LA TRIPA DE DIOS

Eduardo J. Carletti

Argentina

A Gladys


Antes de la Tripa las cosas no eran buenas. Luego de ella todo cambió. No es que después fueran buenas, pero sí diferentes. Nada permaneció igual y ya nada se puede explicar del mismo modo. La historia de esta cosa, de esta entidad que todos conocen pero nadie conoce, es una historia que, si se desea, puede ser muy larga. O muy corta. Puede contarse diciendo: Llegó la Tripa y ya nada fue igual. O si no, como verán a continuación...



I. LEYENDA.


(Advertencia: este es un capítulo superfluo, cortísimo, que usted puede saltear ahora mismo, pasando al que sigue. Sólo sirve para saber por qué la Tripa se llama La Tripa de Dios. No es muy interesante ni le dejará nada.)


Imagen/Eco:

Los tres niños corren a lo largo de la línea

hasta que se estrellan contra la pared palpitante

y se paralizan.

Los tres niños corren a lo largo de la línea

hasta que se estrellan contra la.

Los tres niños corren a lo largo de la.

...a lo largo de la línea hasta que se estrellan

contra la pared palpitante y se paralizan. Los tres.

...a lo largo de la línea hasta.

contra la pared.

y se paralizan.

...contra la.

...y se.

...y se paralizan.


Eran tres; tres. Uno se llamaba Viento o Arena, o algo parecido. Así dicen.

El otro se llamaba Adiós, o quizá era algo más completo, algo así como A Dios o Macumaitalipelehua. También dicen que lo llamaban Quetal. O Quilepi. El nombre les puede parecer raro. Era indígena. Digamos de otra cultura, de una cultura que ya no está, que ahora no está, aunque hace tiempo fue dueña de todo, todo lo que encuentres caminando desde aquí hasta cualquiera de los mares que quieras elegir. ¿Qué cultura? Es difícil decirlo. Puede ser que fuera Inca... descendiente, ¿sobreviviente? de los Incas.

El tercero no tenía nombre. O quizá tenía un nombre de silencio. También puede ser que se llamara Juan o Jesús, pero nadie lo sabe muy bien. El tiempo pasó hiriendo y arrebató la claridad, todo se fue amontonando como arena y se hizo confuso, se mezcló. Así son las cosas en la Tripa, en la Tripa de Dios. Ahí nada es seguro; todo es errático. No hay Tiempo ni Espacio, ni siquiera Espaciotiempo. Es todo Tripa. O agua.

Sólo circula.

Pero busquemos un principio. Sí, dije un principio; porque las cosas acá, en la Tripa, pueden tener un principio; hasta eso pueden. Sé que los confundo, amigos, pero les pido paciencia... Dije un principio. Un principio.

Así fue: Eran tres niños perdidos. Quizás ni siquiera estaban perdidos, simplemente jugaban. Se acercaron a esta cosa por primera vez en la historia, o al menos por primera vez en la historia registrada. Se acercaron vagando o perdidos, dicen, y se sorprendieron mucho. Sí, claro, se sorprendieron. El silencio es poco ante esta cosa, ustedes mismos lo pueden ver, amiguitos. No hay mucho que se pueda decir, más bien debe vivirse.

¿Cómo? ¿Que qué fue lo que dijeron?

No podría afirmarlo, pero en algún recodo quedó el eco y la Tripa todavía lo repite. Alguien dijo alguna vez, en algún tiempo y espacio, aunque —insisto— no es seguro que fueran ellos: ¡Mierda, la Tripa de Dios!

Eso dijeron.

Y así quedó.

Es un desierto gredoso y seco, terriblemente seco. Tan seco que el agua en un recipiente sube por las paredes y se derrama en él. Es un fenómeno extraño, al que se le llama "sequedad positiva" o "sequedad extrema". Ambas versiones del nombre son correctas y aceptadas. Sólo ocurre ahí. Cerca de la Cosa.

La Cosa tiene un nombre: se llama La Tripa. O más concretamente La Tripa de Dios. El nombre no se lo puso definitivamente alguien. Nació de la leyenda y de un eco. Algo también extraño.

Fueron unos niños: eso se supone. Tres niños. Perdidos o jugando. No se sabe bien. No es ciencia. Aquí reinan otras cosas: el silencio, el ruido y el azar.


Crónica:


COMENTARISTA UNO: Es como un tubo que se infla y se angosta y se ensancha y a veces parece... parece... ¡que está por explotar!

LA TRIPA: nnnn

COMENTARISTA UNO: Y sí, y hasta da la impresión de que... Es como si...

LA TRIPA: nnnn

COMENTARISTA DOS: Es increíble. De verdad, no puedo creerlo. Esta cosa...

COMENTARISTA UNO: ¡ey!

LA TRIPA: nnnn

COMENTARISTA UNO: ¡aydios!, yo diría que ya...

LA TRIPA: nnnn

LA TRIPA: nnnnn

LA TRIPA: nnnnnn

COMENTARISTA DOS: ¡Salgamos de aquí!

LA TRIPA: (Etcétera. Etcétera. Etcétera.)



II. CANTO DE NUESTRO SEÑOR EL DESOLLADO BEBEDOR DE LA NOCHE.


Oh Bebedor de la Noche, ¿por qué ahora te disfrazas?

Ponte tu ropaje de oro, revístete de la lluvia.



III. LA TRIPA.


No hay ninguna duda: es terriblemente difícil, casi imposible, tratar de alcanzarla. Muchos se lanzaron a la búsqueda, aventureros de todos los estilos, personajes con múltiples tipos de experiencia y armados de toda clase de recursos. Sin embargo ninguno lo logró antes que Lumo. Lumo encontró el método casi sin pensarlo, de un modo inconsciente, intuitivo. Y llegó.

Fue el primero.

Lumo era un coleccionista apasionado. Venía juntando cosas desde los seis años; cosas pequeñas que le llamaban la atención: piedritas, caracoles petrificados, insectos coloridos, utensilios indígenas milenarios, pieles de víbora, minerales cristalinos, estatuillas chinas, monedas... Cualquier cosa podía ser suficientemente interesante como para que la guardara. Pero no una cosa cualquiera. Lumo sabía coleccionar.

Vivía solo en su camión jaula, un inmenso Scania rojo que reinaba con imponencia sobre el campamento. Llevaba una vida placentera; se sentaba en una mecedora de paja y caña y se dedicaba —insistía en eso cada vez que volvían a preguntárselo— a esperar. Alguna vez le dijeron que estaba loco, que no sabía lo que hacía. A muchos le causó risa. Todos en el campamento sabían lo que Lumo opinaba de las peregrinaciones y casi todos estaban de acuerdo con él. Al menos todos los que no tenían otra teoría que defender.

Lumo esperaba.

Su "casa" (el camión) no era abierta. Había sellado los lados de la caja de madera con tablas y placas prolijamente dispuestas y minuciosamente pintadas. Sobre uno de los costados del semi remolque había instalado una tapa de hermosa madera veteada que se abría hacia abajo y hacía las veces de mostrador. Cuando necesitaba dinero se instalaba allí, tranquilo y silencioso. Su comercio no era complicado. Sólo tenía que acceder a la propuesta de algún transeúnte fascinado con una pieza de su colección, expuesta sobre la pulida tabla. Por lo general entregaba lo que él quería y casi nunca lo que le pedían. Uno diría que no era un buen comerciante, pero de algún modo lograba, quién sabe cómo, que los compradores se fueran contentos.

El campamento estaba en el cruce de la ruta 8 y 188, a pocos kilómetros (eso decía el cartel) de la ciudad de Luján. El tránsito era escaso. Los viajeros llegaban polvorientos y cansados, se reunían a matear en un fogón, contaban sus penas y esperanzas, se quedaban una noche y luego se iban, seguros de que podían llegar a algún lugar. A veces volvían de inmediato, tropezando con el campamento en medio de una experiencia que se les hacía alucinante, porque estaban seguros de que se habían alejado sin girar y sin volverse, en línea recta.

Otros no volvían jamás.

A veces Lumo intentaba convencerlos de que se quedaran, ya que había descubierto que no se podía ir hacia ella porque entonces ella te rechazaba, pero los viajeros jamás escuchaban. Él los saludaba con una sonrisa leve, deseándoles suerte de todo corazón. Y seguía esperando.

Porque esperando llegaría.

La Tripa, le explicaba a veces a quien quisiera escucharlo, es sensible a los campos de energía, y más sensible cuanto más compleja sea su forma. En el cerebro hay una gran actividad eléctrica que genera campos. Los campos del cerebro son muy complejos. De la interacción de los campos del cerebro humano con la Tripa pueden surgir todo tipo de respuestas. Los pensamientos, cuando son ocultos, tienen más fuerza, y no sabemos bien qué pensamientos tenemos ocultos. La Tripa es sensible a los campos de nuestros cerebros. Les da forma; los materializa...

La Tripa, en aquella época, era dueña absoluta de la realidad.

Alguna vez le preguntaron cómo sabía todo eso. Lumo no dijo nada, se encogió de hombros.

El camión de Lumo no era muy común. Había sido, antes de que empezara la nueva era, un transporte de vacas. Lumo había cubierto la jaula con una pantalla de vida. Sí, así como suena. Atrás de las tablas de la caja, por dentro de un sandwich de blindex y aglomerado, pululaban millones de seres de pensamientos lisos y estructurados; una pantalla viva.

La Tripa ondulaba la realidad, por decirlo de alguna manera, destruyendo los esfuerzos de los hombres por ordenar de algún modo su entorno. Las computadoras contestaban números enteros cuando se les pedía la razón de la circunferencia de un círculo al diámetro del mismo. El metro patrón podía caber cuatrocientas, siete millones o sólo tres veces entre el monolito en la Plaza del Congreso y Mar del Plata. Una ruta en línea recta podía llevar al mismo lugar en ambos sentidos. Los electrones desobedecían a los campos y se escapaban por las cubiertas aislantes de los chips. Leer un libro era asomarse al caos. Lo único que escapaba a las ondulaciones —sin que se supiera el porqué— era la vida, los entes con vida. Y por eso el camión estaba recubierto por un gigantesco formicario que mantenía aislado su interior de las ondas distorsionadoras de realidad que emergían de la Tripa.

