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Ficciones

EL PUENTE VERTICAL
Miguel Angel Chico García

I

Buenas tardes señores. Pasen, pasen y acomódense. ¿Qué tal el viaje? ¿Bien? Me alegro. ¿Qué desean tomar? Por supuesto que no es molestia. ¿Calor? Es por la chimenea. Mi salud ya no es lo que era y suele resentirse con facilidad. ¿Están cómodos? Si es así procederé a comentarles por qué les hice venir. Como sabrán, se acerca el fin de mis días. Así es, a pesar de que mis médicos se empeñan en intentar convencerme de lo contrario. Pero no me engañan. Varias veces he estado cerca de la muerte y sé que esta vez no conseguiré eludir la cita. No me importa, ya he vivido bastante, tal vez demasiado, y lo único que deseo ahora es dejar constancia de lo que me ocurrió hace ya mucho tiempo, de modo que quizás así sean menos los que caigan en la misma tentación que yo. ¿Trajeron material para tomar notas, como les indiqué? ¡Ah, un magnetófono! Perfecto, así no se perderá ninguna de mis palabras.
     Todo comenzó el año en que inicié mis estudios superiores. De esto hará unos sesenta o sesenta y un años, aunque deben tener en cuenta que mi memoria cada vez está peor, así que lo más probable es que encuentren alguna incoherencia en lo que les voy a relatar. Bien, como les decía, en aquella época debía contar unos veinticuatro años y, aunque esté mal que yo lo diga, era un joven alto, gallardo, de ojos claros y largo cabello oscuro que solía llevar recogido en la nuca con un cordón negro. La situación económica de mi familia durante varios años pasó por momentos críticos, motivo por el cual no tuve acceso a una buena enseñanza, pero me preocupé de mi preparación de forma autodidacta: Literatura, Arte, Historia, y sobre todo ciencias como Matemáticas, Física, Química, y algunas, por qué no decirlo, menos apreciadas por la comunidad científica, de las llamadas ciencias ocultas, me apasionaban. Pasaba todo mi tiempo libre entre amarillentos volúmenes. En aquella época eran mis únicos compañeros, los únicos amigos que poseía. Siempre solo y pensativo, era presa fácil en los cotilleos de las viejas señoronas amigas de mi madre que solían pasar alguna que otra tarde por casa a merendar y, ya de paso, aumentar su nivel de conocimientos acerca de la vida del prójimo.
     No me era suficiente lo que conseguía aprender por mis medios, de modo que cuando conseguí juntar algunos ahorros gracias a esporádicos trabajos que realizaba y a la ayuda de mi madre partí hacia la gran ciudad, repleto de ilusión, con ansias de adquirir nuevos conocimientos y relacionarme con gente que tuviese inquietudes culturales similares a las mías. La verdad es que, cuando llegué, me sentí algo perdido. Las dimensiones de la ciudad nada tenían que ver con las de la pequeña villa en la que había crecido y esto, unido a que quería economizar al máximo, motivo por el cual decidí ir caminando hasta mi destino, hizo que pasara varias horas vagando por calles que me parecían idénticas, rodeado de una multitud que, contrariamente a lo que sería de suponer, me hacía sentir más aislado.
     Cuando finalmente conseguí encontrar el liceo quedé gratamente sorprendido. Era inmenso, o al menos así me lo pareció. El edificio en su origen había sido una iglesia, eso lo tuve claro desde el principio, los recios muros que conformaban su perímetro cruciforme no dejaban lugar a duda alguna. La portada era barroca y, por ello, profusa en su ornamentación que alternaba los motivos serenos e infames, pasando de la gloria de Nuestra Señora María a la malevolencia de Mefistófeles, representado como una bestia de siete cabezas que devoraba a pobres infelices, a los impíos que no se arrepentían de sus pecados. Atravesando la arcada me introduje en el interior del edificio. Éste había sido remodelado para adaptarlo a su nueva función, dando acceso el amplio vestíbulo a varios pasillos y a unas escaleras que subían a las plantas superiores. Pero lo que más me gustó fueron sus ocupantes: profesores, en su mayoría vetustos señores barbados conversando entre ellos y jóvenes estudiantes que, libros en mano, recorrían los amplios corredores comunicantes de las salas donde se impartían enseñanzas que, hasta ese día, me habían estado vetadas. Recorrí completamente cada una de las plantas, intentando memorizar la configuración interior del edificio. Supongo que debía ofrecer un espectáculo curioso a aquel que fijase un momento su vista en mí: un joven de provincias, admirándose de todo cuanto veían sus ojos, desorbitados por la novedad, la boca abierta en silencioso grito de asombro y con todas sus posesiones en dos desgastadas maletas que acarreaba consigo.
     Finalmente me dirigí a la secretaría del centro para formalizar mi matrícula. Atendía un señor de mediana edad, poseedor del bigote más poblado e hirsuto que he visto nunca. Me llamó grandemente la atención ya que, mientras el mostacho aún lucía la negrura de un ala de cuervo, su cabello parecía la cima de una montaña nevada. Todo esto, unido a su grave aspecto, a la sobriedad de su vestimenta y a su voz, ronca y potente, me hizo sentir algo incómodo, como si estuviese tratando con un mando militar que juzgara mis actos. Me lancé a la acción, presentándole toda la documentación necesaria y mi solicitud de matrícula. Tras completar los trámites reglamentarios para mi inscripción en el centro salí del edificio con un resguardo en el bolsillo y alivio en el corazón. Acababa de matricularme en Matemáticas.
     La mañana ya estaba muy avanzada, así que me dispuse a buscar un sitio donde comer. Aunque me sentía bastante hambriento, realmente la necesidad de comida quedaba relegada a un segundo plano, ya que intentaba localizar un local tranquilo y agradable, a la vez que económico, para descansar un poco mis pies que empezaban a mostrar su desacuerdo tras la caminata matinal a que los había sometido. Finalmente encontré un pequeño restaurante y, aunque su exterior no era excesivamente prometedor, me decidí a entrar, arrepintiéndome en cuanto lo hice, ya que el ambiente, de por sí caluroso, estaba cargado de olores provenientes de la cocina. La mayoría de las mesas estaban vacías, así que tomé asiento en una situada cerca de un ventanal. Pedí algo de comer (no recuerdo exactamente qué fue) y me dispuse a esperar espiando a los transeúntes. La verdad es que estaba bastante aburrido, y me disponía a examinar alguno de los libros que traía conmigo (gran parte del peso de las maletas era debido a este tipo de contenido), cuando una figura oscureció la ventana. Era un tipo alto y enjuto, que llevaba un largo abrigo de un color plomizo. Una larga pelambre negra y desarreglada le caía sobre el rostro, oscuro y repleto de arrugas, pero no lograba ocultar sus ojos. De ellos partía una mirada profunda y fría como el océano, una mirada repleta de odio hacia mi persona. Quedé atrapado, sin poder apartar la mirada de la vorágine de dolor y aborrecimiento que provocaba en mí aquel infeliz. Sus labios se movieron, lentamente, murmurando mudas palabras que se perdían tras la invisible barrera del cristal de la ventana. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando oí un ruido a mi lado. Era el camarero que servía el primer plato; volví la vista a la ventana, esperando que el extraño hubiese desaparecido. Es lo que suele pasar en las historias terroríficas, pero aquello no era más que mi primer día en la ciudad, no un relato de horror, y tal vez por ello el hombre seguía fuera, de pie, aún mirándome. Sin embargo, ahora su mirada estaba vacía de todo sentimiento, sin vida. Lentamente, levantó la mano derecha y la apoyó contra el cristal de la ventana. Donde debería haber estado su dedo medio sólo tenía un muñón hasta el nudillo. El camarero se dio cuenta de la presencia del pordiosero y le instó con aspavientos a que se marchara. Éste nos volvió la espalda y se alejó, perdiéndose entre los caminantes. El mozo se disculpó, mascullando algo sobre la continua presencia de esos maleantes en los alrededores y estimando que la policía debía mostrarse más severa con ellos. Intenté olvidar el encuentro dedicándome a averiguar qué era realmente aquello que estaba comiendo...
     Como ustedes comprenderán, aquel encuentro bastó para hacer que mi llegada a la ciudad no fuera todo lo agradable que en un principio había esperado. En cualquier caso, olvidé el molesto encuentro y pasé el resto de la tarde buscando un lugar donde pasar la noche. Ya oscurecía cuando encontré una pequeña pensión que regentaba un señor de edad avanzada. Estaba algo alejada de la facultad, no obstante el precio se ajustaba a mi precaria economía, y además pensé que empezar cada día con un buen paseo matinal no me haría ningún daño. Llegué a un acuerdo con el dueño y me instalé en la buhardilla, que era la habitación más pequeña y barata. Cuando subí me encontré con que el orden no era precisamente lo que reinaba en mi pequeño territorio. Me puse manos a la obra, arreglando un poco el cuarto. No tardé demasiado, pero para cuando acabé ya era noche cerrada. Me tumbé en la cama, que a falta de ser más grande al menos era mullida y poco después perdía la batalla contra el sueño.

