiera sido sometida al más inflexible de los bloqueos. Los submarinos dejaron de navegar. Pronto, los ómnibus aéreos dejaron de correr: era inútil agrandar las puertas, porque, de todos modos, los asientos no podían ser utilizados. Todo el intercambio cesó, como si el I 15 C, en lugar de ser un engordante selectivo, hubiera sido un anestésico de terrible eficacia paralizante.
Los arriba apuntados fueron indudablemente los perjuicios más generales e importantes ocasionados por el I 15 C. Hubo muchos otros de consecuencias menores aunque muy molestas en unos casos e irritantes en otros.
Así, por ejemplo, el problema que se planteó a los cines de barrio. (El cine es un curioso caso de supervivencia: a pesar de los siglos transcurridos desde su invención, nada ha podido relegarlo definitivamente; es lo que los sociólogos llaman una "comodidad fósil".) Los empresarios, no pudiendo acomodar en las butacas a los dilatados espectadores, las reemplazaron con bancos y aumentaron el precio de las entradas, para resarcirse del perjuicio ocasionado por el menor número de espectadores que podían admitir. Este aumento, para una población ya en crisis, fue decisivo, nadie pisó más una sala de cine. Algo análogo ocurrió con las peluquerías: inútiles por chicos los cómodos y aparatosos sillones, y no pudiendo reemplazarlos en un momento de quebranto industrial, dejaron de tener su atractivo mayor: ¿qué peluquero puede entretener con su charla a un cliente que debe malsentarse en un incómodo banco?
Las fábricas de automotores y cosmonaves fueron rápidamente readaptadas para producir según las nuevas medidas "standard" del ser humano. Pero se encontraron sin materias primas, porque readaptar las minas resultó mucho más difícil: los expertos calcularon en tres meses el tiempo necesario para ensancharlas y hacerlas otra vez laborables; un lapso semejante, agobiado por el cese de la importación desde otros planetas, bastaba y sobraba para la desorganización completa de toda la estructura económica del planeta.
Engordadas multitudes de desocupados se dejaron arrastrar por las veredas rodantes; hubo rumores de movimientos políticos y, por primera vez en dos siglos, se habló de formar cuerpos regionales de policía. El I 15 C ya no era un anestésico, ahora resultaba un veneno poderosísimo, letal... El sistema del Patriarcado vaciló hasta en los cimientos...
No sólo a la especie humana afectó el engordamiento: la naturaleza toda sufrió una conmoción como quizás no la hubo desde que el clima del Mesozoico perdiera su suavidad; los animales habituados a vivir en cuevas se encontraron con que debían pasarse fuera la mayor parte del tiempo; a medida que engordaban, las cuevas les quedaban chicas; desde los ratones a las lombrices pasaron las de Caín. Pero el mayor desastre fue para los pájaros: su instinto no se adaptó a la nueva situación y siguieron haciendo nidos como para pájaros
normales, más bien flacos; pronto el peso de las engordadas aves superó la resistencia de los nidos y ya no hubo paz ni tranquilidad entre las frondas. Un gorrión hembra, por ejemplo, aparte de no caber más en el nido, no sabía si en el momento menos pensado el nido cedería y se vendría abajo; resultado de todo es que los pájaros dejaron de poner huevos, y el cielo perdió el encanto de los píos y de los trinos...
Toda la ciencia de la Tierra se abocó al estudio del nuevo elemento aparecido en la atmósfera. Fue rápidamente detectado por el Servicio de Centinelas. Había cierta tensión entre los terrestres y los habitantes de Churchill, el tercer planeta de Antares, descubierto por un inglés, y se ejercía muchísima vigilancia sobre la Tierra. Como no se sabía cómo podía ser un ataque Churchiliano se controlaba todo, hasta la composición química de la atmósfera; y así fue descubierto el I 15 C apenas apareció. Mil conjeturas se hicieron para explicarlo, pero todas estuvieron muy lejos de la verdad: ¿quien hubiera podido imaginar que un terrestre fuera capaz de semejante sabotaje a su propio planeta? ¿Y quién podía suponer que la fuente productora estaba allí, en ese melancólico y oxidado anillo de satélites artificiales en desuso, que giraban y giraban en torno a la Tierra?