Lumo dedicaba horas al cuidado de sus hijas, las hormigas. Había instalado rampas para que pudiesen salir a explorar y buscar su alimento. Las llevaba cerca de terrenos con vegetación abundante. Renovaba periódicamente los sandwiches de tierra sostenida con aglomerado para que los hormigueros no se derrumbaran; las proveía de agua, azúcar y zumos frutales. Las observaba; las defendía. Y sus hijas le respondían existiendo. Viviendo. Sustentando su realidad.

Lumo tenía muchos fósiles en su colección. Fósiles que había juntado en breves caminatas alrededor del cruce, caminatas que lo llevaban a lugares conocidos o a lugares ignotos, según fuera la voluntad de la propia Tripa.

Cuentan que una vez llegó al cruce una expedición norteamericana que venía a investigar la Tripa. Hubo un altercado en el campamento porque los marines quisieron apropiarse de los turnos de las mesas de billar, comprando la totalidad de las fichas. En medio de confusión de la batalla, que dejó caras amoratadas y labios partidos, un grupo compuesto de tres o cuatro oficiales yanquis intentó robar los trilobites de Lumo. Al abrir el camión tropezaron con algunos cables que unían el rack de computadoras con la mesa de experimentación. Los brazos robóticos se volvieron locos —esa es la versión oficial de la anécdota— y destrozaron a los infortunados militares. Lumo declaró que no había preparado ninguna trampa y que todo había sido accidental. Los hombres del campamento rieron a carcajadas. Dos semanas después de la partida de los norteamericanos apareció una banda de motociclistas coreanos. Todos notaron de inmediato que usaban las ropas, botas y equipos de aquellos marines. Incluso alguna de las motos. El campamento los recibió con frialdad; se les vendió un par de suministros y combustible pero nadie les ofreció alojamiento. Mientras partían ruidosamente rumbo al oeste, las carcajadas estallaban una vez más. Se bromeó durante semanas. Chinos: 25, Yanquis: 0, decía un cartel que habían pintado sobre un paredón semiderrumbado.

Entre los fósiles de la colección, el más raro y apreciado por Lumo era poco llamativo, aunque espectacularmente único. Lumo había escuchado ofertas disparatadas por él, pero no pensaba venderlo jamás. En parte porque lo quería para él, pero más que nada porque tenía miedo.

El fósil parecía poca cosa. Es más, si uno no sabía dónde mirar no parecía un fósil sino una simple piedra. La piedra era como muchas otras: más o menos esférica, con una superficie opaca, áspera y poceada, pero tenía un lado pulido que permitía ver el hueco cristalino de su interior, lleno de agua. Si se observaba con atención se apreciaba una criatura grisácea e insectoide, delgada, como hecha de alambre, aferrada sobre una de las paredes de cuarzo cristalino. Sólo Lumo sabía el terrible secreto: la criatura estaba viva. Si uno la miraba durante mucho tiempo —en el orden de meses— descubría que se movía con lentitud extrema, recorriendo la cavidad continuamente, como si quisiera salir. Era como un tigre en una jaula, un tigre encerrado durante miles de millones de años (la piedra era de origen volcánico y muy antigua) paseándose con impaciencia por su cruel ámbito de encierro.

Los escalofríos que le producía eran indescriptibles: esa cosa no tenía de qué alimentarse. Lumo la había mantenido en la oscuridad durante dos años para ver si obtenía su sustento de la luz (lo que era una idea insensata, ya que antes de que alguien le puliera una cara la roca debía haber sido completamente opaca, de modo que la criatura, si dependía de la luz, debería haber muerto mucho tiempo atrás), pero su vitalidad no disminuyó en absoluto. Le quedaba una sola posibilidad: que se alimentara por conversión directa de masa en energía; todos los otros cálculos daban mal. Debía de ser una forma de vida terriblemente primordial. Y a Lumo le estremecía la idea de que una cosa así pudiese estar suelta sobre el mundo. Por eso la cuidaba. Se sentía su guardián.

No todos los compradores que se acercaban al brilloso mostrador eran viajeros. En realidad sus clientes más importantes eran los arácnidos. Ellos venían en silencio, señalaban la pieza que deseaban, pagaban si Lumo asentía o si no se retiraban tan en silencio como habían llegado. Nunca discutían ni insistían. Si algo les interesaba mucho volvían a señalarlo la próxima vez que se acercaban. Tantas veces como fuera necesario.

Ni Lumo ni nadie sabían nada de lo que ellos hacían o pretendían. Se movían con lentitud, majestuosamente, y al parecer en forma azarosa, por los campos de alrededor. Sus formas aracnoideas eran producto de manipulación genética combinada con cirugía y cibernética. Casi no parecían humanos. Sus cabezas desaparecían dentro de un complejo aparato lleno de lentes, prismas y espejos cuya función —había escuchado— era distorsionar la visión de quien lo llevaba. Decían que estaban a la búsqueda de "la rareza". Que sólo comprendiendo lo extraño podrían comprenderse a sí mismos. Lumo no podía entender del todo el razonamiento, pero lo respetaba.

La Tripa había despertado un sentimiento místico general y habían nacido una infinidad de sectas con ideas de lo más variadas. Estaban los Recitadores, los del reflejo cruzado, los Bebedores de la Noche, los Cavadores, los Irrealistas, los Arácnidos, y muchísimos más. Lumo sentía muchas veces la necesidad de penetrar en esas filosofías, de buscar su realidad, especialmente cuando presenciaba las largas ceremonias de los Recitadores, que abundaban en el campamento, pero por el momento se mantenía apartado o al menos reservado respecto a sus ideas porque veía que había demasiado fanatismo opresor en los que pretendían enrolarlo y eso no le gustaba. Era un tipo esencialmente libre y especialmente independiente. Era libre. Y necesitaba la libertad.

Dicen que una noche la Tripa estuvo muy cerca del campamento, aunque no al alcance de un ser humano, y que Lumo escuchó algo raro. Desde ese día cambió. Estaba triste; hablaba poco. Los equipos que había comprado la semana anterior quedaron fuera, sin desarmar, oxidándose. Eso sorprendió a sus amigos. Lumo tenía una provisión fantástica de suministros electrónicos y mecánicos de precisión, que guardaba en su camión con gran cuidado. Cuando compraba un equipo era común verlo trabajar desmontándolo hasta que las partes entraban en el camión. Nunca permitía que algo útil se arruinara. Era muy cuidadoso.

No se sabe muy bien lo que pasó en esos días, pero no nos preocuparemos, ya que fueron pocos y sin importancia. Al parecer los vecinos desarmaron las máquinas como pudieron, embalaron las piezas y las guardaron. Lumo vagaba distraído por los cerros cercanos, arrancando arbustos y pateando piedras. Lo acompañaba un perro, aunque es muy posible que él ni lo viera. Estaba abstraído, triste.

Sus amigos también se preocupaban. A la tarde, durante las interminables mateadas, hablaban de él. Todos proponían soluciones, pero en realidad nadie sabía qué hacer.

Lumo vagó unos días. Eso es lo que se sabe.

Poco tiempo después se encontró con ella. Y entonces Lumo volvió a cambiar.



IV. DE LOS PEQUEÑOS CANTOS EN LAS CASAS DEL CANTO.

Sólo venimos a dormir, sólo venimos a soñar:

no es verdad, no es verdad que venimos a vivir a la tierra.



V. DOBLE VISION DEL SILENCIO.


Es una suerte que las imágenes de los dos se hayan perdido en el tiempo. Ella era rara pero atractiva, una morena de estatura media, nariz grande y mirada melancólica. Lumo tal vez fuera un hombre rubio, delgado y pequeño de ojos eléctricos. Dicen que tenía una melena larga y espesa, siempre limpia y resplandeciente, que a veces ataba en trenzas que le llegaban hasta la cintura. Pero nada de esto es seguro. El tiempo cambió la tonalidad de las apariencias, fue esfumando texturas, perfumes y caracteres hasta que la pátina tomó el color de la leyenda.

La historia es dolorosa.

Ellos se amaban, se amaban de verdad, pero no podían hacer el amor.

Ella no podía.

No es que hubiese un impedimento físico, ni siquiera una traba psicológica; cualquiera de las dos cosas se podría haber curado, y si no se podían curar al menos admitían la posibilidad de intentarlo. Pero ella de verdad no podía. Era una mitad. Tenía un nódulo cerebral que esperaba respuestas y no las recibía, porque el emisor había muerto. El nódulo no era un implante —un implante se puede retirar— sino parte de ella; había crecido con ella, en ella. Y ahora le faltaba una mitad.

Había querido morir.

Había llamado, deseado, rogado, aullado, llorado por la muerte. Lo había intentado. Pero seguía viva.

Semiviva.

La había encontrado en un arenal, casi muerta. No era un cuerpo pequeño y él no era un hombre grande, pero de cualquier modo se las arregló para llevarla hasta el camión. Se dio cuenta enseguida de que estaba intoxicada o envenenada. Buscó desesperadamente en los bancos de datos hasta que aprendió cómo salvarla. Estuvo dos días sin moverse de su lado, cuidando que no se alejara más de la vida. La alimentó por vía endovenosa. Le aplicó breves shocks eléctricos en varias ocasiones, cuando su corazón se detenía. Esperó, retorciéndose las manos, que se despertara bien, que no hubiese quedado descerebrada. Cuando ella empezó a volver de la nada y se agitaba atacada por las pesadillas la acariciaba con suavidad y lavaba su cara cubierta de sudor. De día le ponía música, de noche la observaba. Una tarde ella abrió los ojos y lo miró un largo rato en silencio. A él le pareció una eternidad. Cuando ella se dio vuelta y se durmió profundamente, Lumo se echó en una colchoneta que había puesto al lado de la cama y descansó por primera vez en días.

