LUZ NEGRA
Víctor A. Coviello

—Ácido de librea cocinado con petróleo de Irán.
     —¿Existe tal cosa?
     —No sé, lo leí en una revista hace mucho. A lo mejor funciona...
     —Y la púa del retrete bajo el colchón me parece asomar por ahí.
     —¡Bluf!, ¿todos caen de la misma forma? Unos antes, otros después, pero casi todos en algún momento quedan embobados.
     La orilla llegaba a mis pies. Capas de blanco pesaban una y otra vez sobre la playa y ella parada ahí.

El smog trepando por las paredes de los bloques de cemento. Gente y más gente deambulando en sus acciones individuales, consumiendo vida mientras van y vienen. Empotrado en mi silla de ruedas observo el panorama con mi largavista-zoom.
     —¿Ya llenó la bolsita, señor?
     La miré con displicencia pero me palpé el bajo vientre. Sí, estaba llena la maldita bolsa y no podía darme cuenta sino cuando la tocaba.
     —Sí. Ya está, María. Tome esta y alcánceme una nueva.

Habíamos doblado la esquina fría desacomodando la cola del auto y dejando las huellas de caucho caliente en el asfalto matinal. Veníamos eufóricos y borrachos por haber aprobado la última materia que nos faltaba para recibirnos. El mundo tenía dos nuevos profesionales y había que festejarlo. Nos faltaba tan poco para llegar...
     El camión se presentó de improviso. Su carga de acero y kevlar y toda su masa dieron casi de frente sobre nuestro pequeño auto. Salí despedido a través de los vidrios que estallaban mientras mi amigo se convertía en un collage de metal y carne sin vida. No tuve demasiada suerte. Además del golpe sobre el piso, algunos caños de la carga cayeron en catarata, aplastándome bajo su peso. Ni el chofer ni mi médula pudieron ser salvados.

—El piñón, arreglá eso que es lo que falla. Sí, ya sé que el cuadro es un desastre, pero intentalo.
     De charquito en charquito saltaba haciendo figuras en el aire, ensayando nuevas formas a cada momento. La presentí y caí dando tumbos entre cortinas de agua violáceo verduzca. Su túnica blanca se agitaba en el viento que no es viento. Sus cabellos negrísimos hasta el pecho daban vueltas inquietos. Abrió la boca pero no dijo nada.

—Tercer cuadrante enfocado y listo. Relájese y no respire. Un minuto y lo tenemos listo.
     —¿Qué espera encontrar, doctor, un milagro?
     —Después hablamos. Ahora tranquilo.
     La mesa blanca como toda la habitación y el instrumental me sugerían una gran pureza, y no sé por qué, me pareció que inducía a decir la verdad.
     —¿Y, doctor? ¿Algo nuevo?
     Pareció buscarse algo molesto en la nuca, una pulga u otro insecto, y respondió incómodo:
     —Bueno, no obstante todo lo que hemos realizado hasta ahora, la situación es la misma. No vemos restablecimiento de las fibras nerviosas a nivel sensitivo o motor, ni tampoco usted lo nota, pero...
     —Está bien, está bien. ¿Me puedo ir a casa?
     —Sí, pero déjeme terminar. Tenemos la posibilidad, con riesgo, desde ya, de implantar un tecnofrón. A lo mejor podríamos recuperar parte de su movilidad y...
     —Ah sí, ¡y quién me va a devolver el...! —se interrumpió—. Discúlpeme.
     —Lo entiendo. Usted sabe que hacemos todo lo posible para que se mejore.
     Sí, pero no lo suficiente, pensé.
     —A propósito, antes de que se vaya quería agradecer su donación para la sala que estamos construyendo.

Su cara no podía ser más explícita. Un mechón rebelde caía una y otra vez sobre su frente triste. A través de mis vendajes no podía verme llorar. Yo no podía hablar, sólo estar. Buscando explicaciones en el aire, miraba lo que quedaba de mí y luego a mis padres y a mi hermana Sandra, que se agazapaban en el silencio. El sol de la mañana que entraba perforando la ventana era absorbido por su camisa negra. Y para mí nada más que una luz negra. Para ella un futuro en blanco. Vino dos tardes más y desapareció. No la culpo.

