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SUEÑO INDUCIDO
Guillermo Lavín
La enorme habitación donde durmiera seis semanas le parecía una cripta. La constante presencia de la muerte quemaba más que una antorcha clavada en la espalda. Una pared de espejos reflejaba su cuerpo desnudo. Cómo es posible —se dijo al verse en la pared— que haya cuidado tanto este cuerpo y que ahora me traicione. Sonrió de nuevo. Se dijo que nada debía enturbiar su futuro.
Por ahora no dormiría.
Para qué, si en breve tendría que dormir tanto tiempo.
Se tocó el casco que había portado los quince días últimos y sonrió. Ese artefacto sería su forma de vida por una década.
El impacto de la noticia entró con lentitud en su cuerpo, como una víbora acomodándose en la columna vertebral. Contuvo el impulso de vomitar. Al arribar al consultorio de la doctora Solís tenía la esperanza de que los análisis evidenciaran una enfermedad cualquiera, quizá diabetes, hepatitis o exceso de colesterol. Javier bebió un trago del café compuesto con relajante para asimilar la idea de que estaba infectado por el Síndrome de Lucidez Perdida.
—Es lamentable —decía ella— que a veces fallen las vacunas. Usted sabe que desde el año 2027 todos los niños son inoculados a los tres meses del parto. Sin embargo, hay cuerpos que responden de forma diferente y cualquier día les brota el virus. Su caso es uno en un millón.
Javier apuró la bebida de un trago y se dirigió a la ventana. A pesar del aire acondicionado, sentía la boca seca y herrumbre en el corazón. El sudor le escurría por el pecho y la frente. Estaba mareado cuando se apoyó en el vidrio. Su mirada jugó con el pestillo y se sintió tentado a abrirlo. Quizá el olor de la calle lo volviera a la realidad, la realidad del futuro intangible, pero presente, la que reconocía como propia. A su espalda, la voz de la mujer sonaba lejana, vacía y vibrante, y decía que ignoraba la existencia de algún remedio, que una segunda vacuna aceleraría el proceso, pero que los laboratorios continuaban trabajando en la obtención de medicamentos. Le sugirió tener esperanza. Con un poco de suerte, viviría unos cinco años. En ese lapso, la ciencia pudiera descubrir algo.
—Lo principal es no desesperarse—, indicaba ella.
Y no estaba desesperado.
La decepción lo trastornaba.
Unas horas antes había pensado, un poco en broma, en la posibilidad de la muerte prematura, de un cáncer en la piel, ahora que proliferaba tanto a raíz de la destrucción de la capa de ozono, pero en ningún momento supuso que en realidad su vida pudiera esfumarse por un padecimiento extravagante y que todos sus entusiasmados planes —el doctorado en Historia del Renacimiento Italiano que estaba a punto de lograr o el negocio de cúpulas filtrantes para casas que proyectaba abrir en sociedad con Octavio, su viejo amigo— estuvieran bordados en el vacío. "Tiene tantas cosas la vida", pensó en voz baja. Se sentía impotente y marginado, como si lo obligaran a ver la vida de otras gentes, que proyectaban y sabían que delante de ellos se expandía toda la gama de posibilidades para hacer, para soñar, para creer que con un poco de voluntad vivirían largo tiempo y verían madurar sus ilusiones. Una sensación oprobiosa: el coraje de quien debe pagar una culpa, sabiéndose inocente.
Se rió en silencio.
Era la angustia.
Sabía que enloquecería lentamente antes de morir. Llegado el caso, morir no sería maligno; sería un descanso.
El domingo siguiente invitó a Octavio a comer en el mejor restaurante de la ciudad aquellos platillos que su presupuesto sólo le permitía degustar en forma excepcional. En el postre —Octavio mordía con delicadeza una croissant de almendras—, el enfermo comentó su cercano fallecimiento con la naturalidad con que se cuenta una anécdota insignificante, apenas mirando a su interlocutor. Y éste, con boronas crepitantes entre los labios, enarcó las cejas mientras ladeaba la cabeza, sin terminar de morder, sin mascar la galleta, sin hablar, y permitió que dos lágrimas espontáneas hicieran un camino hacia la camisa. Escupió en el plato la bola de almendra remojada e hizo el intento de ponerse de pie.
—No juegues con eso —se escuchó su voz quebrada en algún lugar de la faringe—, tú sabes que no me gustan las bromas. Y esa, más que broma es un insulto.