Abrumado por el desastre general, Jacobus, multitrillonario, se encontró más pobre que nunca; ¿de qué le valían sus trillones si no podía llamar siquiera a un TI para correr en busca de Carolyn, desaparecida desde el momento en que Einstein Róger echó candado a sus fábricas y se marchó con rumbo desconocido?
Desde luego, también la One-Two sufrió la crisis general: llegó el momento en que el público comprador perdió poder adquisitivo, y se generalizó la antiestética y anticivilizada costumbre de no usar nada. Por otra parte, aquellas opulencias que tanto habían entusiasmado al principio, perdieron atractivo en un mundo de hombres abrumados por la crisis y agobiados por sus abdómenes y sus caderas siempre en franco tren de expansión. La coquetería femenina no fue una de las víctimas menores del I 15 C. Llego así el día en que también las ventas de la One-Two cayeron a cero.
—¿Quién hubiera podido imaginar tamaña catástrofe? —se preguntaba desolado Jacobus, que pasaba todo el día en el helado silencio de sus marmóreas oficinas—. ¿Quién podía prever que unos cuantos centímetros de más resultarían peores que la peor de las pestes?
Fue en uno de esos días en que sufrió la peor sacudida... ¡Como que, luego de infundirle la más loca esperanza, lo enterró en el más negro abismo del desencanto!
Sonó el teléfono y corrió a atender. Una voz femenina habló del otro lado:
—¿La One-Two? Deseo hacerles un pedido... Anote: un Inocente Maquiavelo de la medida más chica que tengan.
—¿Un Inocente Maquiavelo de la medida más chica? —atónito, Jacobus no pudo creer en lo que oía. Una loca esperanza le aceleró el corazón: ¿estaría empezando a ceder el engordamiento selectivo? ¿quién sería aquella maravilla de mujer que necesitaba el número más chico del Inocente Maquiavelo?
—Sí, el número más chico —insistía.
—Este..., encantado señorita. ¡Yo mismo se lo llevaré enseguida! ¡Cuál es la dirección?
—Calle 503, número 35.201, Nueva York... Es para el Museo Moderno de Antigüedades.
Totalmente knock out, Jacobus cayó sobre una silla.
Para colmo de males, Hítler Müller había desaparecido: ni por teléfono, ni yendo personalmente a sus laboratorios, pudo Jacobus localizarlo. Arrepentido, sin duda, por la catástrofe mundial que había ocasionado, el inventor había preferido salir de la escena.
Pero Jacobus era un hombre tenaz, y tenía trillones para tirar. Contrató un pesado cuerpo de engordados detectives y ofreció un suculento premio a quien le trajese al inventor. Por supuesto, a ninguno dio la razón de su interés por aquel individuo de apellido vulgar y de nombre más vulgar todavía.
Aunque engordados, los detectives eran gente capaz: en dos días localizaron a Hítler Müller y lo trajeron al despacho de Jacobus. Hubo que forcejear un poco para hacerle franquear la puerta, pues el I 15 C había cumplido una magnífica acción engordante en su descubridor; y por fin estuvieron otra vez
frente a frente los causantes de todo aquel cataclismo.
Jacobus esperó a que los dejaran solos, y entonces avanzó con los puños apretados.
—¿Puede saberse por qué se escondió? —bramó, tembloroso el enorme abdomen por la ira.
Hítler Müller, perdida por completo la arrogancia, ocultó la cabeza entre las manos.
—Porque no pude seguir cumpliendo el contrato —dijo con voz quebrantada.
—¡Cómo que no ha cumplido! ¡Ha cumplido y demasiado bien!
—No, señor Rándom, no... Según nuestro arreglo, yo me comprometí a renovar cada semana la carga de la planta automática productora del I 15 C...
—¿Y bien?
—Pues..., como usted sabe, ya nadie puede subir a una cosmonave: las escotillas resultan demasiado estrechas... Yo también he sido víctima: hace diez días que no puedo subir al TI para viajar hasta el SA. Por eso me escondí: ¡Porque la planta instalada en el SA 1760, falta de carga, ha dejado de funcionar hace ya tres días! ¿Me perdona, señor Rándom?