II

Cuando desperté, el sol ya estaba bastante alto en el cielo. Aún desperezándome me asomé a la pequeña ventana que daba luz al cuarto. A mis ojos se ofrecía un estrecho rectángulo por el que podía ver algunos tejados de los edificios colindantes a la pensión y, entre ellos, un campanario. Realmente la vista no era de postal, pero al menos entraba bastante luz para estudiar sin problemas durante el día. Como no debía incorporarme a clase hasta varios días después, aproveché para conocer un poco la ciudad. Bajé a tomar algo a un café cercano. Tras un copioso desayuno me dispuse a vagar durante todo el día por el laberinto que para mí conformaban las estrechas calles, amplias avenidas y bellas plazas de la urbe. Encontré la catedral, inmensa, magnífica en sus formas. De estilo gótico, su interior parecía elevarse hasta el cielo con sus altísimas columnas. En las paredes había frescos representando diversas escenas bíblicas que eran iluminadas por las estrechas vidrieras. Estos ventanales dejaban pasar haces de luz que saeteaban el aire para acabar cubriendo el suelo con un manto impalpable. El olor a incienso me rodeaba, introduciéndose por mis fosas nasales para alcanzar los pulmones. Me senté un rato frente al altar, justo debajo del crucero. Realmente, pensé, los arquitectos que construyeron aquel templo habían realizado una obra magna, algo así como la antesala del cielo, un lugar del que, como me ocurría a mí, resultaba difícil querer salir para pasar de la paz y recogimiento que allí se sentía al bullicio y ajetreo del exterior. Pero debía aprovechar mi tiempo, así que me dirigí de nuevo a la calle, donde varios mendigos pedían limosna en la puerta. Pasé junto a ellos, arrojando un par de monedas a un anciano que permanecía sentado con la espalda apoyada contra uno de los muros. De pronto, tras de mí y un poco a mi derecha oí una voz susurrante que me decía algo como: "¿No tiene nada para mí, señor?". Me volví y me encontré frente a frente con el misterioso individuo del día anterior, aquel que había alzado hacia mí su mano mutilada. Me excusé, balbuceando algún pretexto, marchándome a paso rápido del lugar. Apenas volví la primera esquina comencé a correr.
     Pensarán ustedes que actué de una forma irracional. En mi fuero interno yo también me extrañaba de mis impulsos con respecto al misterioso desconocido. No sabría explicar el porqué de mi huida, fue algo instintivo. Pero aquel segundo encuentro me obsesionó de tal forma que pasé el resto del día caminando sin parar, adentrándome cada vez más en el corazón de la ciudad. Debatía conmigo mismo sobre la naturaleza de los encuentros, sobre qué querría de mí esa persona, si es que realmente quería algo. Todo ello, unido a su extraña mirada, su voz leve como un murmullo, su mano lisiada, constituía un inmenso interrogante para el que no encontraba respuesta.
     Tan absorto estaba en tales disquisiciones que no me apercibí de lo tarde que era hasta que tropecé con una meretriz que me ofrecía sus servicios por un módico precio. Asombrado, comprobé que estaba realmente hambriento y que no tenía ni idea de donde me encontraba. Nuevamente perdido, no tuve más remedio que volver a la pensión preguntando a las pocas personas que me crucé por el camino. Cuando llegué a una zona que conocía me dirigí al restaurante donde comí el día de mi llegada y tomé una abundante cena, sin poder olvidar aquel primer encuentro con el vagabundo tullido. Una vez lleno, me encaminé hacia la pensión, llegando allí, afortunadamente, sin ningún nuevo percance. Aunque no había aprovechado como deseaba mi segundo día lejos de casa, tampoco me importó demasiado. Seguía pensando en el desconocido que parecía perseguirme. Creía que entre tanta gente era demasiada casualidad que lo hubiese encontrado ambos días. Lo último que consideré esa noche, tal vez para dominarme y conseguir dormir, fue que en este mundo existe algo incontrolable llamado azar.
     Por suerte o por desgracia, en los días siguientes no sufrí más sobresaltos y pude llegar a conocer la ciudad, al menos de una forma superficial. Como solía almorzar en el mismo lugar a diario, entablé una agradable relación con el dueño del local, que solía charlar conmigo tras las comidas sobre los temas más diversos. Gracias a él descubrí interesantes detalles sobre la historia y conformación de la ciudad. Pero el tiempo pasaba de forma inexorable, llegando el día en que comenzaron las clases. No sabía que pronto conocería a alguien que cambiaría mi futuro.

III

Creo que les estoy aburriendo con los detalles de mi llegada a la ciudad. Últimamente suele ocurrirme que cuando hablo con alguien comienzo a divagar y acabo contándole todo menos lo que realmente le interesa. Aun así, este primer alejamiento de mi hogar y los extraños encuentros que sufrí en aquellos primeros días conformaron mi modo de ver la vida en la ciudad, aumentando mi suspicacia frente a los hechos que ocurrieron después. Pasados los primeros días comenzaron las clases. Al principio no conocía a nadie, como es lógico, pero poco a poco fui entablando amistad con algunos compañeros. A veces salíamos a tomar algo en algún bar cercano a la facultad, pero generalmente solía irme a mi habitación a estudiar. No quería ni podía desaprovechar el tiempo en esta primera y única oportunidad de ilustrarme sobre materias que me agradaban. Dedicaba poco tiempo al esparcimiento, actitud que recriminaban mis nuevos amigos. Pero ellos, generalmente, pertenecían a familias ricas, por lo que podían permitirse perder su tiempo y dinero en juergas continuas. Personalmente, yo prefería sumergirme en los conocimientos encerrados dentro de las cubiertas de mis libros, beber de las fuentes de saber que nos suministraban los profesores. A menudo visitaba la biblioteca pública, donde podía estudiar durante el día con mayor tranquilidad que en mi pequeña buhardilla, y también librerías de viejo, donde encontraba antiguos y valiosos volúmenes a un precio bastante razonable. De este modo mi habitación cada vez estaba más atestada de libros, quedando menos espacio para mí y menos dinero en mi bolsillo.
     Fue en una de esas librerías pequeñas, con estantes de madera hasta el techo completamente cargados de añosos libros cuyos lomos eran bañados por la escasa luz que entraba a través de la cristalera empañada de la puerta, donde conocí a Ibam. Aquel día no buscaba nada en especial, simplemente me resguardaba del fuerte aguacero que caía en el exterior. El otoño iba dando paso al invierno y dentro de poco debería comprar alguna estufa o brasero para conseguir que mi habitación fuera algo más acogedora. Pero en aquel momento simplemente dejaba pasar el tiempo, recorriendo con la vista y el dedo índice de mi mano derecha los libros de los estantes, acariciando sus lomos, sus cubiertas, abriéndolos para examinar su contenido y continente: la calidad de las guardas, generalmente con decoraciones vistosas; las cadenetas, algunas de ellas de hilo de oro... Me encontraba absorto en la contemplación de un tomo de La Divina Comedia, que descansaba alojado en un estante cercano al suelo, cuando una figura ocultó la ya de por sí escasa luz que penetraba por la puerta. Alcé la mirada hacia su rostro. Era un joven no demasiado alto, bastante delgado, con el pelo castaño claro y muy corto, tonsurado al estilo castrense, los ojos de un verde claro, y parecía tener aproximadamente la misma edad que yo, aunque como comprobé después era un poco mayor. Adornaba su rostro con un bigote y perilla de un tono más claro que su cabello, vistiendo de forma elegante, con pantalón oscuro y una camisa negra que se escondían tras un gabán pardusco. Preguntó qué buscaba y respondí algo así como que sólo estaba mirando. Me ofreció su ayuda, a lo que contesté con un agradecimiento y la afirmación de que lo llamaría si necesitaba de él. Entonces se alejó hacia el mostrador, colocándose tras del mismo, comenzando a ojear un periódico. Yo seguí con mi labor, escrutando el contenido de las estanterías hasta que acabé encontrando un tratado de física que me pareció interesante y, como podía permitírmelo, decidí comprarlo, acercándome al mostrador para pagar mi nueva adquisición. Mientras me cobraba el importe de la compra eché un vistazo al diario, abierto por la sección de sucesos. Muertes por asesinato, suicidio, o simplemente accidentales, llenaban páginas del periódico. El dueño de la tienda me dirigió la palabra en ese momento: "¿Estudia usted Física?". "No, Matemáticas", respondí yo. Comenzó a decir que tenía algunos libros de Karl Gustav Jacobi y una primera edición del Introductio in Analysim infinitorium de Leonhard Euler que tal vez pudieran interesarme. Yo le respondí que estaría interesado en verlos, a lo cual replicó que en ese momento los tenía en la trastienda. Accedí a pasar a la parte trasera del local y echarles un vistazo. Pasé la tarde hojeando esos libros que ciertamente eran interesantes, pero no tanto como la conversación que mantuve con el librero. Éste tenía conocimientos profundos sobre los temas más variopintos, dominaba el lenguaje con una habilidad sin par, hecho aún más meritorio si tienen en cuenta que era de origen extranjero. Se le notaba un cierto acento al hablar pero sólo si estabas advertido de su procedencia. No era acento usual de un determinado país ya que, según me contó, había viajado mucho y dominaba varios idiomas, por lo que se aunaban en ese acento único los múltiples acentos de las diversas lenguas que conocía. Como les digo, pasé toda la tarde charlando animadamente con él, aunque finalmente no compré ninguno de los libros que me había recomendado. Se hacía tarde, así que me marché a estudiar. Eso sí, desde ese momento supe que volvería a la librería de mi nuevo amigo.

