De porqué los taxistas transportan a sus lectores y de cómo deberían hacerlo

La escritora Rosa Montero aseguraba en un artículo publicado por El País y reproducido por el suplemento cultural ADN, a principios de este año: “Escribo porque no puedo detener el constante torbellino de imágenes que me cruza la cabeza, y algunas de esas imágenes me emocionan tanto que siento la imperiosa necesidad de compartirlas”. 

Escribir puede ser una disciplina o una necesidad, según a quién se lo pregunten. Escribimos porque nos fascina una idea, un paisaje, una sensación, porque queremos indagar. O para crear mundos, o para internarnos en laberintos (como dicen que decía Borges) o para que otros se pierdan en nuestros laberintos. Lo hacemos porque nos sentimos contrariados o en perfecta armonía con el universo. O porque nos falta algo, o porque algo nos molesta. Escribimos para invocar, pero también para exorcizar.

Sin embargo, como destaca Montero, también escribimos para compartir, para generar una obra comunicable, tal vez literaria. Y ahí la tarea es menos visceral. Aparece la cultura, emergen los lectores ideales (ya no es un soliloquio: suponemos que habrá un interlocutor con sus expectativas a cuestas), y debemos tener en cuenta las reglas o los recursos con los que ese lector está más familiarizado. A veces, ese lector ideal se parece mucho al escritor, otras no. 

En todo caso, los escritores deben lidiar a menudo con la tensión entre el deseo inarticulado de expresar algo (a veces es una emoción íntima, a veces es un pensamiento al que sólo es posible arribar haciendo vivido lo que el escritor vivió) y la eficacia a la hora de comunicarlo. Me fascina este concepto de eficacia en la comunicación. ¿Cómo dar en el centro de la diana al primer disparo de flecha? ¿Cómo situar emocionalmente al lector en un determinado sitio, sin derrochar recursos? Ser eficaces es aplicar aquello de que “todo lo que sobra, entorpece”.

Se parece mucho a cuando tomamos un taxi entre dos puntos de una ciudad. Cualquier desvío hace que el pasajero desconfíe del taxista. Además, el taxista-escritor debe saber adónde va. Porque, en este viaje narrativo, el pasajero no lo sabe, o lo sabe vagamente. Es la primera vez que va a ese destino.

Esta metáfora del taxi me resulta especialmente útil a la hora de analizar la eficacia de un cuento. Si lo pensamos un poco, alude a algunas cosas que deberían darse en ese cuento:

1) El lector necesita engancharse con la lectura desde el primer momento, y existe un protocolo para dar inicio al viaje (presentación de los personajes, o de la acción, o de la circunstancia).

2) En el relato deben “pasar cosas” que estén relacionadas con la progresión dramática (el avance de la acción, la evolución de los personajes y las circunstancias, el crecimiento y la resolución del conflicto). Volviendo a la metáfora, el taxi debe viajar hacia su destino, no quedarse parado ni desviarse por derroteros inconducentes. Los diálogos y las descripciones que demoran esa progresión narrativa se asemejan a los desvíos: el “taxímetro” corre sin que exista ningún beneficio para el lector-pasajero. Acaso el único “beneficio” sea para el escritor quien, en estos desvíos, puede pavonear sus habilidades. Cuando hablo de diálogos y descripciones que demoran la progresión dramática, no me refiero a que en el relato sólo deba haber acción. Más bien digo que estas dos instancias (diálogos, descripciones) deben estar en armonía con la estrategia narrativa. Si necesitamos alentar el ritmo narrativo, que así sea, pero mejor hacerlo sin usar “texto de relleno”.

3)     Debe haber una estructura subyacente. El viaje debe tener un principio atractivo, un desarrollo dinámico y un final que permita que el pasajero descienda del vehículo y siga con su vida. La estructura de ese cuento-viaje puede ser reconocible o no para el lector, pero debe estar ahí. Podemos llevar al pasajero a destino por calles que él no conoce, y puede ser que lo hagamos así por motivos que sólo quedarán revelados al final del viaje (motivos que tienen que ver con la estrategia narrativa y la búsqueda de efecto). El viaje azaroso u holístico es poco admisibe. El cuento es esencialmente estructura.

4) El escritor-taxista debería poder responder las preguntas que el viaje plantea. Si no lo hace de manera inmediata, debería intentar dosificar la información y jugar con el suspenso. El escritor debe preguntarse en cada punto crítico del cuento: ¿Le estoy dando al lector toda la información que necesita para poder avanzar conmigo (emocional e intelectualmente)? No parece atinado envolver al pasajero en el ruido del viaje (o, lo que es igual: en el estéril silencio), o echarlo del taxi antes de haber dado al menos las respuestas más importantes que plantea el cuento-viaje.

Estos principios de eficacia (que obviamente son arbitrarios y parciales) surgieron, no tanto de los buenos cuentos que leí, sino de los malos cuentos. Aquéllos en los que, como lector, me sentí estafado. ¿Les pasa lo mismo? En un cuento, ¿qué elementos hacen que se sientan defraudados (por la presencia de esos elementos, o por la carencia)? Ojalá podamos debatirlo.

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