MARINA DEL SILENCIO
Santiago Oviedo

"¿Qué son esas lágrimas de vitriolo que corren por tus mejillas?", te escuchás decir. Entre todas las formas de morir elegiste la peor: seguir viviendo. Y ahí estás: experimentando la misma vieja sensación, con el ácido sulfúrico del llanto que te humedece el rostro y te quema hasta el corazón, que arde como el núcleo de un reactor atómico.
     Estás al borde del acantilado, junto a las ruinas del faro derrumbado, y en la oscuridad adivinás la presencia de las olas espumosas de allá abajo, que suben y bajan eternamente. Que te llaman. Pero sabés que ésa no es ninguna solución, que hay muchos como vos en algún lado. Luchando o negociando. Pensando o pasando por la vida con el mismo grado de conciencia que el de una mota de polvo que cruza un rayo de luz que se filtra a través de los visillos de una persiana. Pero nunca rindiéndose.
     Mirás hacia la bahía y ves las lenguas rojas que se alzan sobre Marina, como si el incendio que sufre tu interior se hubiera extendido por todo el universo. Al menos, por el tuyo. No podés verte, pero el resplandor llameante ilumina tu cara, que se distiende en una mueca que se confunde con una sonrisa. Por un instante te sentís menos solo. La Maldición de Marina no pesó únicamente sobre tus espaldas.

I

Marina era un pueblo de pescadores ideal para jubilados que huyeran de las ciudades salvajes, bronceados adoradores del Sol, típicas familias de clase media de vacaciones y artistejos esnobistas en la búsqueda de algo "salvaje" que les quitara el tedio de encima.
     Afortunadamente, apenas si aparecía señalada en algunos mapas y gracias a eso no había perdido mucho de sus cualidades paradisíacas. Las pequeñas casitas blancas se distribuían sin orden ni concierto, casi anárquicamente, en el fondo de la bahía. O al menos eso parecía en un primer momento. En Marina había un orden secreto, cósmico, que comenzaba desde que se arribaba a ella por el poceado camino secundario al que nadie prestaba mucha atención cuando lo dejaba atrás en su cruce con la ruta nacional.
     Pero llegar a Marina tenía su premio: los botes embocados en la arena, las redes tendidas para que se secaran; todo estaba donde tenía que estar, junto con las casas, los escasos árboles de más allá de las dunas y las ruinas del viejo faro en lo alto de una de las puntas de la rada. Y la armonía de aquella combinación sólo podía ser percibida y apreciada cuando uno se despojaba de su conciencia previa y aceptaba todo como un recién nacido acepta al mundo. El secreto residía en darse cuenta de que, al estar en Marina, lo demás no existía. No había más allá; no había otro lugar. Sólo eran la playa, las gaviotas y el mar.
     Eso lo descubrí la primera vez que llegué. Podría decir que lo hice por accidente, pero las casualidades no existen. Marina me llamaba aunque yo no lo supiera. Y ahí estaba: un escritor gastado que pensaba en el suicidio —aunque más no fuera literario— y que veía por primera vez cosas que valían la pena. Creo que estaba cansado de inventar mundos y situaciones. Allí era distinto: ver a un chico que buscaba caparazones de caracoles en la playa, a un viejo que limpiaba su lustrosa pipa; oler el aroma de la comida casera... Me sentí como una esponja que absorbiera vida —esa energía que uno consume permanentemente y que no sabe cómo recuperar— y volví varias veces, descubriendo algo nuevo en cada oportunidad. Fue así que pude presenciar esta historia, con la satisfacción de saber que no era una invención mía y con la desesperación de comprender al mismo tiempo que no podía influir en las actitudes de los protagonistas, siendo sólo un testigo. A veces, también, me encontré jugando el papel de actor involuntario.