IV

El invierno ya había tomado posiciones y atacaba sin piedad. Hacía frío, llovía a menudo e incluso nevó algunas veces. Yo preparaba los primeros exámenes concienzudamente, pero eso no era óbice para que visitase de forma continuada a Ibam en su librería. Solíamos mantener largos debates sobre temas de actualidad y culturales. Me encantaba discutir con él pues siempre llegaba a adquirir un conocimiento más completo de mi amigo y, como no, sobre el tema que tratábamos, asombrándome de sus vastos conocimientos, aun más si tienen en cuenta que yo no era precisamente un necio y que poseía una cultura general bastante amplia. Charlábamos en su librería, por desgracia para él no demasiado frecuentada, al calor de la estufa de carbón que tenía instalada en la trastienda y con una taza de té cargado muy caliente en las manos, o bien en una cafetería cercana donde solíamos acompañar nuestro coloquio con un buen café y algún dulce.
     Una noche que había quedado con Ibam para cenar la conocí. Llegué algo pronto, así que me dispuse a esperarle tomando una copa de coñac. Como siempre, llegó puntual a la cita, pero a diferencia de otras ocasiones no venía solo, sino que charlaba animadamente con el ser más cautivador que jamás vi durante mi larga existencia. Tendría unos veintisiete años, era alta, bastante delgada y llevaba un largo vestido de terciopelo rojo que se movía al compás de sus pasos elegantes. Los zapatos de tacón alto a juego con el traje la hacían parecer aún más esbelta. Su larga cabellera de un color rubio ceniza le caía en bucles sobre los hombros y de allí, en luminosa cascada, hasta la cintura, enmarcando su rostro sereno, blanco como la leche, sobre el que resaltaban unos labios carnosos convenientemente enrojecidos con carmín. De los ojos, grandes y redondos, tan oscuros que parecían negros, partía una mirada cálida y alegre que, como comprobaría después, quedaba complementada con su voz, no demasiado aguda pero tampoco grave en exceso, y tan cautivadora que parecía acariciar con palabras. Como estarán comprobando, quedé prendado de tan agraciada criatura desde el momento en que la vi. Me preguntaba dónde la habría conocido Ibam y si era algo más que una amiga, además de por qué la había llevado a la cena sin avisarme previamente.
     Fuimos presentados, se llamaba Julia y estudiaba Historia. Ibam la conocía desde bastante tiempo atrás, pero ella se había marchado a estudiar al extranjero y volvía al cabo de unos años. Me dio la impresión de que habían sido más que amigos, pero que de eso hacía tiempo y había pasado a la historia. La noche pasó volando, ya que la conversación tocó muchos y muy interesantes temas. Julia era conocedora de viejas leyendas y extraños cultos que, narrados de forma inteligente y con su innata simpatía, me atraparon de forma irremisible. Yo siempre había estado interesado en ese tipo de asuntos y tenía unos rudimentarios conocimientos acerca de los mismos, con lo cual podía seguirla en la discusión e incluso en alguna ocasión intentar rebatir alguna de sus opiniones. Nos contó una historia sobre una perdida tribu africana que veneraba, entre otros, a un dios de la muerte, el cual, debidamente conjurado mediante un ancestral cántico, se ponía al servicio de su invocador... aunque el precio de sus servicios era alto y en ocasiones se cobraba más víctimas de las deseadas. Sus suposiciones apuntaban a que ese misterioso dios no era más que algún animal salvaje, tal vez un león, que había sido convertido en deidad por la calenturienta mente del chamán de esa tribu tras una noche orgiástica. No sólo ése, sino otros muchos mitos cobraban vida en nuestra imaginación cuando discutíamos sobre ellos. Algunos eran fáciles de rebatir, otros realmente misteriosos. Pasó rápidamente el tiempo, de modo que estaba ya muy avanzada la noche cuando finalmente nos despedimos con un "hasta pronto".

V

Y pronto volvimos a vernos. Solíamos salir los tres a pasear por la ciudad en las noches de cielo despejado, cuando las estrellas brillan con el extraño fulgor que da una larga ausencia tras los cielos encapotados. Caminábamos despacio, y el eco de nuestros pasos sobre el suelo mojado resonaba en el nocturno silencio. En ocasiones llevábamos una ruta marcada: "ir a tal o cual sitio para hacer algo", otras veces simplemente nos dejábamos guiar por quién sabe qué intuición, llegando a calles desconocidas, andando en silencio y gozando de la compañía de los otros dos. Los paseos solían durar un par de horas, pero en ocasiones se prolongaban mucho más tiempo.
     Cada vez más, este modo de vida un tanto bohemio fue apoderándose de mis días y mis noches y, con el paso del tiempo, el amor hacia Julia, que había crecido en mi corazón como consecuencia del continuado riego de su presencia, se hacía mayor. Fue durante uno de esos paseos cuando le expuse lo que sentía por ella. Por supuesto, Ibam no estaba presente ese día. Habíamos quedado esa tarde para tomar algo, pero nuestro amigo debía esperar en su librería la llegada de unos libros raros, creo que unos incunables, de modo que Julia y yo fuimos a pasear para hacer hora. Esa mañana había amanecido con un radiante sol que bañaba a los escasos navíos albos que ese día surcaban el océano del cielo pero, sin embargo, a medida que avanzaba el día una flota de grises nubes había invadido ese mar, convirtiéndolo en un pantano cenagoso. Entramos en uno de los bellos parques de la urbe y nos sentamos en un banco. Charlábamos de temas poco importantes, casi diría que rutinarios, cuando comenzó a llover con fuerza, en gotas pesadas que caían formando un cerrado cortinaje frío que no permitía ver. Corrimos buscando un refugio, cobijo que encontramos bajo el alero de un edificio cercano al parque. Ella ofrecía un aspecto frágil, desvalido, con su cabello cayéndole sobre la cara en mojados mechones, temblando de frío. Instintivamente, me quité el gabán que llevaba y se lo eché sobre los hombros. Me miró sorprendida y sonrió. Yo correspondí a su sonrisa, pero quedé estupefacto al ver que la sonrisa tornaba en risa y después en sonoras carcajadas. Me di cuenta de la estupidez que había cometido, ya que el abrigo estaba tan empapado y frío como ella, apresurándome a quitárselo de encima mientras acompañaba su risa. Lo que siguió fue algo que esperaba hacía tiempo. Estabamos solos, con el sonido de fondo de la lluvia cayendo, y la besé, acallando su risa. En un principio pareció sorprendida, después sonrió y me correspondió con otro beso. Le declaré mi amor, lo que sentía por ella, tartamudeando por los nervios y el frío, calado hasta los huesos por la lluvia y hasta el corazón por ella. Respondió que también me quería y firmamos ese pacto de sentimientos con un último beso. "Ahora", me dijo, "debemos ir a secarnos, o seremos una pareja de enfermos dentro de poco". Así que, dicho y hecho, nos dirigimos a casa para asearnos y mudar la ropa húmeda por otra seca.
     Cuando al fin aparecimos por el café en que habíamos quedado, Ibam ya estaba esperando. Le preguntamos por los libros que acababa de recibir y se mostró muy animado al decirnos que eran efectivamente raros ejemplares, y prometió que nos los enseñaría al día siguiente, porque seguro nos resultarían muy interesantes. Aunque creí que el nuevo lazo de unión entre Julia y yo había pasado desapercibido para mi amigo, comprobé al final de la velada que no era así, ya que cuando nos despedíamos de él, nos dijo algo como "Hasta mañana, pareja" y nos sonrió, mirándonos con complicidad.