Lo despertó el aroma a café.

—¿Por qué me recogiste? —fue la primera pregunta.

La voz era dulce aunque algo ronca. Tenía rastros de dolor. De miedo.

—No hubiese podido dejarte —respondió Lumo, simplemente, mientras se levantaba a ayudar. No podía decirle que después de haberla visto ya no podría soportar el silencio y la soledad. No podía decirle que su pecho se inflaba con un dolor sordo y sus manos deseaban estar en ella. Había soñado mil veces que ella se despertaba y él podía decirle todo, pero ahora no se animaba.

Había algo en sus ojos. Y en la voz.

—Cuando me vaya, volveré a hacerlo... —afirmó ella.

Lumo se estremeció. Lo decía de verdad.

—No te vayas —fue lo único que pudo decir.

Ella lo miró y no contestó nada.

Se sentaron a desayunar. A ella le gustó que él ayudara. Le gustó que buscase una lata de galletitas y las pusiera en una bandeja. Le parecía hermoso que tomase las tazas y las acomodase una a cada lado de la mesa. Ella no podía desayunar todo eso —su estómago no lo resistiría— pero de cualquier modo le gustó el gesto. Se acomodó frente a él mientras servía el café. Y luego estudió sus movimientos. La posición de los dedos sobre la taza. La mirada que se escurría sobre las cosas con timidez.

Le gustó.

—¿No vas a tomar el café?

—Tomé un poco de tu caldo —contestó ella como disculpándose.

Lumo entendió: el café sería un baño de ácido para su estómago inactivo durante días.

—Entiendo —dijo.

Él quería mirarla, sin embargo la rehuía como si tuviera vergüenza. ¿Timidez?

—¿Pasa algo? —preguntó ella en voz muy baja y tensa.

—No... Nada.

Pero pasaba. Tenía miles de cosas para decir y no podía. Eso era malo.

Ella esperó que terminara el desayuno y luego se levantó y volvió a su cama. Lumo levantó la mesa y acomodó las cosas en su lugar. Esperó un largo rato. Luego se acercó en silencio y le acarició el cabello con suavidad.

Ella respiraba rítmica, profundamente.



VI. Miscelánea: RECITADORES.


Arde un fuego de leña. Lumo escucha con atención. El hombre recita su parte con ritmo pausado y dicción excelente:


...nunca reprimir impulsos naturales del ser humano, salvo que impliquen daño directo o indirecto, o posibilidad de daño futuro para otros individuos, bienes o el entorno en general. Jamás reprimir como hicieron las principales religiones, en muchos casos por razones oscuras y egoístas, por ansia de poder, o por simple abuso de ese poder obtenido por el miedo, y a veces en cumplimiento de caprichos o venganzas o reivindicaciones personales de los hombres que lo detentaban...


Lumo sonríe aprobando. El Texto es extenso, pero nunca aburrido. Los temas se diversifican y saltan de simples preceptos a anécdotas entretenidas, en algunos momentos hasta graciosas. Hay partes explosivas que elevan el nivel emocional para despertar al oyente amodorrado. Pero Lumo nunca se adormila. Para él estas reuniones son un fenómeno social único que lo fascina sólo por existir. Lumo, cuando asiste, no quiere perder detalles. Por lo general son mucho más interesantes las interrupciones que produce un Recitador en el Texto cuando así lo siente, esos vacíos colmados de silencio más que significativo, que el texto en sí. Las palabras, frases o párrafos que no se recitan cobran un peso mayor porque no son dichas, porque la mente acostumbrada al Texto las hace resaltar, relucir en primer plano por su mera ausencia, gracias a la fuerza del silencio que se apodera de todos, haciéndolos meditar.

La secta es flexible. No hay reglas definidas ni prohibiciones. Cada Recitador puede obviar las partes que quiera. Luego, si el consenso es grande...

Lumo detiene el rumor de sus pensamientos. El Recitador termina una frase y, haciendo uso a su derecho de opinión, queda en silencio. Dos, tres, cuatro, siete, diez, quince, diecisiete segundos. Lumo cuenta mentalmente, tratando de recordar la parte eliminada por el orador. Los demás Recitadores, los que por el momento son escuchas, sí lo recuerdan: colocan sus manos en posición, expresando su parecer. Un ayudante inscribe las marcas correspondientes en el Libro. La frase arranca en medio de una oración, ahí donde el orador considera que el Texto vuelve a ser acertado. A lo largo de los años las marcas acumuladas en miles de ceremonias repetidas noche a noche causarán modificaciones en el texto original, donde consta la filosofía completa de la secta de los Recitadores. Una frase que fue anulada muchas veces desaparecerá. Un cambio insistente en la forma quedará ahí para siempre. Hasta pueden haber inserciones —de hecho el Texto se formó así— si las opiniones coinciden lo suficiente. Es un método que Lumo aprueba; el mejor que ha visto en todas las religiones que conoce. Por eso, aunque no pertenece a la secta ni comparte todas sus ideas, gusta de participar de tanto en tanto como oyente.



VII. UN SIMULACRO SILENCIOSO.


Las crónicas no registran nada de los seis meses siguientes. Es probable que haya sido un período atroz para Lumo, ya que la chica era muy, muy especial y era imposible que respondiera a su amor silencioso y tenaz.

Dialis —así se llamaba ella— había perdido una mitad de su ser. No es una forma de decir ni una metáfora. Pertenecía a un grupo muy especial: los del Reflejo Cruzado. Vivían desde su nacimiento en contacto directo con un compañero. El contacto entre ellos no era el contacto que podemos imaginar o definir nosotros. Ellos percibían doblemente. Sus percepciones se sumaban. El nódulo cerebral no sólo recibía lo que el otro veía, olía, palpaba u oía, sino todas y cada una de sus sensaciones corporales: latidos del corazón, desplazamiento del diafragma, pulso y respiración, frío o calor, dolor o placer, sentimiento... Cada percepción llegaba, se unía a las del receptor, y se volvía a emitir. Para ellos, un instante de amor era una borrachera de sensaciones que se realimentaban hasta el infinito. Cada cual sabía como ningún amante supo jamás lo que sentía su compañero. Sabía cuánto y cómo lo amaba el otro. Eran de verdad, ya no metafóricamente, uno solo. Un único ser compuesto de dos conciencias. Una conciencia única englobando el cuerpo de dos seres.

Los implantes eran en gran parte orgánicos. Los biochips se insertaban en el feto cuando sólo tenía semanas. El cerebro crecía alrededor de los contactos abiertos hasta que los filopodios del tejido nervioso embrionario iban encontrando los marcadores y se definían las conexiones. A las ocho semanas de vida los fetos ya estaban intercomunicados. El aprendizaje empezaba de inmediato y era único para cada pareja. Nadie podía reemplazar un compañero perdido. Los implantes estaban sintonizados y la irrepetibilidad del aprendizaje —había millones de variables— hacía imposible la comunicación con otro individuo. Un implantado que perdía su mitad era un ser incompleto. Una entidad destrozada. Semiviva.

El compañero de Dialis había muerto. Los detalles de la tragedia se perdieron y no tienen importancia en esta historia. La cuestión es que ella estaba sola. Más sola que nadie en un mundo de soledades. Estaba quebrada. Incompleta.

Ella hizo todos los esfuerzos posibles para reintegrarse a la raza humana. Veía el sufrimiento de Lumo. Lo apreciaba. Deseaba poder amarlo. Pero cuando estaba muy cerca de Lumo sentía como si él fuera una estatua sin vida, un simulacro silencioso, duro, frío, muerto. Insoportable.

El día que quiso explicárselo se quedó sin palabras. Él la miraba con dolor, con un dolor inmenso y sólido que los aplastaba a los dos. Había salido porque el aire se le escapaba de los pulmones.

Lumo se había quedado en la puerta con los brazos caídos.

Dialis no quería dejarlo ahí. Le hizo un gesto con la mano.

—¿Vamos? —invitó ella.

Él asintió. Bajó la rampa del camión. Se puso a su lado.

Silencio. Silencio.

—¿A dónde?

Ella se encogió de hombros pero no contestó. Caminaron.

Un par de kilómetros más allá el arenal bordeaba un hueco en el terreno que parecía hecho por la punta de un paraguas colosal. Tendría trescientos metros de diámetro. A unos noventa metros de profundidad se veía la superficie casi negra del lago interno. Una senda de lajas llenas de quebraduras rodeada por un mar de latas de gaseosa aplastadas recordaba que había sido un lugar turístico. Todavía se podía ver un rastro rojizo de pintura sobre el cartel de recepción. Lumo había descifrado parte del texto: POZO D... ...S ...NIM... y más abajo, en letras pequeñas que flanqueaban una gran flecha indicadora: M... ...DO... 403 KILO... TR... Nunca había encontrado quien supiera qué era esa ignota M... La flecha apuntaba hacia el norte y al norte sólo había... ¿El mar?

Lumo no sabía bien qué había hacia el norte. Cuando la Tripa estaba cerca, del lado norte del cruce llegaban otro tipo de viajeros. Cavadores, casi siempre. Ellos hablaban poco y parecían perdidos. Pedían pescado para cenar y se mostraban sorprendidos cuando les decían que no, que en ese campamento no había. Que en esa zona no había. Sufrían mucho. Intentaban cavar y sus herramientas se mellaban en el suelo de la zona, lo que causaba risa a los insensibles. Lumo sabía qué era lo que buscaban, aunque no entendía por qué. Lo importante es que preguntaban por la playa y por ahí no había ninguna. Cuando les decían eso fruncían el ceño y los miraban como si estuviesen locos. Se pasaban todo el día cavando mientras sus mujeres dibujaban diagramas llenos de líneas onduladas. En el campamento se burlaban continuamente. Lumo jamás se reía de los demás, y gracias a eso conocía dibujos del subsuelo de la zona norte. Las líneas de esa zona estaban mucho más apretadas, de modo que los diagramas se componían de varias láminas transparentes superpuestas donde aparecían colores nuevos. Eran maravillosos.