El mejor regalo de ese lugar era el silencio. El viento, el mar, las gaviotas, eran parte de él. Incluso sus habitantes podrían haber hecho que los espartanos parecieran simples comadres charlatanas. Sus diálogos eran gestos rutinarios, cotidianos. Pero su silencio —a diferencia del de la naturaleza del entorno— estaba vacío. Sólo en vos había algo más, algo expectante. No se precisaba ser un genio para darse cuenta. De tu nombre de Osvaldo se decía —las pocas veces que se hablaba; entre susurros— que significaba "El heredero de Valdez". Esa idea había surgido de la vez que pasaste frente al Niño Ramón, que gritó algo parecido. O, al menos, eso se sostenía; así como que lo había repetido al pronunciar la "Maldición de Marina". Cada vez que escuchabas ese mote te estremecías.
     Pero ése no es el asunto. La cuestión estaba en vos mismo. Pertenecías a Marina, mas no totalmente. Tenías el espíritu del poblado y al mismo tiempo eras diferente. Tu laconismo estaba lleno de interrogantes. Tu mirada delataba avidez no sólo de conocimientos sino de verdades. Pero, ¿qué verdades están al alcance del hombre? Toda respuesta conlleva una nueva pregunta; toda pregunta exige una respuesta. Era algo que intuías y que producía esa atmósfera de épico patetismo resignado a tu alrededor. Si se está acostumbrado a algo, más vale no averiguar más, te dirías. Icaro cayó por su propia curiosidad. También Edipo perdió todo lo que tenía por su conocimiento. Pero sabías que el destino es inexorable e ignoto. Y lo aceptabas.
     De nada te hubiera valido saber qué era lo que vendría. Igualmente te hubiera sorprendido. Siempre pasa así. De la misma forma, los habitantes de Marina sabían que el cumplimiento de la Maldición estaba próximo y que lo que una vez había comenzado debía concluir. Pero no podían hacer nada para evitarlo, ya que a veces —al intentarlo— sólo se agravan las consecuencias.
     Todos esperaban en silencio. Como siempre. Pero sabías que sería algo mucho más importante para vos. Doloroso y supremo. Tan irreversible como el nacimiento o la muerte.

Esta es la historia de Marina según la contaba el viejo Vargas:
     «En un principio sólo estaban el mar y la arena. No había gente ni ninguna casa. También estaban el faro y su guardián, en el extremo más alejado. Luego vinieron el tuerto Odilio y su hijo, el joven Valdez. Con ellos llegaron los hombres y se pusieron a construir Marina. Iba a ser la ciudad costera más importante, con altos edificios y lujosas avenidas. En aquel tiempo, sin embargo, sólo se levantaron los refugios de los obreros.
     »El tuerto Odilio y el joven Valdez caminaban entre las dunas imaginando cómo se elevaría Marina con el esplendor que ya tenía en los planos. El viejo faro de la punta iluminaba el fondo de la bahía por las noches, donde todos soñaban el mismo sueño que los arquitectos.
     »No obstante, la empresa se presentó difícil. Una multitud de arbustos se aferraba a las dunas y los primeros trabajos fueron de desmalezamiento. Pasó el tiempo. De lugares lejanos vinieron las mujeres que curaban las heridas que los instantes de ocio producían en los hombres. Pero todos se ponían a trabajar con ahínco cuando el tuerto Odilio los convocaba.
     »Había un trabajador que descollaba entre todos. El loco Salinas se llamaba. Era el más hermoso, famoso por sus aventuras amorosas, aunque tenía el defecto de que le gustaba originar peleas. Por eso le decían el Loco. Pero era el operario más esforzado, el que concluía las tareas más difíciles.
     »También fue el que originó la tragedia.
     »Nunca se supo si fue accidental o premeditado. Se hallaba hachando una zarza en la cima de una duna. Debajo estaba el joven Valdez. La zarza rodó por la pendiente, arrastrándolo hasta causarle la muerte. El Loco se rió como si hubiera sido una broma y luego se calló.
     »Cuando el joven Valdez se desplomó, los hombres no supieron qué hacer, no atinaron a levantarlo. Se miraban unos a otros y todos comprendieron quién era el culpable. Pero el loco Salinas se había ido.
     »Ninguno hallaba palabras para expresar su dolor. El tuerto Odilio no hizo nada, no dijo nada, pero sintió pena porque adivinó antes que los demás cuánto mal traería esa muerte. Cuando se recobraron, unos lo sepultaron envuelto en un bote salvavidas y otros partieron en persecución del loco Salinas. Mas no lo encontraron.
     »Al día siguiente, el tuerto Odilio ya no estaba. Hubo quien sostuvo que se recluyó en el faro, pero también se dijo que fue en busca del Loco, hacia el oeste. Unos suponían que algún día volvería desde el mar; otros, que el que regresaría sería el loco Salinas.
     »Todos se quedaron esperando y ya no hicieron nada para la edificación de Marina. Las barracas siguieron siendo chozas y los hombres se dedicaron a la pesca. Las mujeres ya no se fueron y el tiempo siguió su marcha. Un día el faro ya no se encendió y nadie averiguó por qué. Lentamente se fue desmoronando.
     »Poca gente desde entonces se acercó a Marina y el camino que lleva hasta la ruta se fue echando a perder. Pero la de los que llegaron luego es otra historia; la de la fundación de Marina concluye aquí.»

