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¿Cuánto tiempo hace que empezó?
Siempre que trato de recordar los meses que han transcurrido, me cuesta centrarme en los acontecimientos, que me venga a la memoria cuándo se inició el cambio en el mundo, y se me ocurre que comenzó de pronto, de la noche a la mañana, y acabo convencido de que no tiene la menor importancia que sean cuatro, seis u ocho semanas, o unos meses o unos años lo que he vivido desde entonces.
Como cada mañana, lo primero que hago al despertar es comprobar si puedo encender la lámpara de mi dormitorio.
Me preocupa que un día no haya luz y no pueda afeitarme. Nunca he usado navaja o cuchillas desechables, y sin la maquinilla eléctrica no sabría cómo librarme de la barba que cada mañana insiste en ensombrecer mi rostro.
Estoy convencido de que antes faltará la electricidad que el agua, me digo una vez que he terminado de rasurarme. Luego me doy una larga ducha, mientras tarareo una canción, y después elijo la ropa que voy a ponerme, la extiendo sobre la cama y miro mi traje gris perla, la camisa celeste y la corbata que me regaló Paqui en nuestro último aniversario de bodas, sobria y oscura, salpicada por minúsculos puntitos azules.
Enciendo la radio y la misma emisora del día anterior me hace llegar su música agradable, suave y placentera. No he movido el dial desde hace meses. Ya no hay voces discutiendo acaloradamente por las mañanas, no echo de menos las agrias y partidistas tertulias. Si no fuera porque sería de mal gusto, me alegraría que su franja horaria ahora esté ocupada por música moderna o clásica. Las charlas en la radio fueron suspendidas por falta de tertulianos, y también por la desgana de los oyentes a llamar y hacer preguntas entupidas a tal político o a cual periodista sabelotodo. Diría que me gusta más la radio de ahora. Siempre he aborrecido las discusiones entre financieros y deportistas, entre críticos de cine o chismosos de la prensa rosa, dirigidas por periodistas agresivos o pedantes. Resulta relajante no tener que oír las noticias acerca de escándalos financieros y corrupciones de este o aquel partido, ni las malas noticias del mundo en general; me alegra no escuchar sobre las guerras, las hambrunas y las matanzas en cualquier ex república de la antigua URSS, la locura de cada día de los fanáticos terroristas y las amenazas de los líderes del mundo. No todo puede ser malo.
¿Quién fue el cretino que afirmó en una de esas charlas que los primeros en ser llamados serían las malas personas? Lo dijo así, supongo que sonriendo, y se quedó tan fresco. Esa mañana apenas hubo llamadas de protesta, y al poco tiempo la tertulia fue eliminada de la programación por falta de asistentes.
Me alegré.
Hago algunas muecas ante el espejo mientras me ajusto el nudo de la corbata. No creo que las malas personas hayan encabezado la lista, si es que ésta hubiera sido redactada por la mano que mueve los hilos de esta especie de representación de guiñol, como alguien definió a lo que está ocurriendo.
Una representación, repito para mí. Me veo asentir en el espejo. Me gusta la frase. Se lo contaré a Laura, apenas la vea.
Laura.
A veces me pongo triste cuando pienso en ella, pero su recuerdo me anima, sobre todo cuando comienza el día y una fuerza extraña me obliga a levantarme de la cama y a enfrentarme con el mundo. Confío en ver a Laura esta mañana, hoy lo deseo más que nunca, estoy ansioso por estrechar su mano, y pienso que apenas la vea aparecer suspiraré con alivio. Me pregunto si debo llamarla por teléfono, para recordarle nuestra cita, pero inmediatamente pienso que si ella ha salido y el timbre suena y no me contesta, me asustaré y creeré que por fin le ha ocurrido lo que tanto temo que pueda ocurrirle cualquier día, y me desesperaría tanto que mi corazón se desbocaría y no sé lo que me pasaría. Quizá me muriera de un infarto.
Enseguida me digo que soy tonto. No podría morir de un infarto, ya nadie se muere porque le falle el corazón, ni tampoco se ha muerto de cáncer o a causa de una enfermedad.
Me contemplo en el espejo grande y desapruebo mi aspecto porque me parece demasiado formal. Me he vestido como para ir a una boda, no para dar un paseo por la playa. ¿En qué estaría pensando?
