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F i c c i o n e s

CARACOLES
Fernando José Cots

Argentina

Vamos caminando bajo la luna. De pronto, Langsner nos hace una señal de alto. Reviso las lecturas que aparecen en el cristal de mi escafandra, pero no percibo nada anormal... nada amenazador.
      Miro a Ferranti, que carga nuestra carpa de reposo. No puedo ver su rostro a través de la escafandra, pero su actitud corporal me transmite desconcierto. Sabemos que Langsner tiene mejor equipo que nosotros pero... ¿a tal punto que permite la detección del peligro con mayor anticipación?
      Langsner se acerca y extiende su conector de diálogo. Comprendo que nos quiere comunicar algo muy importante, pero no tanto como para romper el silencio de radio al que estamos obligados. Ferranti y yo preparamos nuestros conectores.
      Por precaución, aunque aún no lo necesito, le doy una vuelta a mi giróscopo. Los acumuladores me darán un poco más de autonomía.
      —A las diez del rumbo que llevábamos —nos dice una vez que estamos conectados.
      —Sí, lo percibimos —le respondo—. Una masa de gusanos. Seguramente un animal muerto.
      —¿No percibieron la forma de esa "masa de gusanos"?
      —No...
      —Sugiero explorar.
      —¡Estamos perdiendo el tiempo! —protesta Ferranti.
      —No nos llevará demasiado tiempo, lo prometo. De todas formas, hoy no llegamos al refugio. Todavía debemos descansar.
      Yo lo entiendo, está apurado por regresar al refugio. Llevamos una carga valiosa y es necesario que llegue lo antes posible. Pero sé que Langsner no es alguien de solicitar un alto sin motivos.
      —No nos demoraremos —lo tranquilizo—. Lo que sea, está cerca.
      Volvemos a desconectarnos y nos dirigimos al lugar donde nuestros detectores nos han dado tan extrañas lecturas. No demoramos en darnos cuenta de lo que pasa y todos nos horrorizamos.
      Frente a nosotros hay un cadáver. Es —o fue— un ser humano. Tiene un traje protector muy imperfecto, de una fabricación que no es de nuestro refugio. Es evidente que el frío de la noche fue demasiado para él y sucumbió. Cayó sobre su costado derecho, en posición fetal, y en esa pose lo sorprendió la muerte. Así estaríamos nosotros si nuestros trajes no fueran tan buenos.
      Pasada la primera impresión, Langsner, por señas, me ordena que revise. Él y Ferranti intensifican el alcance de sus sensores. Reviso el traje y analizo todo lo importante. Es más artesanal que los nuestros, tiene filtraciones y no cubre todo el cuerpo. Confiarse en él y salir en medio de la noche es un suicidio.
      Estoy en la revisión cuando mis lecturas me indican otra presencia. Sé que Langsner y Ferranti lo han percibido. No tarda en aparecer. Es un puma.
      Resulta difícil asociar ese felino peludo y enorme con el ágil puma de los libros ilustrados, más pequeño y esbelto. El animal se queda mirándonos. Nuestros trajes no emiten calor alguno, por lo tanto sólo puede percibirnos por los ojos. Para un animal, ver algo que no puede oler ni sentir su calor es algo bastante desconcertante.
      En esa perplejidad confía Langsner, nuestro combatiente. Él ya está listo.
      Langsner se enciende con un chisperío multicolor que enceguece a la bestia, al tiempo que lanza por su altavoz la grabación de un alarido animal magnificado. Es suficiente. El puma escapa aterrorizado y sólo se detendrá cuando la fatiga lo venza.
      Pero algo de golpe nos preocupa. La densidad de la atmósfera nocturna ha difundido las luces de Langsner muy lejos. El alarido, en medio de tanto silencio, también se debe haber escuchado. Y ese mismo chisperío ha generado un leve calor en derredor de Langsner.
      Langsner, mientras refrigera el aire en torno de su traje, ordena a Ferranti que suba a una elevación. Yo sigo examinando el cadáver y sus pobres pertenencias.
      Por lo que puedo ver, de donde haya venido el pobre desgraciado contaban con restos de industrias. Debía haber materiales para hacer trajes como los nuestros, con aislamiento contra el frío nocturno y las fatales radiaciones diurnas... pero no los hicieron bien. Por lo menos este infeliz pagó las consecuencias.
      Una rápida mirada en derredor me dice que viajaba solo, otra imprudencia. Veo que sus huellas se pierden lentamente, a medida que la brisa nocturna las va borrando. No tiene un cepillo de arrastre como los nuestros. Y si no borró sus huellas, tampoco habría borrado la de sus inexistentes compañeros. Por las dudas, tomo nota del rumbo hacia su origen.