VI

La tarde siguiente fui, acompañado por Julia, a ver a Ibam a su librería. Nos recibió henchido de felicidad, e indicó que pasáramos a la parte trasera mientras colgaba el cartel de cerrado en la puerta. Sobre la mesa ante la cual habíamos tenido largos encuentros culturales colocó un volumen grande y pesado, encuadernado en cuero negro, con cadeneta dorada y un candado que protegía el interior de miradas indiscretas. Sacó una pequeña llave que llevaba en el bolsillo del pantalón y abrió el candado. Nos acercamos aún más al libro, mientras mi amigo procedía a abrirlo. Las guardas eran de un color rojo oscuro que casi tornaba a marrón. Pasó las primeras páginas, impresas con una tipografía clara, donde se indicaban el autor y título de la obra, que en un principio no pude ver con claridad. El texto se dividía en dos columnas por página que parecían sólidas a causa del pequeño tamaño de los caracteres. Intenté leer algo, mas el texto estaba escrito en un idioma desconocido para mí. Julia se adelantó y, echando una ojeada a la página por la que estaba abierto, comenzó a recitar: "...y cubierto de funestas consecuencias. Y sabed, oh lector, que el conocimiento es un elemento tan o más precioso que el oro y que las piedras preciosas y que, al igual que éstas o aquél, su posesión os hará más poderoso. Mas todo Edén contiene una sierpe de la que hay que cuidarse, cuanto más si del saber que encierran estas páginas se trata, en modo alguno recomendable para el no iniciado... Es interesante, ¿dónde lo conseguiste Ibam?". "En una subasta. El libro en sí no es gran cosa, ya que existen bastantes ejemplares del mismo en buen estado. Sin embargo, tiene un indudable interés en cuanto a su contenido y lo que es más, me atrajo la numeración. Perteneció a una edición limitada y numerada, y éste es el 666. Teniendo en cuenta la temática del libro, ese número puede hacerlo más valioso". "Ibam, ¿todavía sigues tratando esos temas?", pregunté. Me contestó que su interés era solamente profesional, que los temas ocultos habían dejado de interesarle hacía tiempo. Sabía de su afición por los mismos porque solíamos hablar de esas materias, en las que siempre demostró gran erudición; y también tenía conocimiento de que Ibam había tenido problemas con unos fanáticos que confundieron su simple interés en temas paganos y no demasiado ortodoxos con un exacerbado fervor por el satanismo, por lo que había dejado a un lado desde entonces todo lo relacionado con los mismos. Julia continuó hojeando el libro y finalmente le comentó a Ibam su interés en proseguir estudiándolo tranquilamente en casa. Ibam en un principio se mostraba reticente a permitir que el libro saliera de la librería, pero finalmente aceptó, aunque no parecía del todo convencido. Seguimos charlando de algún otro tema, no recuerdo cual, y después nos marchamos a casa. Yo acompañé a Julia hasta la suya y nos despedimos hasta el día siguiente.
     Por aquellas fechas la cita con los exámenes finales estaba muy próxima; por ello me dediqué en exclusiva a estudiar y pasaron varios días hasta que vi nuevamente a Julia e Ibam, siendo ella quién rompió mi reclusión al llegar a la buhardilla una tarde. Hacía mal tiempo, por lo que me extrañó su visita, extrañeza que se convirtió en intranquilidad al notar su nerviosismo y agitación. Me contó que en el libro había aparecido una nota manuscrita con un extraño mensaje. La nota estaba oculta entre la hoja de guarda y la tapa posteriores y su presencia era inapreciable. La descubrió, por accidente, mientras estudiaba el volumen y tomaba una taza de café. Algo del mismo se había derramado sobre el libro, "sólo un poco", comentaba ella disculpándose. Al intentar limpiarlo, una de las esquinas de la guarda se despegó de la cubierta y apareció el papel con el mensaje. Me pedía que fuera con ella a recoger el libro, que había dejando en casa por miedo a que se lo robasen o se extraviase, y se lo llevásemos a Ibam. Ya de paso me tocaría explicarle el asunto del accidente. Accedí, pues ¿qué otro remedio me quedaba? Fuimos a su casa por el libro y allí le eché un vistazo. Los desperfectos eran mínimos, apenas se notaba la mancha de bebida derramada sobre las páginas, de modo que esperaba que Ibam no se sintiera demasiado molesto con Julia. La nota estaba al lado del libro. Escrita en un papel irregular, como arrancado de uno mayor sin excesivo cuidado, estaba borrosa, ya que la tinta se había oxidado tomando un color pardo, sólo un poco más oscuro que el del papel, también envejecido por el tiempo. Lo realmente extraño era el contenido de la nota. Una serie de letras sin aparente significado, escritas con menuda y descuidada caligrafía, se sucedían en tres líneas de igual número de caracteres:
qcletqeemrgdfltkeikauhrrupcfgoeidbeptfvuaojhrkgvgeusviigr
uxngnvetkediocnkxsfecmigmghoeucmognkkefojfupdfleutrxluetk
evohnereifiviitdgsgxrvaitlkgehtqgltrfirgdglgneptvoettzvan
Realmente, el que había escrito aquello se había tomado un buen trabajo al ocultarlo en el libro, sobre todo si se tiene en cuenta que resultaba ininteligible. Introduje el papel entre dos páginas del libro como si se tratase de un punto de lectura y tomando a Julia del brazo nos dirigimos a la librería de Ibam. Cuando llegamos faltaba poco para la hora de cierre, por lo que esperamos en la trastienda un poco a que se marchasen los clientes que buscaban algún libro en los añosos estantes. Al fin se fueron, Ibam puso el letrero de cerrado, e hizo lo propio con la puerta principal. Pasó a la parte trasera de la librería y se disculpó por no haber podido atendernos antes. En ese momento su mirada se posó sobre el libro, de sus labios escapó una imprecación y se lanzó hacia la mesa donde estaba el objeto de la excitación que hacía presa en él. Lo cogió con ternura, como si fuera un niño pequeño y delicado que pudiese caer de sus manos o sufrir algún daño a causa de un trato inadecuado. Se volvió hacia nosotros con una mirada furiosa. Nunca, hasta entonces, había visto a mi amigo en un estado tal de agitación. Lo mirábamos mientras hacía un inmenso esfuerzo para contenerse y por último nos dijo algo como "¿Qué demonios es lo que ha pasado con el libro?". Tartamudeando un poco le expliqué cómo había ocurrido el accidente, que había sido algo fortuito y que nadie había tenido intención de estropear el libro. Me miró estimando la veracidad de mis palabras y dijo algo sobre que podría arreglarlo, pero requeriría mucho esfuerzo. Al verlo más calmado decidí hablarle de la nota. Cuando le mencioné su existencia se mostró muy interesado y quiso verla. Se la enseñé y quedó ensimismado, contemplando las líneas sin sentido. Murmuró algo acerca de una clave, de un mensaje cifrado. Era algo que yo había supuesto desde que vi la inscripción, pero me había resistido a creerlo, tal vez porque creía que ese tipo de mensaje estaba vetado en la realidad, que sólo existían en la calenturienta mente de los escritores de misterio, y tal vez en las no menos ardientes mentes militares que usaban desde tiempos inmemoriales de la criptología para comunicar órdenes entre sus tropas, paliando los efectos de una posible intercepción de aquellas por el bando contrario. Sin embargo, allí estaba, ante mí, para que no quedase ninguna duda, el mensaje cifrado escondido en un antiguo libro de ciencias ocultas. La verdad es que en aquel momento esperaba, si no lo peor, al menos lo más extraño que hubiese visto hasta el momento, del contenido del escrito. Ibam se sentó frente a la mesa, con el papel ante sus ojos y pidió que nos marcháramos pues deseaba estudiar el libro y la nota tranquilamente. No pudimos oponernos a sus deseos y nos fuimos dejándolo solo con sus pensamientos.
     Al día siguiente pasamos por la librería a visitarlo. Sólo había un cliente que hojeaba, sin excesivo interés, un libro. Ibam, sentado frente al mostrador, estudiaba el papel, tomando notas en el reverso de unos panfletos de publicidad. Levantó la vista al acercarnos y dijo que no conseguía descifrar el mensaje, si es que de uno se trataba, pues en esos momentos dudaba incluso de que lo fuese. Según nos contó había probado diversos métodos y con ninguno había conseguido resultados apetecibles. Lo más probable, decía, es que se hubiesen hecho sustituciones de unas letras por otras, y el mejor camino para descubrir el significado era en esos casos un análisis de apariciones de los caracteres. Efectivamente, hay ciertos caracteres que se repiten con más frecuencia que otros en todos los idiomas, y en un texto relativamente grande ese grado de aparición suele concordar en buena medida con lo regular del idioma en que esté escrito el mensaje cifrado. Sin embargo, en ese texto no había resultado fructífero aquel tipo de examen. Aunque no veía otra explicación para el texto que no fuese la que daba mi amigo, bien podría tratarse de una serie de caracteres sin sentido, aunque en ese caso no me explicaba el porqué del escondrijo para el papel, a no ser, teoría poco probable aunque posible, que algún dueño del libro fuese un bromista consumado y hubiera pensado en que un descubridor inquieto reconociese en el pergamino un mensaje oculto y se devanase los sesos intentando desentrañar el conocimiento escondido en el mismo. En ese caso bien podría divertirse a nuestra costa allá donde estuviera, porque lo estaba consiguiendo. Pasamos parte de la tarde intentando ayudar a Ibam en la consecución de su objetivo, pero no avanzamos nada en la resolución del enigma.

Comenzaron los exámenes, manteniendo éstos apartado mi pensamiento del misterioso papel; bastante tenía con lo que se me venía encima como para preocuparme de él. La angustia se prolongó durante un par de semanas, a lo largo de las cuales apenas pude ver a Julia y aún menos a Ibam que, entretanto, continuaba con el estudio de la extraña nota y su oculto significado.
     Una vez finalizaron los días de las pruebas, durante los que viví en continuo contacto con los libros de texto —aunque, en puridad, contenían más cifras que letras—, llegó la Navidad, y con ella un periodo vacacional que aproveché para descansar en el que siempre fue mi hogar, lejos de las aglomeraciones de la urbe. Convencí a Julia para que me acompañase con el pretexto de que conociera a mi madre, pero con Ibam no hubo forma: no se dejó arrastrar lejos de su querida librería ni de la maldita nota que se había convertido en una obsesión preocupante.
     El viaje transcurrió sin incidentes dignos de ser narrados, mientras la escena que se presentaba ante nuestros ojos pasaba de los tonos grisáceos de la ciudad a los ocres del pueblo. Llegamos a casa, donde mi madre nos recibió con los brazos abiertos y una interrogante acerca de mi bella acompañante prendida en la mirada. Desde el momento de conocerse me di cuenta de que se convertirían en grandes amigas, pues congeniaron de un modo espléndido, comenzando a charlar animadamente desde un principio sobre multitud de temas, mostrándose Julia interesada en todo aquello que contaba mi madre acerca de la vida rural e incluso bromeando sobre, según podía suponer, mi persona.
     Los días pasaban rápidamente, ocupados en paseos junto a Julia por el pueblo y la campiña, durante los cuales le comentaba hechos, situaciones y anécdotas vinculadas a los lugares por los que pasábamos, como la vetusta capilla, el sombrío cementerio o la plaza mayor. El bosque, tan cercano y arraigado al pueblo que sería difícil, cuando no imposible, determinar los límites entre uno y otro, era el lugar que más gustábamos visitar, recorriéndolo a través de perdidas veredas que se dirigían a olvidadas ruinas de villorrios relegados a lo más profundo de la memoria popular, fuentes de insólitas leyendas que fluían bisbiseantes de labios de los más ancianos del lugar y que, a pesar de todo, eran testigos del amor entre Julia y yo. En esas caminatas ocupábamos nuestro tiempo, además de en largas conversaciones que manteníamos con mi anciana madre y la lectura reposada junto al hogar mientras escuchábamos buena música. Recuerdo aquellos momentos como los de más felicidad en mi vida, cuando, enamorados, nos prometimos amor eterno, y en señal de compromiso nos regalamos mutuamente un anillo que Julia me colocó en el dedo corazón.
     En aquellos bucólicos días vacacionales llegó un telegrama de Ibam que, sin saberlo en aquellos momentos, cambiaría el devenir los acontecimientos. Anunciaba su éxito en la resolución del enigma y se adivinaba el ansia que lo consumía por seguir las instrucciones obtenidas. Terminaba deseándonos una agradable estancia en el campo. Recuerdo que me alegré al leer aquel telegrama ya que, con su llegada, parecía acabar la obsesión de mi amigo por el rompecabezas que había constituido la aparición del papel en el libro; pero, por otro lado, me sentí intrigado sobre qué instrucciones contendría la nota. Y algo me decía que no eran nada inocentes.