En cinco minutos mi aspecto ha cambiado. Me he puesto una chaqueta ligera, una camisa abierta y calzo zapatillas de deporte. Me siento más cómodo.
Salgo del piso y llamo al ascensor. Enciendo un cigarrillo. No debería fumar en la cabina, pero soy el único inquilino que queda en el edificio aparte de la familia que vive en el cuarto de la derecha, mejor dicho lo que queda de ella. Un poco de humo no molestará a nadie.
En el vestíbulo veo a la hija de la portera. Es joven y limpia el suelo con una bayeta. Le doy los buenos días. Es la primera vez que hace el trabajo de su madre. No le pregunto por ella. ¿Para qué? Puedo adivinar cual sería su respuesta.
La chica, de unos quince años, responde a mi saludo con un buenos días sin entusiasmo. La observo al pasar y no descubro tristeza en su mirada. Tampoco debo el darle el pésame, pienso. No es lo correcto, ya nadie lo hace.
Se acabó decir lo siento, quería o apreciaba mucho a su padre, a su hermano o a su primo, pues me he enterado que... ¿Cómo voy a decir algo parecido? Sería como insultar la inteligencia de los demás, burlarse del prójimo. Y eso no está bien.
Son las nueve, y el sol, como todos días a esta hora, desde hace no sé cuánto exactamente apenas se adivina tras las espesas y rosadas nubes que ocultan el cielo.
Las calles aún están húmedas. Ha llovido. Como todas las noches, ha llovido de doce a una. La temperatura, no tengo necesidad de comprobarlo, es de veinticuatro grados. Después del mediodía aumentará un par de grados, y al atardecer descenderá un poco. Un clima excelente.
Como siempre.
Los hombres del tiempo fueron los primeros en quedarse sin empleo. ¿Para qué van a aparecer en televisión con los mapas detrás si disfrutamos de un clima estupendo, sin cambios? Un clima igual en todo el mundo. Ni frío ni calor.
En la calle me cruzo con una mujer, luego con un niño que lleva a la espalda su mochila cargada de libros y cuadernos. Tal vez no vea a más personas en mi paseo hasta el quiosco situado en la otra esquina. La mujer lleva una bolsa con comida del supermercado; el chico tiene cara de ir al colegio, tiene cara de aburrimiento. Tal vez ayer, o la semana anterior, algún amigo le acompañaba, pero ahora está solo. Debe tener unos diez o doce años y parece que tiene prisa. Va a llegar tarde, pero no parece preocupado. Su profesor, si ha ido al colegio, no le regañará por su falta de puntualidad, pero es posible que le riña si no ha hecho los deberes.
El quiosco está cerrado. Si Juan no lo ha abierto a esta hora, no lo abrirá nunca más. La camioneta del reparto ha dejado en la acera el paquete con los periódicos. Me agacho y agarro un ejemplar, lo sopeso y me da la impresión de que contiene menos páginas que otros días.
Busco en los bolsillos unas monedas para dejarlas, pero no llevo suelto y me encojo de hombros. Me alejo leyendo la primera página, un poco avergonzado. Lo que acabo de hacer me ha provocado una sensación extraña, me ha hecho sentir culpable y me pregunto por qué. Sólo son unas monedas, me digo. Además, ¿a quién le he robado? ¿A Juan o al dueño del periódico? Es la primera vez que hago algo parecido y pienso en Juan y me parece verle sonreír, como ha estado haciendo cada mañana mientras me tendía el periódico. Espero que ahora sea feliz. Vivía solo, no tenía muchos amigos, pero era una buena persona. A veces, al verlo, me daba la impresión de que estaba impaciente, como si deseara que le tocara pronto a él.
¿Dónde conseguiré el periódico a partir de hoy?
Escucho el sonido de un coche y vuelvo la cabeza para mirarlo. Cada día es más difícil ver un coche circulando. Casi todos los coches están aparcados, algunos en doble fila. La gente que los abandona procura no dejar inmovilizados a otros coches. Es fácil saber cuál vehículo no volverá a ser usado por su dueño, sólo hay que observar la cantidad de polvo que lo cubre.
Lástima que el polvo no haya sido eliminado.
