Estaba sentado al borde de la cama, como tantas otras mañanas. Su cuerpo, que evidenciaba una postura relajada, contrastaba con los dientes apretados que remarcaban sus protuberantes sienes. Estiró el brazo para deslizar la perilla del antiguo velador ubicado en su mesa de luz. Durante unos instantes, sin darse cuenta, alternó entre acariciar la vieja funda de su almohada y estrujar con fuerza la sábana bajo su mano derecha. Cuando Ángel se percató de lo que estaba haciendo, escondió, molesto, ambas manos en su regazo.
Se incorporó con la fragilidad propia de su vejez, tomándose de los bordes de los pocos muebles que lo rodeaban. Ya no era novedoso pensar que el cumplimiento de sus tareas de cada día parecía requerirle cada vez mayor esfuerzo. Sabiendo que sus obligaciones no podían esperar, comenzó a transitar el estrecho pasillo que oficiaba de dormitorio y que comunicaba los dos enormes sectores de la biblioteca. A mitad del corredor, frente a su cama, se hallaba una pequeña alacena de doble puerta, donde cada mañana encontraba todo lo necesario para el día. Con la seguridad propia de la rutina, Ángel abrió ambas puertas y retiró el listado y las bandejas de alimentos que le habían dejado.
Hacía mucho tiempo que había abandonado la pretensión de aprovechar ese único momento diario en que la puerta de la alacena estaba destrabada para investigar el fondo, aparentemente hermético, por donde le debían pasar los suministros. Tampoco perdía tiempo revisando el contenido de las raciones, pues nunca habían variado. Tomó alimentos de ambas bandejas y masticó con desgano, luego las amontonó sobre otras idénticas que formaban una pequeña torre en el piso. Con dosis equivalentes de desidia y curiosidad, revisó el profuso listado y se convenció de que sería un día con mucho trabajo. Verificó que el título de la lista consignara "Biblioteca - Sucursal Buenos Aires", alimentando la mínima esperanza de que se tratara de un error; aunque eso nunca había sucedido. Tuvo, por un momento, la preocupante sensación de que día a día la nómina que recibía era más extensa. Resignado, y antes de obligarse a comenzar, Ángel se tomó unos segundos para algo que siempre le aseguraba una sonrisa interior. Extrajo uno de los cuchillos plásticos que acompañaban las viandas y, con sumo cuidado, retocó el filoso perfil del bello rostro felino que había estado tallando, desde tiempo inmemorable, en una madera que alguna vez había sido parte de la cabecera de su cama. Luego de contemplarlo con admiración unos instantes, lo apoyó, con sus manos temblorosas, en el suelo del pasillo, en la única ubicación que le permitía observarlo desde la cama.
Con el listado en sus manos, tomó el viejo carro de carga y avanzó a paso lento por el pasillo hacia el extremo en el que una pesada puerta servía de acceso al sector "V" de la biblioteca. Ángel nunca tenía miedo de equivocarse y dirigirse en sentido contrario, hacia el sector "M", ya que la entrada a ese área sólo se destrababa en cierto momento del día. Cuando se aproximaba a la puerta tuvo la precaución, como siempre, de preparar sus ojos para la intensa luz que dominaba toda la sala, que contrastaba con la modesta iluminación de su velador, que apenas alcanzaba para permitirle transitar el angosto camino.
Una vez en el interior del inmenso sector "V" observó, como cada día, las gigantes estructuras de estantes que abarcaban todo el ancho del salón y que se repetían en sucesivas hileras infinitas hasta más allá de lo que sus ojos podían apreciar. Todos los estantes se encontraban divididos en cuadrículas de idéntico tamaño, que albergaban cada una un libro en su interior, cuyo contenido era un eterno misterio para Ángel, colocado en posición vertical y protegido tras un grueso vidrio transparente. Cada libro tenía en su lomo una identificación: un extenso código numérico y dos iniciales. Todos ellos poseían la misma altura, pero diferían en características de su aspecto: el color de la tapa y la cantidad de páginas. Había podido establecer que la mayoría de las cubiertas tenían tonalidades castañas que llegaban hasta el negro azabache; en el resto de los casos eran ajadas tapas blancas o grisáceas, con algunas esporádicas cubiertas rojizas. La cantidad de páginas era un atributo particular de cada libro y, diariamente, se podía llegar a topar con ejemplares de casi cien páginas hasta algunos casos que parecían ser sólo cubiertas, sin ninguna hoja en su interior.