Cuando la Tripa se alejaba, los Cavadores desaparecían. Nadie sabía cómo ni por qué.

Lumo deseaba que volviesen pronto. Las mujeres de los Cavadores usaban unos collares de caracoles que le gustarían mucho a su nueva compañera.

—¿Me encontraste aquí? —Dialis señalaba una hondonada suave desprovista de vegetación, mientras se adelantaba.

Lumo reconoció el lugar y se estremeció. Ella había dicho que lo volvería a hacer... Quiso contestar pero la garganta se le había cerrado. Se acercó lo más rápido que pudo.

—¡Aquí está!

Dialis estaba en cuclillas y levantaba algo con suavidad. Lumo vio un objeto pequeño de color amarillo. Se abalanzó sobre ella antes de que terminara de cerrar los dedos.

—¡No! ¡No lo hagas!

La tomó de un brazo.

Ella se incorporó de un salto, como una tigresa defendiendo su camada, y le dio un fuerte empujón. Tenía fuerza; Lumo trastabilló y tuvo que soltarla. Cayó sentado.

Dialis puso el animalito sobre una piedra chata y lisa. Lumo vio que no era más que piel y huesos, una momia minúscula desecada por el sol del arenal. El color amarillo de la pequeña rana seguía siendo tan brillante como cuando estaba con vida, pero la piel estaba arrugada y reseca. La carne había desaparecido. Ya no representaba ningún riesgo.

Ella tomó varias piedras y las fue acomodando encima del cadáver.

—Segregan veneno cuando están en peligro, un veneno terrible y fulminante —explicó—. Me pareció la mejor manera, por eso atrapé una. Apreté muy poco, pero es un alcaloide muy poderoso; ataca directamente las células musculares y produce contracción. La ranita debía estar muerta antes de que el veneno llegara a mi sistema nervioso.

Levantó los ojos y los fijó en él. Estaban llenos de lágrimas.

—Fue una muerte inútil.

Lumo entendió enseguida. Asintió sin decir nada.

Ella vio la expresión de los ojos de su compañero y captó el instante. Él entendía. Entendía.

Tomó la gema que llevaba colgada del cuello y se la acercó a la cara. Era una piedra cristalina tallada en forma de lágrima. Lumo levantó la mano para agarrarla, pero ella movió su brazo izquierdo y lo detuvo.

—No. Lo único que quiero es que mires dentro.

La gema tenía algo en su interior. Ella la puso frente a sus ojos y entonces pudo leer lo que decía:


No hay forma de que dos seres humanos se comprendan completamente. En cada momento dos personas que suponen comunicarse están sintiendo cosas diferentes, interpretando de otro modo cada idea o concepto, viviendo sensaciones y tiempos corporales distintos. A veces, sólo a veces, hay instantes mínimos de comprensión, en los cuales no median palabras ni ningún otro tipo de comunicación simbólica; pero son muy pocos. Cuando creemos comprendernos, sólo estamos intercambiando "paquetes" preconcebidos de idea-sensación-sentimiento-percepción, y nunca podemos estar seguros de estar expresando la realidad de lo que deseamos transmitir.


El texto, escrito y firmado por los fundadores de la secta del Reflejo Cruzado, proponía a continuación una solución al problema.

Y ahí aparecía descrito lo que habían sido ella y su pareja, es decir, para decirlo con claridad, lo que antes era ella e, indirectamente, en qué había quedado convertida ahora que estaba sola.

Lumo asintió.



VIII. FRAGMENTO DE LOS FRAGMENTOS.

Tú eres el espejo en que me contemplo;

en tus grandes ojos arden escondidas

las flechas de todos los soles.



IX. Miscelánea: ARACNIDOS


Tomemos una primera vista. Estamos flotando a unos quince metros del suelo. Esto nos proporciona el panorama que podríamos tener desde el quinto piso de un edifico. Desde aquí el campamento se puede observar muy bien, a la perfección.

Tierra amarillo ocre, pastos resecos, pequeños arbustos, piedras pequeñas desperdigadas al azar. Y movimiento.

El campamento es un campamento de arácnidos.

Esto no es casual. Nos hemos acercado al asentamiento de estos extraños hombres en beneficio de la claridad y completitud de esta historia. Aquí podemos ver a muchos de estos seres humanos que, decíamos antes, están a la búsqueda de "lo extraño" porque creen que sólo a través del extrañamiento total pueden llegar a la verdad real, al conocimiento de sí mismos.

La escena se compone de diversos cuadros que contienen a varios de ellos, muchos más de los que cualquiera de ustedes está acostumbrado a ver, en una parcela de terreno de unos ciento veinte metros de lado.

¿Qué están haciendo? ¿Y cómo son?

Nos detendremos en uno. Será suficiente.

Estudiemos éste, el que ahora pasa caminando justo debajo de nuestro punto de visión. Ahí está la parte central de su cuerpo, la cabeza, elevándose encima de ocho largas patas multiarticuladas coloreadas a franjas claras y oscuras de tonalidad ocre. La cabeza brilla reflejando el sol de la mañana sobre centenares de placas vítreas planas y curvadas, que parecen amontonadas sin orden ni razón lógica alrededor de una zona esférica dentro de la cual, con seguridad, está la cabeza verdadera. Los brazos brotan algo más abajo, casi junto al nacimiento de las largas patas, y tienen exactamente la misma forma, cantidad de articulaciones y tipo de manos que los humanos que todos conocemos. Los brazos están cubiertos desde el hombro hasta las manos con unos largos guantes de tela adornados con franjas de color similar al de las patas.

El arácnido avanza con lentitud majestuosa, con movimientos precisos de unas patas que parecen apoyarse apenas en el piso, casi como si caminara sobre una nube en medio de un sueño. Por momentos la "cabeza" gira un poco a un lado y luego al otro, pero por lo general se mantiene en una posición en la cual el arácnido, suponemos, ha de estar mirando al frente, y gracias a esto podemos definir cuál debe ser su cara.

Nos fijamos.

No es una cara. Son más espejos, lentes, prismas y placas vítreas que no se diferencian de las del resto de la cabeza; aunque si miramos bien, si estudiamos con mayor detenimiento ese amasijo de cristal, podemos encontrar un cierto eje de simetría que pasa por la parte frontal, sobre la "nariz" del arácnido, un eje de igualdad lateral que no se repite en otras partes.

Nuestro arácnido cruza frente a otro que se encuentra en una posición de descanso, con las patas dobladas de tal modo que su cuerpo se apoya sobre el piso. A este segundo se lo ve trabajando en algún tipo de artefacto hecho de cristales, quizá un "casco de visión", el nombre que ellos dan a lo que ponen sobre sus cabezas cuando tienen ganas de hablar y quieren nombrarlos.

El arácnido que va caminando parece mover la cabeza de adelante hacia atrás con mucha suavidad —de esto estamos casi seguros— pero no podríamos jurar que hemos visto un movimiento furtivo de las manos de ambos seres, un roce de las puntas de los dedos que se produce al pasar, casi casualmente.

Pero dejemos un momento a los habitantes del campamento y pasemos a una vista del lugar donde viven, cosa que tal vez pueda decirnos mucho sobre ellos. Es un grupo de "casas" de forma más o menos hemisférica, aunque nos aproximaríamos más a una imagen correcta si decimos que parecen mitades de una sandía gigante cortada en el sentido de su longitud mayor. Estas construcciones parecen hechas de arena, y tal vez sea así, aunque no tienen aspecto de ir a desmoronarse en cualquier momento. Arena consolidada, quizás. Granos de arena pegados entre sí por algún líquido que los adhiere con fuerza.

Una casa resalta fuertemente en el grupo. Es lisa, casi metálica, de forma idéntica a la de las otras pero hecha de otro material. Está ubicada en una posición especial, tal vez de privilegio, ya que se respalda en un desnivel de terreno de un metro de alto que corre a lo largo del linde del pueblo y está levantada en un lugar desde el cual se puede acceder con facilidad a cualquiera de las otras, que se alinean en una distribución radial que se centra en esa casa.

Es la casa del jefe. Y no es de arena, sino de un material muy raro, verdaderamente muy raro, que no viene al caso describir aquí.

A su lado, casi incongruente, se alza una casita de madera machimbrada con ventanas angostas de vidrio y cortinas de tono verde esmeralda. La madera está pintada de color crema. Tiene techo de fibrocemento de color ladrillo y una chimenea de latón con sombrerito cónico, de la que brota un humo blanco y liviano.

Supongamos que nuestra curiosidad es tan grande como nuestra capacidad de desplazarnos y que nos acercamos a una de estas ventanas para espiar el interior de la casita. ¿Qué vemos?

Nada especial. Ahí está un hombre de edad mediana, tal vez unos cincuenta años, canoso, alto y de facciones graves. Su expresión puede parecer calmada, y hasta podríamos suponer, si miramos con ligereza, que es una persona feliz. Pero de pronto descubrimos, sin quererlo, líneas de dureza que recorren los músculos de su cara, líneas de dolor, quizá, o de soledad.

No es un hombre raro, es un hombre común. Está ahí, pensativo, mirando un punto fijo del cielorraso de machimbre pintado de verde, en medio de un silencio absoluto. Está sentado en una silla de madera y mimbre y tiene las manos y las rodillas juntas, como si cumpliera algún tipo de castigo o penitencia.