Los ojos de Jacobus se agrandaron.
—Lo que usted dice ¿significa que la atmósfera ya no recibirá más I 15 C?
—Así es. No es culpa mía si...
—¡Callese! Y limítese usted a contestarme. Entonces ¿el engordamiento selectivo se detendrá?
—Por supuesto —Hítler Müller se encogió aún más—. No sólo se detendrá, sino que muy pronto comenzará a ceder. Lentamente, los cuerpos volverán a la normalidad... ¿Me perdona por ello, señor Rándom? No es culpa mía si...
—¡Callese, le digo! ¿Cuándo volverá todo a la normalidad?
—Ya una vez le dije que la atmósfera es loca... Pero el desengordamiento no ha de llevar mucho tiempo; desaparecido del aire el I 15 C, ya no habrá razón para que continúe la actual dilatación de los organismos...
Jacobus se sentó en el Partenón, sin medir el riesgo de aplastarlo. Y una sonrisa maligna empezó a torcerle el rostro...
—Si todo vuelve a la normalidad —se dijo—, todo el stock de Bi-Bi que compré por una bicoca a Einstein volverá a tener valor... Jacobus, Jacobus, ¡siempre dije que no hay en el mundo un genio como tú!
Por esta vez, las previsiones de Hítler se cumplieron en todas sus partes: llegó el día en que un sonido inusitado despertó a Jacobus.
—¡Trinos de pájaros! —exclamó, sentándose en el lecho—. ¡El desengordamiento ha comenzado!
Rápidamente, como si cada organismo fuera un globo que se desinfla, los distintos diámetros de cada ser fueron retornando a sus medidas de antes. Agilizados, más llenos de bríos que nunca, los hombres volvieron a tripular las cosmonaves y los submarinos, a trabajar en minas y fábricas, a recrear los ojos en las todavía opulentas pero otra vez atractivas matronas que iban y venían por las calles. La coquetería femenina recobró su imperio, y nuevamente comenzó la demanda de corpiños.
Del cero absoluto las ventas de la One-Two se remontaron otra vez a cumbres siderales: dueño absoluto de la plaza, nuevamente inundó el mundo con el Inocente Maquiavelo. Claro que ahora la demanda era por números más chicos.
Si antes, al crecer las medidas, la fortuna de Jacobus se había multiplicado con ritmo de fiebre, ahora resultó algo incalculable. Llegó a decirse que tenía más trillones que el mismo Patriarca. Sin embargo, todo aquel triunfo no lo envaneció. Jacobus no había alcanzado el objetivo supremo que lo impulsara a trastornar de tal manera el ancho de la humanidad toda: Carolyn Cónrad, otra vez incomparable en el soberbio sweater rojo del retratograma, seguía tan inalcanzable para él como en el primer día. Ni siquiera los mismos detectives que le trajeron a Müller pudieron encontrársela. Einstein Róger, al llevársela, no había dejado rastro alguno tras sí.
Como sucede a todo vencedor que no llega al triunfo completo, la melancolía hizo presa en Jacobus, una melancolía que día a día se agravaba ante el espectáculo cada vez más desdichado que ofrecía el cada vez más desdichado sweater rojo de miss Gertrud, ya a kilómetros de distancia del invariable encanto del retratograma de Carolyn. Una mañana, sin que nadie lo hubiera llamado, se presentó Hítler Müller en el despacho de Jacobus. Aunque gordo todavía, a las claras se veía que pronto volvería a la flacura de antaño.
—Ya puedo entrar otra vez en el TI —dijo a Jacobus—. ¿Vuelvo a poner en marcha la planta productora del I 15 C?
—¡No, animal! —saltó Jacobus, presa de un violento temblor—. ¡Ya no hace falta! ¡He ganado ya más dinero del que nunca podré contar!
—Como usted guste, señor Rándom, sólo preguntaba porque tenemos un contrato...
—Podemos darlo por terminado. Y para que vea cuán satisfecho he quedado —Jacobus se repatingó con placer en su silla curul. Todavía no se había habituado a la idea de que podía sentarse en ella cuantas veces quisiera—; para que vea hasta qué punto soy agradecido, aquí tiene, Hítler, otros cincuenta millones, como premio... ¿Qué le parece?
