PASEO PRESIDENCIAL
Rubén Tomasi

      —Buenos días, señor Presidente.
      —Buenos días, Marcos.
      —¿Cómo ha amanecido hoy, señor Presidente?
      —Bien. Un tanto cansado y aburrido, Marcos. Pero de todas maneras bien.
      —La tarea presidencial muchas veces es cansadora y aburrida, señor Presidente. Regir el destino de un pueblo no suele ser una tarea grata, señor —dijo Marcos mientras ayudaba al Presidente a levantarse de la cama y lo dirigía dulcemente al baño.
      —Supongo que todos mis antecesores han tenido el mismo problema.
      —Así es, señor Presidente, así es.
      La ducha tibia aplacó un poco el cansancio presidencial.
      —Hoy es el día, ¿verdad, Marcos?
      —Sí, señor Presidente.
      —Cómo me gustaría hacer esto todos los días.
      —No es posible, señor Presidente. Su salud y su trabajo no lo permiten.
      —Ya lo sé, ya lo sé —aceptó resignado, dejando la toalla en el piso del baño.
      —¿Qué traje usará hoy, señor Presidente?
      —¿Cuál crees que le va a gustar al pueblo, Marcos?
      —Definitivamente el azul, señor.
      —Bien. El azul me gusta. A mi pueblo le gusta.
      —Por supuesto, señor Presidente. ¿Y la corbata?
      —Elígela tú, Marcos. Confío en tu buen gusto.
      Marcos separa una corbata roja. Revisa disimuladamente si el micrófono se mantiene en su lugar.

—Buenos días, Edgardo.
      —Buenos días, señor Presidente. Se lo ve muy elegante hoy.
      —Gracias. ¿Su familia cómo sigue?
      —Muy bien, señor Presidente. Gracias por preguntar.
      —Oh, siempre me acuerdo de ellos. Mándales mis respetos.
      —Así será, señor Presidente. Su coche espera para la recorrida.
      —Perfecto. Estoy ansioso por tomar contacto con mi pueblo. Mis ocupaciones me mantienen tan alejado de ellos. Tantos papeles, tantas firmas.
      —Debería estar orgulloso, señor. Nosotros lo estamos de usted.
      —Oh, sí, lo sé, Edgardo. Es que a veces desearía poder gozar de más libertad. Tener menos responsabilidades.
      —Lo comprendo, señor. ¿Señor?
      —¿Sí, Edgardo?
      —No debe olvidarse de tomar esto.
      —¿Eh? Oh, no lo necesito, ya se lo dije al médico.
      —Lo siento, señor. Debe tomarlo de todas formas.
      Una pastilla multicolor. Un vaso cristalino con agua.
      —¿Vamos, señor Presidente? —preguntó Marcos.
      —Sí, vamos, vamos.
      Una limousine resplandeciente. Un chofer pulcro. Un día de sol radiante.
      —Hermoso día, Marcos. Hermoso día.
      —Entremos al auto, señor Presidente —dijo Marcos, cubriéndose de la inclemente lluvia.
      Una limousine en marcha. Un señor Presidente feliz. Un Marcos empapado.
      —¿Qué día del año es hoy, Marcos?
      —¿Qué día le parece, señor Presidente?
      —Veintiuno de setiembre, seguro que es Veintiuno de setiembre.
      —Exacto, señor. Es Veintiuno de setiembre —respondió Marcos, cambiando con rapidez ese molesto 26 de julio que marcaba su reloj pulsera.
      Carteles luminosos en la calle. Fuegos artificiales. Gente coreando el nombre del señor Presidente.
      —Es maravilloso. Es increíble cómo me recibe el pueblo.
      —Sí, señor Presidente, es notable —respondió Marcos, cubriendo su cara con las manos por instinto ante la arreciante lluvia de pedradas que salía de manos callosas, rebotando contra los vidrios blindados.
      Flores que caen de los balcones. Niños con dientes bien cepillados. Música de bandas espontáneas.
      —¡Qué bella música! ¡Qué bella música! Estoy extasiado. Este paseo mensual me reconforta para seguir sirviendo al pueblo.
      —Por supuesto, señor Presidente. La música es tan solo reflejo de la alegría del pueblo —grita Marcos por sobre el estruendo de silbidos y abucheos que provienen de la calle, mientras observa cómo, por fortuna y como es costumbre, los soldados se ocupan de machacar las cabezas de los insurrectos.
      Aceras y edificios y casas de arquitectura perfecta. Hombres y mujeres sanos y fuertes para servir a la nación soberana. Espacios florecidos por doquier.
      —Es una nación hermosa, un pueblo fantástico, Marcos.
      —Sí, señor Presidente. Una nación hermosa, un pueblo fantástico —repite mecánicamente Marcos. Mira nervioso su reloj. Evita las miradas de hambre de afuera de la calefacción y de las butacas de pana, Marcos.
      El sol radiante, carteles en la calle, fuegos artificiales, gente coreando un nombre, flores desde los balcones, niños sonrientes, bandas espontáneas, arquitecturas perfectas, hombres y mujeres sanos y fuertes, espacios florecientes... Una niña llorando, gritando con desesperación, sucia, herida, desfalleciente...
      —¡Marcos, esa niña est...!
      —¡Su medicamento, señor Presidente! Casi lo olvido, señor. Sus medicinas.
      —Pero... esa pequeña allí en...
      —Por favor, señor Presidente, aquí tiene.
      —Gracias Marcos, pero no era necesario.
      —Claro que era necesario, señor, muy necesario.
      Una pastilla colorida. Un vaso tan cristalino con agua tan pura, insípida, inodora, incolora.
      Dos lágrimas que barren las mejillas del señor Presidente. Un pañuelo blanco con rayas azules y rojas, haciendo delicado juego con el traje y la corbata.
      —Esa pequeña...
      —¿Sí?
      —Es... es...
      —¿Es qué, señor Presidente?
      —Hermosa. Sencillamente hermosa. Por un momento pensé lo contrario.
      —La hermosura suele engañarnos, señor Presidente.
      —Es verdad, Marcos, es verdad.
      —Debemos volver, señor.
      —¿Ya?
      —Hay muchos decretos por firmar. Es por su pueblo que debe hacerlo.
      —Está bien, Marcos. Volvamos.
      —Como usted ordene, señor Presidente, como usted ordene.

Publicado originalmente en la revista Axxón número 30