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Los extraterrestres ya no nos quieren
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Vivieron una época de esplendor a mediados del siglo pasado. ¿Por qué los extraterrestres parecen haber desaparecido, seis décadas más tarde?
Se convirtieron en el tema estrella de debate entre políticos, militares y científicos durante la guerra fría y deslumbraron a los habitantes de nuestro planeta. Los
ovnis vivieron una época de esplendor a mediados del siglo pasado. ¿Por qué parecen haberse apagado los misterios y destellos de sus naves seis décadas más
tarde?
Sesenta años atrás, en el verano de 1947, el piloto aficionado Kenneth Arnold sobrevolaba con su avioneta el monte Ramier (noroeste de EE UU) cuando se
topó con siete extraños objetos que se desplazaban por el cielo a velocidad supersónica, "como platos rebotando sobre el agua", según comunicó a la prensa.
El reportero de Associated Press informó que había visto "platillos voladores", pese a que Arnold dijo que los bólidos parecían más bien triangulares.
No importaba: a los medios de comunicación les gustó esa descripción y la pusieron en circulación. La repercusión fue inmensa: en los meses siguientes se
comunicaron avistamientos similares en todo el país y se habló de un platillo estrellado en Rosswell (Nuevo México), cerca de la base de los bombarderos con
armamento atómico. Había nacido el fenómeno de los objetos voladores no identificados (más conocido por las siglas OVNI).
El firmamento se colmó de platillos. Hubo oleadas memorables, como la que en 1952 conmocionó la ciudad de Washington. Medio mundo había visto un ovni
o conocía a alguien que lo había avistado. Nadie podía ignorarlos: políticos, militares y científicos se veían obligados a discutir sobre su presunto origen
alienígena. En aquellos años, negar la posibilidad de vida inteligente en otros astros era el súmmum de lo políticamente incorrecto.
Seis décadas más tarde, los avistamientos de platillos se han vuelto esporádicos, y la prensa seria apenas les presta atención. Los apocalípticos mensajes de sus
presuntos tripulantes han caído en el olvido; y las lucubraciones sobre la existencia de inteligencias extraterrestres han perdido mucho de su atractivo. Quienes
salen a observar el cielo nocturno no van con la ilusión de divisar ovnis, sino, a lo sumo, una lluvia de estrellas. ¿Cómo se desinfló tan drásticamente el fenómeno
quizá más enigmático del siglo XX?
Para responder convendría recordar que al principio nadie los relacionó con seres del espacio. La guerra fría arreciaba y las sospechas cayeron en los
soviéticos y las Fuerzas Armadas estadounidenses. El hermetismo que rodeó la creación de la bomba atómica fijó la idea de que los militares ocultaban más de
lo que decían. Parecía lógico que Arnold hubiera presenciado ensayos ocultos con misiles, explosivos y aviones espía. Así lo refleja la película The Flying
Saucer (EE UU, 1950), en la que un sabio ruso inventa un platillo para vendérselo a unos estadounidenses convencidos de que "parece diseñado con un único
fin: transportar una bomba atómica".
Esa asociación con armas nucleares no se entiende sin la psicosis atómica de la época. La bomba A, se decía, había abierto un estadio superior: la era nuclear.
La revista Life calificó la fisión del átomo como "el mayor acontecimiento desde el nacimiento de Cristo". Pero no todos compartían ese entusiasmo. "¡Hemos
creado un monstruo!", exclamó un locutor de la cadena NBC al oír de la destrucción de Hiroshima. La volatilización de las ciudades japonesas generó el temor
a sufrir una tragedia similar. El sentimiento de inseguridad afectó a Superman, el icono de la autoestima nacional. El Hombre de Acero dejó de ser invulnerable.
La culpa la tenía la kryptonita, una sustancia radiactiva. No se podía simbolizar mejor la angustia estadounidense de que el poder nuclear se transformase en su
talón de Aquiles.
La inquietud creada por los ovnis dio lugar a pesquisas oficiales. Los expertos de la Fuerza Aérea estadounidense los desvincularon de la URSS y los imputaron
a fenómenos atmosféricos y percepciones erróneas. Daba igual: ni los avistamientos ni el interés de la prensa y el público por el tema decayeron. En 1950, una
encuesta Gallup indicó que todavía el 92% de los entrevistados creía que se trataba de un secreto militar estadounidense.
