La Fábrica de comprimidos
Localización
Ocupa la mitad este del bloque BI39, en el límite sur del barrio, frente al río y muy cerca de la estación Tragondo del Ferrocarril. El extremo norte de la fábrica queda justo enfrente a la La Piedra del Tren.
Descripción
Manuelovejunadíaz heredó de su padre la vieja fábrica de caramelos, tras una declaración de quiebra que acabó de un plumazo con la débil salud del anciano. Era una pena ver cómo aquellas máquinas enormes, que habían girado y girado sobre sus ruedas dentadas durante décadas, ahora se veían paralizadas por falta de combustible y materia prima, sumidas en un silencio aterrador. Pero claro, Manuelovejunadíaz (o "Manuel", diminutivo que empleaban sus amigos para dirigirse a él) tenía muy claras cuáles eran las causas del desastre: la enfermiza obsesión de su padre por hacer las cosas cada vez más pequeñas, más comprimidas, tanto que a veces tenía que sacrificar algo del contenido del caramelo, de su sabor y densidad, para conseguir un diámetro menor del paquete. Y llegó a fabricar caramelos tan, tan pequeños, que las madres los perdían en el interior de sus bolsos antes de poder dárselos a sus hijos, los cuales a su vez los solían perder debajo de la lengua, cuando el caramelo escapaba por un torrente de saliva rumbo al triste destino de la disolución.
Las madres, ante tal perspectiva, dejaron de comprar los caramelos, y la fábrica fue a la quiebra.
Pero no por mucho tiempo: Manuel era un buen estratega. No dejaría morir el legado de su padre, que había dado de comer a la familia y había posibilitado el nacimiento de sus dos hermanas políticas, Constantinalópezayala (metro veinte de altura y tipo sanguíneo A minúscula) y Maríaestuardadelahozpérez (metro doce y tipo sanguíneo O fraccional). E incluso el de su perro caniche, cuyo nombre era tan corto que a todos los efectos resultaba impronunciable por gargantas humanas. Cada vez que se requería su presencia usaban un lorito capaz de emitir un gorjeo parecido al nacimiento de una V entrecortada.
Manuel se dio cuenta, en primer lugar, de que a la gente le encantaba lo pequeño. En esta sociedad actual, donde los automóviles se fabrican con tan poca longitud (para aprovechar mejor los preciosos aparcamientos de las grandes ciudades) que dentro de poco tendrán que pivotar sobre dos ruedas, o donde los microchips comparten tanto el espacio de los circuitos integrados que algunos ni siquiera existen salvo a nivel conceptual; en esta sociedad, en suma, a la gente le gusta lo pequeño. Era un hecho científico, una verdad irrefutable. El problema de su padre era que había nacido en un mundo demasiado antiguo, y encaminó en dirección equívoca sus esfuerzos: en lugar de caramelos, debió haber fabricado cosas pequeñas por encargo. Cosas para otra gente, componentes para fábricas lejanas que a veces sólo eran una rúbrica al pie de un documento seguido de una transacción bancaria.
Así, cinco años después de su cierre legal, y tras muchas batallas con la banca por conseguir el dinero para las reformas, Manuel inauguró por segunda vez la fábrica de su padre. Sus enormes máquinas manipulaban las mezclas químicas más arriesgadas (de ellas, la más fundamental y verdadero logro en materia de alquimia moderna, era el comprimel, una sustancia de la que estaban hechos casi todos sus productos), combinándolas en salones ocultos a la mirada del visitante. Allí, una legión de trabajadores enanos elegidos por su agudeza visual se esmeraban en producir los más variopintos enseres: microchips para computadoras japonesas, cables telefónicos del grosor de un cabello, lentillas para pájaros con miopía, ediciones del Quijote para casas de muñecas, puntas de grabadores de marcas de alfileres, fundas para células madre...
Sin embargo, pese a que los negocios iban bien, Manuel se sentía triste. Notaba que le faltaba algo... más personal. Una manera de realización de sus propias aspiraciones. Tenía talento artístico, y un día decidió ponerlo en práctica. Unificando sus inquietudes espirituales con la obsesiva atracción hacia lo diminuto heredada de sus progenitores, amplió la fábrica adquiriendo nuevos terrenos, y allí se dedicó a dar cuerpo a las más descabelladas fantasías del arte de la compresión y disminución de las cosas.
Comenzó encerrando tormentas en tazas de café, manipulando los vientos que pasaban rasando el líquido con pequeñas máquinas anemométricas. Realizó un profundo estudio de la dinámica de los grandes sistemas meteorológicos para aplicar sus conclusiones a los microsistemas, en la creencia de que un macrosistema no es sino la extrapolación desmedida y cargada de variables innecesarias de los fenómenos aplicables a pequeña escala. Así, en el transcurso de una noche memorable, logró desencadenar el primer tsunami documentado en un desayuno con galletas.
Es quizás la maldición de los hombres poderosos, de aquellos que tienen la potestad y los recursos para hacer grandes cosas, que a todos les pueda el ansia de poder. Manuelovejunadíaz no iba a ser menos. Su obsesión por lo diminuto pronto se convirtió en algo más que un pasatiempo. De simple curiosidad pasó a ser la ley que regía su vida, y por extensión las de sus personas más allegadas. El automóvil que conducía (él en persona, porque allí dentro de ninguna manera habría cabido ningún chofer) requería de verdaderos prodigios de contorsionismo para que un cuerpo humano medio cupiera en su interior. De hecho, Manuel solía tomar un taxi cuando salía a cenar copiosamente, porque al volver su barriga ligeramente hinchada excedería el cupo de espacio disponible. Además, obligaba a sus empleados a vestir trajes de muñecas, y a desplazarse por el interior de la fábrica en patines de una sola rueda. Incluso su mujer llegó a amenazarle con abandonar el matrimonio cuando a él se le ocurrió sugerir, en mitad de una velada romántica frustrada, que se sometiera a tratamiento genético para suprimir la capacidad innata de crecimiento del cuerpo de sus futuros hijos.
Sí, Manuelovejunadíaz era un hombre obsesionado, tal y como lo fue su padre. Al final, tras tanto trabajar en pro de la comunidad y ganarse la simpatía de muchos empresarios que dependían de su fábrica para manufacturar sus productos, murió en una misteriosa explosión un día de fin de año, hace tiempo. La parte nueva de la fábrica, allí donde experimentaba con el arte a escala de gnomos y duendes, voló esa noche por los aires sin que a la fecha se sepan con certeza los motivos. Hubo rumores, por supuesto, pero nadie poseía pruebas fehacientes... si no contamos, claro, las seis mil toneladas de comprimel que recubrían los restos del siniestro, prueba callada de un desafío a los límites del universo. Tal vez los historiadores tengan razón y el sagaz Manuel se hubiera atrevido a intentar hacer realidad su mayor sueño: tratar de comprimir un modelo a escala 1:1 de la ciudad entera de Urbys en un paquete de cerillas.
Sea como fuere, en la actualidad la fábrica sigue funcionando y produciendo a más no poder, ahora de manera más cuerda y sosegada bajo la atenta mirada de su propietaria, la esposa de Manuelovejunadíaz, que ha tenido siete hijos... y todos son tan altos que se los sortean los mejores equipos de baloncesto del país.
Sí, tal vez todo en este mundo sea una simple cuestión de medidas... y de saber calcular la resistencia de los límites. Una lección que el sin par Manuelovejunadíaz, inventor del primer reloj que no marcaba las horas, sino los picosegundos, no supo aprender a tiempo.