—Afiná la trompeta que podés mejorar el do.
     Sandra y yo corríamos para ver quien llegaba primero a la playa. Como ella es mujer, le di casi una cuadra de ventaja. Para alcanzarla, bajé la cabeza tratando de darme más impulso y sentí su presencia. Me detuve en una nube de arena. Mi hermana ya había desaparecido. Ella me miró con sus ojos negrísimos como moscas excitadas.
     —Hola.
     Su rostro moreno reflejó el triunfo de haber pasado una dura prueba. —Hola, creí que nunca iba a conocerte. ¿Vivís cerca?
     Haciendo otro esfuerzo, me respondió.
     —Digamos que ce... cerca.
     Sonó un trueno.

—Señor Pablo, tiene que tomar la pastilla.
     —¡No quiero tomar más esa porquería que me tiene como un estúpido y no me sirve para nada!
     —No me complique la vida, señor, tómela que le va a hacer bien.
     —¡No!
     Di un manotazo y el vaso y la píldora salieron despedidos y se estrellaron casi en el mismo lugar del piso. El agua se fue a esconder detrás de un silla estilo francés y la píldora se quedó quieta donde había caído.
     María salió de la habitación y fue a hablar por teléfono con mi madre. Lo hacía siempre que las cosas se complicaban. Yo me quedé inmóvil en la cama, jugando con mis lágrimas.

—El osito está destripado, pero con un poco de relleno y una cosida lo podés arreglar.
     Las olas me arrullaban, y me dejé llevar por la blanca espuma. Mientras pataleaba, miré el cielo. Jamás había visto algo parecido. Mar y cielo formaban un todo, y por momentos no sabía de qué lado me encontraba. Pero la ilusión se quebró pronto y la costa desapareció. Me desesperé, comenzando a dar enérgicas brazadas. Llegué a la orilla extenuado y con un litro de agua extra en mi cuerpo.
     Levanté la cabeza y vi sus pies dorados apuntando hacia mí. Su voz sonaba algo lejana, pero clara.
     —Veo que te gusta nadar. Pero se te ve cansado.
     —Es... es que casi me ahogo.
     —No puede ser. Acá es imposible.

Me miré en el espejo del baño, al que apenas llegaba sin levantarme de la silla, y me dio miedo. Arrugas precoces, carne floja, bolsas debajo de los ojos que parecían lagunas grises, mi pelo desordenado. Tomé la brocha y la embebí con crema de afeitar. No pude soportar la imagen y tapé el espejo a brochazos gritándole, gritándome. Los gritos atrajeron a mi madre, que se preparaba para ir a la empresa.
     —¿Qué te pasa? —preguntó alarmada.
     —¡Que no sirvo para nada! ¡Solamente eso!
     —No me digas esas tonterías, Pablo. Me hacés sentir mal.

—Pickles que pican; pero los vas a soportar.
     Hacía flexiones en la arena húmeda, y no pude creer lo que vi. Ella salió del mar, enfundada en su blancura, y vi que su ropa se pegaba a su cuerpo, descubriéndolo. Tiró su pelo carbón hacia atrás y casi pude verlas, redondas, perfectas. Parecía no notar mi presencia. Recogió un caracol encallado en la arena y se quedó observándolo. Me saqué la arena pegada en mi torso y caminé hacia ella. Nos saludamos. No se me ocurrió otra cosa que hablar del caracol.
     —¡Qué lindo! ¿Lo puedo ver?
     —Sí, claro.
     Me lo alcanzó, y al dármelo rozó mis dedos con su mano húmeda. Sentí un estremecimiento. Caminamos por la orilla con el sol de la tarde bañando la costa.
     —No te pregunté como te llamás.
     —No lo sé.
     —Pero tendrás un nombre.
     —Seguramente. Pero ahora no lo recuerdo. Ya no.
     Una gaviota distrajo mi atención con su graznido. Se zambulló en una picada y pasó cerca. Cuando volví la vista para advertirla, ella ya no estaba. Desapareció.