Ese año, Donald Keyhoe, ex oficial de marines y autor de cuentos fantásticos, proclamó que los ovnis eran naves venidas del espacio a vigilar los avances
atómicos. Los militares lo sabían, pero lo ocultaban, acusó. No les tocaba a los testigos probar la veracidad de sus palabras, sino al poder demostrar que no
escondía datos. Su declaración cayó en un terreno abonado por el pánico. El presidente Harry Truman, al saber de la existencia de la bomba A soviética, había
ordenado fabricar un artefacto ultradestructivo, la bomba H, e instado a la población a prepararse para un conflicto nuclear.
En 1952, otro escritor de ciencia-ficción, George Adamski, anunció su encuentro con un venusino, quien le advirtió telepáticamente de los riesgos de la carrera
nuclear. Se convirtió en el primer contactado de una larga lista.
Pocos repararon entonces en el parecido de las declaraciones de Adamski con la película de Robert Wise estrenada el año anterior, Ultimátum a la Tierra,
donde el emisario de la confederación galáctica baja con su platillo en Washington con un aviso para los terrícolas: o terminan sus guerras o ellos impondrán la
paz por la fuerza. No menos sorprendentes eran las coincidencias entre los relatos de los contactados y los cuentos sobre alienígenas de revistas como Amazing
Stories, cuyas portadas ilustradas con platos voladores aparecieron mucho antes del episodio de Arnold. ¡El repertorio de la ciencia-ficción estaba siendo
saqueado por los portavoces de los ovnis!
No importaba; la hipótesis extraterrestre resultó irresistible. A fin de cuentas, la creencia en otros mundos habitados tenía una acreditada solera; surgida en la
antigüedad, cobró fuerza con el avance astronómico de los siglos XVII y XIX. La Luna fue el primer astro al que se asignaron habitantes; le siguió Marte con el
espejismo de los canales, y luego, Venus. Los comienzos de la exploración espacial contribuyeron a ponerla de actualidad.
La bola de nieve siguió creciendo, imparable. En 1954, una ola de avistamientos extendió a Europa lo que parecía una rareza de Estados Unidos.
Curiosamente, a medida que se difundía la creencia en su naturaleza alienígena, las descripciones de los ovnis se modificaron: en vez de discos chatos, ahora se
avistaban platillos con una cúpula luminosa: la cabina de sus tripulantes. Un dato revelador de lo influenciables que eran las percepciones.
En lo sucesivo se verían platillos en distintas partes del mundo, si bien su epicentro se mantuvo en Estados Unidos. Las apariciones saltaron allí de las 46
mensuales registradas en 1955 a las 600 del último trimestre de 1957 (los mismos meses del revuelo causado por el Sputnik I), según el cómputo de Edward
Condon, director del proyecto OVNI de la Universidad de Colorado.
La sociedad pedía respuestas, los científicos exigían pruebas, y los partidarios de la hipótesis extraterrestre sólo ofrecían testimonios de contactados. Todo se
reducía a creer o no a los testigos. Y en Estados Unidos había muchos dispuestos a creer en la llegada de alienígenas. Lo había demostrado Orson Welles en
1938, al asustar a millones de neoyorquinos con un falso avance informativo de radio sobre una invasión marciana en Nueva Jersey.
Los contactados se proclamaron los paladines de un mensaje pacifista que una conjura de científicos, políticos y militares pretendía silenciar. En sus filas no
faltaban farsantes y delirantes; pese a ello, sus acusaciones se vieron reforzadas por las evasivas de organismos burocráticos acostumbrados a la opacidad. Sus
quejas sobre la hostilidad oficial también tenían una pizca de verdad: a los Gobiernos embarcados en la construcción de arsenales atómicos no les gustaba nada
que agitasen sin cesar el espectro del holocausto nuclear.