VIII

Mediado el mes de enero volví a la ciudad acompañado por Julia para, después de dejar el equipaje y asearnos, dirigirnos a la librería de Ibam. Cuál no sería nuestra sorpresa al encontrarla cerrada. Según nos indicó el dueño de un comercio cercano, la librería no había sido abierta desde hacía una semana así que, tras agradecerle la información, nos dirigimos a casa de nuestro común amigo, temiendo que alguna enfermedad hubiese hecho presa en él y se encontrase postrado en cama. Acrecentó nuestros temores el hecho de que nadie respondiera a nuestras llamadas, no quedándonos más remedio que regresar a la pensión temiendo lo peor. Esperamos algunas horas y volvimos a visitar tanto su casa como la librería, obteniendo idénticos resultados que en la anterior ocasión, por lo que decidimos avisar a las autoridades en caso de seguir sin saber nada de él en breve.
     Llegó el día siguiente y ninguna noticia de Ibam, de modo que nos presentamos en la comisaría más cercana y notificamos su desaparición. Tras presentar la denuncia, propuse a Julia ir al teatro para distraer en lo posible nuestra atención, constantemente pendiente de la suerte de nuestro amigo. Sin embargo, no fue una idea afortunada ya que ninguno de los dos dejó de pensar en el incierto paradero de Ibam. Al terminar la actuación determiné poner en funcionamiento el plan que había trazado durante la misma, de modo que apenas dejé a Julia en su casa —sin decirle nada para no preocuparla aún más con la acción que pensaba llevar a cabo—, tomé las llaves de la casa y la librería de Ibam, de las que guardaba una copia que me había proporcionado él hacía algún tiempo.Esperé a que la noche se mostrase con toda la grandeza de su nombre y me dirigí hacia la casa. Estaba vacía, tal y como esperaba hallarla, reinando en su interior un perfecto orden, meticuloso en extremo, muy propio de mi amigo. Busqué por toda la vivienda un indicio que me orientase mostrando un norte en la misteriosa desaparición de Ibam. No tenía más familia que sus libros ni más amigos que Julia y yo, por lo que habíamos descartado desde el principio que se encontrase visitando a algún familiar o amigo, aunque la inspección de su hogar no delataba ningún signo de violencia o de apresuramiento en su partida, y por ello estaba cada vez más convencido de que podíamos habernos equivocado. Cuando acabé con el examen de la casa me dirigí a la librería. Cuando llegué allí tenía las manos ateridas por el frío nocturno y me costó trabajo abrir la puerta. Finalmente conseguí entrar, cerrando tras de mí con llave. Los volúmenes se alineaban en sus estantes, firmes y silenciosos como soldados, formando un pasillo que conducía hasta la trastienda donde habíamos mantenido tantas conversaciones singulares y entrañables desde que nos conocimos. Hacia allí me dirigí, tembloroso por el frío y temeroso de lo que podía encontrar tras la puerta que, difusa como si hubiera sido dibujada con acuarelas, se adivinaba medio oculta por el oscuro mostrador de madera. La atravesé. Lóbregas tinieblas. Encendí una luz. Sombras danzantes y vacío. No había nadie. En la mesilla que formaba parte del parco mobiliario de la pieza estaba el libro y, sobre el mismo, la nota. A su alrededor, decenas, cientos, miles de papeles con anotaciones, tachaduras y enmiendas que, supuse, eran cálculos de mi amigo en su búsqueda del significado oculto del mensaje. Me acerqué a la mesa y eché un vistazo a las notas: cálculos matemáticos, variaciones del mensaje original, aplicaciones entre conjuntos de letras y representaciones gráficas se apiñaban en los papeles, no dejando ni una mísera parte de su superficie sin utilizar. Me senté ante el mensaje con la seguridad de que encontrando su significado podría localizar a Ibam. Fui tomando las hojas una a una, examinándolas: tal vez no tuviese que molestarme: Ibam había descubierto la solución del enigma, y quizá ésta se encontrase entre aquellos montones de papeles. Tardé un par de horas en finalizar el escrutinio y lo único que saqué en claro fue que mi amigo, cada vez más obsesionado con el problema, tornó su letra, firme y clara, en apuntes temblorosos, pródigos en tachaduras y manchas, de lo cual deduje que había continuado trabajando aun estando cansado.
     Así que no disponía de más referencias que las que había tenido Ibam: la nota. Y sólo alguna ventaja sobre él: mis estudios de matemáticas y algunas pruebas sobre el mensaje que pude apreciar por sus notas ya había realizado.

Me dispuse a comprobar cuánto podría avanzar ayudándome de las notas de Ibam. Como el mensaje estaba dividido en tres líneas de cincuenta y siete caracteres, todas de igual longitud, lo primero que se le ocurrió a Ibam fue que podría haberse usado un sistema de transposición. Por ejemplo, dado el texto cifrado
qcletqeemrgdfltkeikauhrrupcfgoeidbeptfvuaojhrkgvgeusviigr
uxngnvetkediocnkxsfecmigmghoeucmognkkefojfupdfleutrxluetk
evohnereifiviitdgsgxrvaitlkgehtqgltrfirgdglgneptvoettzvan

el original se obtendría tomando los caracteres cada cierto número de espacios. Probó en un principio cogiéndolos de tres en tres, pues tal era el número de líneas, obteniendo un texto carente de significado: "qeerf..."
     Continuó tomando las letras cada cuatro, cinco, seis, siete espacios, y no obtenía ningún resultado apetecible. Y lo mismo ocurrió al tomarlas de ocho en ocho, nueve en nueve y diez en diez. Ante esto, parece que aburrido de realizar tantas pruebas, decidió tomar otro rumbo en su indagación.
     Lo siguiente que hizo fue un estudio de frecuencias sobre el mensaje original. Como ustedes sabrán, hay ciertas letras que se repiten con mayor periodicidad en cada idioma. Así, por ejemplo, la más usada es la e, seguida por la a, y las menos usadas son la x, w, etcétera. En un texto en clave, las apariciones de caracteres se acercan con mayor precisión a las habituales del lenguaje en que se escribió originariamente el pasaje cuanto más extenso sea éste. Si el encriptamiento de un mensaje se realiza sustituyendo unas letras por otras, con un estudio de la aparición de los caracteres se encontrará la aplicación que se usó al poner en clave el mensaje. Esta podría venir dada por una función matemática o simplemente por una asociación al azar de unas letras del abecedario con otras. Ejemplos ampliamente conocidos del uso de este sistema de cifrado son el que narra Edgar Allan Poe en su obra inmortal El escarabajo de oro o el descrito en La Jangada por Julio Verne. Ibam había tratado, sin éxito, romper el sello lógico de la nota mediante el uso de ese sistema. Y ahí acababa el trabajo de mi amigo, al menos el que dejaba dilucidar en sus anotaciones.
     Hasta ese momento me habían absorbido tanto las anotaciones de Ibam que no sentí como el frío penetraba en mis huesos hasta entumecerme las articulaciones. Encendí la estufa y, tras calentarme un poco, proseguí con el estudio de la nota. A partir de entonces no tendría guía en el territorio inexplorado del enigma.
     Pasaron las horas y no conseguí dar un paso hacia la meta. Me sentía como un corredor encerrado en el interior de un laberinto, creyendo encontrar un camino hacia la salida para tener que deshacer lo andado una y otra vez, eligiendo una nueva opción, retomando alguna antigua con la esperanza de haberme equivocado, pero todo en balde. Cansado, salí de la librería, el libro bajo el brazo, la nota en un bolsillo del abrigo, y me dirigí a la pensión para descansar. En aquel momento amaneció.

IX

Dormí bastante, y andaba la tarde mediada cuando llegó Julia y me despertó. Le hablé de mi incursión en la librería la noche anterior, del infructuoso resultado que había obtenido tanto en aquella como en el estudio de la nota, mientras ella tomaba el libro entre sus delicadas manos y lo abría por el final, justo donde había permanecido sepultado el papel varias décadas. El libro estaba aún estropeado, manchado de café; según parecía, la obsesión de Ibam por el escrito le había hecho olvidar el daño que sufrió el volumen, no preocupándose de repararlo. Julia, inculpándose de la desaparición de Ibam por haber descubierto el oculto contenido del libro, comenzó a sollozar. Intenté calmarla, hacerle ver que sólo al azar se debía el descubrimiento del papel y a la testarudez de Ibam su propia desaparición... o eso esperaba. De modo que una vez se tranquilizó le propuse que me ayudara con el mensaje y, tras describirle brevemente los caminos tomados por Ibam y los explorados por mí mismo, se dispuso a colaborar con ánimo. Junto a ella, al igual que hice en vacaciones, recorrí caminos, algunos conocidos, la mayoría veredas inexploradas, pero en esta ocasión con un claro objetivo que no lográbamos alcanzar; y así pasaron varios días sin que avanzáramos en ningún sentido hasta que, una mañana, a Julia se le ocurrió algo: "¿Qué pasaría", me dijo, "si el mensaje hubiese sido obtenido tomando como clave varias letras o números, y no una sola, para desplazar las letras en el abecedario?". "¿Cómo dices?", repliqué. "Sí, ya sabes: ¿y si no se hubiesen intercambiado todos los caracteres del texto original por otros únicos, sino que hubiesen sido sustituidos cada cierto número usando, por ejemplo, una palabra clave?". "¡Por supuesto! Podría ser, podría ser... ¿Por qué sólo un desplazamiento en el alfabeto?".
     Cogí de un estante cercano un libro de criptología que había tomado prestado de la biblioteca pública y lo hojeé rápidamente hasta encontrar la página que buscaba. "Mira, aquí está", le dije. Julia inclinó la cabeza para poder leer mejor. "¿Qué es esto?", preguntó. "Es la descripción matemática del sistema de encriptación que intentabas explicar". Se trataba del método de Vigenère, una mejora del método que inventó Julio César, y que consiste en una matriz de alfabetos de César, de modo que la sustitución no es monoalfabeta sino polialfabeta, es decir, no hay un alfabeto único para el texto ya encriptado. Su resolución no es excesivamente compleja, consiste simplemente en encontrar el tamaño de la clave que se había usado para cifrar el texto original. En el libro se proponía como método de ataque ir probando con diferentes tamaños de clave para dividir el texto en conjuntos a cuyas letras se aplicaría un análisis de frecuencias. Sin embargo, eso llevaría demasiado tiempo, de modo que decidí buscar otro método para resolver el problema.
     Con ánimos renovados nos pusimos a trabajar en el mensaje. El ataque a este tipo de textos cifrados no es complejo, mas, como ya les comenté, sí engorroso. En primer lugar tuvimos que encontrar patrones en el texto: sucesiones de letras que suelen darse con relativa frecuencia en cualquier idioma incluyendo entre ellas, por qué no, letras poco usadas. Tras una breve inspección del escrito conseguimos encontrar algunos de estos patrones:
QCLETQEEMRGDFLTKEIKAUHRRUPCFGOEIDBEPTFVUAOJHRKGVGEUSVIIGR
UXNGNVETKEDIOCNKXSFECMIGMGHOEUCMOGNKKEFOJFUPDFLEUTRXLUETK
EVOHNEREIFIVIITDGSGXRVAITLKGEHTQGLTRFIRGDGLGNEPTVOETTZVAN
Tomamos como patrón la letra x porque se presentaba menos que cualquier otra, y por esto mismo era altamente probable que se tratase de un carácter con poca frecuencia de aparición en el idioma en que estaba redactado el pasaje. Tras esto procedimos a calcular la distancia que separaba los patrones, con las que elaboramos una tabla sobre la que, a continuación, calcular la longitud de la palabra clave utilizada.