No diremos mucho sobre él, sólo agregaremos un único detalle: conoce, conoció o conocerá a Lumo, aunque esa historia pertenece a otro relato, que no es éste. Básteles saber que se llama Canz —es el nombre que corresponde a ese día y a esa circunstancia—, es el único hombre no modificado del campamento y quien más sabe sobre los arácnidos en este mundo.

Los otros, los arácnidos, también son hombres.

Hombres modificados.

Que tampoco tienen mucho que ver con la historia de Lumo, aunque estén allí, siempre cerca de él y de sus ilusiones, pero nunca suficientemente cerca.

Como pasa con todo y con todos en el mundo de la Tripa.



X. ESE MONTON DE ESPEJOS ROTOS.


Al término de unos meses Lumo y Dialis habían establecido una relación aceptable. Convivían sin problemas. Se observaban. Se estudiaban sin darse cuenta, descubriendo las pequeñas cosas que le agradaban al otro. Al principio Lumo había sufrido mucho. Dialis evitaba el contacto físico porque después de la desgracia sus intentos de relación sexual habían sido experiencias horrorosas. A Lumo le había costado entenderlo, pero ella se lo había explicado con dulzura, una y otra vez.

Dialis también sufría. Estaba muy sola, rodeada de fantasmas opacos, de espejos silenciosos, rotos. A pesar de todo, había comprendido que todavía podía avanzar en el autoconocimiento, que era la meta más importante en la vida para ella y los de su secta. Lumo le había enseñado, con esa sensibilidad gigante que escondía tras su silencio, que los demás seres humanos también podían comunicarse. Aunque había perdido para siempre la visión externa de sí misma, aunque no sabía con la exactitud de antes cómo la veía su compañero, aunque no podía verse a través de sus ojos, oídos y piel como estaba acostumbrada, aún recibía reflejos que le permitían vislumbrar su yo. Lumo había dejado de ser una estatua de madera reseca. No reflejaba todo, pero era legible. En un principio le había parecido increíble, pero poco a poco las líneas habían ido convergiendo hacia una nueva realidad: su nuevo mundo de sensaciones compartidas. De su espejo anterior sólo le quedaban recuerdos, pero ahora tenía un cristal en que mirarse. Era un espejo a medias, un espejo roto; pero algo mostraba.

Todo eso la tenía fascinada.

Lumo y Dialis eran una pareja activa. Salían a explorar muy seguido, y a veces faltaban del campamento semanas enteras.

Un día, en medio del desierto, Lumo recordó un episodio que tenía hundido en la memoria. Durante ese episodio, se daba cuenta recién ahora, había visto sin saberlo unos seres que se consideraban un mito. Desde entonces volcó el máximo de sus energías a buscarlos. Aunque la mayoría de la gente pensara que eran pura leyenda, Lumo tenía, además de su confuso recuerdo, otras razones para creer que sí existían. En el campamento había un retrato a pincel muy bello y detallado que había olvidado un naturalista japonés luego de vivir allí unos meses. Muchos decían que el dibujo era un invento, un producto de la fantasía del pintor. Otros, más ignorantes, creían que representaba una criatura oriunda de Japón, o de algún lugar del lejano oriente. Pero Lumo sabía que esos insectos no existían en ningún otro país del mundo. Lumo sabía algunas cosas más que la mayoría, y una de ellas era que los tramabajos —así los llamaban— habían salido de la Tripa.

—Son unos cascarudos grandes como huevos de gallina —le explicó un día a Dialis mientras buscaban entre las rocas—. Tienen patas largas y movedizas y son de color azul metálico.

Fue la primera vez que Dialis lo escuchó hablar sobre ellos.

Lumo fue agregando información durante toda la mañana, retazo a retazo. Dialis escuchaba con atención, de modo que para la hora del almuerzo ya tenía una imagen casi completa de lo que querían encontrar.

Los tramabajos eran ingenieros. Armaban cosas con bloques de construcción producidos por ellos mismos. Las hembras no participaban en forma activa, aunque colaboraban en el proceso de un modo involuntario e indirecto. Eran tres veces más grandes que los machos pero diez veces menos en número. Las crías nacían de huevos que mantenían dentro de sus vientres —los incubaban en su interior— y entonces, cosa nada original en el mundo de los insectos, devoraban a la madre. Los machos usaban los exoesqueletos vacíos como moldes para sus piezas de construcción. Segregaban una baba espesa que quedaba encerrada en ciertas concavidades y hendiduras de la cáscara quitinosa. El sol calentaba molde y pasta hasta que ésta se endurecía, fraguando en un material plástico y duro. La cuestión es que obtenían unas piezas de forma fascinante cuyas aristas, bordes y protuberancias encajaban tan bien y de modo tan diverso entre sí que los tramabajos podían armar prácticamente cualquier cosa con ellas.

Dialis estaba sorprendida. Lumo describía tan claramente a esos seres que le parecía verlos, como si se hubieran materializado frente a ella.

—¿Cómo es que sabés tanto sobre ellos? —preguntó mientras tomaban el café de la tarde.

Lumo sonrió.

—Me lo contó un amigo hace unos años.

—¿Y él cómo lo sabía?

—Los vio en el desierto y quedó maravillado. Se pasó meses estudiándolos.

Dialis seguía sin entender.

—¿Y por qué no le preguntás dónde encontrarlos?

Lumo cambió su sonrisa por una expresión algo más sombría.

—Canz, mi amigo, vivía con nosotros en el campamento, pero hace tiempo que desapareció.

Dialis dejó de hacer preguntas. Lumo se había quedado en silencio y miraba hacia lo lejos, como buscando algo en el horizonte.

La charla continuó mucho más tarde. Dialis estaba recostada contra un árbol, rodeada de conejos y otros animalitos pequeños. Lumo había bajado a explorar un cañadón perdido entre un par de cerros. Cuando volvió, se acercó en silencio con su bolsa de recolección. Aunque se movía despacio, casi todos los animalitos huyeron, salvo un conejo que dormitaba sobre el regazo de su compañera y otros dos que se habían recostado en el hueco entre su espalda y el árbol. Lumo tenía un aire de cansancio extremo mezclado con desilusión. Amagó un gesto de disculpa, pero Dialis le sonrió comprensiva. Él no tenía por qué culparse. La magia brotaba de ella y no había forma de extender la esfera a otros. Los animalitos al principio también tenían miedo de que ella se les acercara, pero Dialis poseía una habilidad especial para hacerlo sin asustarlos, hasta que los convencía de dejarse tomar en brazos. Luego los acariciaba por horas, embelesada, disfrutando de la suavidad de sus cuerpos, aprendiendo a captar mensajes a un nivel puramente corporal, descubriendo que podía sentir el placer de los animalitos a través de la palma de sus manos y recibir una respuesta a sus caricias en la progresiva laxitud de sus músculos, en ese apretarse más y más contra su piel, en los latidos que se volvían plácidos, pausados, en los ojitos que se entrecerraban, en el temblor casi imperceptible que los recorría en cada caricia, en cada roce de su mano. Para ella era una experiencia nueva, llena de sensaciones maravillosas. La disfrutaba cada vez que podía, aprendiendo.

Lumo se acomodó despacio junto a ella. Los conejos no se asustaron.

Atardecía.

Observaron la puesta de sol en silencio, hasta que la oscuridad fue casi total y las estrellas emergieron de sus abismos. Lumo se deslizó lentamente hasta quedar de cara al cielo. En algún lugar, decía él, debía estar el extremo de la Tripa. Según Lumo, a veces se percibía un hilo tenue que se alejaba rumbo a la negrura. Dialis jamás lo había visto.

La conversación comenzó en un susurro.

—¿Querías mucho a tu amigo?

Lumo tardó unos segundos en contestar.

—Sí.

—¿Murió? —Dialis no sabía de qué otro modo preguntárselo.

—No lo sé.

Dialis entendió lo que Lumo quería decir. En el mundo de la Tripa la mayor parte de los que se alejaban se convertían en desaparecidos. La única forma de saber que un amigo había muerto era verlo morir. E incluso así no siempre era seguro.

—¿Buscaba algo?

—Todos buscamos algo. —La voz de Lumo se había vuelto muy triste.

Dialis asintió y buscó un cambio de tema:

—¿Por qué te atraen tanto esos insectos?

—Curiosidad.

—¿Son tan interesantes? —A Dialis le parecía por momentos que el esfuerzo que hacía Lumo para encontrarlos era excesivo.

—Todo lo que viene de la Tripa es interesante —Lumo insistía en esto cada vez que se le presentaba la oportunidad—. Pero estos seres son mucho más interesantes de lo que puedas creer.

—Todavía no sé por qué. Sólo porque construyan...

Lumo la interrumpió.

—Hace mucho tiempo, cuando todavía no había oído hablar de ellos, vi algunos. Por desgracia no sabía lo que eran. No les presté atención.

—En estos campos resecos hay tantos escarabajos...

—Lo que vi no era precisamente un escarabajo. Estaba persiguiendo un lagarto de piel negra y al cruzar frente a unas rocas vi algo similar a un conejo de juguete. ¿Conocés a Bugs Bunny? —Ella asintió—. Este muñeco se le parecía mucho. Era de un color violeta claro, casi lila, y bailaba...

Dialis se quedó muda.

—Bailaba entre las piedras... —repitió Lumo.

—No entiendo.

—En ese momento pensé que era un juguete abandonado, un muñeco barato de plástico, y que algún animalito se había refugiado en su interior, quedando atascado, e intentaba salir. Todo fue un pensamiento fugaz. Yo estaba persiguiendo a una pieza muy interesante para mí y no quería perderla. Pasé de largo.

—No entiendo la relación —puntualizó ella.

—Canz me contó que los tramabajos suelen construir una especie de vehículos o trajes rígidos de tamaño bastante superior al de sus cuerpos y luego se meten en ellos. Esos artefactos siempre tienen patas o algún tipo de extremidad; los tramabajos conectan sus cuerpos con las piezas móviles usando hilos de su baba, de tal modo que pueden manejarlas. Luego danzan. No sé por qué, ni mi amigo tampoco pudo comprenderlo, pero metidos dentro de sus muñecos ejecutan unas danzas dementes que duran días y días, como si fuese una ceremonia religiosa en una tribu primitiva.