Las denuncias, amplificadas por la prensa, dieron lugar a sesiones del Congreso de Estados Unidos sobre el asunto en 1966 y 1968, sin que se sacase nada en
claro. Entretanto, la expectativa de un contacto inminente con los seres del espacio se intensificó. La NASA incluyó entre sus metas la búsqueda de vida en
otros planetas. Recuerda Isaac Asimov que el director Stanley Kubrick contempló asegurar contra tal eventualidad su película 2001, una odisea espacial, pues
temía que si se producía antes del estreno, nadie iría a verla. Respetables científicos dieron por segura la existencia de civilizaciones extraterrestres. El
astrónomo Francis Drake cifró su número en decenas de miles; el Proyecto SETI comenzó a sondear el espectro cósmico en busca de mensajes radiales de
otros mundos, y en 1972, el astrofísico Carl Sagan envió un saludo a los alienígenas a bordo de la sonda Pioneer X.
El contacto no se produjo, pero las acusaciones de encubrimiento continuaron. Su insistencia llevó al candidato a la presidencia Jimmy Carter a prometer
desclasificar los archivos públicos sobre ovnis si ganaba. La Cámara de los Lores británica discutió en 1979 una moción para que el Gobierno hiciera públicos
sus datos al respecto, que finalmente no prosperó.
En los años siguientes, el fenómeno perdió fuelle. Los datos enviados por las sondas Mariner y Viking desde el planeta rojo derrumbaron las esperanzas de
encontrar vida inteligente ?"Marte está muerto", anunció un desilusionado titular de US News and World Report?, al igual que la información obtenida con la
exploración de Venus y el sistema solar. Los radiotelescopios no captaron ningún mensaje alienígena; y las expectativas se rebajaron al nivel de encontrar
microbios. La hipótesis extraterrestre se debilitó, y los avistamientos se hicieron menos frecuentes y menos espectaculares.
La apertura de los archivos clasificados al acabarse la guerra fría no cambió las cosas. Los contactados se llevaron un chasco. Las autoridades estadounidenses
admitieron ocultamientos, pero no de los platillos, sino de vuelos de aviones espías. La Fuerza Aérea confesó que sus investigaciones sobre ovnis buscaban
producir "declaraciones públicas falsas y engañosas para acallar el miedo y proteger un proyecto de seguridad nacional altamente sensible". Y los supuestos
cadáveres alienígenas ocultados por agentes federales en Rosswell resultaron ser maniquíes empleados en un experimento secreto de aviación. La hipótesis del
arma secreta no era tan descabellada.
¿Cómo reaccionaron los contactados a tan demoledoras revelaciones? Unos se replegaron en el misticismo: lo que se planteaba como un problema que requería
una respuesta colectiva ?la carrera armamentista? derivó en asunto de salvación individual. Los visitantes, explicaron a sus seguidores, venían para ayudar a los
elegidos a acceder a una nueva dimensión.
Otros se obsesionaron con las conspiraciones y abducciones. Los secuestrados acusan a unos seres llamados grises de someterlos a escalofriantes cirugías para
quitarles semen u óvulos o injertarles dispositivos de control. ¿Finalidad? Crear la raza que sustituirá al Homo sapiens. Su gran enemigo es la CIA y sus
"hombres de negro", agentes dedicados a ocultar evidencias sobre los alienígenas por orden de las grandes potencias, que esconden sus platillos y abducidos a
cambio de acceso a su tecnología.
¿Cómo no ver en esos relatos la influencia de viejas películas como El pueblo de los malditos (Reino Unido, 1960), cuyas mujeres, fecundadas de noche por
seres de otro mundo, alumbran una raza de niños sobrehumanos? ¿O del argumento de Invasores de Marte (EE UU, 1954), con sus abducidos controlados por
implantes en la nuca; y del complot de Quatermass II (Reino Unido, 1955), dirigido a esconder a un peligroso extraterrestre en una base militar?
Otros devotos de los platillos, por último, se abocaron a buscar sus huellas en el pasado y a imputarles desde el bombardeo atómico de Sodoma y Gomorra,
convertidas en las Hiroshima y Nagasaki de la antigüedad, hasta la construcción de monumentos ciclópeos (el autor de estas líneas constató en El Cairo la
irritación de un guía turístico ante los visitantes que por enésima vez le preguntaban si las pirámides egipcias eran obra de los alienígenas).
Tales especulaciones dieron pie a una sonada broma a costa de los crédulos: los círculos del maíz. Los misteriosos diseños aparecidos en maizales de Inglaterra
pasaron durante años por mensajes a los extraterrestres o pistas de aterrizaje de platillos. Finalmente, los ingleses Doug Bower y Dave Chorley confesaron
haberlos realizados con sogas y estacas. El juego del escondite de los ovnis comenzaba a ser motivo de guasa.