Me paro en la siguiente esquina, miro a mi alrededor y me pregunto cómo amanecerían las calles si lo que está pasando tuviera lugar de día, a pleno sol. Meneo la cabeza. Me he hecho muchas veces la misma pregunta. Es mejor que pase de noche, mientras dormimos. No creo que el espectáculo resultara desagradable, pero no me gustaría caminar por las calles y ver trajes, faldas, camisas y zapatos por todas partes. Resultaría demasiado significativo, tal vez traumático.
Ojeo el periódico sin dejar de caminar. Las noticias no pueden ser más insulsas. No pasa nada interesante en el país, ni tampoco en el mundo; todo sigue igual que ayer excepto los censos, que son puestos al día por unos esforzados hombres y mujeres. Los comentarios fríos y especulativos de los pensadores y científicos son parecidos y más aburridos, y encima escasean. Últimamente se nota la falta de buenos columnistas. Sospecho que están utilizando material antiguo para llenar las páginas. Busco la sección de estadística, que está después de la página de la bolsa, y de un vistazo compruebo que ahora estamos alrededor del setenta y cinco por ciento, aunque pienso que el porcentaje puede ser más alto. Hoy no es lunes, pero no importa, no hay resultados de fútbol. Creo que a nadie le importa que los haya. La bolsa ni sube ni baja. Un alivio.
Casi sin darme cuenta he llegado a la cafetería en la que desayuno todas las mañanas desde el día en que me trasladé al barrio. Tienen obrador propio y la pastelería siempre es reciente. Recuerdo que volví al día siguiente, acompañado de Paqui, para que probara los croissants.
De eso hace veinte años.
Apenas entro, me doy cuenta de que falta algo y no tardo en notar la falta del olor a bollos recién horneados. Hay un hombre en la barra, sentado en un taburete, tiene los brazos apoyados en el mármol y termina de beber un chocolate. Al lado de la máquina de café, el hijo de los dueños sujeta la jarra de la leche bajo el vaporizador, y la calienta hasta que ruge y ruge y cambia de sonido y empieza a echar humo. Me gusta el ruido que hace la leche al hervir. El muchacho se vuelve y me saluda con el acostumbrado ¿qué tal señor Garrido?, pero esta mañana añade que siente no poder servirme lo de costumbre. Le digo que no se preocupe, que entiendo lo que pasa. Él no tiene que decirme que esta madrugada no se ha encendido el horno del obrador. Ya sólo trabajaba el padre. La madre dejó de ayudarle el mes anterior. El chico se llama Javier. A partir de hoy tendrá que abrir la cafetería.
Es la primera vez en veinte años que no hay croissants en mi desayuno. Pido un café doble y tengo que conformarme con un insípido donut.
Javier se inclina sobre el mostrador y me susurra:
Mañana será el día, señor Garrido.
Dejo de mojar en el café el maldito donut y miro a Javier. No he entendido lo que me ha dicho y él me sonríe paciente y vuelve a decir:
Mañana será el día.
¿Y qué? pregunto.
Se retira encogiéndose de hombros. Desde el fondo del mostrador me sonríe. Dicen que los jóvenes han adquirido mayor capacidad de entendimiento que los adultos desde que empezó todo, pero no recuerdo quién es el autor de esta teoría. ¿O lo he leído en alguna parte, cuando se publicaban revistas? Entonces también se decía que sólo los jóvenes sobrevivirían. Pero no es cierto.
Nadie está excluido, aunque algunos deben estarlo.
Javier pasa un paño por el fregadero y retira el servicio del cliente que se acaba de marchar, después de darnos los buenos días y haber dejado el dinero en el mostrador.
¿Es que no lo recuerda? pregunta Javier, mirándome divertido. Sacudo la cabeza de un lado a otro, y él continúa: Todo el mundo sabía que esto sólo puede durar 333 días o el doble, es decir 666 días. No habrá término medio. Si pasamos del primer ciclo, nos acercaremos al número de la bestia, y significará que es el demonio quien está detrás de todo.
Pero ¿qué quieres decir?
¿Cree que bromeo? Tal vez. El diablo no puede estar acechándonos, seguro. Por lo tanto, mañana se cumplirá el día trescientos treinta y tres. Todas las dudas quedarán despejadas. Yo tengo esperanza, señor Garrido. No sé lo que pasará, pero yo tengo esperanza. Otros son pesimistas, pero yo soy optimista. ¿Y usted qué piensa?