Patrón         Aparece en las posiciones         Distancias        
X 59, 74, 109, 134 15 - 35 - 25
TQ 5, 145 140
GD 11, 154 143
CM 78, 88 10
GN 61, 91, 158 30 - 67
VA 136, 169 33
KE 16, 66, 94 50 - 28
Para ello, obtuvimos el máximo común divisor de las distancias que separaban a los patrones. Evidentemente, no todos los patrones encontrados se correspondían a secuencias de caracteres que pertenecían realmente a palabras del lenguaje en que estaba redactado el texto original, sino que alguno se trataría con seguridad de una simple coincidencia que, al haber sido tomada como cierta por nosotros, dio lugar a un resultado inexacto, que serviría como aproximación. La descomposición de las distancias en factores nos ofreció varios candidatos como posibles tamaños de la clave: 11, 13, 2 y 3 pero, sin duda alguna, el que más satisfacía la condición de que esas distancias fueran múltiplos suyos era el 5, y con esa cifra decidimos probar. Tomamos las letras del texto de cinco en cinco, obteniendo media decena de conjuntos en los que estudiar la frecuencia de aparición de sus elementos. Sobre ellos establecimos relaciones individuales con las letras del abecedario. Después de varias horas de cansado y rutinario trabajo conseguimos lo siguiente:
OCULTOENTREDOSTIERRASHAYUNCONOCIMIENTOCUYOSORIGENESSEPIER
DENENELTIEMPOANTESDELTIEMPOOCULTOENTREDOSMUNDOSESTAELSECR
ETOQUEPERMITIRADESPERTARALIGNOTOGUARDIANDELPUENTEVERTICAL
"¡Mira Julia, tiene significado! Oculto entre dos tierras... espera, tomaré nota...", dije, y copié lo que a continuación les muestro:
Oculto entre dos tierras
hay un conocimiento
cuyos orígenes se pierden
en el tiempo antes del tiempo.
Oculto entre dos mundos
está el secreto que permitirá
despertar al ignoto guardián
del puente vertical.
"¿Qué significa esto?", preguntó Julia.
     Eso mismo me preguntaba en aquellos momentos. Como ustedes comprenderán, nuestra sorpresa fue mayúscula al ver que pasábamos de un enigma a otro, dando nuevamente paso la alegría a la desazón. Julia, al percibir en mi expresión la desesperanza, me tomó de las manos y me habló, pero yo no escuchaba sino que releía una y otra vez aquellas líneas y pensaba... pensaba. Finalmente, consiguió convencerme para salir a pasear, despejarnos, y retomar el problema más tarde con renovados ánimos desde un nuevo punto de vista.
     Un par de horas después, ya de noche, volvimos a mi habitación. Nos sentamos, yo en una silla junto a la mesa donde estaba, condensado en breves líneas, el resultado del trabajo de varios días, Julia en mi cama; dispuestos a desentrañar entre ambos el significado de aquellas palabras, que ahora tenían sentido pero no un claro significado. Desmontamos todo el texto en frases y desguazamos estas en palabras pero aun así no conseguíamos nada, de modo que comenzamos a plantearnos cómo pensaría una persona capaz de esconder esos extraños versos en un libro relacionado con la religión. Por lo pronto, debería gustar de temas oscuros y religiosos, dada la temática del ejemplar donde encontramos la nota y, tal vez por ello, el significado de aquellos podría estar relacionado con éstos, así es que intentamos adecuar nuestra forma de pensar a la suya. ¿Qué significado tendrían por tanto "entre dos tierras" o "entre dos mundos"? ¿Qué podría querer dar a entender con la expresión un "puente vertical"? ¿Quién o qué sería el "ignoto guardián"? Simplemente, no podíamos dar respuesta a esas preguntas, mas debíamos hacerlo si deseábamos encontrar a Ibam.

Lentas, como si lo hicieran a través de una clepsidra de microscópico talle, pasaron las horas noctámbulas mientras nosotros, pobres emulaciones de Edipo, intentábamos descifrar el acertijo. Amaneció finalmente y, con la diurna luz, llegó la de la inspiración. Yo daba vueltas por la pequeña habitación al igual que un animal enjaulado cuando, al pasar junto a la ventana, lo vi todo claro. "¡Por supuesto!", exclamé despabilando a Julia que permanecía amodorrada en mi cama. "¿Qué pasa?", dijo ella incorporándose mientras se desperezaba. "Lo he encontrado. ¡He resuelto el enigma!" anuncié, sentándome en la cama a la vez que ella preguntaba de qué se trataba. "Ha estado siempre ahí, pero hasta ahora no habíamos sido capaces de percibirlo. Todo se ha aclarado en cuanto he visto, entre los tejados, la parte superior del campanario de la catedral. Pues, ¿qué es la misma sino un puente entre el cielo y la tierra, entre el mundo terreno y el divino? ¿Y no es cierto que divide en dos la tierra, la santa y la pagana, el suelo sacrosanto de su interior y el impío que no le es propio? Allí debemos encaminarnos, pues hacia ese lugar se dirigió, a buen seguro, nuestro amigo Ibam". "Sí —respondió Julia— pero antes debemos descansar, sobre todo tú. Después habrá tiempo para eso". Me di cuenta de que, ciertamente, no podría pasar sin dormir unas cuantas horas, por lo que haciendo caso del buen sentido de Julia nos dispusimos a sestear.
     Al despertar, el sol ya había pasado el ecuador de su recorrido. Almorzamos ligeramente y nos dirigimos a la catedral. Ya les hablé de sus magníficas formas, del boato que presentaban sus muros, la riqueza cromática de sus frescos... Dedicamos la tarde a examinarla más a fondo, buscando un signo, una señal que nos hablase del "ignoto guardián" o de en qué lugar se encontraba Ibam, mas nada encontramos. Decidimos en aquél momento presentarnos ante los responsables de mantenimiento del edificio como estudiantes interesados en la historia de la ciudad, amparándonos de los conocimientos de Julia para mantener viva esa ficción, y poder investigar en los subterráneos de la catedral, estancias que de otro modo nos estarían vetadas.

X

Un par de días fueron necesarios para dejar todo en orden y lograr que nos concedieran el permiso de hollar en las entrañas del sacro recinto. Éstas permanecían en una eterna lobreguez que sólo era aliviada por la luz de nuestra linterna, e incluso así su estrecho haz parecía acongojarse ante la antigüedad de las tinieblas que lo rodeaban, mostrándose aún más constreñido y atenuado. Como si fuésemos invidentes, palpábamos con la inmaterial mano de nuestra lámpara las paredes del subterráneo, haciéndonos poco a poco —ya que no gozábamos de visión del conjunto de la pieza— idea de cómo era el lugar donde nos encontrábamos. Las paredes, a pesar de estar labradas, no poseían la exquisita terminación de los muros de niveles superiores. Algún apagado brillo escapaba ocasionalmente de los rincones cuando nuestro lumínico dedo los señalaba. Se trataba de lámparas, jarrones, cálices o dorados marcos que se apiñaban junto a otros trastos que habían sido allí almacenados o simplemente arrojados al olvido. Todo estaba cubierto por una capa de húmedo polvo que había favorecido a algunos hongos en su crecimiento, mas la perenne ausencia de luz había impedido el desarrollo de musgos y líquenes. En los ángulos de las paredes y el techo se exhibían blanquecinos cortinajes formados por miles de telarañas y, sobre estas redes, cazadoras al acecho de una polilla, una mosca o un humilde pececillo de plata. El aire tenía el acre olor de una humedad que cumpliese como pena de prisión cadena perpetua. Buscábamos signos que delatasen una reciente presencia humana en el lugar, aunque realmente no teníamos demasiadas esperanzas puesto que, al presentar nuestra solicitud de investigación, preguntamos si últimamente alguien había mostrado intereses similares a los nuestros acerca del monumento y la respuesta fue negativa. La inspección de todos los subterráneos requeriría varios días ya que eran asombrosamente vastos y nuestra intención desde un principio fue llevarla a cabo con minuciosidad.
     Los tres primeros días podrían haberse considerado fructíferos si en verdad nuestro interés se hubiera centrado en la investigación histórica, pero como no era ese el motivo por el que allí nos encontrábamos, debo confesar nuestro fracaso al no conseguir más provecho que acostumbrarnos a la viciada atmósfera de aquellos laberintos. Pero he aquí que nuestra suerte cambió en la cuarta jornada, durante la cual, providencialmente, descubrimos un pañuelo apenas manchado que, posiblemente, pertenecía a Ibam, pues mostraba unas iniciales bordadas con hilo rojo sobre el blanco de la tela, y la primera de ellas era una I. Se encontraba en el térreo suelo de una pequeña sala medio oculta. Como comprenderán, esto nos dio un hálito de esperanza y mayor confianza en nuestro trabajo: nos confirmaba que, sin duda alguna, estábamos sobre la pista correcta. Estudiamos con mayor ahínco el suelo, las paredes, las hendiduras y rincones de la estancia buscando quién sabe qué. Parecía que ese día no guardaba para nosotros ninguna otra sorpresa, pues al ser la luz de la linterna cada vez más mortecina deberíamos marcharnos en breve de los sótanos. Ya nos retirábamos cuando por poco no caí al suelo al pisar una rata que por allí rondaba y cuya presencia no había percibido (la fauna de aquel sibil era más abundante de lo que nos pareció en un principio). Trastrabillé y, al apoyarme en una pared para evitar la caída, el foco de mi linterna se dirigió hacia el techo. Mientras me erguía convertí al roedor en diana de mis juramentos pero me interrumpí al mirar a Julia. Con su lámpara se iluminaba el rostro, extraño e irreal tras la máscara de luces y sombras que creaba la luz, dirigida desde abajo. Posó su índice sobre los labios, instándome silencio. A continuación señaló al techo tanto con el dedo como con la luz, desapareciendo entre las sombras la quimérica carantamaula en que se había convertido su hermosa faz. Levanté la vista y lo vi o, mejor dicho, no pude hacerlo: la luz se perdía en la infinitud de una abertura situada en el techo.