En España no faltaron los avistamientos de luces extrañas ni los hallazgos de humanoides; pero su principal aportación al fenómeno ovni se produjo en 1966, al
diluirse las esperanzas de vida en Marte. En aquel año, los creyentes en los platillos encontraron un recambio en el planeta Ummo. El contactado Fernando
Sesma anunció haber recibido mensajes del misterioso astro y aportó fotografías de una nave avistada en el barrio madrileño de San José de Valderas. Las
fotos, publicadas por el diario Informaciones el 2 de junio de 1967, resultaron ser un montaje hecho con un plato de plástico colgado de un hilo por José Luis
Jordán Peña, según confesó más tarde. "Lo más increíble", declaró, es que "comencé a entrevistar gente que decía haber visto el platillo".
El fiasco hizo surgir una camada de investigadores críticos que buscaron una explicación natural a los avistamientos, sin abandonar la hipótesis extraterrestre.
Posteriormente aparecieron periodistas que han hecho de lo misterioso una salida profesional, un periodismo especializado ejercido en revistas y programas
televisivos donde los ovnis se codean con el santo sudario o el monstruo del lago Ness. "Ya no se preocupan por aclarar los hechos; sólo buscan la explicación
paranormal", observa Luis Alberto Gámez, uno de nuestros mayores expertos en platillos voladores.
Su empeño desmitificador le ha valido disgustos: recientemente, un juez le condenó por tildar de "estafador" al periodista y escritor Juan José Benítez. Gámez no
sale de su asombro: "Creía que decir en un documental de televisión que un poder mágico permitió transportar las estatuas de la isla de Pascua, sentar a Jesús
en el Coliseo romano años antes de que el edificio existiera y sostener que los astronautas del Apolo 11 encontraron ruinas extraterrestres en la Luna era
tergiversar la historia, mentir e intentar engañar al público. Parece que estaba confundido".
¿Qué ha quedado del fenómeno ovni? La falta de pruebas ha impedido a los científicos dilucidar el enigma, si bien el escepticismo es la postura dominante.
Ninguno de los numerosos contactados que afirmaron haber subido a un platillo logró volver con un souvenir, un trozo de metal ultraterreno o un lanzarrayos; en
fin, algo que zanjase la controversia de una vez por todas.
En definitivas cuentas, todo lo que resta son unas fotografías más o menos borrosas, unos cuantos libros y una montaña de recortes de diarios y revistas, pues el
papel jugado por los medios de comunicación en su difusión ha sido enorme (no parece un detalle secundario el hecho de que los platillos se dieron a conocer
en verano, una temporada de sequía informativa).
Para la psicología y la antropología sí existen documentos analizables: las declaraciones de los testigos. Éstas les han permitido clasificar los ovnis dentro de las
leyendas urbanas, esas creencias extraordinarias que se transmiten como rumores y se repiten de un país a otro con ligeras modificaciones. De ese modo, los
contactados pasaron a engrosar el variopinto colectivo de los que dicen haber visto al autoestopista fantasma, al motorista solidario y al monstruoso Big Foot de
los bosques estadounidenses.
El semiólogo Roland Barthes lo tenía claro: los platillos son una fantasía colectiva nacida como reacción a la carrera armamentista; un mito celestial, porque "en
el cielo es donde aparece la muerte atómica". En los años cincuenta y sesenta, de arriba podían llover misiles; hoy, del cielo no esperamos nada bueno ni malo.
Ante la indiferencia, los ovnis se esfuman como un sueño.
Ahondando esa línea de interpretación, Dominique Caudron, experto francés en ovnis, recuerda que los extraños objetos voladores, lejos de ser privativos de la
era nuclear, se remontan a la Francia de finales del siglo XVIII, poco después de los vuelos de Montgolfier. "La psicosis de las aeronaves fantasmas se inició a
continuación de las experiencias que introdujeron el aerostato, la primera máquina voladora, en el imaginario de la época", sostiene. Las visiones de globos
desconocidos siguieron en el siglo XIX, destacando el avistamiento en Francia de un inmenso globo rojo en 1873 y de un aerostato provisto de un poderoso
reflector en 1884.