Dormían. Salí de mi habitación, arrastrándome por el piso. Llevaba en mis dientes Gatitas Calientes, un video que conseguí que me trajeran esa tarde, sin que nadie lo notara. Pasé frente al baño sin hacer ruido, aunque me enredé un momento con el cable de la lámpara del living y casi la tiro. Llegué al televisor algo cansado. Conecté los auriculares y encendí el televisor y la videocasetera. Puse el video.
     Era rubia y hermosa, todo sexo. No hablaba, gemía. La acción transcurría en una estación de servicio. Ella no tiene dinero para pagar el combustible. El tipo de la manguera (que ella mira con insistencia) le ofrece abonar de otra forma. La rubia acepta y abre las piernas, sosteniendo con firmeza el sombrero de cowboy que lleva puesto.
     Era morocha, baja y pulposa y tenía el auto descompuesto en medio de la carretera. Hacía mucho calor. Casualmente, pasa el socio del tipo de la estación de servicio con su grúa y levanta el auto y a la morocha. Las dos chicas se encuentran y se gustan de inmediato. Al final aparecen otros personajes, no se sabe de dónde, y organizan una orgía. Ellas maúllan ofreciendo su carne por unos dólares. En esa noche de video el calor de los cuerpos inflama los miembros; nadie descansa. El mío duerme un sueño eterno.
     Jugueteé con el control remoto parando, atrasando o adelantando esa noche de luna artificial. Y me detuve en la rubia que acariciaba un bebé llorando una placentera lágrima blanca. Sentí celos, furia, y me abalancé sobre el televisor. Mis manos húmedas resbalaron en la pantalla e hicieron tambalear el aparato, que cayó decapitado en una lluvia de chispas.
     Se encendieron las luces.

—Llegaste a la cima, poné la bandera.
     La madera del bote casi ardía con el sol del cenit. Y mi caña aburrida esperaba que cayera algún pez ingenuo en la trampa. La masa salina mecía el bote. Brisas frescas aliviaban el calor con olor a pintura vieja.
     De pronto el agua se agitó. Asombrado, pensé que se trataba de algo grande que había picado, una corvina, un pejerrey tal vez. Pero me encontré con ella, que se elevaba del agua hasta la cintura, y vi su piel morena, reluciente. Su sonrisa y sus manos se extendieron hacia mí.
     —Vení, Pablo, vení conmigo.
     Me sorprendí al oír mi nombre. No se lo había dicho. Obedecí sin decir nada. Me metí en el mar con movimientos torpes, de rinoceronte. Ella empezó a desprender los botones de mi camisa, mientras trataba de mantenerme a flote.
     Mis ropas se alejaron una a una y me sentí a su merced.
     —No tengas miedo. Yo sé lo que hago, es mi lugar —dijo. Y nos hundimos. Empecé a tragar agua y me desesperé, pero ella puso su mano en mi mejilla y no tuve más temor. Seguimos bajando pausadamente, y la vi tal cual era, demasiado bella para ser real. Sus cabellos formaban una estela negra que no podía opacar la brillantez de su cuerpo perfecto. Cuando vio que la miraba, su sonrisa cambió a un gesto suave y sus ojos profundos se agrandaron y me abarcaron por completo.
     En la azul serenidad, me estreché contra ella. Su boca se abrió, y la alcancé impulsivamente. Y ya no pude parar. Abrió sus piernas como una flor para recibirme, y su voz resonó en mi interior.