Ángel se acercó con lentitud, empujando el armatoste desvencijado que lo auxiliaba en sus tareas, y comenzó su rutina buscando su primer objetivo en el listado. Comprobó que el primer libro que debía retirar del sector era el código 1.18.01.21.12.-.19.01.14.26, que contaba con setenta y dos páginas. Lo hallaría en el estante 18 de la hilera 53, señalado con las iniciales "R. S.". Recorrió el trayecto empujando a paso lento el viejo carro, que parecía tener, otra vez, una de sus ruedas desajustada. Agradecía el orden en que le enviaban el listado, que estaba clasificado en orden ascendente por hilera y estante; eso le que le facilitaba su trabajo. Cuando llegó a la ubicación se sentó en la silla elevadora que, mediante un diestro el uso de la palanca de mandos, lo colocó en pocos segundos frente al cristal que resguardaba el libro que le habían indicado. Por un instante se quedó observando el reflejo de su rostro avejentado en el vidrio protector, que parecía fusionar su polvorienta barba canosa con la grisácea cubierta del libro.
Cuando reaccionó, apartó la vista de su imagen y extrajo del bolsillo una calculadora de apariencia sencilla. Digitó con cuidado la clave para ese libro. Cuando presionó el botón del signo "igual", el cristal se deslizó con suavidad hacia arriba, permitiendo que sus arrugadas manos tomaran el libro. Lo miró por un momento para verificar las iniciales, pero no le dedicó demasiada atención ya que, como todos los demás, se encontraba herméticamente cerrado. Hizo bajar la silla con precisos movimientos de la palanca. Colocó el libro en el interior del carro y tildó el primer renglón del listado.
Mecánicamente, realizó el mismo procedimiento para cada uno de los ítems del listado. A medida que pasaban las horas, se hacía más trabajosa la tarea de empujar el carro, cada vez más lleno de volúmenes. Después de tantas jornadas idénticas e ininterrumpidas, ya no había libro que le llamara la atención. Lo único que había persistido al paso del tiempo era una llamativa sensación amarga que surgía dentro de él cuando el ejemplar a retirar tenía muy pocas páginas. Aunque ésos no eran los casos más comunes, se había alarmado al ver que, últimamente, la frecuencia se había incrementado. También, en alguna época, se había dedicado a imaginar si había alguna relación entre las iniciales del libro y el código que se le había asignado, pero pronto había desistido porque se había percatado de que esas especulaciones lo distraían de sus obligaciones.
Cuando hubo cumplido con el retiro del último de los libros, tildando el renglón final del listado, se acercó, con su carro rebosante, a la enorme puerta por la que había ingresado al sector. Sabía, de memoria, que en el exacto momento en que comenzara a abrirse la salida para permitirle volver al pasillo, brotarían desde el techo de la sala que abandonaba numerosos tubos cilíndricos que, en cada hilera, se encargarían de ingresar los nuevos libros, recién llegados, a los estantes. Mientras escuchaba las pesadas cerraduras que clausuraban el área hasta el día siguiente, se liberaba el acceso al sector "M". Pero solamente por unos pocos minutos, los suficientes para que Angel transitara el pasillo con el pesado carro.
Con ambas manos y el supremo esfuerzo de todo su cuerpo detrás, empujó su carga, que tambaleaba cada vez que la rueda floja del carro, en sintonía con Ángel, parecía querer abandonar su agotadora misión. Así fue avanzando a través del estrecho corredor rumbo al sector "M" y, cuando se encontraba pasando entre la alacena y su cama, notó que el carro parecía trabarse. Como sabía que no contaba con tiempo extra para llegar hasta la puerta, anotó mentalmente que esa noche debería reparar el problema en la rueda. Decidido a seguir con sus obligaciones, tomó envión y empujó con todas sus fuerzas el carro que, con un chirrido seco, se trabó y volcó estrepitosamente parte de su carga.