II

El viejo Vargas podría haber tenido cien, quinientos años. Sus arrugas eran un mapa del tiempo con los accidentes topográficos marcados a fuego. Solía estar sentado en la galería de la cantina del Turco, tallando una eterna ramita con un cuchillo desafilado, contando historias a cambio de un vaso de vino —y tanto los moradores de Marina como los muy ocasionales pasajeros se lo pagaban; los primeros para que otro hablara por ellos y los otros para enterarse de cosas que en realidad no les interesaban—, mascullando para sus adentros o buscando a Lucía una vez cada tanto. Era el personaje más locuaz de toda Marina. A veces se tornaba insoportable.
     —Soy el más viejo —decía—; tengo la obligación de hablar. Todas las cosas inútiles que no se dicen de joven se pueden decir después. —Se reía. Su carcajeo cascado se confundía con el graznido de las gaviotas y se transformaba en tos—. Si en todos lados se dieran cuenta de eso, las cosas irían mejor. Marina se mantiene en pie gracias a eso. Nadie se sorprende de nada, nadie pregunta nada, y las cosas siguen como tienen que ser...
     Marina —lo dije antes— era un agradable lugar para descansar, donde nadie molestaba con impertinencias y el silencio se podía masticar sazonado con el rugido de las olas y con las voces de las aves marinas. Pero en ese Nirvana a veces se entrometía el viejo Vargas. Algunos de sus relatos solían ser interesantes, especialmente los que se referían a los puntos más sobresalientes de Marina. Pero tener que escucharlo cuando se ponía a hablar por hablar, para llenar el mutismo de la aldea con lo que él llamaba su "empresa metafísica para el mantenimiento de Marina", era otra cosa. Le solía tender un trozo de pasta de tabaco, pero tenía la monstruosa virtud de poder seguir hablando mientras mascaba.
     —...y las llamas descenderán de los Cielos como una granizada sangrienta y la...
     Muy difícilmente hablaba de sí mismo. Resultaban sorprendentes, sin embargo, su lenguaje y actitudes, que no eran tan rústicos como cabía esperar.
     Siempre que contaba sus relatos lloraba amargamente, sumergido en su soledad centenaria o en el sentimentalismo alcohólico. Era lo mismo; los habitantes de Marina nunca rompían su mutismo y lo escuchaban en silencio. ¡Quién sabe dónde se encontrará hoy, exiliado de su pueblito de pescadores! Lo único cierto es que carecerá de su corte de callados oyentes. En cualquier lugar que haya anclado no podrá recuperar lo que perdió en Marina. Todos hemos perdido algo con ella, y acaso para los ajenos lo peor haya sido el encontrarla alguna vez. Pero hay uno que es el que más perdió.