—¿Pero el juguete qué tiene que...?

—Ellos copian cosas que ven. Construyen algo que han visto y les llamó la atención. Al principio no podía entender cómo habían obtenido la imagen de un personaje de dibujo animado en medio del desierto, pero luego recordé que en esa época había una catedral abandonada en la zona; una iglesia inmensa que incluía aulas de colegio primario. En las aulas había figuras infantiles. Los tramabajos debían haber visto esas láminas. Usaron el modelo.

—Es increíble.

—Sí, son increíbles. Y por eso tenemos que encontrarlos.

Dialis seguía sin entender la urgencia.

—¿Pero por qué tanta desesperación? —preguntó.

Él se incorporó, apoyándose sobre un codo, y la miró de frente. Su cabeza se recortaba sobre el fondo de estrellas; una silueta oscura enmarcada por la oscuridad.

—Ellos nos pueden llevar a la Tripa —dijo con cansancio, casi en un suspiro, y luego volvió a recostarse de cara a las estrellas—. Y en la Tripa...

Dialis acercó la mano con lentitud hacia el hombro de Lumo, hasta percibir el calor de su piel, pero, aunque sentía un fuerte impulso de hacerlo, no llegó a tocarlo.

La quietud de la noche los envolvió como una bruma pesada. Dialis sentía frío y tenía un deseo inmenso de abrazarse a Lumo y acariciarlo como acariciaba a sus conejos. Pero no se animó. El silencio era hielo y fuego; se les interponía. Cerró los ojos y se dejó llevar por los sueños. Tal vez un día...

La despertó una sensación extraña. Abrió los párpados y se encontró boca abajo sobre algo mullido y cálido. Vio los ojos de Lumo a pocos centímetros debajo de su cara. En medio de sus sueños se había deslizado inconscientemente, se había trepado hasta quedar encima de él y ahora estaba ahí arriba, pegada a su pecho, a su cuerpo. Podía sentir la piel del hombre ardiendo a través de la ropa gruesa de campamento. Lumo la observaba con un fulgor que ella no había visto nunca en ninguna mirada, un fulgor que duró sólo un instante porque él, en cuanto captó que estaba despierta, parpadeó turbado y cambió de expresión. El fuego se volvió tristeza, silencio, desesperación.

Dialis terminó de salir de su sueño. Notó que Lumo estaba muy quieto y con todos los músculos envarados. Un momento después se dio cuenta de que lo tenía abrazado estrechamente, con tanta fuerza que sentía retumbar sobre sus senos los latidos de su corazón.

Su pecho se convirtió en un sol en explosión. Cerró los ojos y por un instante lo apretó todavía más.

Lumo respiraba con dificultad.

El instante pareció eterno. Pero fue sólo un segundo.

—¿Frío? —la voz de Lumo trataba de expresar diversión. Pero era angustia. Soledad. Deseo.

No... No.

Miedo.

Dialis luchaba con el miedo. Luchaba contra la locura de esos brazos que escapaban del mandato de su cuerpo y no querían soltar a su compañero.

La lucha duró un instante. Luego hizo un esfuerzo y se apartó: —Estaba soñando —explicó en un susurro.

La mentira le dolió a ella mucho más que lo que le debía doler a él. Pero tenía miedo.

—Entiendo... —La voz de Lumo brotaba desde un infierno de dolor. Estaba tratando de sonreír.

—¿No hace mucho frío? —dijo Dialis.

—Sí, y es tarde. ¿Vamos a dormir?

Dialis asintió.

Caminaron en silencio hasta su refugio de campaña; Lumo cabizbajo, Dialis temblando.



XI. SIN ALAS NI PECHO CON QUE VOLAR.

Tendré que dar vueltas eternamente bajo tu sombra,

eternamente, los ojos lágrimas,

el corazón tristeza.



XII. DISFRAZADOS. DISFRAZADOS.


Dialis se despertó llorando. Se levantó de un salto y, con una decisión estallando en sus labios, cruzó la cortina que separaba su parte de la tienda de la de Lumo.

Lumo no estaba.

Lo buscó en el campamento y alrededor de él. Subió a una loma y trató de encontrarlo en la distancia. Cada minuto que pasaba podía quebrar la decisión en cenizas.

Lumo no se divisaba.

Sintió una debilidad que crecía en su interior. Casi deseaba morir. Sus rodillas se doblaron con lentitud, hasta que las palmas de sus manos se apoyaron en la arena polvorienta. Las lágrimas presionaban tanto que le hacían doler la cabeza. Pero se aguantó.

No quería llorar más.

Cerró los ojos y rogó en silencio.

Lumo se detuvo porque los pulmones le estallaban. Había subido más de mil quinientos metros por la ladera en rampa de un cerro pequeño cuya cumbre se aplanaba en meseta. Se pasó una mano por la frente. Ni la carrera ni el aire frío de la mañana podían apagar ese fuego que le brotaba de la piel. Sentía, como nunca había sentido en su vida, que estaba a punto de volverse loco. Respiró unos segundos y siguió corriendo, ahora en lo llano, mientras miraba a todos lados con desesperación.

Esperaba un signo que le indicara que estaba fuera del infierno. Pero no un signo cualquiera. No sería una flor o un arroyo. Ni un valle colmado de verde ni un pequeño animal corriendo con la curvatura de su lomo brillando bajo el sol. No era un pájaro de colores vivos cantando su melodía eterna ni el aroma dulce de millares de pequeños frutos rezumando jugos en un arbusto. No era el olor de la lluvia ni el sabor seco de la tierra. Ni una roca iridiscente ni un cristal abrupto de cuarzo convirtiendo los rayos en arcoiris. No era su dolor en el pecho ni el fuego de su corazón. Era un signo. Algún signo.

Se detuvo cuando sus piernas se negaron a seguir. Trastabilló y cayó de rodillas sobre las piedras filosas. Sus manos se apoyaron en la arena polvorienta y sus ojos cayeron delante de él, en ese desierto reseco, mirando la nada.

Estaba en un infierno.

Y quería salir.

Cerró los ojos y rogó en silencio.

Cuando volvió, dos días después, Dialis se había ido. En la tienda de campaña todo estaba ordenado y en su lugar. Lumo estudió la posición de las cosas, tratando de leer en ellas. No encontró mensajes. Tal vez Dialis se había ido porque no soportaba estar sola. Había llevado sus cosas personales y la parte de la carga que le correspondía.

En unos minutos guardó todo y desarmó la estructura con rapidez y eficiencia. Media hora después ya se había puesto en camino hacia el cruce.

Dialis estaba en el camión. Lo esperaba. Cuando Lumo entró, polvoriento y cansado, le acercó una silla a la mesa para que se sentara con ella. Había servido una vianda para dos. Lumo se acomodó, menos sorprendido que halagado, y comió algo en silencio. Ella lo miraba intensamente.

Lumo sentía un calor tenue que se extendía por su piel. El dolor de alambre se fue retirando de sus músculos. No quería hablar, pero, en medio del silencio, sintió que decía todas las cosas que necesitaba, todas las cosas que deseaba, todas las cosas que soñaba.

Los ojos de Dialis tenían un brillo único. Estaba percibiendo.

Lumo comprendió de repente que ese era el signo, el signo que había estado buscando. Por un instante sintió el impulso de saltar de su silla y abrazarla y gritarle ese amor que ella ya sabía. Sin embargo se retuvo. Ahora era él el que tenía miedo. No quería volver a sentirse rechazado. No quería chocar de nuevo con un doloroso muro que podía volverlo loco.

Tampoco quería más silencio.

Buscó un tema.

Abrió su bolsa y sacó un frasco. En él se apreciaba el gran insecto que había atrapado. Era un huevo azul con largas patas que intentaba trepar por las paredes de vidrio.

Sonrieron.

Ese mismo mediodía, después de comer, partieron hacia donde Lumo había encontrado el nido. Caminaban tomados de la mano, conversando animadamente.

—Estuve pensando en los tramabajos —dijo Dialis—. Y no entiendo por qué se comportan de un modo tan raro.

—Son extraños, es verdad —coincidió Lumo—. Alguna vez imaginé que eran extraterrestres, que la Tripa había abierto un pasaje entre universos o realidades, o tal vez un puente entre este mundo y otro, para traerlos. Pero ahora pienso que la Tripa abre compuertas hacia adentro, hacia otros abismos...

Ella lo miró extrañada, pero no hizo ninguna pregunta.

Lumo explicó que, luego de mucho análisis, se había dado cuenta de que los tramabajos eran una representación simbólica de lo que subyace en los seres humanos. Algo poderoso pero esquemático que duerme en la estructura más profunda de la mente humana, algo que la Tripa, de algún modo, puede leer.

Dialis lo escuchaba con asombro.

—Es decir, no es que crea que la Tripa lea nuestras mentes —aclaró Lumo—, sino que es sensible a las estructuras de mayor fuerza, de mayor intensidad, en el inconsciente de los que se le acercan. De ahí aparecen semejantes criaturas...

—La verdad que no puedo relacionar esas "cosas" con ninguna característica de la mente humana... —opinó Dialis—. Salvo, tal vez, con un divague de la locura, o con un sueño.

—No es evidente ni fácil de ver, pero los tramabajos representan una tendencia muy fuerte en los seres humanos. Se disfrazan. Imitan. Danzan locamente, encerrados en esos fantoches muy bien construidos pero falsos. Invierten sus vidas y el máximo de sus esfuerzos en una parodia. ¿No te suena conocido?

Dialis se quedó muda. Lumo, a veces, era terroríficamente certero en las cuestiones que tenían que ver con la Tripa.