—¡Me parece muy bien! —el inventor parpadeó emocionado—. ¡Otra vez podré ocuparme de mis hormigas afeitadoras! —Tan agradecido se sintió el buen Hítler que agregó: —Voy a retribuirle el favor, señor Rándom. Le daré un dato que pensaba guardarme, y que a usted le hará ganar aún más dinero. Como pronto podrá comprobarlo, al volver los tejidos humanos a sus dimensiones de antes; habrá un aflojamiento general de carnes...
—No veo en qué consiste la importancia del dato. Es un detalle que...
—Es un detalle que para usted representará otra fortuna, señor Rándom. ¡Haga trabajar esos sesos! —el inventor miró a Jacobus con lástima—. Todo lo que tiene que hacer usted es lanzar al mercado un nuevo modelo, un Inocente Maquiavelo Reforzado, para hacer frente al relajamiento general de los tejidos.
Jacobus se reanimó; aunque saturado de trillones, no podía ser indiferente a la perspectiva de otro fabuloso negocio.
—Entiendo... Adaptaré los Bi-Bi que le compré a Einstein... Presiento que las medidas chicas serán las más solicitadas.
—Así es —Hítler sonreía beatífico—. Y como una última demostración de aprecio, le calcularé qué refuerzo le deberá poner al nuevo Inocente Maquiavelo...
Aquí, el inventor sacó una regla de calculo y se entregó a una serie de complicadas operaciones. Por fin concluyó:
—Bastará por cuatro ballenitas por mitad. Con eso quedará perfectamente compensado el mayor peso causado por el relajamiento de los tejidos.
Así nació el Inocente Maquiavelo Reforzado, que, en honor de la verdad histórica, debió llamarse, con más propiedad, Bi-Bi reforzado. Pero la vanidad comercial tiene sus exigencias.
El favor con que el público lo recibió fue inmenso. Nueva cosecha de trillones para Jacobus, y un motivo más de orgullo para su ya envanecido espíritu.
—Si tuviera a Carolyn, mi dicha sería perfecta —se decía una mañana apoyado de codos en el Partenón y mirando con ojos entornados el triunfal retratograma de Carolyn—. Hasta que no esté conmigo no se habrá realizado en su totalidad mi ideal de fabricante de corpiños... ¡Carolyn, la mujer perfecta! ¿Dónde estarás?
La puerta se abrió, y entró mis Gertrud, otra vez embolsada en una blusa negra, deplorablemente vacía.
—Una señorita desea verlo— dijo con voz agria. Desde que sus diámetros habían vuelto a sus esmirriadas proporciones de siempre, su carácter se había resecado aún más—. No quiso dar el nombre.
—Hágala pasar.
Miss Gertrud se hizo a un lado, los ojos de Jacobus se redondearon en un desmesurado esfuerzo por escapar de las órbitas. ¡Allí, en la puerta, y sonriéndole enfundada en un fabuloso sweater rojo, que más parecía un engarce que una prenda de vestir, estaba Carolyn! ¡Carolyn Cónrad!, ¡el sueño de un fabricante de corpiños hecho mujer!
—¡Carolyn! —Jacobus saltó de la silla curul y contorneó el Partenón—. ¡Carolyn!
Miss Gertrud se retiró con el rostro convertido en una máscara helada. Pero Jacobus no lo advirtió: sólo tenía ojos para aquel sweater, que lo atraía como una llama a una mariposa, y para aquella mariposa de oro que lo quemaba como una llama.
—Me separé de Einstein —la voz de Carolyn era cálida, como correspondía a una voz que surgía de semejante pecho—. El pobre está muy venido a menos últimamente... Recordé el contrato que una vez me ofreció usted, Jacobus, y por eso me tiene aquí. ¿Sigue en pie la oferta?
—Sí... —apenas si Jacobus pudo articular, poniendo sus manos temblorosas en contacto con aquella lana de increíble suavidad y atrayendo a Carolyn hacia sí—. Sí, la oferta sigue en pie, Carolyn—. ¡Si supieras cuánto he deseado este momento! ¡Ha sido el ideal de toda mi vida!