A Ramón, otro de los habitantes del lugar, en el mundo de afuera lo hubieran llamado autista. En Marina era el Niño Ramón o sencillamente el Niño. Tendría unos diez años aproximadamente; su madre era Lucía y al padre nadie lo conocía a ciencia cierta. Los relatos del viejo Vargas —historias en las que nadie decía creer, pero que todos conocían y escuchaban— sostenían que había sido aquel curioso forastero sin nombre. Forastero; así se lo llamaba. Según las mentas, era la oveja negra de la estirpe de Caín: místico, creyente y piadoso. Despreciado por los suyos y por el mundo, había arribado a Marina guiado por un demonio celeste —porque en el Paraíso también hay criaturas infernales— y habría engendrado al Niño en Lucía. Ella no lo negaba. Tampoco hubiera importado.
     Por otra parte, el Niño Ramón había nacido libre del estigma de su padre —se afirmaba— gracias a la autoexpiación que realizó éste. Se decía que el Forastero estaba buscando constantemente su muerte, una puerta de salida de esa tortura que nadie conocía pero que todos suponían. Muchos lo habían visto arrojarse desde los acantilados, precipitarse en las aguas saturadas de escollos y ascender por las rocas dejando jirones de carne ensangrentada una y otra vez. Lo hubieran jurado todos los habitantes de Marina. Pero nadie lo creía.
     Finalmente, un día el Forastero desapareció. Algunos aventuraban que había podido encontrar la muerte personal que lo libraba de las ajenas; otros, que se había internado en el mar, hacia el este. Estos últimos discutían acerca de si en definitiva había desaparecido o si había llegado a las costas de enfrente para proseguir con su búsqueda desesperada.
     Quizá fuera por eso que el Niño —todas las tardes— se quedaba de pie en la playa, viendo cómo su sombra se prolongaba hasta el lejano horizonte levantino. Era en esos momentos cuando no prestaba atención a las voces de los cangrejos y las aguavivas. Era en esos momentos cuando no disputaba con las gaviotas los restos de las almejas podridas al sol. Se quedaba plantado en la costa hasta que la marea cubría sus rodillas —con los mocos chorreándole por la cara mugrienta y estúpida— hasta que un lamento inhumano brotaba de sus labios.
     Luego se echaba a correr por entre las dunas, aullando una risa bajo la luz de la Luna hasta el amanecer, en que se quedaba dormido. Después, durante su vigilia, era cuando repetía los oráculos que le transmitían aguavivas y cangrejos: el anuncio de una tormenta, el de la muerte de alguien, el de una buena jornada de pesca...
     Todos habían aprendido a seguir sus consejos. Era inútil preguntarle nada: no tenía —o no la demostraba— conciencia de lo que lo rodeaba; se limitaba a desgranar lo que escuchaba a sus "amigos", según lo captaba, en el instante más inopinado. Era por eso que siempre había dos personas de Marina cerca de él para registrar sus profecías.
     Así había sido desde que comenzara a hablar, día tras día, año tras año. Y durante todo ese tiempo ningún pescador había muerto en una tormenta a menos que el Niño lo hubiera anunciado (y de nada valía que se abstuviera de embarcarse en esa jornada: aun en la precaria seguridad de su casilla la Huesuda lo alcanzaba y al día siguiente lo encontraban tirado sobre el piso, con los ojos abiertos, hinchado y con los pulmones repletos de agua salada).
     Pero para la época de mi última visita los pobladores estaban conmocionados. Hacía un mes —desde que pronunciara la Maldición de Marina— que el Niño no hablaba y todos esperaban una catástrofe. Lo veían sentado sobre la arena, con la mirada fija en el levante, y se persignaban al tiempo que bisbiseaban alguna oración innominable.

La Lucía —como la nombraban en Marina— recorría las playas noche y día. Era una beldad cobriza de andar lánguido y sinuoso. Pero esa lasitud trasuntaba pasión contenida. Era imposible verla sin sentir la sangre que golpeteaba en las sienes, sin imaginar una lujuriosa noche tropical de cuerpos sudorosos y entrelazados. De hecho, incluso los varones mejor casados de Marina solían compartir su lecho a sabiendas de sus cónyuges. Más de una hubiera deseado estar en el mismo lugar y pocos dudaban de que alguna que otra llegó a hacerlo.
     Sin embargo, no era una experiencia muy gratificante. Era como estar a punto de tocar el Cielo con las manos y cerrar los dedos sobre las púas de un erizo. Sentir la fiebre sensual que consumía hasta la última fibra del propio cuerpo, hasta la última partícula de conciencia, y ver sus ojos pardos clavados en algo que estaba más allá —ausentes, ajenos—, mientras su cuerpo se limitaba a responder ante los estímulos. Luego el orgasmo, el clímax que se tornaba insípido frente a su falta de interés, y ella que se retiraba en busca de lo que nadie más sabía, a recorrer de arriba abajo una vez más la playa de arena blancoamarillenta.
     Nunca nadie preguntó en voz alta cuál sería su meta tan anhelada. Pero era algo que todos hubieran deseado saber. Porque resultaba imposible sentir la proximidad de su cuerpo sin experimentar excitación —aun cuando se supiera que se saldría defraudado— y cualquiera hubiera vendido su alma al Diablo con tal de poseer completamente a Lucía: jóvenes ansiosos por su primera experiencia, adultos fogosos y ancianos que no aceptaban su decadencia.
     No dejaba de resultar sorprendente que su único hijo fuera Ramón. Pero también era curioso que uno de los pocos hombres que no la habían buscado —casi podría decirse el único— fue el Forastero. El viejo Vargas lo contaba de vez en vez, cuando comenzaban a aumentar sus apetitos y necesitaba recordar aquellos muslos firmes y esos pechos turgentes, hasta que su imagen se le hacía insoportable y corría a su encuentro.
     —El Forastero seguía saltando desde el acantilado. Nunca se hubiera cruzado con la Lucía. Ella siempre recorre la playa de la bahía. Pero en aquella ocasión fue hasta aquel lado y cuando el Forastero trepó una vez más por la pared de la barranca ahí la vio: bronceada, con sus cabellos castaños al viento, con el sol que vertía destellos dorados sobre su piel.
     »El Forastero la contempló. Alzó la vista y le recorrió las pantorrillas bien torneadas y las largas piernas. Adivinó esas nalgas perfectas en las curvas de sus caderas. Posó los ojos en los pechos erguidos y engañosamente pequeños. Divisó el suave perfil de sus hombros y el delgado cuello. Los labios carnosos en el rostro ovalado, bajo una nariz menuda. Ella lo miraba sin pronunciar una palabra. Él tampoco lo hizo. Terminó el ascenso y se le acercó. Copularon sobre el pasto una sola vez, desapasionadamente. Luego el Forastero continuó saltando hacia los arrecifes y la Lucía se encerró en su cabaña hasta que volvió a salir con el Niño Ramón. Lo dejó con la viuda González y siguió con sus paseos...
     Y siguió con sus paseos, asediada por pobladores y esporádicos visitantes. Eran pocos los que no la perseguían directamente al menos una vez, e incluso los que no lo hacían no desperdiciaban la oportunidad cuando se cruzaban con ella. Pero nunca buscó a nadie más, nunca volvió a salir más allá de la playa de la rada. De tanto en tanto, cuando hasta la atmósfera del poblado me resultaba demasiado pesada y no hubiera podido evitar encontrarme con ella, me alejaba y me sentaba junto a las ruinas del viejo faro, desde donde se solía arrojar el Forastero, y me preguntaba si él no sería lo que Lucía estaba buscando y si acaso ella era algo que él no quería encontrar.
     Luego volvía a Marina. Una que otra vez deseé saber qué era lo que ella quería y poder brindárselo.