Dichos objetos cambian de forma en sintonía con la evolución de la aeronáutica. Con los zepelines aparecen extraños cigarros voladores; con la aviación,
aeroplanos misteriosos (en 1910, los neoyorquinos avistan un avión negro; en 1933, Escandinavia sufre una invasión de aeronaves fantasmas; e igual ocurre en
Austria e Inglaterra en 1937). Tras la última guerra mundial, y fresco el recuerdo de los cohetes V-1 y V-2 lanzados por Hitler contra Londres, vuelven a
proliferar los cigarros voladores.
Caudron vincula esos 'dobles fantasmales' al paso de las concepciones místicas a la visión laica de la astronomía. La imaginación colectiva reaccionó poniendo
aeronaves sofisticadas y enigmáticas donde antes creía ver espíritus y dragones, y depositó en ellas sus terrores y esperanzas. Los platillos representan la última
etapa de la serie, cuando del cielo surcado por satélites y misiles bajan alienígenas angelicales a salvarnos del apocalipsis atómico.
No es casual, por otra parte, que el fenómeno ovni surgiese en un país a la vanguardia del avance científico y a la vez intensamente religioso; una nación donde
el contencioso entre la ciencia y la fe dista de haberse resuelto, como indica la controversia sobre la enseñanza en las escuelas de la teoría de la evolución; un
medio donde se producen peculiares mezclas de elementos científicos y religiosos, visibles en la creencia de adventistas, mormones y evangelistas en la
existencia de extraterrestres inteligentes; o en la Iglesia de la Cienciología, cuyo fundador, el escritor de ciencia-ficción Ron Hubbard, combinó creencias
gnósticas con la idea de que unos alienígenas inmateriales y bondadosos, los thetans, fueron confinados en la Tierra por un déspota galáctico hace 75 millones
de años. Los humanos, precisa, estamos "ocupados" por los thetans, el sustrato de nuestra condición inteligente. La nebulosa ovni, por último, con sus
contactados que evocan las apariciones marianas y su fascinación por la alta tecnología (extraterrestre), subraya la dificultad de separar ciencia y religión en ese
entorno cultural.
Ese cúmulo de circunstancias habría llevado a tantas personas a creer de buena fe en lo que en muchas ocasiones era una puesta en escena de tópicos de la
ciencia-ficción. El caso extremo lo representan los abducidos. Si los ovnis, como apunta el antropólogo Bernard Meheust, nos recuerdan que el hombre
contemporáneo mantiene viva su facultad de fabulación mítica, las abducciones sugieren que además conserva el don de entrar en estados de trance, aunque no
para comunicarse con el Más Allá como antaño, sino para expresar temores a los avances en medicina reproductiva.
Hoy, los ovnis han salido de los titulares de prensa para incrustarse profundamente en la cultura de masas. Lo prueba el éxito de la serie televisiva Expediente
X, un hábil reciclado de relatos de contactados. Las máscaras de los grises se han vuelto habituales en las fiestas de disfraces. Y los platillos revolotean a sus
anchas en películas como Independence Day.
"Se han vuelto parte del acervo de creencias populares", señala Javier Armentia, director de la Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico, dedicada
desde hace más de veinte años a luchar contra las seudociencias. Lo que a él le preocupa es su legado de desconfianza en las instituciones públicas (según la
última encuesta Gallup, el 76% de los estadounidenses cree que las autoridades ocultan información sobre los ovnis). "El recelo indiscriminado alimenta un
escepticismo radical, responsable de que muchos piensen que la llegada del hombre a la Luna fue un montaje de la NASA", opina. "Eso revela una incapacidad
crítica de la sociedad, que puede servir de base a toda clase de teorías conspirativas".
Para saber más: 'Mitologías', de R. Barthes (Siglo XXI, México, 1981). 'Le Baron Noir et ses ancêtres', de D. Caudron ('Communications' n° 52, 1990). 'El
Escéptico Digital', boletín de la Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico (en: http://digital.el-esceptico.org). 'La pantalla profética', de P. Francescutti (Cátedra, Madrid, 2004). 'La conexión cósmica', de C. Sagan
(Orbis, Barcelona, 1987). 'Para entender a los extraterrestres', de W. Stockzkowski (Acento, Madrid, 2001). 'El fin del tiempo', de D. Thompson (Taurus,
Madrid, 1998).
Fuente: El País. Aportado por Diego Barcia
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