Carolyn sonrió, su boca casi tocando la de Jacobus. Pero éste no la besó; se inclinó hacia el cuello, hacia la mariposa de oro; el cierre electrónico que tantas veces soñara partido en dos en sus noches febriles.
—¿Cómo se abre? —susurró.
—Las palabras son "Sésamo, ábrete..." —una languidez creciente aterciopeló la voz de la muchacha.
—¡Sésamo, ábrete! —hubo una arista de urgencia en el tono de Jacobus.
La mariposa de oro se partió, y, como si una mano invisible hubiera corrido un invisible cierre relámpago, el sweater rojo se abrió con lentitud de telón.
Ávido, Jacobus bajó los ojos...
Y retrocedió un paso, como si hubiera recibido un impacto en medio del pecho.
—Pero..., ¿y esto?
—Debieras reconocerlo... Es un Inocente Maquiavelo Reforzado —repuso Carolyn, avanzando.
—¡No te acerques! —abiertos por el horror, los ojos de Jacobus seguían polarizados en aquel producto de sus fábricas—. ¿Qué te ha ocurrido? —agregó, buscando el apoyo del Partenón—. ¡Tú nunca usabas nada antes, como no fuera cuando posabas para los avisos!
—Te olvidas de que también yo he respirado el I 15 C —la voz de Carolyn se hizo cortante—; de que también yo he pasado por el engordamiento selectivo y por el desengordamiento... —aquí un sollozo la obligó a hacer una pausa—. ¡Ya nunca volveré a ser como antes! ¡Ya no podré prescindir nunca del Inocente Maquiavelo Reforzado —otro sollozo y, en seguida, en reacción furiosa, un imperioso—: "¡Sésamo, ciérrate!"
Como tocado por una varita mágica, volvió a correrse el rojo telón del sweater. Sin mirar siquiera al abrumado Jacobus, derrumbado a medias sobre el Partenón, Carolyn dio media vuelta y buscó la puerta. Pero, antes de llegar a ésta, se detuvo ante su retratograma. Durante un instante lo miró, y luego, echando el puño hacia atrás, lo deshizo con un violento swing a la mandíbula. Una nube de gas rosado quedó flotando en el marco, desde donde aquella imagen perfecta reinara durante tanto tiempo en el despacho del presidente de la One-Two.
Tan aturdido estaba Jacobus, que ni la oyó salir. Durante un rato larguísimo quedó como un púgil del bárbaro Siglo Loco, caído contra las cuerdas. Y no era para menos. Que Carolyn Cónrad, la mujer de sus sueños de fabricante de corpiños, usara ahora un Inocente Maquiavelo Reforzado representaba la peor burla que jamás podría jugarle el destino... Porque él, Jacobus Rándom, en un esfuerzo por enriquecerse y por conquistar aquella ampulosa y sólida belleza, había sido su destructor directo; él, por hacer caso de las sugestiones de Hítler Müller, había aflojado lo que antes estaba firme, había hecho ceder lo que antes jamás necesitara de sostenes...
¡Hítler Müller! El nombre del culpable, del destructor del ideal de toda su vida de fabricante de corpiños, relampagueó en su cerebro como una nube luminosa de propaganda. Rándom se inclinó sobre el Partenón; sacó de su cajón una bruñida pistola atómica; la guardó en el bolsillo, y llamó por teléfono al jefe de sus detectives.
—Quiero que me averigüen donde podré encontrar a Hítler Müller en un lugar solitario —ordenó.
Diez minutos después los detectives le contestaron:
—La persona que a usted le interesa ha sido oída citándose telefónicamente con una dama. Dijo que la esperaría en el parque, entre los dos cipreses, a las nueve.
Jacobus Rándom colgó el teléfono. Por la fuerza de la costumbre, su mirada buscó el retratograma desde donde, y durante tanto tiempo, las divinas redondeces de Carolyn lo estimularan a la acción; pero sólo encontró una nube rosada flotando dentro del marco. Apretados con fuerza los labios, se levantó y marchó hacia la puerta. Así como hasta hacía apenas unos minutos los firmes encantos de la modelo habían sido el norte de su vida, los dos polos hacia los cuales tendieran todos sus esfuerzos, la idea de matar a Hítler Müller, el culpable de que cediera la firmeza de aquellos encantos, se había convertido ahora en una obsesión, en una obligación imperiosa, ineludible.