III

La cabaña donde solía hospedarme no tenía más beneficios que el techo y una batea en la que lavaba mis ropas y me bañaba. Mi mobiliario se limitaba a lo que llevaba conmigo: la bolsa de dormir, algunas mudas de ropa. Era una construcción desvencijada; las tablas de las paredes estaban curvadas por la humedad y dejaban pasar el aire libremente.
     Pero era cómoda. Me resultaba cómoda. Era el primer paso para curarme del ajetreo de la ciudad, e instalarme en ella no me exigía trámites excesivos. Me limitaba a avisarle a alguno de los lugareños que pensaba pasar algunos días ahí y llevaba mis bultos. Después me iba y en paz. Nada de llave; nada de nada.
     Durante los días que podía llegar a pasar en Marina no pedía ningún lujo que no fuera habitual para cualquiera de los otros habitantes. Después de todo, a Marina no se iba a disfrutar de comodidades costosas. Tampoco exigía nada a cambio. Y uno se limitaba a aceptar lo que le daba.

En la galería de la cantina del Turco invariablemente se podían escuchar las historias del viejo Vargas. Todas las veces que fui a Marina me pasaba prácticamente la totalidad del día en ese lugar. Sentado junto a una de las mesitas, con el destartalado muelle hacia un costado y el resto de Marina hacia el otro. El Turco siempre tenía cervezas bien frías, a punto. El ambiente invitaba a tomar daiquiris, pero no me gustan y en Marina no habrían sabido prepararlos. Una vez cada tanto el Turco iba a la ciudad y traía mercaderías, toda la actividad comercial externa del caserío. Era uno de los pocos que abandonaba Marina de cuando en cuando.
     Pero para las comidas prefería las de la viuda González, la mujer que había cuidado del Niño Ramón. Era una vieja casi desdentada, que siempre estaba escarbándose los dos incisivos que le quedaban con una espina de pescado. A decir verdad, no es que fuera tan vieja sino que tenía aspecto envejecido. Pero cocinaba bien y era bastante tratable, a pesar de su correspondiente parquedad.
     Sin embargo, para pasar el día optaba por la cantina del Turco, con la ceremonia de servir la cerveza, de estudiar los reflejos solares al trasluz, mientras indefectiblemente el Turco pasaba un trapo sobre el mostrador siempre manchado por las moscas, un hombrón con un inmenso bigotazo negro y de risa fácil, con una carcajada que parecía el retumbar de un trueno lejano.
     Era agradable distenderse en la crujiente silla con el fondo del monólogo casi continuo del viejo Vargas y observar el paisaje indiferente: el mar perpetuo, el viento inasible, la azul inmensidad del cielo. Y la gente de afuera.
     Cada verano —aparte de mí— solía aparecer algún otro viajero que hollaba Marina fugazmente. Siempre eran personajes especiales.

