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05/Abr/04




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¿Qué hace brillar al Sol?

Hace pocos años que estamos seguros de qué es lo que hace brillar al Sol. La respuesta definitiva se obtuvo en Canadá, en un observatorio de neutrinos. En la búsqueda colaboró el físico argentino Salvador Gil, quien narró la bella historia del descubrimiento en una charla abierta en la Facultad de Exactas.

(Centro de Divulgación Científica - FCEyN) ¿Por qué brilla el Sol? Y no sólo el Sol: ¿por qué brillan tantísimas estrellas semejantes? El secreto estuvo bien guardado en el núcleo del astro a unos 15 millones de grados, más caliente que el mismísimo infierno. Y no me diga que el misterio lo tiene sin cuidado, porque usted sabe que somos quienes somos y estamos donde estamos gracias a ese fogoncito prendido desde hace 5.000 millones de años en medio de la noche universal.

Salvador Gil, un físico argentino —profesor de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de San Martín (provincia de Buenos Aires, Argentina)— que tuvo que ver con el desenlace de esta historia, la contó con lujo de detalles en el ciclo "Charlas de los viernes", que tiene lugar en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales.

Un poco de historia

En la antigua Grecia, Anaxágoras, luego de meditadas contemplaciones, formuló que el Astro Rey era una piedra incandescente. Le siguieron Galileo —quien descubre las manchas Solares—, Herchel, Laplace y tantos otros. Pero recién por el 1850, Hermann von Helmholtz y William Thompson (Lord Kelvin) comenzaron a buscar explicaciones para ese brasero en modelos físicos con base científica. De lo que primero sospecharon que podía funcionar como combustible Solar fue de su propio poder gravitatorio. Si con toda su masa el astro se redujera lentamente, aunque fuera muy de a poquito, bien podría usar parte de esa colosal fuerza para alimentar la hoguera. Pero había un problema, tal "combustible" sólo alcanzaría para 30 millones de años, apenas una gotita de tiempo en el océano de la eternidad. Por aquel entonces Darwin necesitaba al menos 10 veces más de tiempo: 300 millones de años, para hacer vivir a sus fósiles que empezaban a organizarse en el gran concierto de la vida, o sea, la evolución natural. La hoguera gravitatoria recibió un balde de agua fría. Tampoco pudo salvarla la provisión de masa fresca que el Sol debió de engullirse desde el comienzo; meteoros, cometas y planetoides caen periódicamente sobre el astro atraídos por su voracidad gravitacional.

¿Pero cuánta energía hace falta? El dato es fácil de calcular (ya lo fue para Kelvin, al menos) y bien conocido. El Sol nos regala 1,34 KW (kilowatt) por cada metro cuadrado de tierra. A los argentinos, por ejemplo, que tenemos cuatro millones de kilómetros cuadrados, el subsidio Solar —así lo presentó Salvador Gil durante el coloquio— alcanza los cuatro billones de KW, lo que a precios de mercado equivale a "un fangote de plata". Si tuviéramos que pagarlo, serían US$ 15.000 diarios por cada habitante. Afortunadamente es gratis, por ahora. En tren de hacer cálculos, ninguna reacción química, hasta la más violenta, alcanzaría para alimentar el Sol, ni por más combustible, ni por más octanaje, ni por más oxígeno y carburante que tuviera en el tanque, no habría explicación para semejante torrente de energía. La idea siguiente debió esperar al genio de Einstein, pues el origen de tanta potencia no podía ser otro —supuso usted bien— que la energía nuclear.

En 1905 Albert Einstein propuso que la materia se podía convertir en energía según una sencilla fórmula de conversión —ahora famosa— E=mc2, en la que E representa la energía, m la masa, y c2 es un factor de proporcionalidad enorme, lo que explica que pequeñas porciones de materia puedan convertirse en formidables cantidades de energía, justo lo que requería nuestra estrella. Así lo entendió Arthur Eddington, que fue el primero en proponerlo allá por 1920. De todos modos, hubo que esperar que otros monstruos como George Gamow, Hans Bethe, William Fowler y John Bahcall, a los que les encantaba sacarse fotos soleándose en la playa, postularan en la década del cincuenta una reacción nuclear capaz de mantener encendido al Sol en todo su esplendor.

En el Sol hay muy poca variedad de elementos, fundamentalmente hidrógeno y helio. La reacción propuesta se llama protón-protón (p-p) y consiste, a grandes rasgos, en la fusión de cuatro protones (los núcleos del hidrógeno) para formar una partícula alfa (el núcleo del helio). La masa de todos los insumos es mayor que la masa de los productos, y la diferencia se transforma en energía. El maldito genio de los hombres logró reproducir la reacción acá en la Tierra, la llamaron la bomba H o la bomba de fusión; explotaron una en Eniwetok, en el Pacífico, en 1952. Su poder destructivo fue 700 veces superior a las bombas de fisión de Nagasaki e Hiroshima, y no es nada más que una mínima fracción de lo que ocurre en el horno Solar, pero de la misma naturaleza.