Miro al fondo de la taza. Ha quedado un poco de azúcar porque no lo he removido bien el café. Ahogo un suspiro. No me atrae la idea de esperar trescientos treinta y tres días para averiguar si Javier tiene razón o no.
Creo que confiar en conocer un final u otro, al que sea, es una actitud vanidosa. Llevo demasiadas mañanas asombrándome de seguir en el mundo. Cada vez que abro los ojos me pregunto por qué no me ha tocado a mí. Sólo deseo que el día que cruce ese umbral, el que sea que nos aguarda, si soy elegido para pasar al otro lado me gustaría tener la mente lo bastante despejada como para darme cuenta si he sido afortunado o desgraciado.
Pero este pensamiento, que ya no estoy seguro de si es mío o lo he leído, escuchado o comentado con alguien, sólo me dura un breve instante y enseguida se apodera de mí ese estoicismo que parece anestesiar nuestro raciocinio. ¿A quién debemos dar gracias por habernos convertido en sumisos y pasivos?
Tal vez hemos sido condicionados desde el primer día, pues de otra manera nadie podría soportar esta situación sin perder la razón. Lo más curioso es que no se ha dado ni un caso de locura, ni un intento de suicidio para anticipar el desenlace que tarde o temprano conocerán los que queden después del día número 333, o del día 666 según se mire, según se piense que cuanto está sucediendo sea obra de Dios o del diablo.
Mañana no abriré, señor Garrido.
La voz de Javier me ha arrebatado los pensamientos. Me alegro de que lo haya hecho. No sé por qué, pero siempre que empiezo a reflexionar sobre lo que está pasando, un profundo dolor surge en lo más profundo de mi ser, como si un mecanismo se activara con el fin de tranquilizarme.
Observo a Javier. Sonríe mientras se esfuerza en dejar brillante el mostrador. Silba una canción que estuvo de moda hace un año. Desde entonces no se han escrito canciones, no se ha estrenado una película, no ha sido editado un libro.
¿Por qué crees que no abrirás? digo, preguntándome por qué está tan seguro de que despertará mañana.
Iré a la playa.
La playa, repito para mí. Javier no me explica más, y creo que no lo hará aunque se lo pida por favor.
No quiere cobrarme el desayuno, me dice que estoy invitado, y mientras me dirijo a la salida, como si fuera una promesa, va él y me saluda:
Hasta mañana, señor Garrido.
¿Qué ha querido decir?
Me vuelvo y le observo. Laura está convencida de que los jóvenes saben más que las personas mayores acerca de lo que está pasando. Pero sigo sin entender las reglas, si es que las hay.
Un vez en la calle me doy cuenta de que he olvidado el periódico, pero no me siento con ganas de volver a entrar, como si mirarme de nuevo en los ojos de Javier me diera miedo.
Me dirijo al aparcamiento, bajo la escalera y no encuentro al encargado. En la cabina están las llaves de todos los coches. No elijo las del mío, sino las de un Audi. Su dueño no lo coge desde hace semanas. Me digo que no le importará prestármelo por un día.
Laura fue como una novia mía. Dejé de verla cuando teníamos quince años, cuando ella cambió de barrio y de instituto. Más tarde empezó a estudiar una carrera en otra ciudad y no supe de ella hasta que alguien me dijo que había vuelto y estaba casada. Yo también me casé.
A veces Laura y yo nos cruzábamos en la calle y nuestros saludos eran un poco fríos. A veces ni nos saludábamos. Me enteré de que no había tenido hijos. Yo tampoco. Ella se divorció y yo continué casado hasta hace unos meses. Una mañana supe que había enviudado, cuando desperté y encontré el camisón de Paqui sobre la cama, un poco arrugado.
Nos encontramos una tarde en la playa, yo caminando sobre la arena seca porque llevaba zapatos, ella chapoteando en los charcos, con las zapatillas en las manos.