Las lágrimas del amigo y la voz temblorosa significaron para Javier no sólo la prueba de una amistad solidaria, sino la hecatombe de la poca resistencia que aun disponía, como si el otoño le cayera encima en un instante, despojándolo de las hojas que lo protegían contra la verdad inminente, y soltó un llanto convulsivo y sin resguardo, con los ojos abiertos y la mirada atrapada en el techo. Parecía un niño perdido en una feria donde los visitantes fueran seres deformes que intentaran cazarlo. El hombre dijo, entre ruidos y espasmos, derrumbado, que la nostalgia de la vida había hecho presa de su alma desde el momento en que le dijeron que se iba a morir; tenía —dijo— la sensación de que lo iban a olvidar pronto, pues no dejaba un hijo que por algunos años perpetuara su recuerdo, ni había hecho alguna obra relevante para la sociedad. "Mi muerte —miraba al techo con los ojos desbordados—, será un acontecimiento irrelevante". Octavio se acercó a su amigo. Bajo la alta bóveda del comedor, ambos se abrazaron, con la lluvia en los ojos y la angustia oprimiendo sus estómagos. A un lado, un camarero perplejo retiraba los platos sucios de la mesa.
Una mañana Javier despertó con la habitual sensación de estar recluido en un cuerpo ajeno y preso en una habitación desconocida. La lámpara en el techo parecía un animal en acecho; a un lado, las parpadeantes luces del reloj eran el anuncio del peligro y, a un costado, los espejos inertes del tocador tríptico mostraban un sujeto pálido y ojeroso que lo miraba con ojos fijos y asustados. Los minutos transcurrían y la conciencia continuaba divagando en su interior sin atreverse a brotar. El hombre hacía esfuerzos por encontrar una salida. Intentó caminar hacia la puerta, pero le pareció que ésta oscilaba como un péndulo. Gritó, sin ser capaz de elaborar ni una sílaba congruente, y se lanzó por el hueco que veía en la pared. Los cristales del holovisor cayeron al suelo. Una sensación suave y viscosa resbaló por su cabeza y una lluvia de minúsculos vidrios flotó sobre su cabello. Con trabajos, volvió a tomar impulso y acertó a pasar por el quicio de la puerta. Al final del pasillo se topó con la puerta principal. Alargó la mano. Temía ser atacado, pero la puerta, al sentir la vibración térmica y las huellas digitales adecuadas, se abrió. En el umbral, Javier sintió que le estallaba la cabeza con una multitud de cosas innominables que pasaban ante sus ojos. Aturdido, se dejó caer al suelo. Horas más tarde, ahí lo encontró Octavio.
A partir de entonces, cada noche se agigantaba su temor: el despertar siguiente significaba una dosis un poco mayor de locura y amnesia, era como nacer de nuevo en la total incógnita. Pasado un tiempo, la memoria empezaba a funcionar trabajosamente, como si estuviera envuelta en un bloque de algodón que se adhería para estorbar el movimiento de las neuronas. Era un mal progresivo y llegaría el momento en que se quedaría perdido en la ignorancia. Antes de fallecer, viviría algún tiempo en un laberinto de incoherencias, esperando que la alfombra atrapara sus pies o que un libro penetrara en su garganta.
En las semanas siguientes, Javier se aisló del mundo. Poco a poco, negándose a salir o a contestar el videófono, deshebró la red de familiares y amigos y se acomodó atrás de la ventana de su sala, desde donde veía pasar a la gente común, a la gente sana. El invierno estaba cerca y el pasto del jardín del frente entonaba un murmullo amarillento y descuidado; la maceta colgante se mecía en la suavidad del aire y la siempreviva plantada en ella aún resplandecía con un haz de pequeños focos rojos. El estado depresivo de Javier llegó casi a anular su capacidad de movimiento y pasaba largas horas sentado, con la mirada en la mandala tejida en estambre que rompía la monotonía de la pared rosa. Sólo las yemas de sus dedos se tocaban constantemente, como si una mano fuera el reflejo de la otra, hasta el arribo de la oscuridad nocturna, en que se alejaba con pasos torpes rumbo a su habitación.
Sólo mantenía contacto con la doctora Solís y con Octavio, quien sacó por su cuenta una copia de la llave de la casa y pasaba a verlo cada día, aunque fuera sólo para inyectarle los medicamentos. Javier asistía a la consulta médica gracias a que ella enviaba cada viernes a un enfermero que lo recogía en casa y lo reintegraba más tarde. Aunque no oponía resistencia, tampoco anhelaba ir y, si no fuera por las inyecciones estimulantes, se negaría a volver. Sobre todo cuando llegaban temprano al consultorio. Pocas cosas detestaba más que esperar en la antesala, leyendo revistas médicas abominables, plagadas de enfermedades y fotografías de huesos y carne abierta y terapias químicas. En esos instantes prefería concentrarse en el florero espigado de cristal que la secretaria tenía sobre el escritorio. Y ella se turbaba, pensando que era objeto de atención del paciente. Quizá por eso una ocasión ella se puso de pie y se acercó a Javier, para ofrecerle una revista. Para él, el mismo valor tenía el impreso que la mujer. Se dijo que si no fuera por la poca vida que le quedaba, respondería a la mujer con una actitud galante.