XI

Sí, parecía que ese día nos guardaba alguna sorpresa, al fin y al cabo. Claro que, si hubiese sabido lo que nos esperaba, no me habría alegrado tanto de encontrar aquel orificio. Como les dije, no dispondríamos demasiado tiempo de luz, así que apagamos una de las linternas, dejándola reservada para la vuelta, y procedimos a explorar el nuevo camino que se abría sobre nosotros. El techo allí era más bajo que en el resto de los subterráneos, de eso nos dimos cuenta en aquel momento. Bastaba un pequeño impulso para alcanzar la boca. Propuse a Julia que me ayudase pero ésta, juiciosa, rebatió mi sugerencia señalando que ella era menos pesada y yo más fuerte, lo que me permitiría poder sostenerla más tiempo mientras ella examinaba la entrada. Temeroso de lo que por la ominosa grieta pudiera surgir, aupé a Julia hasta la misma. En tanto escrutaba la parte inferior del agujero iba describiéndome lo que podía observar, siendo esto que la boca parecía de factura humana y no geológica, entre otros motivos porque mostraba una especie de peldaños excavados en la piedra —similares a los que se pueden encontrar en algunos pozos— que facilitarían el ascenso. Tomó impulso, comenzó a subir por el estrecho tubo desapareciendo poco a poco. La espera se me hizo eterna, pero finalmente comenzó a iluminarse la oquedad y el brillo, cada vez más intenso, comenzó a decrecer al interponerse el cuerpo de Julia. Cuando vi sus pies oscilando en el aire en busca de apoyo, le hablé guiándola para que se dejase ayudar por mí. "No te lo vas a creer", dijo. Le pedí que me contase qué había encontrado, pero me respondió que todo vendría en su tiempo: nos dirigiríamos a casa y allí me contaría todo.
     Llegamos a la pensión, subimos a mi buhardilla, y pregunté a Julia qué había descubierto para motivar su negativa en los subterráneos de la catedral a decir nada. A la segunda pregunta respondió irónicamente, indicando que si allí hubiese dado respuesta a mi curiosidad aún nos encontraríamos bajo tierra, sin luz y con un serio problema para salir, pues a buen seguro yo querría haber subido a contemplar lo que sus ojos habían mínimamente vislumbrado. Esto era —en respuesta a mi primera pregunta—, una gran sala rectangular, cubierta de tapices y dorados objetos, con una especie de altar en uno de sus lados estrechos y bellos sillones tapizados dispuestos de modo que rodeaban una larga mesa, estando preparado sobre cada uno de ellos, bien doblado, un mandil. Lo que más me sorprendió fue saber qué representaban los objetos dorados: herramientas de albañilería como escuadras y compases. ¡Dios! Todo parecía indicar que habíamos encontrado una logia masónica.

XII

¿Saben ustedes cuál es la más bella leyenda acerca del nacimiento de la masonería? En ella se narra como Hiram, un maestro en el trabajo de la metalurgia, fundó esta organización. A pesar de ser homónimo del rey Hiram de Tiro, del que se dice en la Biblia, más concretamente en el Libro de los Reyes, que fue requerido por el rey Salomón para que le ayudase en la construcción del templo de Jerusalén, el Hiram masónico nada tiene que ver con el bíblico. Hiram era un maestro muy especializado en su trabajo y cuya casta nada tenía que ver con la de obreros normales, ya que los pertenecientes a la misma poseían amplios conocimientos científicos que no debían estar al alcance de los demás mortales. Con su trabajo, Hiram embelleció el templo, especialmente con la construcción de dos columnas de cobre de dieciocho codos de altura, conocidas como "Yakin" la situada a la derecha y "Boaz" la del lado izquierdo.
     Los trabajadores de Hiram se distribuían en tres categorías, según sus conocimientos, siendo éstas las de los aprendices, los compañeros y los maestros. Para poder entrar a formar parte de cualquiera de éstas categorías se requería pasar por un ritual de iniciación en el que, entre otros conocimientos, se adquiría el de los símbolos y signos que les permitían reconocerse entre sí.
     Se dice que, entre los compañeros, había tres llamados Jubelás, Jubelós y Jubelúm, representativos de la ignorancia, el fanatismo y la superstición, que deseaban alcanzar el grado de maestro, para el que no estaban preparados. Ante las continuas negativas de Hiram, decidieron esperarlo un día ante las puertas de acceso al templo, uno en cada una. Cuando éste llegó, fue pasando de puerta en puerta, intentado entrar, pero los compañeros solicitaban, como requisito para dejarlo pasar, que les concediese el grado de maestro. Cada vez que les era negado asestaban un duro golpe a Hiram con lo que dieron fin a la vida del maestro. Ocultaron el cadáver llevándolo al Líbano, donde lo enterraron y, tras esto, se dieron a la fuga.
     Salomón, al advertir la desaparición de Hiram, ordenó a nueve maestros que se encargasen de la búsqueda y que no cesasen en la misma hasta que fuese encontrado. Cuando su cadáver fue hallado, Salomón ordenó a quince maestros que persiguiesen a los asesinos, encontrando y ejecutando éstos a Jubelás. Por desgracia, no encontraron ni a Jubelós ni a Jubelúm, imponiéndose los sucesores de Hiram la obligación de su exterminio.
     Realmente la masonería nació en la Edad Media, dentro de los gremios de la construcción, tomando su nombre del francés: maçon significa albañil en éste idioma. Guardaban celosamente los secretos de su profesión, de los cuales provienen tanto su simbología (compás, mandil, escuadras...) como sus grados, del primero al trigesimotercero divididos, al igual que en la leyenda, en aprendices (el primero de ellos), oficiales (el segundo) y maestros (todos los demás).
     Posteriormente, en el siglo XVII, se permitió el ingreso a personas ajenas al gremio, y se convirtió en una asociación filantrópica de principios religiosos tan amplios como vagos, surgiendo Grandes Logias en ciudades importantes como Londres, París o Madrid. Representó en la política a los intereses de la burguesía liberal y su influencia se dejó sentir, por ejemplo, en la Revolución Francesa. Mas los problemas con la Iglesia Católica y los regímenes políticos extremos fueron minando los cimientos de esta organización.
     Podrán ustedes imaginar la magnitud de la sorpresa que produjo en mí aquella noticia. No me extrañó, por tanto, que Julia se hubiese negado a darme parte de su incursión. Efectivamente, habría deseado ver con mis propios ojos aquella maravilla. En nuestra próxima visita iríamos bien pertrechados.