      La mano de Langsner se pone delante de mi visor. Me extiende el conector.
      —¿Qué pasa? —pregunto una vez que hemos conectado.
      —Una araña. Viene hacia aquí.
      —¿Y Ferranti?
      —Ya viene. Está borrando las huellas de nuestro amigo... bueno, lo que pueda.
      Ferranti se incorpora a nosotros mientras despliega nuestra carpa protectora.
      —Viene lentamente. Yo diría que no hay que refrigerar sólo la carpa, sino también nuestros trajes.
      Lo hacemos. Un chorro de refrigerante nos rocía, al tiempo que la carpa nos cubre, a nosotros y a nuestro desconocido e infortunado compañero. Veo que los gusanos escapan. Aún para ellos este frío es demasiado.
      —Ya basta —les digo—. La araña no debe percibir calor, pero tampoco demasiado frío. Si no tenemos la misma temperatura que las rocas puede que nos detecte.
      —Está lejos —dice Ferranti. Cuando llegue aquí, las temperaturas se habrán equilibrado. No hay peligro.
      —Aún así —agrega Langsner— sugiero no moverse. Y desconectemos. Las conexiones son seguras, pero... nunca se sabe.
      Estar quieto, en silencio, sin poder conversar, es una de las peores cosas. Nos acomodamos para ver, a través de la carpa, la araña que pasará cerca. No necesitamos desconectar los micrófonos exteriores, así que podemos escuchar su paso metálico, el chirrido de sus engranajes, el bufido de sus bombas.
      Y por fin la vemos. Viene lento, aparentemente hacia nosotros; aunque analizando el rumbo es seguro que pasará por nuestro costado y seguirá su camino sin percibirnos.
      Pero algo me espanta aunque me contengo para no dar un salto. Langsner y Ferranti deben sentir lo mismo. No es una araña de transporte, es una vigilante, que está en permanente contacto con la base de los Tiranos. Es evidente que la han enviado por las luces y el grito.
      Un monstruo así tiene armas paralizantes, que nos dejarán inútiles pero con vida. Nuestra única defensa es que no nos detecte. Me pregunto si nuestra carpa será lo suficientemente parecida a una duna como las que nos rodean.
      El monstruo mecánico se detiene y gira sus sensores en derredor. Es evidente que le han indicado la posición por telemetría, pero nada detectan en la central que puedan ser origen de las luces.
      Mi mano, disimuladamente, va al Botón Último, el que nos hará volar por los aires junto con la araña si es que estamos en riesgo de ser descubiertos. La explosión no permitirá una transmisión inmediata y, cuando vengan otras arañas, sólo quedarán cenizas y fragmentos de metal que no podrán identificar como parte de nuestros trajes.
      No sabemos, de caer prisioneros, si podremos aguantar hasta la muerte sin revelar la ubicación de nuestro refugio.
      No obstante, no necesito pulsarlo. El monstruo, tras haber dado su última lectura, sigue su camino. Ahora sólo deberemos esperar un poco para que se aleje lo suficiente y continuaremos la marcha.
      Nos llevaremos con nosotros al pobre infeliz. Aunque no es de nuestro refugio, no queremos dejar ninguna prueba de que existen humanos que sobrevivimos libres de la esclavitud.
      Allí analizaré mejor el traje y todo elemento que pueda indicar su origen. Tal vez el Consejo organice una expedición de búsqueda del otro refugio. Si podemos unirnos, tal vez logremos una vida mejor.
      Aunque siempre, fuera de los refugios, deberemos caminar con nuestros trajes de supervivencia; única garantía de no morir achicharrados o congelados.
      Según los libros, hubo una especie ya extinguida de pequeños animales que se desplazaban dentro de un caparazón que los protegía. Se llamaban "caracoles".
      Ese es el nombre que puede aplicarse a nosotros. Vivimos dentro de este traje que es como nuestra casa, donde hasta podemos dormir y hacer nuestras necesidades, sin que pasemos frío o calor. Sólo hay que asegurarse de salir entre varios y que uno o dos vigilen el sueño.
      La desnudez la dejamos para el refugio.


Fernando José Cots

Fernando tiene 52 años, escribe ciencia ficción hace bastante tiempo y sus trabajos se han conocido en publicaciones independientes y no comerciales de Argentina. En el número 119 de Axxón publicamos su novela Quilino.



Axxón 123 - febrero de 2003


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