El último visitante había sido el santón. Apareció un día canicular con una túnica apenas entrevista entre colgantes con todo tipo de símbolos religiosos y cabalísticos. No hacía proselitismo directo, persona por persona. Predicaba mientras caminaba de aquí para allá, a voz de cuello, sermoneando acerca del próximo fin del universo. Sus exhortaciones al arrepentimiento y a la contrición se suspendieron cuando cruzó con Lucía. Creo que la experiencia le hizo mal. Cuando después se topó con los Pozos se impresionó y dejó Marina gritando que eran las huellas de la Bestia.
     La última vez que se lo vio se estaba flagelando con una ova arrastrada por la resaca. Fue una lástima; su apostolado no arrojó ningún converso.

Los Pozos —por supuesto— no eran las marcas de pisadas de ninguna Bestia. Provenían del verano anterior, de cuando vino el Arqueólogo. Había llegado cargado con su tienda de campaña y con todo un equipo de instrumentos: picos, palas, teodolito. Se pasaba días enteros cavando en la arena seca de los faldeos de las dunas.
     Tenía la paciencia de una hormiga, eso era loable. A cada palada se deslizaba en el hueco el doble de cantidad de arena. Pero finalmente conseguía realizar una cavidad del tamaño de una trampa para elefantes que luego abandonaba sin rellenar.
     Una vez me acerqué hasta él, que seguía trabajando. Asomó la cabeza fuera del pozo, todo transpirado, y le alcancé una cerveza. A manera de agradecimiento me dio una explicación que nadie le pedía.
     —Estoy buscando un enterramiento vikingo —sonrió tímidamente.
     —Ah —le contesté, tratando de parecer interesado.
     —En algún lugar de estas playas, estoy seguro, hay un barco vikingo enterrado en una ceremonia fúnebre.
     —No pierda tiempo entonces —le dije—. Tiene unos cuantos kilómetros de costa.
     Asintió. Me devolvió la botella, eructó y siguió cavando.
     Los lugareños tenían miedo de que se topara con la tumba del joven Valdez, que ya nadie recordaba dónde estaba. Los asustaba la idea de una profanación. Pero eso no llegó a ocurrir. Al poco tiempo el Arqueólogo se cansó o se dio por vencido y se dedicó a perseguir gaviotas a cascotazos. Sus excavaciones se limitaron a la búsqueda de almejas.
     Un día se fue y los restos de los zanjones más grandes se pudieron ver incluso hasta después de que toda esta historia terminara, apenas cubiertos de nuevo por la arena, como si la Naturaleza hubiera encontrado divertida aquella actitud humana. O acaso sencillamente por la propia estupidez de la misma.

Pero me estoy apartando del asunto, como si quisiera demorar lo que ya sucedió. La cuestión estaba lejos de mí o de lo que vivía en mis visitas a Marina. En la ocasión de mi última estancia, no había ningún turista. El Turco estaba fregando mecánicamente el mostrador, como de costumbre, pero había algo singular en su actitud. Lo mismo sucedía con todos los demás. No tardé mucho en enterarme de la Maldición de Marina.
     Vos habías pasado cerca del Niño, como tantas otras veces, cuando dijo sus últimas palabras: "De la inconclusión de Marina germinó una pregunta que la destruirá a través del hielo y del fuego para la liberación del heredero de Valdez".
     Resultaba increíble que Ramón hubiera soltado semejante pieza de oratoria. Pero en Marina la grotesco era norma y después de tanto tiempo no era capaz de sorprenderme. En todo caso podía tratarse de una licencia literaria del viejo Vargas, pero lo cierto era que desde aquel momento el Niño Ramón había enmudecido y los habitantes de Marina se veían temerosos.