Todos los indicios —la cantidad de energía, las temperaturas alcanzadas, los elementos implicados, su disponibilidad en el Sol, y algunos otros— concordaban en señalar como responsable del áureo fuego a la reacción p-p. Pero la ciencia no se conforma con indicios, quiere pruebas. No se avala con el consenso de los más reputados, exige escrutar el universo y hacerle cantar sus verdades. Por suerte, siempre la naturaleza deja pistas o suelta alguna hilacha. Resulta que de la fusión nuclear escapan unas partículas muy particulares, valga la redundancia: los neutrinos, que son tan autistas y peculiares que salen despedidos para todos lados y siguen derecho hasta los confines del universo sin interactuar con nada ni con nadie; atraviesan la Tierra sin mosquearse y por lo tanto resulta muy pero muy difícil, casi imposible detectarlos.

"Casi imposible" es una frase que a muchos físicos estimula. En 1968 Raymond Davis, en Pennsylvania, llenó una piscina de percloro de etileno. Ocurre que los neutrinos pueden interactuar con esas moléculas y crear átomos de argón. La eficiencia esperada de la reacción y el número de neutrinos que se zambullían a la pileta producirían unos 60 átomos de argón por mes, que Davis se proponía encontrar y contar... ¡en medio de 1030 (un uno seguido de 30 ceros) moléculas de percloro! Un desafío comparable a buscar 60 granitos de arena en toda la Tierra. Sin embargo, lo logró. Por sus trabajos pioneros fue galardonado con el Premio Nobel en 2002. Pero en aquel entonces, en el 68, había muchos ceños fruncidos. A medida que se iban acumulando los datos, las técnicas, y perfeccionando los métodos, los resultados se hicieron cada vez más robustos: la cantidad de neutrinos que llegaban a la Tierra era tres veces menor que la necesaria para que el Sol funcione. Rebobinemos: tenemos la cantidad exacta de energía que produce el Sol y tenemos la reacción nuclear que la genera, también tenemos la cantidad de neutrinos que emite la reacción; la medimos y encontramos sólo una tercera parte de lo que tendríamos que tener de estos escurridizos proyectiles. Algo no encajaba y los físicos se sintieron un poco incómodos.

Hay tres tipos de neutrinos, flavors —sabores— les dicen los físicos, que en el fondo son unos tiernos. Los tres sabores son los del electrón, los del muón y los tau. Los que vienen del Sol, producidos en la reacción p-p, son del primer sabor, y sólo de ese. Aunque parezca descabellado (a los físicos les parece), puede ocurrir que durante su viaje a la Tierra el neutrino electrón cambie de flavor y se convierta en neutrino tau o neutrino del muón. El detector piscina de Davis sólo detectaba los de tipo Solar. Si hubiera un método de detección para todos los sabores...

En la década del 90 empezó a funcionar el Sadbury Neutrino Observatory, en Sudbur, Canadá, a unos 400 kilómetros de Toronto, en una mina a 2.000 metros de profundidad. Y en él, justamente, colaboró nuestro informante, Salvador Gil. El observatorio consiste en un inmenso balón de 12 metros de diámetro, que contiene 1.000 toneladas de agua pesada (D2O, en lugar de H2O, ya que no tiene hidrógeno sino deuterio), envuelto en una estructura en la que están montados 10 mil tubos fotomultiplicadores. En este balón pueden detectarse los neutrinos de las tres variedades. La trampa se llama "efecto Cerenkov": un neutrino choca contra un electrón, el electrón sale disparado a una velocidad mayor que la de la luz en el agua (y menor que la de la luz en el vacío que sigue siendo un máximo insuperable, no se asuste), el fenómeno se distingue por una luminiscencia azul característica. Los fotomultiplicadores se encargan de medir y cuantificar el prodigio, incluso distinguen qué clase de neutrino interviene en cada choque. Paralelamente, en Japón hacía lo suyo el detector de Kamiokande; y por sus contribuciones le otorgaron el Nobel a Masatoshi Koshiba, de la Universidad de Tokio, junto con Riccardo Giacconi de la Associated Universities Inc. y el propio Davis. Pero, ¿y los resultados?

Desenlace: la cantidad de neutrinos provenientes del Sol es la justa y necesaria para identificar la reacción que los produce. No es otra que la cadena p-p, y es la que hace funcionar el reactor nuclear Solar que nos provee energía, luz y calor. Bonus-track: durante su viaje a la Tierra, unos ocho minutos, los neutrinos cambian de sabor —de clase— y eso obliga a los físicos a replantear toda la física de las partículas sub-atómicas.

Más información:
Febo Asoma (nota original y material adicional)


            

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