Nos quedamos mirándonos hasta que nos dijimos hola, y continuamos paseando, hablando de todo, recordando cosas que creíamos haber olvidado para siempre. En ningún momento mencionamos, ni siquiera de pasada, que el mundo estaba resignado, y cuando ella preguntó por mi mujer le respondí que Paqui ya no vivía conmigo, y lo entendió. Después de un breve silencio se interesó por algo que me sorprendió, quiso saber si yo había asistido a la marcha de Laura. Cuando conseguí reaccionar, le respondí que no.
¿Por qué iba a ser diferente a los demás?
A partir de aquel día nos hemos estado viendo casi todas las mañanas, cuando quedamos para el día siguiente, y damos un paseo y después de una hora o así nos despedimos, después de acordar reunirnos el lunes o el miércoles. Ella siempre se despide con un hasta mañana. Algunos días me ha parecido ver en su mirada un atisbo de desilusión, como si yo la hubiera defraudado, pero sólo un poquito.
Sé que una mañana cualquiera uno de los dos no acudirá a la cita, pero cada día que nos encontramos renace la esperanza en mí.
Salgo del coche después de estacionarlo en doble fila. No cierro la puerta y dejo la llave puesta. No me pasa por la cabeza que no lo encuentre al volver. Ya no roban coches. El Audi lo he pedido prestado y lo devolveré al garaje.
Cruzo la calle para dirigirme al edificio donde Laura tiene su apartamento. Cuando ya estoy muy cerca del portal, ella aparece acompañada de un hombre, casi un anciano. Me paro y los observo. Hablan un poco y se despiden. No me acerco a Laura hasta que el hombre se aleja caminando despacio, con la cabeza agachada. Lleva un pequeño pero lindo ramo de rosas en la mano.
Laura me espera. El suave y rosado sol de la mañana le da en la cara y tiene los ojos entornados. Están algo húmedos. Ha estado llorando.
Hola digo, y como todas las mañanas reprimo mi deseo de darle un beso.
Hace un gesto con la cabeza hacia el anciano que está a punto de doblar la esquina.
Va al cementerio, a poner unas flores a su esposa.
Lo único que se me ocurre es que ya era viudo antes de que los entierros se convirtieran en un recuerdo y los empleados de las funerarias cambiasen de empleo, o dejaran de trabajar. Ahora uno puede dejar ir al trabajo, hacer lo que le parezca. No hacer nada. Quien continúa en su puesto, en su trabajo, como Javier o como Juan hasta ayer, es porque le apetece.
Ella parece haber adivinado mis pensamientos, y me agarra del brazo para decirme:
Ha sido esta noche. Entorna los ojos, su expresión se llena de dulzura. Estaba despierto cuando ocurrió. Ella dormía. Mientras bajábamos en el ascensor me explicó que se marchó sin despertar, pero con una sonrisa en los labios, como si estuviera soñando algo bonito. Luego la vio convertirse en una nube perfumada. Es la primera persona que conozco que ha podido verlo. ¿Crees que es un don que Dios sólo concede a unos pocos?
Es posible respondo en voz baja, no muy convencido.
En vez de tomar la calle que conduce a la avenida, ella me obliga a caminar por otra y nos dirigimos a la playa. Después de hablar con Javier había pensado no ir.
Al cabo de un rato, nos sentamos en la arena, de espaldas a la pared de una cafetería que este año no ha abierto al empezar la temporada.
¿Por qué ha ido al cementerio? pregunto al cabo de un rato de silencio que se me antoja largo e incómodo.
Tenían un lugar reservado para cuando murieran, querían estar juntos. El uno esperaría al otro. Él cree que ella ya está allí. Me ha dicho que esta noche vendrá a la playa, a ver el próximo amanecer. Hace una pausa, creo que deliberadamente. Está convencido de que será el último.
¿El último amanecer?
Sí.
Laura piensa como Javier, y también como el viejo. No van a ser sólo los niños y los jóvenes quienes se reunirán en la playa.
¿Y tú? le pregunto, tomando su mano.
Ella dirige una mirada a la interminable playa. Hay bastante gente esta mañana, pero la extensión de arena es tan grande que las personas más cercanas parecen estar a cientos de metros de nosotros. Me alegro de que no puedan molestarnos.
No pienso marcharme afirma Laura, y la siento estremecer. Me quedaré.
El día es un poco más cálido que los anteriores, no sopla la más leve brisa. Se está bien en este lugar. Es acogedor. Hay silencio. A veces no escucho el rumor de las olas.