Ángel quedó petrificado al observar, por primera vez, los libros desparramados por el piso. Presuroso, se agachó para comenzar a levantarlos, ignorando el dolor de sus quebradizos huesos. Cuando estuvo cerca del suelo notó que el cuchillo plástico, que había usado temprano, era el culpable del accidente que acababa de sufrir la rueda del carro. Furioso por su torpeza, fue devolviendo, uno a uno, cada libro caído a su lugar original en el interior del pesado armatoste. Fue en ese instante, después de acomodarlos cuidadosamente, que comprobó que un hueco que quedaba lo estaba alertando sobre la ausencia de uno de los libros a trasladar. Rápidamente, Angel giró sobre sí mismo, mirando en todas las direcciones posibles mientras trataba de ubicar el ejemplar faltante. Cuando lo hizo, no pudo menos que reprimir un grito. El libro se encontraba a los pies de su felina madera tallada. Estaba abierto de par en par...
Su primer instinto fue abalanzarse y levantarlo sin intentar visualizar su contenido. Pero sus ojos, desobedientes, llegaron a leer "Miriam Fuentes paseaba por el parque...", antes de apartar su vista y lograr cerrarlo. Trató de olvidar lo que acababa de leer, pero, íntimamente, Angel sabía que era inútil, ya nunca podría borrar esa frase de su memoria. Cuando quiso verificar que el libro había quedado tan absolutamente inexpugnable como todos los demás, comprobó, con sorpresa, que se volvía a abrir sin ninguna dificultad. Confundido, trató de buscar una explicación, recorriendo con sus dedos temblorosos el contorno de la clara cubierta dorada. Pronto, su tacto descubrió en esa superficie, entre las iniciales "M. F.", una precisa muesca triangular que había rasgado su color original. Su mente tardó apenas segundos en notar que esa tonalidad, ausente en la tapa del libro, se encontraba marcada en el borde filoso del rostro felino tallado. Mientras trataba de ordenar tantos sucesos nuevos que sacudían la absoluta monotonía que, desde remota época, reinaba en su existencia, recordó que la puerta del sector "M" solo permanecería abierta unos pocos minutos más. Inmediatamente colocó el libro dorado, que parecía no hospedar muchas páginas, dentro del carro y avanzó, con esfuerzo, hasta alcanzar el picaporte de acceso.
Sin dejar de mirar, ni siquiera un instante, hacia el ejemplar descubierto, empujó la pesada puerta que permitía el ingreso al área donde debía finalizar su diaria tarea. Se encontraba tan pendiente del raro volumen que su vista no se percató de la brusca disminución de la luz que irradiaban las escasas velas que, como única fuente de iluminación, ambientaban al gélido sector "M". El ruido de las cerraduras que resonó a su espalda, despertó a Angel de su encantamiento, al señalarle que la cinta transportadora había comenzado a funcionar.
Mientras, en su mente, un cóctel creciente de intriga y curiosidad sobre Miriam y su historia luchaba contra sus obligaciones, tomó el primero de los herméticos libros y lo colocó, con la tapa hacia arriba, en el primer casillero metálico, ubicado al inicio de la larga banda transportadora. Por momentos, su sentido de la responsabilidad parecía sobreponerse a la tentación de devorar el contenido del libro abierto, que se le ofrecía como un manjar al alcance de sus manos hambrientas de saber. Entre tanto, sus nerviosos dedos, transpirados pese al frío del recinto, iban colocando, uno a uno, cada libro en la mecánica cinta que, lentamente, y luego de recubrirlos con cristales, los transportaría hacia la pequeña cavidad en el muro lateral, por donde escaparían de la vista de Angel. Miles de veces se había preguntado qué existía más allá de ese hueco de tamaño justo que únicamente se abría para engullir, volumen por volumen, la carga diaria completa del endeble carro. Pero había transcurrido mucho tiempo desde que Angel había aprendido a convivir con la más absoluta ignorancia respecto a ése y otros misterios que, hasta ese día, se habían presentado como un mecanismo perversamente inexpugnable.
