SU AMOR DEL TREN
Carlos Daniel Joaquín Vázquez

"Mi Buenos Aires podrido
Cuando yo te vuelva a ver,
hambre, tristeza y hastío."
Charly G

 

Cuando decidió ir no sabía si valía la pena. Ni siquiera sabía si al llegar encontraría algo.
      Se zambulló en la enorme y grasosa boca principal de Constitución, terminal de la línea Roca de Magnetocarriles, escapando de las primeras y amarillas gotas que caían del cielo eternamente espeso de esta ciudad mal nombrada, lluvia que se repite todos los días y casi a la misma hora para carcomer lentamente la pátina acrílica que protege los edificios de la urbe.
      Allí, en ese lugar de Buenos Aires, el tiempo paró su tictac a comienzos del siglo anterior, coincidiendo casi con su partida. Sólo que acrecentó sus síntomas. Algunas de las palomas que aún sobreviven se refugian en cada lugar que encuentran, desplazando a las ratas y a veces matando y comiéndose con ellas. Aquí y allá se apilan estalagmitas de guano, transformando algunas zonas en sucias cavernas, donde retumban los rumores de un tango que llora traición.
      Los marmóreos dientes de la estación, empastados con el barro del exterior que la gente no tardó en arrastrar, no lograron transportarlo a ese otro mundo, mucho más duro, mucho más frío. Ni la voz de un chico de la calle que le ofreció alma y cuerpo a cambio de magros pesos logró sacarlo del trance.
      Caminando entre el humo de las minutas que preparaban a unos pasos, se dirigió a las boleterías para sumarse a la perezosa ristra de babosas que clamaban por su pasaje. Hipnotizado llegó a la ventanilla, hipnotizado compró el boleto e hipnotizado escapó de la mujer sin dientes que por llevar un niño en brazos intentaba cobrarle peaje.
      Entendió que era imposible pretender que ella aún viviese, pues sólo para él habían sido ocho años, pero el hecho de que ella hubiese optado por ese final tan atroz consiguió avivar sus recuerdos.
      Todavía flotaba en su mente la imagen de la despedida. Justo en ese instante, cuando pasó por el lugar en donde ella se arrojó bajo el metal, una lágrima se mezcló con aquella mañana de primavera en que se internó en la nave para perderse en el espacio y en el tiempo.
      Bajó en la siguiente estación, sintiendo una espiral de hielo que subía lentamente por su espalda hasta hundírsele en la nuca.
      Compró el mejor ramo de rosas que el florista pudo armarle. "Ella se merece esto y mucho más" agregó, exprimiéndole al vendedor sus mejores cuidados.
      Y sin esperar más caminó las siete cuadras. Estaba ansioso porque aún guardaba una pequeña esperanza, un regalo que le había hecho un nativo de Argus IV hacía ya bastante tiempo. El objeto le resultaba seguro y tranquilizante.
      Juancho era el cuidador de aquel sector del cementerio. Cuando vio que el visitante se detenía delante del nicho doscientos veinte pensó que era mejor aprovechar e ir a "pegarle el mangazo", ya que nunca había visto a nadie que se interesara por la pobre mujer que allí yacía.
      ¡Algún día alguien tenía que venir para esa pobre mina! —pensó—. Si en cualquier momento nos mandan a que la levantemos y hagamos lugar para otro. Esto está repleto y algunos se dan el lujo de no venir a rescatar los restos. Después de todo da lo mismo.
      Cuando decidió acercarse notó algo extraño.
      —Beto —llamó a su compañero—. Vení a ver a este tipo.
      —¿Qué pasa?
      —Mirá, fijate lo que sacó.
      Ambos se quedaron observando cómo ponía la pequeña cajita negra en el suelo y se paraba a su lado. Unos segundos después, la imagen de una bella mujer surgió de la nada entre ínfimas motitas de luz.
      —¡Pero qué gente tocada! Venir a poner, después de tantos años, una holofoto delante del nicho.
      —Con ese invento lo único que lograron fue llenar el cementerio de fantasmas. Son tan reales que uno puede llegar a confundirse.
      —Encima algunos se mueven. ¡Deberían prohibirlos! A mí me van a volver loco. Si hace dos días le fui a preguntar a uno si necesitaba algo. Cuando me di cuenta me asusté, pero después me cagué de risa. ¡Mirá que hay gente loca!
      La visión estiró los brazos, sonriéndole. Él se adelantó y la rodeó con sus brazos.
      —¿Y ahora? —dijo Beto—, este está más loco que yo. Abrazar una holofoto...
      —Me parece que a este tipo se le fue la mano. ¡Esto es el colmo!
      —Che, cada uno hace con sus muertos lo que quiere.
      —¡Pero no, viejo, esto es demasiado! ¡Yo no lo voy a permitir!
      —¡Hey! ¿Qué hacés?
      —Soltame...
      Juancho caminó hacia el desconocido con la firme decisión de imponerse. Sinceramente, le parecía algo rayano en la locura que alguien fuese a un cementerio a abrazarse con el halo inmaterial creado por una avanzada y fría tecnología. Más loco que si antiguamente se hubiese abrazado a una estatua. Pero cuando se hallaba sólo a un par de pasos cambió de opinión. Se recordó a sí mismo llorando delante de la tumba de su hermano muerto en un campo de batalla, aquella tumba quizás vacía, quizá ocupada por otro cuerpo, enclavada en medio del esponjoso territorio de unas islas olvidadas. Levantó la vista (que no supo cuándo había bajado) y vio que el extraño lo estaba mirando. No supo qué decirle, y sólo tartamudeó sin decir nada. El desconocido miró hacia la imagen y volvió a mirarlo. Juancho quiso disculparse por haberse entrometido en algo tan privado, pero éste no lo dejó, sólo le hizo un gesto y le dedicó una comprensiva sonrisa. Se sintió totalmente turbado por haberse dejado llevar por el impulso y comenzó a retroceder avergonzado, dejándolo nuevamente solo con la visión.
      Entonces sintió un leve chasquido que lo hizo darse vuelta. Tanto el extraño como la imagen se hallaban envueltos por un campo iridiscente, leve, mágico. Ambos lo miraron y le dedicaron una nueva sonrisa.
      Y comenzaron a esfumarse.
      Lentamente.
      Hasta desaparecer.

Publicado originalmente en la revista Axxón número 25



Carlos Daniel Joaquín Vázquez

Daniel es un argentino de treinta y tres años que vive en Capital Federal, en el barrio de Caballito. Es casado, tiene tres hijos varones, trabaja como programador en temas relacionados con Internet y como docente en un terciario, dentro del área de informática. Fue director de Axxón durante varios números. Ha publicado bastantes cuentos en diversas revistas y ha ganado el premio Más Allá por su cuento "Cruzado", publicado en Axxón número 57. También ha ilustrado algunas de las tapas de Axxón y, tras el seudónimo Tut, ha realizado ilustraciones en papel y electrónicas, muchas de las cuales han ilustrado varios números de la revista.