Al mediodía, sin decirnos una palabra, nos abrazamos y nuestros besos son largos y profundos, son suaves, no tienen prisa y los convertimos en el dulce preludio para nuestro amor en la cálida arena y a la sombra del muro.
La tarde transcurre lentamente, nuestro abrazo parece no acabarse, nuestro silencio no se interrumpe.
Luego es suficiente para nosotros mirarnos a los ojos, sin pedir ni dar explicaciones. Estamos de acuerdo en quedarnos en la playa. No sentimos hambre ni sed, ni frío ni calor.
La llegada del anochecer nos sorprende. No es igual que otras noches; hay mucha gente en la playa, hombres, mujeres, niños y ancianos que pasean en grupos o solos. Las luces del paseo no nos impiden ver que del cielo desciende un resplandor que no es el fulgor rosado del día sino una suave luz blanca y celeste. Algunas estrellas nos lanzan guiños, apenas aparecen en los vacíos que van dejando las nubes al romperse en jirones.
Hemos intentado evitarlo, pero el sueño acaba venciéndonos y nos quedamos dormidos.
Me despierto asustado. El resplandor me resulta más extraño, me parece que es una mezcla muy profunda de tonos rojos y blancos, y las nubes son más pequeñas, como si se hubieran alejado; detrás de ellas titilan las estrellas en medio de un vacío que surge en el cielo, dándome la sensación de que se está formando un túnel que podría alcanzar el otro extremo del universo.
Laura está despierta y la siento estremecerse en mis brazos. El silencio es profundo, la ausencia de sonidos me causa cierto dolor.
Cuando era niño digo en voz baja soñaba que miraba al cielo de la noche y lo veía abrirse, y parecía un gigante sentado en un trono, como si esperase algo. Nunca le vi el rostro y nunca supe si estaba furioso o alegre, si era vengativo o misericordioso. No supe lo que era.
Recuerdo haber tenido un sueño parecido susurra Laura. Se arrebuja más en mí, pero lo había olvidado.
La gente mira hacia arriba. Las últimas nubes se encogen y desaparecen en el extraño cielo. Nos levantamos y caminamos despacio. Todas las personas que están en la playa empiezan a reunirse, a agruparse. Veo a Javier, y también al vecino de Laura.
Estoy rodeado de sonrisas, de gestos risueños, nadie parece tener miedo. No es necesario rezar. Me pregunto si lo ha sido alguna vez.
Laura y yo no hablamos, no necesitamos que nadie nos explique lo que está pasando, porque ahora ambos lo sabemos, y si este va a ser el último amanecer, con la llegada del momento que tanto hemos estado esperando, no debemos tener miedo.
Me siento feliz.
La miro y sé que ella también lo es.
Caminamos cogidos de las manos, con la miraba en el cielo de este amanecer tan distinto a los demás, a todos los anteriores, mientras el túnel sigue abriéndose camino hacia el infinito. ¤
Ángel Torres Quesada es uno de los autores más importantes y prolíficos de CF en España. Su trayectoria es extensa y sembrada de éxitos. Ha publicado enormidad de trabajos, entre ellos una serie de novelas muy recomendable, la serie de Las islas, publicada por Ediciones Ultramar, libros que, afortunadamente, son encontrables hoy en día en Buenos Aires (Las islas del infierno, Ediciones Ultramar, Colección Ciencia Ficción no. 73 (1988), Las islas del paraíso, Ediciones Ultramar, Colección Ciencia Ficción no. 74 (1988) y Las islas de la guerra, Ediciones Ultramar, Colección Ciencia Ficción no. 75 (1988)).
Fue uno de los autores que se hicieron conocidos para los lectores de este lado del Atlántico por sus apariciones en la legendaria revista Nueva Dimensión. Pero su carrera comenzó aún antes, con trabajos firmados con el sudónimo Thorkent, como era costumbre en aquella época en los libros de bolsillo "de a duro" de España. Ediciones B está recopilando estos bolsilibros en volúmenes que incluyen cuatro de ellos y editándolos bajo el título genérico de EL ORDEN ESTELAR.
Torres Quesada es un cultor de las historias de aventuras, aunque sin por esto descender en sus trabajos literarios a la creación de textos de mero entretenimiento.
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