Las manos del doctor jugueteaban, cambiando una y otra vez el color de la lapicera Multicolours, lo que me ponía aún más nervioso.
     —Estoy preocupado, Pablo. ¿Cómo es eso de que se la pasa durmiendo todo el día? Si quiere recuperarse tiene que poner empeño, ganas de salir adelante.
     —Es que...
     —Escúcheme bien. Le tengo una noticia que le va a dar fuerzas. Estamos analizando un transplante de médula espinal que, unido al tecnofrón, podría mejorarlo de manera muy significativa. ¿No le parece una noticia excelente?
     —Sí, claro...
     —Pero, como usted sabe, escasean los donantes. Pensamos que si su familia hace una contribución importante en su nombre, podremos hacerlo figurar primero en la lista de espera.
     —Por supuesto, doctor. Cuente con ello.
     Se levantó y condujo mi silla de ruedas hacia la puerta. Dándome palmaditas en el hombro, me dijo:
     —Ahora que lo lleven a casa. Y coma, que le hace falta. Distráigase con algo, y no se olvide de tomar la medicación que le doy.
     —Un momento. ¿Puedo hacerle una pregunta?
     —Sí, por supuesto.
     —¿Puede ser que alguien que está en...? No, es una estupidez. Disculpe, doctor. Adiós.

—Navegás en una nube. No mires hacia abajo.
     Besos de eternidad en segundos.
     —Quiero que dure, sabés.
     —Va a durar todo lo que vos quieras, amor.
     Caricias que atraviesan el aire tibio y con sabor a piel.
     —¿Quién sos?
     —Quién era, dirás. Creo que era estudiante de biología marina. Me gustaba la pintura y me gusta, como te habrás dado cuenta.
     Miradas que envuelven el alma que es pura y blanca.
     —¿Y cómo fue que...?
     —Había tomado tranquilizantes porque tenía que dar un examen. Alguien me convidó un whisky. Supongo que estoy en un hospital.
     Sus pechos que suben y bajan llamándome.
     —¿Cómo lograste esta capacidad?
     —Al principio soñaba todo el tiempo. Me di cuenta de que me metía sin querer en sueños ajenos. Hasta que logré hacerlo intencionalmente, bajo mi control.
     —¿No te comunicás con tu familia?
     —De vez en cuando, pero es muy débil. A vos te capto con fuerza, y sos el único que amo.
     Nuestras pestañas se juntaron y nuestros ojos rieron.

Tenía encendido el spot del escritorio, lo único que necesitaba para trabajar. Mi madre entró, abriendo con dificultad la puerta semiatascada por una caja de herramientas de artesano.
     —¿Qué pasa acá? ¡Esto es un desastre! —El escritorio estaba repleto, la habitación desordenada. —¿Y esto? ¿Qué es?
     —¿Cómo qué es? Quién es, dirás. Es la mujer de mis sueños, la persona que me hace sentir vivo, útil para algo.
     —¿Qué estás diciendo, Pablito, mi amor? ¿Te sentís bien? —Estaba horrorizada.
     —¡Claro que me siento bien! —gritó él indignado—. Y es eso lo que te molesta. Cuando parezco un estúpido sentís que me podés tener como a un nenito: abrigado, cuidadito. ¡Pobre Pablito —dijo, imitando el tono de su madre—, es la cruz que tenemos que llevar! ¡El pobre no puede hacer nada! A lo mejor los médicos pueden recuperar algo de él, pero no va a ser el mismo. Y claro, ahora hay que ayudarlo en todo, si parece un bebé... —Recuperó su voz irritada:— Ahora que puedo hacer algo con mis manos, algo para mí, aunque sea esta figura de arcilla y metal, creés que estoy desvariando.
     —¡Dios mío, lo que tengo que escuchar! ¡No sabés lo que estás diciendo! Espero que recapacites; no podés tratarme así. No tenés idea de lo que sufrimos tu hermana, yo y tu padre. Buscamos lo mejor para vos y... ¿de esta forma nos pagás?
     —¡De esta forma te pago, haciendo algo con mis manos, una de las pocas cosas que me funcionan! Mirá esta boca; este cuerpito lo hice yo, ¿entendés?
     —Estoy muy confundida. Esto... me abruma, no sé qué pensar. No quiero discutir con vos. Pero no sé... de todas maneras le voy a decir a María que limpie este chiquero. Esto es un asco.
     —No va a ser posible. Consideré que puedo hacerme las cosas yo solo, así que la despedí.
     —¿Qué?