La nube de propaganda, colgada allá entre los dos cipreses, seguía centelleando la marca que señoreaba en el mundo: Inocente Maquiavelo, Reforzado... Inocente Maquiavelo, Reforzado.
Un gallo lejano, uno de esos infalibles gallos perfeccionados por la genética para dar la hora con exactitud de observatorio astronómico, cacareó las nueve en algún local municipal. Automáticamente, los dedos de Jacobus se cerraron en torno a la culata de la pistola.
La hora había llegado..., y también la víctima: avanzando con paso firme, ágil, paso de enamorado impaciente, desembocó por un sendero el descubridor del I 15 C.
Jacobus sacó la pistola y oprimió un botón; sintió un suave calor en el mango, revelador de que el arma estaba lista para ser disparada. La levantó y apuntó hacia Hítler Müller, ya apenas a una decena de pasos.
Pero en seguida bajó el letal instrumento. Una ampulosa figura había surgido de un sendero lateral y se adelantaba al encuentro del inventor. No hubo palabras de saludo: apenas si un murmullo y, en seguida, un apasionado abrazo que decía bien a las claras la prisa de Hítler.
Jacobus, desconcertado, contempló desde su escondite las enlazadas figuras..., hasta que, alzándose de hombros, volvió a levantar la pistola. Total, ninguno de los dos sentiría nada, es más; las últimas sensaciones con que se despedirían del mundo no podrían ser más agradables.
Pero tampoco ahora pudo apretar el disparador. En la semiluz que llegaba de la nube de propaganda, se oyó la voz urgente de Hítler Müller:
—¡Sésamo, ábrete!
Durante un instante, Jacobus quedó sin poder respirar. ¡La dama que se había citado con el inventor era Carolyn! Aquello era el colmo de la ironía por parte del destino... Aunque ¿Carolyn era realmente Carolyn? Jacobus se contestó que no. Porque Carolyn, cuando se puso por necesidad un Inocente Maquiavelo Reforzado, había dejado de ser Carolyn.
Ya no dudó más, y volvió a apuntar. Pero tampoco ahora llegó a disparar. Una voz habló detrás de él:
—Yo que tú, no lo haría.
Se volvió y se encontró cara a cara con Einstein Róger, el vencido rival, el ex presidente de la Bipolaris, que le sonreía con desdeñosa expresión de lástima.
—Yo que tú, no lo haría —repitió Einstein—. Porque te enviarían al Desintegrador...
Aturdido, Jacobus se quedo mirándolo.
—Compré a uno de tus detectives —siguió Einstein—, y él me dijo que te encontraría aquí, a punto de matar a alguien... Entonces, me vine de un vuelo, para evitar que te perdieras.
—¿Desde cuándo tanta generosidad?
—No es generosidad, Jacobus. Es sólo refinamiento... Porque, si vas a parar al Desintegrador; yo me pierdo la ocasión de vengarme; la ocasión de pagarte con la ruina ¡la ruina en que tú me zambulliste!
—¿Arruinarme, tú a mí? —Jacobus no pudo contener una sonrisa despectiva.
—Sí, yo a ti, Jacobus..., con el nuevo invento de Hítler Müller.
La sonrisa se borró del rostro de Jacobus.
—¿El nuevo invento de Hítler Müller?
Einstein Róger hizo una pausa, paladeando la victoria, y luego aclaró:
—Un modelo de corpiño totalmente transparente...: un corpiño invisible.
—¡Vaya una novedad! —Jacobus respiró aliviado—. ¡Ya en la segunda mitad del Siglo Loco se usaron corpiños transparentes de plástico!