Aceptó el folleto.
Ese gesto educado fue definitivo.
Abrió la revista para hojearla sin prisa, sin interés. Y en el intervalo apareció, en las páginas centrales, el anuncio donde solicitaban voluntarios para experimentos científicos. Ofrecían un empleo de alto riesgo y buen salario. Javier, sin levantar la vista, concentrado en el puñado de signos oscuros que le dibujaban una promesa entre las manos, pensó:
"Qué apropiado —miraba el texto, con la boca apoyada en los nudillos; adentro de su cuerpo se arremolinaban el temor y la esperanza—, es el tipo de trabajo para gente como yo".
—¡Hibernación! —gritó Octavio asombrado, violento, con el rostro formando una máscara de guerrero indignado, mientras se levantaba en forma brusca y elevaba los brazos al cielo—, no te creí tan bruto. Todo el mundo sabe que hace años se abandonó esa técnica, cuando descubrieron que los hibernantes no pierden totalmente la conciencia. ¡Por Dios!, es la forma de tortura más espantosa que pudo inventarse: ya te veo acostado por décadas, sin poder moverte, pensando en el momento en que resucitarás. Todos los que se involucraron en ese experimento despertaron locos, desquiciados, perdidos en su interior. Además es experimental: estarás exhibido en un cilindro de cristal, con la nariz plagada de escarcha y el cuerpo pálido, más tieso que un bastón de ébano, pensando en la soledad eterna. Olvídalo.
Javier aguardó a que terminara la furia del amigo.
Paciente, sorbió un poco de té con azúcar.
En lugar de darle explicaciones le extendió la revista abierta en el anuncio. Octavio preguntó: "Qué es eso", al tiempo que estiraba la mano para tomarla. Se quedaron en silencio.
Javier le dijo que ya se había comunicado al programa y las explicaciones eran convincentes: un grupo de científicos de la Universidad de Stanford había desarrollado el control de los sueños. "La gente emite reacciones químicas y eléctricas incluso cuando sueña —decía—. Y a partir de ellas son capaces de inducir los sueños. Al Doctor Czeislet, que está a cargo del programa experimental, se le ocurrió vincular el tratamiento de sueños inducidos con la hibernación. En la fase experimental un grupo de control hibernó seis meses con los sueños que previamente escogieron y despertaron tranquilos, descansados y con su inteligencia intacta. Ahora quieren ir más lejos: quieren almacenar vivencias, sensaciones, sueños, ilusiones de la persona que hibernará, para usarlos mientras dure el período de congelación."
"Al principio, durante el sueño lento, el cerebro trabaja ligeramente, pero permite el movimiento muscular; en la fase paradójica el cuerpo está paralizado y el cerebro funciona en forma intensa —continuó Javier investido de optimismo—. Apenas empieza el sueño lento, inducen la etapa paradójica a través de electrodos. Los nódulos en el cerebro y los lentes colocados sobre los ojos transmiten información del paciente, que se refleja en el polígrafo de la computadora. Así se detecta el momento adecuado y el sistema emite señales para inducir los sueños. Antes de la aplicación, el paciente escoge los temas a su gusto. Cada vez que el cerebro del paciente intenta despertar o salir de la fase paradójica, la computadora lo detecta y provoca de nuevo la misma fase; según el doctor Czeislet, el método tiene un aspecto inacabado, ya que en esos intervalos se dan ocasionalmente momentos de vigilia, de lucidez, donde el paciente recupera la conciencia y comprende su situación, pero se trata de pausas mínimas. El momento es recompensado de inmediato: si programaste un sueño erótico, te envían mujeres; en todo caso, música o imágenes asociadas con los licores que le gustan al paciente, por ejemplo.
—¿No tienes miedo de que algo no funcione?
—Por supuesto, pero me dará tiempo. Además, ¿qué puedo perder?
—¿Acaso no puede fallar el sistema? —preguntaba Octavio al doctor Czeislet, mientras éste ajustaba los electrodos en la cabeza rapada de Javier.