Pese a que había intentado, infructuosamente, ordenar a sus manos que fueran un rápido antídoto para el desconocido veneno de la duda, que parecía propagarse impetuoso por sus venas, postergó, hasta el final, el hecho de deshacerse del dorado libro de Miriam. No trató de fingir sorpresa cuando observó que ése era el único que quedaba en el carro. En el justo momento en que lo tomó entre sus dedos inseguros, una feroz tormenta de recuerdos inundó su mente, reflotándole la infinidad de veces que, en tiempos lejanos, había fracasado en sus primitivos intentos de explorar el interior de algún ejemplar. Pero, por primera vez, tenía la oportunidad, quizá irrepetible, de dilucidar el secreto, al menos de uno de los libros, el que decía que "Miriam Fuentes paseaba por el parque...", y eso se le vislumbraba terroríficamente encantador.
La cinta ya había transportado, más allá, a casi todos los libros. Angel no ignoraba que era suficiente con que un casillero vacío arribara al hueco en la pared, para que la cinta detuviera su marcha hasta la siguiente jornada. En apenas unos segundos, debía inclinar la balanza de su decisión...
Cerró los ojos con fuerza, tratando de acallar el eco interior que susurraba el nombre "Miriam", una y otra vez. Sacudiendo su cabeza hacia ambos lados, estiró sus brazos, vacilantes, para apoyar el dorado libro en el casillero metálico disponible, pero, como presas de un extraño magnetismo, sus manos se negaron a soltarlo, presionándolo intensamente contra su pecho, mientras Angel clavaba su vista en la ya inmóvil cinta. En ese momento comprendió que su frágil espalda debería soportar la carga de la incertidumbre por las consecuencias de su incumplimiento. Ya era demasiado tarde para cuestionarse. Tan sólo deseaba abandonar el frío sector "M" para poder recorrer, palabra por palabra, todo lo relacionado con "Miriam Fuentes".
Cuando llegó al pasillo, Angel respiró aliviado, procurando calmar su llamativa agitación. Dejó el viejo carro en el lugar típico, simulando la más absoluta normalidad y cumplió con el ritual de entregar el listado tildado y algunas de las bandejas de raciones en la alacena destrabada, momentáneamente, al efecto. Luego, con sigilo, se introdujo junto al libro en el refugio de su cama. Lo primero que observó fueron las celestes iniciales "M. F" grabadas en la tapa, que por fin tuvieron sentido para Angel. Todavía no se había animado a traspasar la frontera de la cubierta del libro y ese pequeño secreto develado ya le generaba un presentimiento de que, después de leerlo, nada sería igual para él. Con delicadeza y lentitud, abrió la dorada tapa del libro, para encontrar que la primera hoja comenzaba indicando: "Miriam Fuentes - Código 2.13.09.18.09.01.13-06.21.05.14.20.05.19 - Año 1 - Nació el 23 de octubre de 1986 en Buenos Aires. Cabellera rubia dorada. Ojos celestes. Hija de Rolo Fuentes (Código 1.18.15.12.15-06.21.05.14.20.05.19 y Lara Villar (Código 2.12.01.18.01-22.09.12.12.01.18). Destacado: Gatea a los siete meses".
Asombrado, fue recorriendo, página a página, toda la infancia de Miriam; sus primeras palabras, las melodías preferidas del jardín de infantes, sus comidas favoritas, su habilidad para la gimnasia artística, su crecimiento y la pérdida de su padre. Pese al cansancio que, producto de la enorme tensión sufrida en ese día atípico, sumaba toneladas sobre sus arrugados párpados, Angel luchaba contra el sueño para poder continuar leyendo. Al llegar a la página catorce no pudo reprimir una sonrisa. Acercó el libro al velador para no perderse ningún detalle, ni siquiera una coma que alterase el sentido de lo que leía. Con tierna devoción observó el texto que, en refinadas letras carmesí, rezaba: "Miriam Fuentes - Año 14 - Destacado: Primer beso en agosto - Lugar: Esquina del Colegio Sagrado Corazón.... ". Entre bostezos, fue arribando a lo que parecían ser las últimas páginas...