IV

El silencio de Marina se había convertido en tensa expectativa. El aire mismo parecía ser un frágil cristal a punto de romperse. Súbitamente me di cuenta de que también estaba involucrado. Inadvertidamente me había ido convirtiendo en uno más de Marina. Lo que estuviera por suceder también me afectaría. Hice lo que los otros: esperé.
     Los siguientes días se volvieron rutinarios. Los pescadores salían con sus barcas a la mañana. Los que seguían al Niño Ramón continuaban con él con la esperanza de que rompiera su mutismo. La permanencia en la cantina del Turco ya no era un fin sino un pretexto. Los instantes en los que iba a comer a la casa de la viuda González eran un alivio para esa guardia desgastante. Hasta las gaviotas parecían estar suspendidas siempre en el mismo punto del aire, inmóviles. Todo el lugar aguardaba. No se sabía qué, pero se aguardaba.
     Me acostumbré a dirigirme hacia las ruinas del faro a la hora del ocaso. Lejos y abajo se alcanzaba a distinguir el poblado como si fuera un mapa miniado: las rústicas casillas, los botes que volvían, la solitaria figura de Lucía inmersa en sus vagabundeos, el minúsculo punto que era Ramón sentado en una duna y las siluetas de sus dos custodios.
     Viendo las piedras desmoronadas del faro me preguntaba si en verdad el tuerto Odilio se había encerrado en él. No dejaba de pensar qué habría sido de Marina si su plan original se hubiera llevado a cabo. ¿Habrían existido los personajes que discurrían por ella o hubieran surgido en algún otro lugar oculto y desconocido?
     Pero no había otro lugar. Por lo menos en ese entonces. Se estaba en Marina y eso era todo lo que existía. Había momentos en los que el mundo exterior me parecía el recuerdo fragmentario de algún libro que había leído y olvidado parcialmente. Cuando volvía ahí, lo mismo me pasaba con Marina.

En aquellos últimos días te observé con más atención. Estabas tenso como una cuerda de violín. Cuando veías a Lucía, por ejemplo, eras uno de los pocos en los que afloraba una expresión de lástima en la mirada. Lástima por ella y por los demás. Siempre había sido así. Pero ahora la pena era mayor, casi palpable. ¿Qué sería de ella y de los otros si algo le sucedía a Marina? No tenías respuestas. Yo tampoco, y por eso te entendía.
     Te ocupabas de tus cosas como si esos pequeños gestos cotidianos hubiesen sido capaces de sostener un precario orden que se tambaleaba. Mirabas hacia el mar, más allá de la boca de la rada. De cuando en cuando tu mirada se cruzaba con la mía. No hacía falta que nos dijéramos nada. Ambos sabíamos e intuíamos más de lo que hubiéramos deseado. Tu extrañamiento con Marina y mi mimetización con ella —ambos inacabados, los dos a medias— se entrecruzaban en un intrincado diseño que no podíamos llegar a descifrar. Sólo cabía aguardar, mientras aquello que Agustín entendía mientras no tuviera que explicarlo seguía fluyendo.

El crepúsculo llegó a Marina con un velero blanco como la espuma sobre las verdes olas, que se deslizó hacia el muelle a través de la boca de la bahía como una tonina. En el espejo de popa —se lo sabía sin necesidad de verlo— la inscripción rezaba "Surt". Había sido una tarde soleada, cálida.
     —¡La puta! —gruñó el Turco. Podría haber sido por la botella de cerveza que se le resbaló de entre las manos. O quizá el accidente y la exclamación fueron simultáneos. Nadie lo habría podido adivinar por la expresión de su rostro.
     En el muelle estabas vos, con tus trampas para langostas. Viste llegar el velero. Te arrojaron el cabo y ayudaste con las maniobras de amarre. Las velas aletearon con un tenue gemido antes de caer. La cerveza del último sorbo estaba caliente. Creo que ya nunca volveré a Marina, pensé.
     Ellos bajaron de la embarcación. Eran dos. Un hombre y una mujer. La brisa costanera trajo algunos fragmentos de conversación desde el muelle. "Osvaldo", te presentaste. Liria y Bruno eran sus nombres. Ella era blanca como una flor con una guirnalda de oro por cabellera. De ojos grises. Hermosa hasta el punto de que cualquiera que la veía se daba cuenta de que estaba solo. Él, en cambio, era moreno y su mirada le recordaba a todos que ella estaba acompañada. Pero no es ése el término correcto. ¿Ocupada, tal vez? De cualquier forma se advertía que la consideraba su posesión.
     Los tres se acercaron por el muelle de madera. Había un brillo extraño en tus ojos. Llegaron hasta la cantina del Turco. Querían comprar algunas provisiones. Bruno no me causó muy buena impresión. Un tipo frío y sombrío, más apropiado para una ciudad que para un lugar como Marina. Se fijó en mí.
     —¿Usted es de afuera?
     —Se puede decir —asentí. Me producía el mismo efecto que los militares de escritorio, los intelectuales de sobaco, los fanáticos religiosos hipócritas y los políticos que creen en sí mismos: náuseas.
     —¿Cómo puede soportar un páramo como este?
     Me encogí de hombros. —Lo único que hay que hacer es no resultar insoportable para el lugar.
     No captó la indirecta. Una corvina muerta por asfixia hubiera sido más perspicaz.
     En ese momento se dio vuelta y no vio a la mujer. Vos tampoco estabas. "¿Dónde está ella?", preguntó.
     —Me parece que se fue para allá —le dije. No sé por qué lo hice. Ustedes habían salido en la otra dirección. Para aquel lado sólo había pasado Lucía.