XIII

Aún no calentaba el sol con sus rayos los tejados de la ciudad cuando nos dirigimos a la catedral, equipados con lamparas y repuestos para las mismas, material para tomar notas y algunas vituallas que nos ayudarían a pasar el día. Una vez en los subterráneos buscamos algo que nos sirviera como apoyo para alcanzar la abertura del techo, tomando con este propósito una gran caja de madera que parecía resistente. Ayudándonos del cajón conseguimos alcanzar sin dificultad los peldaños de que había hablado Julia. Éstos subían aproximadamente metro y medio, momento en el cual el pasaje tornaba a una posición horizontal. Avanzamos en cuclillas varias decenas de metros hasta alcanzar el final del mismo, donde se encontraba otro pozo que descendía, éste con la particularidad de que contaba con peldaños que se prolongaban siguiendo la pared hasta el suelo.
     Iluminamos las paredes, cubiertas por lo que en un tiempo fueron finos tapices y que, cuando las descubrimos, sólo eran ruinosas telas que ocultaban tras de sí la piedra viva, rezumante de un frío sudor que empapaba las colgaduras y oscurecía los desvaídos colores de éstas. Sobre ellas se encontraban algunos símbolos representativos de la sociedad francmasónica, que reflejaban, robando el brillo, la luz de nuestras linternas. Nos acercamos al centro de la sala; el sonido de nuestros pasos era amortiguado por una inmensa alfombra que, gracias a su decadente aspecto, seguía haciendo juego con el recubrimiento de los muros. Cubría la mesa un manto de polvo que, al ser retirado de una esquina con un paño, mostraba el oscuro cuerpo leñoso de noguera. En silencio, nos acercamos al altar situado en el extremo más alejado de la mesa. Resulto ser una especie de estrado de madera labrada y frío mármol verde en el que tomaría asiento el gran maestre de la logia. Sobre la pared izquierda se abría en ominoso bostezo el umbral de una puerta que cruzamos llegando a una galería baja y estrecha. Únicamente pudimos atravesarla caminando en fila, siguiendo la sinuosa senda descendente que marcaba su recorrido hasta desembocar en una amplia caverna de origen natural, con dispersas columnas formadas por la unión de estalagmitas y estalactitas que se perdían entre las sombras del techo. En el centro de la gruta un negro estanque reflejaba endrinos rayos de oscuridad, asemejando la quietud de sus aguas la pulida superficie de una luna, e incluso cuando alguna temblorosa gota caía sobre ella rompiendo su sosiego, más parecía cráter lunar que cualquier otra figura. Descendimos hasta orillas de la laguna y toqué sus aguas, gélidas. La caverna se habría formado en tiempos primigenios, posiblemente erosionada en el subsuelo por alguna corriente acuática, terminando con una ciudad sobre ella y en su vientre la gran charca, nacida de filtraciones, las mismas que produjeron las columnas naturales que decoraban el lugar. Buscamos alguna salida, aparte del pasadizo por el que habíamos llegado, mas no encontramos otro, suponiendo, por tanto, que la salida de las aguas debía realizarse en algún punto sumergido por la charca o cegado en el pasado, de forma que nos encontrábamos —para variar— nuevamente sin salida.
     Nos sentamos sobre una piedra, roma y casi seca, a descansar antes de emprender el retorno. Un murmullo apenas audible subió de tono dejando apreciar matices antes ocultos, comenzando las espejadas aguas del estanque a rielar siguiendo la susurrante melodía, que parecía surgir del insondable fondo de la balsa. Nos miramos, temblorosos a la vez que expectantes de aquello que estaba sucediendo. El agua del pequeño lago dejó de reflejar la luz. No es que tornase aún más oscura y opaca de lo que ya era, sino que, por el contrario, se volvió translúcida y comenzó a brillar por sí misma con una luz blanca marcada por miles de estrellas. Volví la mirada hacia Julia, que atenazaba mi mano entre las suyas. En sus ojos se reflejaba la escena mostrando, en el centro de la laguna, que era el de su pupila, un cuerpo de luz, inmaterial. Era Ibam. Su voz, que no era voz sino música, nos dijo solemnemente que ahora él era guardián del puente vertical, de los arcos que formaba para dejar pasar las aguas del río de la vida y de las almas que por el mismo cruzaban. Permanecimos en silencio, sin poder articular la más leve palabra. El guardián nos agradeció la búsqueda que habíamos llevado a cabo para encontrarle cuando Ibam aún pertenecía a aquellos que nos movemos dentro de una corpórea forma, pero nuestro amigo no podría volver más con nosotros.
     Llego al punto más doloroso de mi historia, cuando anunció que para que el flujo de vida pudiera proseguir sin detenerse, el guardián debía ser un todo, bondadoso y malvado, luz y oscuridad, masculino y femenino. Y, siguió diciendo, aún faltaba alguien que ocupase una de las mitades, uniéndose a él. Sentí que, si en su etérea forma Ibam aún poseyera ojos, estos se encontrarían fijos sobre Julia. Conseguí expresar mi protesta ante esa idea. El guardián, ya no puedo hablar de Ibam pues sé que él no habría deseado jamás condenar a esa existencia a Julia, hizo temblar debajo de sí las aguas, y la luz se tornó más brillante. Reté a la figura: Que preguntase a Julia si deseaba marchar conmigo o quedarse allí junto a él. No hizo falta que pronunciase tal cuestión, pues vi que los ojos de Julia se humedecían mientras se levantaba y se acercaba a la orilla. El agua mojaba sus pies y el reflejo de ésta el rostro. El guardián reía, y la música de su risa era para mí el más fúnebre de los réquiems. Julia siguió andando hacia el guardián, hasta que el agua le llegó a la cintura.
     ¿Cómo podía permitirme el perder a mi amada? No podía hacerlo, y por ello no dudé en lanzarme a la carrera hacia la charca, luchando contra el horror que emanaba de ese epicentro de dolor. Tomé a Julia del brazo y la arrastré, como quien dice, junto a mí. Corrimos hacia la salida, dejando atrás al guardián aullando, sin querer volver la vista atrás, para evitar la parálisis que produciría en nuestros miembros la angustia del ente. Julia apenas reaccionaba y continuamente se trababan sus piernas, lo que habría provocado su caída si yo no la estuviera sosteniendo de continuo. Llegamos a la sala de reuniones de la logia, y en mi mente se aunaban el placer de haber conseguido huir y el miedo a que no fuese así; que el poder del guardián fuera tan inmenso que la sensación de huida fuese tan sólo una quimera, un sueño del que despertaríamos para encontrarnos nuevamente en la pesadilla de la realidad. Ayudé a Julia a subir las escalerillas talladas en la piedra y ya me disponía a seguirla cuando un fuerte golpe dentro de mi mente me hizo caer sobre la alfombra, desmayado.

XIV

No sé si habrán estado alguna vez en un lugar que goce de extraña acústica, como criptas de bajos techos abovedados, en las cuales se produce el curioso efecto de poder escuchar con nitidez conversaciones mantenidas lejos de nosotros, y si nos movemos de la posición en que nos encontramos perdemos ese estado de privilegio, el lugar parece enmudecer, o todo lo más, podemos oír un apagado murmullo. Precisamente esa fue la sensación, quizá sueño, que tuve tras mi desafortunada huida. Así, percibía fragmentos de conversaciones, inconexos y, en ocasiones, sin sentido.
     "Por ahora dejadlo donde está"... "Demos comienzo a la ceremonia"... "El deber del Guardián, como sabéis, es preservar incólumes las almas de los fallecidos, para que no pierdan su pureza a causa de que los Proscritos permanecen aún en libertad. Al igual que prometieron en todo momento los que nos precedieron, ¿os reafirmáis en la lucha contra el fanatismo y la superstición?". "Lo hacemos, maestro"... "el guardián volverá a retomar su ancestral poder dual"... "bella como veis, inteligente y conocedora de saberes ocultos, hemos de declararla apta para unirse a mí y conseguir restaurar el poder del Guardián, súmmum del conocimiento que nuestros antepasados recopilaron"... "Comencemos con la unión"... "Llevadle afuera, nadie creerá su historia"... "Al menos no pesa demasiado"... "Así está bien. Volvamos".

XV

Perdonen, pero siempre que llego a este punto no puedo evitar sentir cómo un puñal me atraviesa el corazón, mi pulso se debilita y las palabras se entrecortan al salir de mis labios. Sí, ahora me encuentro mejor. Pero llegamos a la parte más increíble de mi relato, aquella que, probablemente, su mente no les permita admitir. Permítanme que prosiga.
     Desperté de noche en una calle cercana a la catedral, maltrecho y cansado. Me levanté, ayudándome del apoyo de una farola, y me dirigí a la pensión. Cuando llegué, el anciano dueño dijo no conocerme. Estaba harto, añadió, de que vándalos y mugrientos vagamundos lo molestasen, amenazándome con avisar a la policía si no me marchaba de allí enseguida. Así lo hice por miedo a ser denunciado, mas si no estuviera en aquellos momentos tan desorientado, y dado que nada había de temer, no me habría importado que llamase a las autoridades, pues así podría avisarles del peligro que corría Julia allá donde estuviese. Pero entonces no supe cómo actuar, y huí de aquel lugar.
     Deambulé semanas enteras por las calles, alimentándome de aquello que la caridad me proporcionaba. Sucio, sin afeitar, y con el cabello cayéndome en grasientas guedejas sobre el rostro, dirigí un día mis pasos hacia la facultad. Estaba la mañana mediada, y en el camino encontré un restaurante con grandes cristaleras que permitían entrever su interior. Me acerqué a una, sometiéndome al martirio de ver a otros comiendo mientras yo pasaba hambre. En la mesa situada junto al cristal se hallaba sentado un apuesto joven esperando ser atendido. Me miró y sus ojos delataron curiosidad. ¡Era yo! ¿Cómo, por lo más sagrado, podría estar allí dentro, igual que el primer día que llegué a la ciudad? "No, no puede ser", murmuré. El camarero se acercó a la mesa y colocó sobre la misma un plato. El joven pareció sobresaltarse y lo miró. Volvió hacia mí la vista, mas yo no veía. Puse la mano derecha sobre el cristal. Allí, donde estuvo situado el anillo de compromiso con Julia, no había nada. Una mano mutilada, triste reflejo de su dueño pues, al igual que éste, había perdido el corazón. El criado me instó con gestos para que marchase. Dándoles la espalda, desaparecí en el laberinto de calles que, por entonces, tan bien conocía.
     Al día siguiente volví a encontrarme conmigo mismo. Pensé en avisar a aquel que tan extraño me resultaba del peligro que corría, de su triste destino, mas no lo hice temiendo que me tomara por loco. Simplemente, cerrando el trágico círculo, emulando a Uróboros·, me acerqué a él y le pedí limosna. Estabamos a las puertas de aquel puente vertical que me había sumido en el más tenebroso de los abismos; mi voz, castigada por la mísera vida que llevaba, salió en un susurro: "¿No tiene nada para mí, señor?". Miró sobre el hombro, reconociéndome, y musitó una excusa que no escuché para, a continuación, alejarse presuroso. No me hizo falta seguirlo para saber que al doblar la esquina se lanzaría a la carrera.
     Nunca más volví a verle. Después de aquello marché lejos de la ciudad; me dirigí a casa, al hogar. Cuando llegué comprendí que no podría presentarme ante mi madre con el aspecto que tenía. Mas no hizo falta, pues allí me dijeron que su enfermedad habíase agravado tras mi partida y que había muerto al poco tiempo. Intentaron contactar con su hijo, pero no consiguieron localizarlo, dándole sepultura en el cementerio público. Me dirigí a su tumba, donde la lloré en silencio y, susurrando un requiéscat in pace, me alejé de allí, por siempre.
      Poco más hay que añadir. Busqué un trabajo que a la larga me permitió obtener casa y terrenos propios, pudiendo vivir desahogadamente, pero nunca más volví a enamorarme. Siempre la recuerdo como aquel día, desvalida bajo la lluvia, tal vez porque era una imagen poco usual en ella, tan lógica y autosuficiente. Juzguen por ustedes mismos esto que les cuento, y lleguen a sus propias conclusiones. Siento no poder ser mejor anfitrión, pero me encuentro fatigado y me gustaría poder retirarme a descansar. Gracias por su tiempo. Adiós.


El autor :
Miguel Angel Chico García es de Granada (España). No sabemos mucho de él. Escribe relatos y habitualmente publica artículos en varias revistas culturales de su región.



Ilustración de Valeria Uccelli
Axxón 111 - Febrero de 2002