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La increíble criatura del doctor Ian Wilmut
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(El País) - Todo empezó a ir mal cuando el doctor Frankenstein presionó la palanca del generador y dio vida a dos mitos con la cabeza cuadrada: el del
monstruo cosido a mano y el del científico que no calcula bien las consecuencias de su propio talento.
Pregunten por Dolly en la barra del bar y les responderán tres cosas: que es el primer animal clónico, que pagó con una muerte prematura la osadía de sus
creadores y que su nombre se debe a Dolly Parton, cuya talla más conocida no es la que dio como cantante. Lo del nombre es cierto. Lo demás es la última
reedición del mito de Frankenstein.
Cuando Dolly nació, el 5 de julio de 1996, el primer animal clónico ya había cumplido 20 años, o los habría cumplido de no haberse tratado de una rana,
clonada por John Gurdon en los laboratorios del Medical Research Council en Cambridge. La rana clónica no tenía nombre -eran los tiempos anteriores a Barrio
Sésamo- y no pudo captar la atención popular, pero el experimento de Gurdon fue el primero en mostrar a la comunidad científica que la clonación era posible,
es decir, que hay células en el cuerpo que mantienen su genoma lo bastante intacto como para hacerse pasar por un óvulo fecundado y reiniciar desde cero el
proceso de desarrollo.
El experimento tampoco pasó inadvertido en Roma. Según pudo atestiguar el genetista Ginés Morata, que trabajaba en Cambridge en la época, Gurdon fue
consultado sobre la posibilidad de clonar al papa Pablo VI, aunque declinó de inmediato con el argumento de que, siendo él protestante, se entendería mal que
no hubiera clonado antes al arzobispo de Canterbury.
El de Dolly tampoco fue el primer anuncio de clonación de un mamífero. Ese honor le cabe al embriólogo suizo Karl Illmesee, que ya en 1981 publicó en Cell, la
revista de referencia en biología molecular, la clonación de tres ratones de laboratorio. Illmesee pasará a la historia como un pionero: no de las clonaciones, pero
sí del hábito de inventárselas. El investigador suizo dimitió seis años después de su puesto en la Universidad de Ginebra. El coreano Hwang Woo-Suk, que ha
dado continuidad a esa tradición al inventarse los primeros embriones humanos clónicos (en 2004), sólo ha tardado un año y medio en ser descubierto.
En un campo tan proclive a los excesos imaginativos, no es raro que la propia Dolly llegara también a estar en la picota. El experimento de Ian Wilmut y los
demás científicos del Instituto Roslin de Edimburgo fue realmente pionero, pero precisamente por ello careció de una planificación cuidadosa. Cuando Dolly
nació, todo lo que quedaba de su madre biológica -la oveja de cuya ubre salió la célula que generó a Dolly- eran unos fragmentos de tejido guardados en un
congelador. Por eso ningún periódico pudo publicar la foto obvia de la madre y la hija balando al unísono, y también por eso surgieron voces científicas
escépticas sobre la veracidad del célebre montón de lana escocesa.
Confirmar la veracidad de una clonación es bastante simple, sin embargo. Clonar consiste en tomar una célula de un adulto, extraerle el núcleo (sede central del
genoma) e introducirlo en un óvulo ajeno al que previamente se ha privado de su propio núcleo. El resultado es lo bastante parecido a un óvulo fecundado vulgar
como para que, sometido a ciertos estímulos, eche a andar por su cuenta: dos células, cuatro, ocho, 16, 32... A las dos semanas ha producido una pelota de
unos cientos de células llamada blastocisto, que es la fase embrionaria que se usa normalmente para implantar en el útero e iniciar una gestación.
En consecuencia, el ADN del individuo clónico tiene que ser idéntico al del donante de la célula original -y a sus tejidos congelados, naturalmente- en todo
excepto en una cosa: el ADN mitocondrial, que está fuera del núcleo y por tanto no es aportado por el donante del núcleo, sino por la donante del óvulo. Así es
como se ha podido demostrar el fraude de Hwang. Y así es como se pudo demostrar la verdad de Wilmut. Como se dice en otro gremio -el periodístico-
acostumbrado a tratar con fuentes dudosas, Dolly iba a misa. La oveja era un clon de verdad.
La segunda parte del mito de Frankenstein obligaba, entonces, a buscar el error de cálculo de Wilmut. Si Dolly era clónica, seguramente tendría que padecer
algún tipo de malformación horrible o enfermedad incurable. El animal tenía un aspecto tan normal como pueda tenerlo una oveja escocesa, pero los veterinarios
acabaron encontrándole un reuma, y los genetistas una aparente anomalía: los extremos de sus cromosomas (telómeros) eran más cortos de lo normal, como si
las células de Dolly tuvieran la edad de su madre biológica, en vez de la suya propia. Cuando Dolly murió, el 14 de febrero de 2003, el comentario general fue
que sólo tenía seis años y medio, mientras que una oveja normal puede vivir 11 o 12, y que la oveja había pagado con una muerte prematura la osadía de sus
creadores.
No fue así, sin embargo. Dolly fue sometida a una meticulosa autopsia, y los resultados no hallaron el menor indicio de que su muerte se hubiera debido a su
origen clónico. Había muerto de un adenocarcinoma pulmonar ovino (OPA), un cáncer de pulmón de origen vírico muy común en casi todas las cabañas ovinas y
que ataca sobre todo a las ovejas de entre dos y cuatro años de edad. En Escocia, como en España, un tercio de la cabaña ovina está infectada por el virus
jaagsiekte, causante de la enfermedad, y el 10% de las ovejas infectadas desarrollan el cáncer de pulmón. Al igual que su vida, la muerte de Dolly fue una
perfecta vulgaridad.
Desde Dolly, la clonación de animales se ha convertido en una práctica extendida, aunque difícil y costosa, pero las esperanzas más ambiciosas están centradas
en otro tipo de clonación, la terapéutica, en que el embrión se clona pero no se implanta en ningún útero, sino que se destruye para obtener células madre que
casen con el paciente del que se obtuvo la célula original. Ésta es la técnica que se inventó Hwang, pero los científicos siguen convencidos de su gran potencial
futuro y esperan ponerla a punto trabajando con calma y sensatez. Hacen bien, no vayan a calcular mal las consecuencias de su propio talento.
Aportado por Eduardo J. Carletti
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