Antes de aventurarse a conocer el contenido de la decimoséptima página, una puntada de angustia en su corazón interrumpió sus especulaciones que, con lo leído hasta ese momento, arrojaban luz sobre pequeños misterios tales como el sentido del color de la cubierta de los libros, el significado de las iniciales y el por qué de su tonalidad. Tanta información nueva, toda junta y de golpe, le producía fuertes mareos que lo obligaban a cerrar temporalmente sus ojos. Procurando respirar en forma profunda, buscando la calma perdida, Angel encaró el primer párrafo de esa hoja, que comenzaba señalando: "Miriam Fuentes - Año 17 - Destacado: Segundo puesto en Gimnasia Artística Intercolegial en abril - Madre enferma en junio - Enseña clases particulares de historia en setiembre - Miriam Fuentes paseaba por el parque...". Ahí detuvo su lectura y amagó con cerrar el libro, sacudido por la incómoda familiaridad de la frase.
Luego de unos breves segundos en los que creyó reunir el coraje necesario para continuar, retomó la lectura: "Miriam Fuentes paseaba por el parque, el 15 de noviembre de 2003. Intentaba trepar hasta la copa de un alto árbol para destrabar el barrilete del pequeño Luis Tulli (Código 1.12.21.09.19-20.21.12.12.09). La caída fue de un par de metros. Fuerte golpe en la cabeza". Angel llevó una mano hasta su boca, horrorizado, mientras las lágrimas que comenzaban a nublar su visión, no le impidieron leer las últimas líneas de la página: "Coma profundo en noviembre - Sin indicios de recuperación en diciembre". Desesperado, dio vuelta la hoja para comprobar, entre sollozos, que esa era la última y que se encontraba absolutamente en blanco...
Un relámpago de conocimiento encandiló su mente, enseñándole el verdadero significado de sus tareas. Con tristeza, reconoció que, día a día, se ocupaba de trasladar cada libro, cada vida, hacia el sector donde le escribían su hoja final. Era horrible, pero sabía que era verdad. Todo tenía sentido: era un bibliotecario de almas. Mientras trataba de negar con su cabeza su absoluta certeza interior, un bombardeo de sentimientos encontrados se proyectaba sobre su corazón. Por un lado se reprochaba haber desobedecido su responsabilidad, pero también pensaba que, gracias a su actitud, se encontraba ante la oportunidad de intentar evitar el final de Miriam. Estaba convencido de que no serían sus manos, las mismas que estaban secando sus lágrimas, las que la transportasen hacia el ocaso de su historia.
Con el libro dorado oculto bajo el fiel refugio de su almohada, el cansancio terminó por apropiarse de Angel, quien sucumbió a un sueño profundo. Acurrucó su frágil cuerpo, dormido, bajo las mantas que lo protegían del súbito descenso en la temperatura habitual del pasillo. Pronto sintió, en su letargo, una tenue presión que hundía el colchón a los pies de su cama, sobresaltándolo. Trató de abrir los ojos, pero se encontraba en la más completa oscuridad. Extrañado, se esforzaba en recordar si había llegado a apagar el velador antes de dormirse. Sin embargo, no tuvo mucho tiempo para especular. Cuando estiró su brazo para activar la perilla e iluminar el corredor, sintió una voz, cavernosa, que desde escasa distancia le decía con firmeza:
Angel, no has cumplido tus obligaciones...
Imposible... gritó Angel, entre sollozos de terror. Yo siempre... cumplí mi trabajo.
Una pausa incómoda, en la que sólo se podía apreciar una pesada respiración, fue aprovechada por Angel para intentar, en vano, encender el velador. No funcionaba.
No siempre, Angel, no siempre expresó la voz con cierta agresividad latente.
Pero... atinó a exclamar Angel mientras cubría con la manta su cuerpo, que no dejaba de tiritar.
¡Pero nada! lo interrumpió la voz con violencia. Los números marcan que hay un libro que no ha sido "finalizado" y me imagino dijo tratando de simular calma que habrá sido un simple error, ¿verdad?
Por un momento, Angel percibió cómo un fétido aliento chocaba contra su rostro. Asqueado, rozó con disimulo su codo contra el libro, empujándolo más adentro de su almohada.
Eh... yo balbuceó Angel, confundido.
Un chasquido de dedos lo distrajo. Inmediatamente la alacena abrió sus puertas, descubriendo que el clásico hermético fondo de madera que, día a día, Angel había observado, se había transformado en una ventana que mostraba un paisaje de horror. Tras el cristal, la escena mostraba un perfecto cuadro que resumía la totalidad de los miedos más profundos e íntimos que Angel había padecido en sus más oscuras pesadillas y que, en ese momento, contemplaba petrificado, sintiendo como el fuego del espanto trepidaba ardiente por su sangre.