—No ha fallado —le respondió—, no obstante puede ocurrir. Así es la historia de la medicina.
Javier miraba la cara seria y rígida de Czeislet y los ojos preocupados de su amigo. Su corazón latía de prisa y la garganta seca le exigía agua. Lo dejaron solo en una habitación convencional, recostado. Cerró los ojos. Sintió una ligera descarga eléctrica.
Durante su primera experiencia con el inductor de sueños, probó el sabor de descubrir, como Colón, nuevos territorios; pero era además un aventurero intrépido y joven, amante de pequeñas depravaciones; en la siguiente, se soñó Napoleón invencible, un héroe capaz de invertir el resultado de la batalla de Waterloo; más tarde fue un pirata sin principios ni Dios surcando el mar.
Y de cada sueño despertaba con ánimo inmejorable.
Los días y los sueños se acumularon.
Llegó a pensar que el inductor era capaz de suplir la vida, pues le daba todas las formas posibles de existencia y los placeres eran tan reales como si los viviera. Día a día, sueño con sueño, se fue convenciendo de la bondad del método, hasta que llegó el momento de incorporarse al experimento final.
Los diez miembros del grupo de control experimental, discutieron los pormenores del contrato en la sala de juntas del Instituto SOMNUS: usarían en forma ininterrumpida el Acumulador de Sueños —un casco similar al usado por los ciclistas, conectado a la cabeza con electrodos— hasta el día de la hibernación. Ésta duraría diez años sustentada en los datos que surgieran del artefacto. Al término, se sujetarían a un período de exámenes para determinar los efectos del experimento. Después serían libres y cobrarían sus salarios acumulados.
Los quince días previos a la hibernación, el grupo de control se dedicó vivir intensamente experimentando los placeres que dan los sentidos incrementados por la tecnología: en una máquina de vinculación sensorial, Javier experimentó orgasmos combinados de hombres y mujeres, prolongados en forma casi indefinida; vivió inmerso en luces sicotrópicas, salas de elevación mental, inyectores de energía, ajustadores de biorritmo, proyecciones holográficas de sus propias sensaciones; bebió licores importados y escuchó música ultrasónica que se enlazaba directamente al sistema nervioso; caminó con sus colegas por un valle donde la primavera parecía estacionada para siempre y hombres y mujeres no se cansaban de hacer el amor en forma desesperada y de aspirar el aire puro y fresco del atardecer estival. Proyectó visiones imaginarias del futuro en hologramas; saboreó el breve instante de calor y luz que otorga el amanecer acompañado de mujeres y dulce de amaranto mojado en licor de fresa; bajó al fondo del mar para acariciar peces y buscar coral fino entre las algas; en la máquina de realidad virtual, se vio a sí mismo dirigir una nave, látigo en mano, contra ejércitos alienígenas, y bajó al centro de la tierra a encontrar la vida eterna.
Pese a todo, en los pequeños momentos de soledad se derrumbaba. Javier continuaba sintiendo la angustia de la muerte en cada fibra del cuerpo y por las noches sufría pensando en el frío que lo aguardaba. Cada amanecer era un acto de angustia terrible, de soledad absoluta, y la inyección del estimulante tardaba cada vez más en hacer efecto. Las espectativas sólo se saciaban cuando convivía con la gente y podía narrarles las sensaciones nuevas que esperara vivir.
La noche previa se quedó solo.
Fue una noche inmensa, como si quisiera tejer un largo lienzo para anotar en él su vida, sus azares y fortunas. Trató de sintetizar las partes dulces del amor perdido y recordó el olor de una brizna de hierba aquella tarde en que arrancó una flor, pero que no tuvo con quien compartirla.
Luego lloró en silencio.
La mañana encontró en la habitación a un hombre despierto, con el rostro cansado por el desvelo, sumergido en la tina de baño. Alguien había tocado la puerta con tres breves y delicados golpes. La hora de enfrentar al destino. Se quitó el casco y lo introdujo en el empaque. La puerta se abrió para que entrara Octavio, quien lo ayudó a vestirse. Al concluir, ambos salieron rumbo a la Sala de Hibernación.
Recostado en una cama suave, conectado a múltiples cables y con los ojos cubiertos por un antifaz de tela metálica, se preguntó cómo sería la mañana siguiente, cuando él ya no pudiera despertar, y si el despertador de su casa sonaría durante horas, pues no habría nadie que estirara la mano ciega buscando el sensor. Pensó que nunca le había dolido separarse de los objetos, pero ahora era diferente. Se preguntó luego cómo eran la lámpara del buró y el borde rugoso del emboquillado en el piso. Javier recordó que en la pared desolada del lugar donde reposaba había un reloj digital, como único adorno de la habitación, que señalaba el día, la hora, el mes y el año. ¿Querrá el Doctor Czeislet que el paciente recuerde la fecha para siempre?, —se preguntó antes de perder la conciencia.