Llegaron al lugar a media tarde. El nido no era tal, no era un nido de insectos: más bien parecía una ciudad en escala. Dialis se sorprendió tanto que casi se enoja con Lumo por no haberla preparado para semejante espectáculo. Estaba entre un grupo de rocas que formaba una concavidad similar a un anfiteatro al aire libre. Los tramabajos, en cuanto notaron la presencia de espectadores, empezaron a salir de sus cuadrangulares "edificios" y se reunieron en multitud. Dialis se sintió observada, estudiada, analizada hasta el último detalle. El grupo de insectos crecía continuamente, en un proceso ordenado, sin apretujamientos ni desorden, hasta tal punto que parecía un equipo entrenado de actores preparando el espectáculo de apertura de las olimpíadas. Luego de un rato, cuando dejaron de salir tramabajos de los umbrales de esa aldea surreal, la escena quedó congelada en medio del soplido cálido del desierto, como una escultura compleja abandonada por un artista demente. Centenares de insectos extraños erguidos en sus flacas extremidades, mirando con atención a un hombre y una mujer silenciosos. Arena, rocas y un sol amarillento haciendo de iluminador de lo increíble. Viento suave.

Dialis, estremecida, se reclinó contra el hombro de Lumo. Él cruzó un brazo por detrás de ella y la sostuvo por la cintura. Se miraron un instante, sin decir nada, pero volvieron enseguida sus vistas a la alucinante escena. Los tramabajos se mantuvieron inmóviles varios minutos, como detenidos en un bloque de tiempo solidificado. Luego se fueron desconcentrando en un aparente azar, que se convirtió de pronto en un movimiento orquestado de perfección absoluta. En menos de un segundo quedaron fuera de la vista, entrando sin titubear en los "edificios" o desapareciendo detrás de alguna roca. No parecía algo real. Parecía un sueño.

—Armemos nuestro campamento —dijo Lumo de repente, y Dialis se sobresaltó.

—Pe... pero... —empezó a decir, confundida.

Lumo sonrió.

—Tenemos que esperar —explicó, señalando hacia el fantasmagórico grupo de pequeñas construcciones—. Son rápidos, pero les lleva bastante tiempo...


Ilustración: Valeria Uccelli

Antes de que Dialis abriera la boca para pedir más datos, Lumo se alejó unos metros, tomó una rama y empezó a despejar el suelo de piedras, alisando el terreno para poner la tienda de campaña. Dialis comprendió que él no quería hablar más del tema, al menos por el momento. Los tramabajos y sus actitudes habían tomado, para Lumo, una dimensión casi religiosa. Había algo intangible en la situación, algo que Lumo no podía explicar porque no tenía palabras y Dialis, tal vez, no podía entender, porque a pesar de que estaban muy cerca uno del otro ella no era él y no podía sentir como él. A pesar de todo, Dialis tenía una sensación —no era posible definirla de otro modo más que como sensación— que le permitía aproximarse a lo que navegaba por la mente de Lumo. La Tripa no podía estar muy lejos de estos seres. No era una cuestión de tiempo ni de espacio, sino de "relación". Había una relación estrecha entre los habitantes del anfiteatro de rocas y esa "cosa" —rajadura espaciotemporal, ruptura de la realidad o lo que fuera— que dominaba la vida de todos ellos, envolviéndolos en su hálito avasallador. Lumo presentía algo, tal vez que estando cerca de los tramabajos alcanzaría la Tripa, y Dialis sentía que de algún modo él no se equivocaba, aunque no creía que la cosa pudiera plantearse de un modo tan simple.

Ayudó a armar y acomodar, y luego de que todo quedó en su lugar se sentaron sobre una esterilla. Lumo escrutaba el horizonte, como esperando que apareciera algo, y Dialis dibujaba con una ramita en la arena.

Pasaron horas. Dialis había trazado, sin darse cuenta, miles de líneas ondulantes que se apretaban sobre sí mismas y formaban un largo tubo que se afinaba hacia la lejanía. Respecto a la posición inicial de Dialis en la esterilla, el tubo salía en diagonal y subía, alejándose hacia "arriba" mientras se afinaba. En realidad el dibujo era tosco, ya que la arena seca no permitía detalles, y no tenía nada que indicara esa dirección hacia "arriba"; sin embargo Dialis, que lo había hecho, sabía que era así. La Tripa salía de la tierra —de la Tierra— y se elevaba hacia el infinito.

Lumo estaba jugando con una piedra Rattle, haciéndola girar más y más rápido a medida que volvía a tomarle la mano al impulso y al ángulo de arranque. La piedra daba varias vueltas, bajando de velocidad, y luego invertía su movimiento para girar en sentido contrario. No todas las veces se cumplían las viejas leyes del rozamiento y conservación de la energía, ya que en ocasiones la piedra daba muchas más vueltas retrógradas que las que había dado al ser impulsada por la mano de Lumo. Él sonreía y anotaba con un palito en la arena.

Dialis estaba retocando su obra. Cuando volvió a hallarse sobre la esterilla se detuvo para observar a su compañero y vio que parecía muy concentrado en el juego. Recién entonces se dio cuenta de su propia abstracción. Sacudiendo la cabeza, salió del trance en que había caído. Siguió con la vista el dibujo en la arena, descubriendo que había trazado en el suelo casi treinta metros de tubo ondulante. A los lados de la larga figura se podían ver las marcas que había hecho al arrastrarse sobre sus rodillas. Se estremeció. La Tripa hacía esas cosas a la gente.

Tiró la ramita y se acercó a Lumo.

—¿Tomamos algo? —preguntó con dulzura.

Él levantó la vista y se mantuvo unos instantes con los ojos desenfocados en la nada, sin verla, pero finalmente reaccionó.

—Ya traigo... —dijo Lumo sonriendo, y empezó a incorporarse.

Dialis levantó un brazo y apoyó la palma de su mano derecha en el pecho de Lumo: —Ah, no, la idea fue mía, señor —dijo riendo, y lo empujó. Lumo cayó y se despatarró exageradamente. Dialis corrió hasta la tienda.

—Uh, ah —se quejaba Lumo entre risas, acostado boca arriba en la esterilla—. ¡Más vale que la bebida esté fría!

Dialis salió, se acercó a él y le puso el vaso recién servido sobre el pecho. Lumo, sorprendido, se incorporó de repente y volcó parte de la limonada sobre el comienzo de sus piernas. Haciendo un gesto muy cómico, señaló el líquido que se escurría por sus pantalones y gritó: —¡Uauuuu!

Ella se sentó, desencajada por la risa, derramándose una parte del contenido de su propio vaso en el regazo. Lumo lanzó una carcajada y luego bebió con ganas.

—Sí que está frío... —dijo ahogándose—. Y si no preguntale a mis huev...

Dialis le tiró el resto que quedaba en su vaso, que eran sólo unas gotas, en el pecho. Él se incorporó, simulando una cara de enojo que llevaba a más risas, y la tomó entre sus brazos. Rodaron luchando y riendo como locos, borrando sin darse cuenta el largo dibujo de Dialis. Ella hacía como que le pegaba con los puños en el pecho, mientras él emitía uhs y ahs con un tono tan cómico que ella, mareada por las vueltas y la risa, perdía el control de sus brazos y debía abrazarse al cuello de él.

Lucharon unos segundos, riendo hasta perder el aliento, y luego se detuvieron. Lumo estaba arriba de ella.

Se miraron en silencio. Lumo sentía que el corazón de ella estaba por estallar y ella sentía que el corazón de Lumo quería escapársele del cuerpo. Los labios se acercaron con lentitud hasta que, luego de rozarse un instante, se sumergieron en un beso desenfrenado. Dialis sintió que sus dedos se deslizaban y desprendían los cierres de la ropa de Lumo. Su propia ropa desaparecía de encima de su cuerpo, sin que supiera cómo ni le importara el porqué. Tenía los ojos cerrados, porque así las percepciones de la piel ganaban el control y se hacían dueñas de toda su conciencia. Lumo estaba sobre ella y dentro de ella. Las emociones de él venían a su cuerpo a través de millones de sensaciones minúsculas que se sumaban en un huracán. No podía sentir lo que él sentía, pero podía saber lo que ardía en su interior y a partir de ahí sentirlo.

Y de pronto supo que sí lo sentía. Sentía todo. Había una oleada de fuego dulce que iba subiendo, subiendo, subiendo por cada fibra sensible de su cuerpo. Un fuego de placer que no había experimentado nunca. Y de pronto todo estalló: Lumo dentro de ella y ella dentro del universo, en un nuevo pulso primordial, un nuevo pulso de principio y final de todas las cosas, de todos los silencios y de todos los dolores.

Abrió los labios, en un éxtasis absoluto, y gritó.

Nunca, antes, había gritado.

Lumo se detuvo un instante, sorprendido, pero ella lo atrapó con sus brazos y tiró de él para que no se alejara, para que penetrara aún más en ella, mientras ondulaba el cuerpo aumentando el placer hasta el infinito. Lumo revivió de la sorpresa y la recorrió con los labios. Dialis giró su cara de un lado al otro, mientras él besaba su cuello en una caricia que la llevaba a la locura. A una dulce locura. Los dos estaban llorando. Los dos sentían que sus corazones explotaban de felicidad.

En ese momento ocurrió aquello. No hay ninguna certeza de que haya sido de este modo, al menos no exactamente así. Tal vez algún poeta inventó toda la escena. Pero la gente tiene derechos sobre sus leyendas... y la gente eligió así. Por eso les ofrecemos esta versión, la que decenas de generaciones han repetido, cantado y soñado durante tiempo. Otras versiones dicen que, aunque se amaban, no llegaron a amarse. A nosotros nos pareció extraño, y eso nos decidió al fin a poner en esta parte de la historia lo que escogió la mayoría. Sin embargo no sabemos —no podemos saberlo definitivamente— cual es la verdad.