¿Qué opinás, Angel? preguntó irónicamente la voz. ¿Te gustaría una eterna excursión por esas hermosas tierras, tan bien acompañado?
Una estruendosa carcajada repugnante le provocó un veloz ascenso de repetidas náuseas, que tuvo que reprimir con ambas manos.
Confío, Angel, en que al finalizar la próxima jornada mis números estarán nuevamente en orden...
Cuando iba a intentar responderle, un súbito viento helado hundió a Angel bajo las mantas, ahogando, entre violentos jadeos, su agitada respiración. Arrojando manotazos desesperados para liberarse de lo que lo asfixiaba, alcanzó a tantear la perilla del velador, que se encendió inmediatamente. Miró hacia todos lados, preparado para lo peor y descubrió, con asombro, que se encontraba en soledad. Hasta la alacena se encontraba cerrada como siempre y todo parecía estar en su lugar habitual. Temeroso se acercó hasta las pequeñas puertas, desconfiado de tener el valor suficiente como para abrirlas, después de lo que había visto en su interior. Tímidamente, aproximó su cabeza a la alacena, apretando su oreja contra las puertas y esforzándose por adivinar lo que podían llegar a albergar.
Aferrado a la ilusión de confirmar que todo seguía su rutina diaria, abrió la alacena, destrabada como todas las mañanas, para contemplar, aliviado, el mismo hermético fondo de madera de siempre y el listado de tareas que retiró junto con su ración de alimentos. Despojado del peso del terror que azotaba sus hombros, Angel se puso a hojear el listado que cumplía con sus características habituales, con excepción de su última hoja, que consignaba en letras subrayadas: "Diferencia jornada anterior: 1 (un) libro faltante en el sector ‘M’ - Corregir HOY". Esa simple sucesión de letras impresas lo arrojó, virtualmente, al borde de un resbaladizo precipicio donde intentaba evitar, como un equilibrista principiante, la nefasta caída hacia al abismo del miedo extorsionador, capaz de convencerlo de entregar el libro.
Procurando recuperar el control de su mente, antes de enloquecer sin retorno, cerró la alacena y se abalanzó hacia la cama, empujando la almohada, que descubrió la dorada cubierta del libro de "Miriam Fuentes". Acarició sus hojas con ternura, pero también con culpa, en forma de punzadas en su nuca, por sentir que no era capaz de reunir el valor suficiente para defenderlo. Pero su asombro fue mayúsculo cuando llegó a la ultima página, antes en blanco, que ahora indicaba: "Miriam Fuentes - Año 18 - Destacado: Continúa internada en enero - Pese a los pronósticos contrarios aún sobrevive". Luego de leer eso sintió que un nuevo impulso vigoroso lo invadía, aniquilando cualquier atisbo de flaqueza. Cuando escuchó que las cerraduras automáticas destrababan el acceso al sector "V", como al inicio de cada jornada, guardó, celosamente, el libro en el carro y tomó el listado para poder ingresar al área donde debía comenzar sus tareas.
Una vez asegurado su ingreso al sector "V", tomó el listado con las instrucciones del día y observó, frunciendo su ceño con marcada atención, cada uno de los códigos impresos junto a las iniciales. Aunque había abandonado mucho tiempo atrás la idea de buscarles algún tipo de relación, nunca antes había tenido tantas partes del rompecabezas a su disposición. Sin dejar de estudiar el listado, abrió el dorado libro de "Miriam Fuentes" en su primera hoja, y concentró sus especulaciones en el primer párrafo: "Miriam Fuentes - Código 2.13.09.18.09.01.13-06.21.05.14.20.05.19 - Año 1 - Nació el 23 de octubre de 1986 en Buenos Aires. Cabellera rubia dorada. Ojos celestes. Hija de Rolo Fuentes (Código 1.18.15.12.15-06.21.05.14.20.05.19 y Lara Villar (Código 2.12.01.18.01-22.09.12.12.01.18)..."