Sintió una descarga eléctrica y quiso levantarse. "Algo falló", se dijo, pero no pudo erguirse. Tenía el cuerpo entumecido. ¡Carajo —creyó gritar—, venga alguien a desamarrarme! Abrió los ojos: lo estaban enterrando. Desde la ventanilla del ataúd veía los rostros sonrientes del Doctor Czeislet, de Octavio y de la doctora Solís, que le decían adiós a un lado de la fosa donde él se deslizaba. Gritó desesperado; intentaba decirles que había un error. Falló el tratamiento, pensaba, estoy vivo. Y un manto espeso lo cubrió de los pies a la cabeza, un manto invisible donde se podía mover, inmerso como un buzo en agua pesada que fluía lentamente; era una sensación tan deliciosa como la piel de la mujer que lo acompañaba. Despierta. Está acostado en una alfombra de hierba suave y verde y su cuerpo desnudo percibe con cada fracción de piel el aire tibio y el aroma tímido esbozado por las flores. Recorre con la mano su propio abdomen y lo acaricia como si fuera la primera vez. Siente la textura nueva y joven. Suspira aliviado y abre los ojos. Por el valle revolotean un grupo de mujeres hermosas. Las reconoce de algún lugar. Antes también jugaron juntos. Cierra los ojos y recuerda los momentos en que su cuerpo y el de ellas se enlazaron. Por una vereda caminan varios hombres cuyos rostros se confunden. Uno de ellos habla y señala con el índice hacia Javier. Se parece a Octavio. El grupo se acerca al cuerpo que yace en el suelo y lo miran excitado. Javier entiende que su piel es realmente nueva, es la piel de una mujer atractiva. Los hombres se acercan a Javier. Uno de ellos se le recuesta encima. Javier grita. Está sofocado y la desesperación sube por su garganta. Estaba sentado en la cama. Sudoroso. Fue un sueño, se dice, un sueño de pánico. Tuvo deseos incontenibles de orinar y trató de bajar las piernas de la cama, pero parecían amarradas a ella. El sudor creció en su rostro y levantó la vista. Desde el techo de su recámara, un enorme espejo que no recordaba haber visto antes le devolvía su imagen. Un escalofrío le recorrió la espalda: su cuerpo de anciano decrépito despedía un olor agrio y el rostro enjuto, sin carne, con la amarilla piel adherida, temblaba. Una oleada de pavor hizo burbujas en sus intestino. La puerta de la cripta se abrió violentamente para dejar pasar un canal de gusanos que se arrastraban hacia él, y sobre los gusanos una mujer morena, delgada, desnuda, lo llamaba con voces sensuales, lo convocaba con cada milímetro del cuerpo, pero él no podía incorporarse y los gusanos ya mordían los dedos de sus pies, y él que no recordaba dónde estaba, ni quién era la mujer o qué pretendían los bichos al morderlo, ni sabía cómo había llegado a esa situación. No podía ni recordar su nombre, cuando sintió como si un globo reventara en su cerebro. Se supo despierto. Supo que no podría abrir los ojos y comprendió que soñaba una y otra vez: "Algo falló —pensó—, se mezclan.." Y con una descarga eléctrica apareció ante sus ojos la figura de un látigo que flotaba hacia él, y el látigo era sostenido por una mano sin cuerpo, la mano de Javier, la mano cubierta por un guante de hierro, el guante de Hernán Cortés, el conquistador, y el látigo lo azota mientras él trata de hacer el amor con la mujer más bella de...
—Observen el movimiento de los ojos. Ya está soñando —dijo el Doctor Czeislet a la doctora Solís y a Octavio, en cuyos ojos brillaba la tristeza—, las señales indican que los sueños inducidos entraron en vigor. ¡Miren! —apuntó al monitor—, tuvo un momento de lucidez y el sistema de inmediato lo volvió al sueño paradójico. Ahora disfrutará de sus sueños casi sin interrupciones. Procederemos a la hibernación.
Al salir del instituto, Octavio sentía latir su corazón como los truenos en la oscuridad del monte. Aunque perdía, en cierta forma, al amigo, se conformaba pensando que quizá volverían a verse en diez años. "Es por su bien —se dijo mientras abandonaba el edificio universitario y cruzaba el jardín—. Ojalá lo disfrute."
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