Bien. Decíamos que en ese momento ocurrió aquello. Dialis giró la cara y sintió algo frío que se derramaba sobre su mejilla. Abrió los ojos y vio que la bebida subía por las paredes de la jarra y se derramaba sobre el piso. Se incorporó, luchando con el peso de Lumo, que todavía no sabía qué pasaba e intentaba retenerla en sus brazos. Se puso de pie y vio lo que estaban haciendo los tramabajos. Le dio un empujón a Lumo, que estaba a su lado con los brazos alrededor de su cuello y todavía aturdido, y salió corriendo. Lumo empezó a gritar, pero enmudeció al ver a los tramabajos.

Los tramabajos estaban en plena danza, pero no interpretando la escena que él había previsto como lo más evidente: un hombre y una mujer llenos de polvo y arena del desierto, cargando mochilas de lona. No. Los tramabajos habían formado una larga cadena movediza que ondulaba y latía con sorprendente realismo, como si fuera semilíquida. La Tripa.

Mientras terminaba de reconocer la imagen, aceptándola en su conciencia, oyó el sonido. Se dio vuelta y vio el recipiente vacío. Pero el ruido líquido no venía de ahí. A unos cien metros más allá, brotando del desierto como en una pesadilla, se erguía la Tripa. La verdadera Tripa.

Y Dialis corría hacia ella.



XIII. AQUI, SOBRE LA TIERRA.

Como una pintura

nos iremos borrando.

Como una flor,

nos iremos secando,

aquí, sobre la tierra.



XIV. LA TRIPA DE DIOS


Desde la aparición de la Tripa el Hombre empezó a profundizar en el conocimiento de sí mismo, estudiando su propia mente más que las fronteras del Universo. La Tripa es como un tubo que se infla y se angosta y se ensancha. En la Tripa se repiten los ecos. La Tripa es sensible a los campos complejos de energía. La Tripa, de algún modo, puede leer las estructuras más profundas de la mente humana. La Tripa sale de la tierra y se eleva hacia el infinito. La mayor parte de la información sobre la Tripa se ha obtenido del libro legado por una secta desaparecida —los Bebedores de la Noche—, donde constan las "lecturas" que realizaban en medio de estados místicos oscuros de los que nada se sabe, al parecer estados mentales en lo que participaban drogas modificadoras de la conciencia. Se supone que la Tripa puede ser una ruptura del espaciotiempo, una rajadura tridimensional hacia otra realidad. Con el tiempo se ha ido afirmando una teoría que suena a locura: la Tripa sería la estela —una marca dejada en nuestro continuum— de una nave hiperespacial de otro universo, un universo para el cual nuestro espaciotiempo es el hiperespacio, su hiperespacio. Alguien ha encontrado —y mostrado— que en determinadas condiciones de captación se pueden ver algo así como portillas redondas y unos ojos, puramente ojos, mirando hacia afuera. Corren rumores de que esta visión se logró integrando estados de posición de la Tripa —mediante el trabajo obsesivo de un fotógrafo a lo largo de un tiempo extenso— en una imagen. La nave estaría pasando. ¿Pero cuándo, cuándo dejará de pasar? Se dice que puede tardar una eternidad, porque esas entidades se mueven en lo que para ellos es otro universo, y los tiempos de los universos implicados son diferentes, otros. Pero en la Tripa nada es seguro; todo es errático. Cualquier cosa que se diga de ella puede ser verdad y mentira al mismo tiempo. Todo lo que se le acerca se convierte en un ente probabilístico. Y cada vez que la Tripa se inmiscuye en los hechos, la historia se vuelve confusa, casi insustancial. Hay muchas otras cosas. La Tripa se adueña de la realidad, la ondula. La Tripa tiene un extremo que se aleja rumbo a la negrura. La Tripa abre compuertas, pasajes, puentes, abismos... ¿Qué es la Tripa? ¿Qué es?

La Tripa es la Tripa.



XV. ¿DONDE ESTAS?

Baja a la tierra, Serpiente Dios,

infúndeme tu aliento;

pon tus manos sobre la tela imperceptible

que cubre el corazón.



XVI. Miscelánea: LOS BEBEDORES DE LA NOCHE


No hay mucho que decir de los Bebedores. Tal vez que eran muchos y que eran oscuros, muy oscuros, y un día se fueron.

Hay diversas historias que viajan por ahí, de boca en boca, a veces en alguna canción burlona que se canta frente al fuego, muy tarde por la noche, cuando el vino circula lo suficiente por la sangre de todos como para evitar los estremecimientos.

Ellos dejaron un libro. Un libro que algunos llaman El Libro. Es, obviamente, un libro oscuro. Dice muchas cosas, la mayoría increíbles, la mayoría terribles y la mayor parte tan nefastas como los propios Bebedores.

Se reunían por la noche, siempre muy tarde y siempre en lugares solitarios. Se colocaban acuclillados bien bajo, cerca de la tierra húmeda, donde había mucha vida y mucha podredumbre. Comían algo, que nadie sabe describir. Algo que no se menciona en El Libro pero era el centro de toda su oscuridad. Ese algo los transformaba y los llevaba a la comunión con la noche y lo oscuro.

Dicen que oían la Tripa, que bebían de su sabiduría.

Los llamaban Los Bebedores de la Noche.

Ningún otro ser humano, jamás, supo tanto como ellos de ese terrible ente que llamamos la Tripa.

Tampoco podemos decir mucho más sobre ellos. Son parte de una historia que merece ser contada y que algún día, tal vez, también contaremos.

Pero no aquí.



XVII. CUANDO RENUNCIAS A TUS SUEÑOS.


Uno se muere cuando renuncia a sus sueños. Lumo había deseado llegar hasta allí, hasta esa cosa que ondulaba ahora frente a sus ojos, pero de pronto Dialis era mucho más importante en su vida que todos esos viejos sueños. ¿Qué pasó por su mente en esos momentos fugaces? Nunca se sabrá; sólo se conocen sus actos, o lo que, ante la Tripa, parecieron sus actos.

Dialis corría, pero los movimientos y las posiciones de las cosas se volvían cada vez más irrespetuosas de las perspectivas y las distancias. Dialis iba, aparentemente, en dirección a la Tripa. Lumo esperaba congelado en su lugar. Tal vez la Tripa sea una entidad inmensamente caprichosa o quizá las contradicciones respondan a una ley. La cuestión es que, como en un sueño, Dialis corría tras una meta inalcanzable mientras que Lumo, detenido en un instante de indecisión, se topaba cara a cara con un destino que ya no quería alcanzar.

Un cuadro de Beudín, perteneciente a su período "fotográfico" y famoso por sus imágenes repetitivas, intenta plasmar la escena final. Lumo frente a la pared palpitante, luego de espaldas a ella. Dialis que parece acercarse sin poder llegar. Lumo que empieza a hundirse en la Tripa (el cuadro muestra una infinidad de filamentos blandos que salen de la Tripa y se apoyan en los hombros, brazos, cuerpo y piernas de Lumo, como tirando de él) y Dialis cada vez más cerca, con una expresión en su cara que ha sido descrita por los críticos más famosos como "sobrehumana". Ojos muy abiertos, húmedos de lágrimas. Boca deliciosamente entreabierta. Cabellos volando como un aura alrededor de su cabeza. Un reflejo mágico en sus facciones que sólo puede describirse como Amor, el más arrollador, absoluto y gigantesco Amor que pueda dibujarse en una cara humana.

Desde aquí los acontecimientos alcanzan el nivel más puro de leyenda desde el comienzo de esta historia. Lumo deseaba a la Tripa y a Dialis. Dialis deseaba a Lumo y deseaba, más que nada, algo que le había faltado durante mucho tiempo: Amor. La Tripa leyó sus inconscientes. La Tripa actuó.

Mucho tiempo después, cuando la leyenda fue creciendo y la gente inventó canciones acerca de este final, los autores trataron de imaginar los sentimientos para plasmarlos en la música y en sus versos. Nada puede describir del todo lo que pasó, ninguna canción, ninguna poesía. Sólo les pedimos que cierren los ojos un momento e imaginen una escena. La mano de Lumo que se extiende hacia la de Dialis y el instante en que se aferran. Un abrazo estrecho de corazones que estallan. Y el final. Los dos hundiéndose en la pared palpitante.

Uno puede morir si abandona sus sueños; pero se renace y se vive con más fuerzas, con indetenibles fuerzas, si se puede encontrar un nuevo sueño, uno que colme, por fin, todas las esperanzas.

Dicen los viajeros que a veces, en algún lugar del desierto, se han encontrado con la Tripa y han sentido sus pechos invadidos por una marea de amor intenso, irrefrenable, casi doloroso por su poder, que brotaba de ella.


(c) Eduardo J. Carletti



Eduardo J. Carletti

Eduardo J. Carletti nació el 17 de abril de 1951 en el barrio de Caballito en Buenos Aires, Capital Federal de Argentina. A los 5 años sus padres lo llevaron a vivir, junto a sus dos hermanos, a un lugar que para entonces era más campo que lugar urbano. Su infancia, esa época de la vida que se cree es la que marca a las personas, estuvo rodeada de la naturaleza y los momentos de intensa tranquilidad de las tardes, el olor a ozono y a tierra mojada de los días de lluvia, el sonido de los pájaros e insectos cuando apretaba el sol. Eduardo está feliz de haber puesto a Axxón en este mundo, un hito importante de su vida, que se completa con cosas no menos trascendentales como haber engendrado dos hijos, haber encontrado a la mujer de su vida y tener el más magnífico recuerdo de sus padres, pleno de amor y orgullo. Para más datos, se puede picar el link que lleva a una mini-biobibliografía que se publicó hace un tiempo en la revista A Quien Corresponda de México, y que fue reproducida en la Enciclopedia de la Ciencia Ficción argentina.


Axxón 12 - Septiembre de 1990
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Argentina: Argentino).