Bruno volvió mucho después de que ustedes regresaran. Vos no estabas. Habías ido a asegurar tu bote porque nubes de tormenta estaban cubriendo el firmamento. En su mirada había furia y las rayas de un arañazo cruzaban su mejilla izquierda. No era precisamente una marca producto de la pasión, creo. Supongo que por una única vez Lucía se había negado y creo saber por qué.
     Liria miraba hacia el mar oscurecido. Estaba radiante.
     —¿Dónde estuviste? —le preguntó Bruno.
     —Paseando por la playa. —Podría no haberle contestado. No estaba interesado en escuchar.
     —¡Vamos al barco! —Y la tomó del brazo.
     No me gusta presenciar discusiones. Di media vuelta y me dirigí hacia la punta del faro. Tenía ganas de observar la tormenta desde los acantilados. Pasé por mi cabaña y tomé un abrigo. Estaba refrescando bastante.

Llegué allá arriba junto con la tempestad. El viento me sacudió violentamente pero no me quería mover de ahí. Ante mi vista se extendía la bahía con cabrillas encrespadas bajo las primeras sombras de la noche.
     Vi todos los sucesos como si hubiera estado directamente ahí, no en el risco lejano. Vi que se soltaban las amarras del Surt, que era arrastrado por el viento hacia el mar abierto. Lo vi chocar contra la barra cercana a la boca de la rada; lo vi escorar y deshacerse mientras se volcaba. Me estremecí. Vi que el Niño Ramón abandonaba la playa ante el asombro de sus vigilantes y se internaba en el mar. Y vi —juro que lo vi— que las olas lo transportaban sobre un banco de espuma mar adentro, mientras se reía con el timbre y cantarino que haya oído nunca. Hacia dónde, no lo sé. Pero si me lo preguntan diría que partió en busca de su padre.
     Volví a estremecerme, aterido, y te vi corriendo hacia el muelle con la vista clavada en los pálidos pecios. Claramente escuché tu grito, que ahogó el clamor de la tormenta con un por qué angustioso que resonó en la bahía.
     —¿Por qué?
     Y en ese momento brotaron las llamas en Marina. No sabría decir si fue el grito lo que las desató o si era innecesario que la pregunta fuera formulada para que eso sucediera. En aquellos instantes sólo era un testigo, y vi cómo los habitantes de Marina huían del incendio incontenible y se perdían en la noche para no regresar.
     Luego la tormenta fue amainando y subiste hasta el faro. No me viste y no te llamé. Me quedé observándote bajo el rojo resplandor del fuego hasta el instante en que te encaminaste hacia el sur, pensando en cosas que ya no podía adivinar.
     Supongo que habrá un motivo por el que no te llamé y por el que no te dije que los restos del velero no eran nada. Supongo que existirá alguna razón por la que no te avisé que Liria y Bruno se habían encaminado hacia el oeste antes de que empezara la tempestad. Acaso sea que los mortales no deben mezclarse con los dioses, que lo vulgar no debe juntarse con lo noble. O quizá haya sido tan sólo el resultado de algún mezquino sentimiento humano, de esos que hacen que las cosas más importantes se vuelvan banales y groseras las sublimes. Lo único cierto, en definitiva, es que ya no quedan más interrogantes que perturben el silencio de Marina y que el mar, desde entonces, sigue palpitando junto a sus ruinas olvidadas.

(C) 1989 - Santiago Oviedo
Publicado originalmente en la revista Axxón número 2



Santiago Oviedo

Santiago Oviedo es argentino y ha tenido una activa participación en el ambiente de la CF de nuestro país. Colaboró en varias publicaciones, como Nuevomundo, Fierro y Fusión. Ganó el Premio Más Allá 1989 con este cuento, "Marina del silencio" (Axxón número 2) y con la novela "Los Pagos" (coautor junto a Daniel Barbieri y José Altamirano), el cuento corto "RCT-I", Santiago Oviedo (Axxón número 3) y en 1990 con la compilación de artículos: "Chatarra estelar" (coautor junto a Daniel Croci). Este cuento fue incluido en la antología "Visiones", Ediciones Axxón, Ituzaingó, Argentina, 1992, y en "Más Allá, ciencia ficción argentina", Desde la gente, Ediciones Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos Aires, 1992.