—¡Dejame concluir! —Einstein lo miró con lástima—. El invento de Hítler Müller es algo más serio. Él ha convertido el corpiño transparente en un dispositivo electrónico que se ilumina a voluntad de la interesada, pudiendo colorearse con toda una gama de delicadísimas tonalidades. ¿Te imaginas el uso que la coquetería femenina puede hacer de semejante artilugio? Si hubo un tiempo en que las damas realizaban milagros con un simple abanico, calcula los estragos que podrán hacer manejando con la sabiduría inherente al sexo las infinitas posibilidades del Vía Láctea...
—¿El Vía Láctea?
—Sí... Así he resuelto bautizar el nuevo corpiño luminoso.
Jacobus Rándom no dijo nada. Se sorprendía al notar la poca impresión que le causaba la revelación de Einstein. Súbitamente comprendió que todo aquello había dejado de interesarle. Ya nunca le preocuparían ni Hítler Müller y su Vía Láctea, ni todos los corpiños del mundo. Comprendió que, rota la ilusión que le impulsara a luchar, ya nada le importaba en la vida. Hizo un despectivo saludo a Einstein, y salió del parque, con paso firme, resuelto.
Se detuvo unas tres cuadras más allá, donde un electrobar titilaba su muestra en la oscuridad; uno de esos electrobares donde el mozo le pone a uno un casco con electrodos que inducen al cerebro de uno toda clase de pensamientos estimulantes.
Jacobus Rándom sabía qué clase de pensamientos le serían inducidos; sabía que, apenas le pusieran el casco vería otra vez a la incomparable Carolyn, tal como era cuando le tomaron el retratograma, con su sweater rojo y su mariposa de oro que esperaba el "Sésamo, ábrete."
Sabía todo eso, pero entró en el bar.
Héctor Germán Oesterheld nació en Buenos Aires, en 1919. Fue, junto a sus hijas, uno de los miles de desaparecidos por la dictadura militar que se adueñó de la vida de los argentinos entre los años 1976 y 1983. Trabajó en el sur argentino como geólogo. Es autor del guión de una de las obras magnas que ha producido nuestro país: El Eternauta. Según informó uno de sus viejos amigos, no sólo colaboró en la mítica revista Más Allá, como siempre se supo, sino que fue su Director. En ésta aparecieron varios cuentos suyos, entre los que se destaca éste, de título tan extraño y evocador (aunque uno jamás imaginaría a qué se le aplica semejante nombre), publicado por primera vez en octubre de 1955.
Unas pocas palabras sobre este cuento:
Si me permiten la herejía de opinar sobre la obra de un grande de la CF argentina —y uso, casualmente, la misma palabra que usaron en la revista Nueva Dimensión cuando reeditaron este cuento en su número 49, dedicado a la revista Más Allá, en 1973 (¡ya pasaron 27 años!)—, quisiera decir que, a mi gusto, Inocente Maquiavelo Reforzado es de lo mejor que ha escrito Oesterheld y la mejor muestra de la capacidad imaginativa que lo caracterizaba. Es, también, uno de los mejores cuentos de CF que se han escrito en Argentina. Sólo basta con ponerse un momento en la época para comprender el nivel de vuelo de imaginación que puede haber llevado a escribir, en 1955 (o quizá antes), semejante historia. Oesterheld despliega en este cuento toda su artillería: desde los omnipresentes pero nunca exagerados toques de humor, al título, que es de los mejores que he visto en la literatura en general, hasta joyitas tales como hablar —mientras en todos los medios de la época se remarcaba una y otra vez las maravillas que ellos traerían aparejadas— de un anillo orbital de satélites "oxidados" y "desechados" (un par de años antes del lanzamiento del primer satélite artificial terrestre, ocurrido en 1957, se los recuerdo por si no lo tenía presente); o el hecho de llamar "Taxi interplanetario" a la nave personal que llevará a un científico hasta uno de dichos satélites (en esa época siempre se hablaba de "cohetes"); o describirnos lo que bautizó "electrobar", un lugar en donde le aplican a uno un casco con electrodos y le inducen pensamientos estimulantes por un medio electrónico...
Si usted sólo conocía la innegable capacidad de Oesterheld para el guión de historieta, que lo llevó a crear una obra tan potente como El Eternauta, habrá visto aquí la mejor muestra de que Oesterheld, fuera cual fuera el género encarado, era un verdadero maestro de la CF.
E.J.C.
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