—Tus entrañas, humm, se nutren con desesperación.
     Me empeño en continuar creyendo que es cierto. Amor en el agua, el cielo y la tierra, y es normal. Nos debatimos en flujos de sensaciones reales, que no puedo explicar. Caminamos las playas, vadeamos los ríos, conocemos nuestro mundo. El mundo de los dos.
     —¿Así que la hiciste por mí?
     —Sí.
     —Me gustaría verla.
     —Tratá de imaginarla. No es una obra de arte, pero para mí es mucho, mucho más que eso.
     Las mesitas eran adorables y estaban llenas de manjares finamente decorados que había dispuesto ella. Además, la vista era de lo mejor que alguien podía pedir. La vista panorámica al pie del acantilado teñía sus pupilas de azul. Era demasiado voluptuosidad para mis sentidos.
     —Quiero conocerte como realmente sos —dije.
     —No es necesario, amor. Así soy, como me conocés.
     —Sí, pero...
     —Lo demás no interesa.
     —Pensá que podríamos tener un hijo, un hijo de verdad. Yo, yo podría cuidarlo...
     —¿Pero qué clase de padres tendría? ¿Podría entender?
     —Sería inteligente como la madre. Entendería a dos seres que se aman en forma especial.
     La risa, hermosa, se instaló en su rostro bronceado.
     —Bueno, ¿vamos a otro lado?
     Aparecimos en la playa, dorada por un sol de enero, entre melodías de olas solitarias, anónimas. Todo era perfecto, todo estaba en su lugar. Cada granito de arena refractaba la luz pura. La brisa estaba poblada de nuestros arrumacos y gemidos al sol. Un beso explotó en el vacío y su rostro empalideció, contrayéndose con horror, con verdadero terror.
     —¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa, por Dios?
     —No... me siento bien... Algo que... no entiendo... ¡No sé qué pasa!
     Primero el cielo se desgarró de mil maneras, en jirones gastados, sucios, y desapareció. Luego el mar se evaporó y la playa se fue destiñendo de sus colores, mientras la luz que había sido el sol desaparecía.
     Su cara mostraba resignación, aceptaba algo que ya sabía con exactitud. Sus rasgos se diluían en mis manos, y yo casi no la sentía, y no podía hacer nada. Luego se transformó en una cosa difusa, y sólo se oía su voz casi inaudible, repitiendo lo mismo una y otra vez:
     —¡Te amo! ¡Te amo!
     La oscuridad me devoró. Su voz se había extinguido, reemplazada por un latido. Y grité, grité tratando de ahuyentar el dolor.
     La cama mojada por el sudor y el teléfono sonando me hicieron volver al mundo real. Seguía agitado, y quería volver a dormir. Pero había desconectado el contestador automático y el teléfono sonaba.
     Algo me dijo que debía contestar. Levanté el tubo.
     —Hola.
     —Hola, soy el doctor Chantall, ¿quién me atendió?
     —Pablo, doctor.
     —Pablo, ¡que sorpresa que esté despierto a esta hora! Bueno, mejor, porque le puedo contar la buena noticia directamente a usted. ¿Se acuerda de lo que le dije del transplante?
     —Sí, ¿qué pasa?
     —Bueno, después de buscar y buscar, gracias a la "ayudita" salió un donante para usted.
     —Qué bien.
     —Pero Pablo, no parece demasiado impresionado por lo que le digo. ¿Entiende que puede ser la solución para su problema?
     —Lo entiendo, pero no quisiera hacerme demasiadas ilusiones antes de tiempo. Ahora, si no se ofende, como me imagino que tengo que descansar para la operación, me gustaría seguir durmiendo.
     —Espere un momento, déme con su madre. Tenemos que organizar la operación ya mismo. Estoy aquí con los padres de la donante y...
     —¿Los padres?
     —Sí, ellos recibirán el dinero que usted donó en pago por su autorización. La donante se encontraba en coma hacía muchísimo tiempo y se había deteriorado a un nivel ya sin retorno, así que nos autorizaron a desconectar el sistema de apoyo vital. La paciente no sobrevivió y... ¡Hola, hola! ¿Está usted ahí? Contésteme, Pablo, ¡contésteme!

Publicado originalmente en la revista Axxón número 30