Lo primero que sobresalió ante su vista, como si estuvieran grabados en relieve, fue que el primer número de cada código listado solamente parecía aceptar los números 1 ó 2. Si bien era algo que antiguamente había detectado, gracias al contenido del libro abierto, por primera vez podía deducir que las mujeres, como Miriam y su madre Lara, comenzaban con el número 2, dejando el número 1 para el caso de los hombres.
Satisfecho por su pequeño avance, Angel tomó la lapicera que solía utilizar para tildar sus tareas, y comenzó a anotar en la palma de su mano izquierda, el nombre de la protagonista del libro pero deletreado, con la idea de colocar debajo de cada una de las letras los códigos señalados en el párrafo del libro. Bajo la "M" escribió el número 13, con la "I" colocó el código 09 y debajo de la "R" los dígitos 1 y 8. Se detuvo para analizarlo, con temor a estar perdiendo el valioso tiempo en un juego inútil que solamente lograría confundirlo aún más. Cerró los ojos y respiró profundo antes de continuar. A medida que iba trazando en su palma la letra "I", sus ojos parecían escaparse de sus cuencas como señal reveladora de lo que estaba descubriendo. Al contemplar que el mismo código 09 correspondía a la misma letra "I", caso que se repetía con ambas "M" de "Miriam" hermanadas con el número 13, Angel comprendió que un nuevo universo de información se desnudaba ante él.
Con el ansioso deseo de validar su teoría, apuró su dificultoso andar hasta hundirse entre las hileras más cercanas, para interpretar después de unos instantes de análisis que, según sus cálculos, allí se encontraba el libro de una tal "Silvia Paz" y a su izquierda el de "Iris Vargas". Extasiado, mientras giraba sobre sí mismo con sus brazos abiertos, pronto se sintió rodeado de miles y miles de nombres que desde los, hasta el día anterior, anónimos libros, le imploraban suplicantes:
¡Angel, por favor, tengo esposa y tres hijos, no me retires!
exclamaba acongojado un libro bajo el descifrado nombre de "Omar"
¡Pero Angelito, si todavía tengo mucho por hacer, viejo! comentaba socarrón un tal "Eduardo".
Aturdido, Angel empezó a alejarse de los estantes que estaban por reventar sus tímpanos. Mientras retrocedía, conmocionado, seguía percibiendo:
Disculpe, señor Angel, yo quería saber si me voy a lograr casar con Marcelo, porque si usted sabe que no es así, lléveme nomás expresaba una voz entre ansiosa y resignada que surgía del libro "C. B.".
Con sus manos tratando de taparse los oídos, Angel derramó una lágrima que recorrió los surcos de su mejilla, mientras sus gritos comenzaban a retumbar en la enorme sala vacía del sector "V":
¡Yo no voy a retirar a nadie más! ¡A nadie más! ¡A nadie más!
Trastabillando, mientras corría hacia el picaporte de la puerta, alcanzó el pasillo y se dirigió, decidido, hacia el bello rostro felino tallado en madera. Orientó su extremo más filoso hacia arriba y, con una sonrisa brotando de sus labios, se dejó caer...
Se encontraba al borde de la cama, como tantas otras mañanas. Su cuerpo, ágil y agraciado, se escurrió de entre las sábanas. Estiró su brazo para deslizar la perilla que activaba el antiguo velador ubicado en su mesa de luz. Se incorporó con una atlética pirueta con la mejor predisposición para cumplir con sus tareas. Sabía que sus obligaciones no podían esperar y comenzó a transitar el estrecho pasillo. A mitad del corredor, la pequeña alacena le brindó todo lo necesario para su jornada. Con sorpresa, Miriam notó que el menú de alimentos no había variado.
FRANCO ARCADIA
Franco nació en Buenos Aires, Argentina, una brumosa noche de
Mayo del '73. Desde su infancia se mostró atrapado por la música y la literatura,
de los cuales nunca más logró librarse. Admirador de la delicada ficción de
Bradbury tanto como del estilo marginal de Gorodischer, actualmente recorre
laberintos donde persigue a la inspiración, con suerte dispar, para invitarla a sus cuentos. Publicamos su cuento "Recuerdos Puntuales" en el número 126 Axxón.
Axxón 128 - julio de 2003
Ilustró: Valeria Uccelli
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