Hecho en la República Argentina Página Axxón Axxón 134 Hecho en la República Argentina

F i c c i o n e s

EXPEDIENTE DE UNO QUE NO EXISTE
Sergio Gaut vel Hartman

Argentina

      —¿Nombre?
      —Felipe Estanislao Clemdik.
      Levanté la vista y lo miré a los ojos. —¿No es demasiado obvio?
      Se encogió de hombros. —¿Hubiera preferido que me llamara Carlos Alberto Pérez?
      —Sin lugar a dudas. No se puede comenzar una entrevista de estas características pateando los testículos (o los ovarios) del lector.
      —Está bien. Empiece de nuevo.
      —¿Nombre?
      —Carlos Alberto Pérez.
      —¿Ocupación?
      —Personaje.
      De todas las respuestas a una simple pregunta que se pueden recibir un lunes, a las ocho de la mañana, ésa era, de lejos, la más descabellada. El tipo me estaba esperando, sentado en la incómoda silla de madera de la recepción. No me pregunté cómo había entrado; eso hubiera sido suficiente para quebrantar mi ánimo. Lo dejé pasar tras echarle una mirada superficial. El tipo usaba ropa de cuero y un pañuelo rojo anudado al cuello. Su cara despedía un extraño resplandor. Tenía el cabello cortado al ras y lucía una expresión segura de sí, como si estuviera pensando en algo complicado y maravilloso, algo que yo no podría entender aunque me esforzara.
      —De acuerdo —dije soltando la lapicera, entrecruzando los dedos y apoyando las manos encima del escritorio—. Felipe Estanislao Clemdik o Carlos Alberto Pérez. Personaje. ¿De qué? Cuento, novela, culebrón, película...
      —No importa —me interrumpió—; de lo que sea. Me adapto a cualquier cosa. Necesito trabajar.
      —Necesita trabajar. —Mi voz sonó neutra, ambigua. El tipo necesitaba trabajar, no de albañil o ebanista; quería trabajar de personaje—. No tengo nada, por ahora, pero puede aparecer algo. ¿Tiene experiencia?
      El tipo dejó que una sonrisa franca le cubriera el rostro. Después metió la mano en el bolsillo de su campera y sacó un disco. —Mi experiencia —dijo arrojándomelo.
      En la cara superior habían sido grabados algunos nombres: Jason Taverner, Ben Tallchief, Redrick Schuhart, Barney Mayerson, Snaut, Rick Deckard, Joe Chip, Janet O'Neill. —¡Esto no es serio! —exclamé. No eran nombres de cantantes.
      —¿Por qué no? Dije que busco trabajo de personaje, no que sea todos ellos.
      —¿Hace de mujer, también?
      —De lo que sea —dijo el tipo.
      Recordaba entrevistas virulentas que me habían dejado prisionero de ataques de histeria. Recordaba que, en esos casos, el sacrificio solía ser mi única recompensa. Recordaba una infancia maravillosa, llena de cosas vivas que anhelaban ser amadas. Recordaba a los que habían asesinado a mi mujer, simplemente porque no había pagado una deuda. En cierto punto, los recuerdos son sólo datos.
      —¿Cuánto pretende ganar? —dije finalmente.
      El tipo movió la mano de un modo extraño. —Con la inmortalidad me alcanza. Soy de poco comer, ¿sabe? No tengo grandes necesidades. Cuando consigo trabajo tengo casi todo lo que se puede tener, aquí y en cualquier parte.
      —Entiendo. —Volví a leer los nombres impresos sobre el disco. Sabía quienes eran todos esos. El tipo no mentía. Pero no podía consentir una conversación esotérica y ficticia con un personaje que seguramente no existía. En un extremo de la oficina distinguí una estufa de gas pegada a la pared; una gran chimenea de estaño llegaba casi hasta el techo; ese objeto jamás había estado ahí—.¿Debo interpretar que usted aporta elementos secundarios a las tramas en las que participa?
      —Exacto. Veo que es usted muy perspicaz; parece que me he puesto en manos de la persona indicada.
      —No esté tan seguro. —Me miré las uñas. La del índice de la mano derecha estaba sucia; la del anular, en la izquierda, demasiado larga. Todo había sucedido rápidamente desde que el tipo llegara. En realidad ni siquiera sabía qué deseaba exactamente. Vislumbre una luz al final del túnel y me lancé de cabeza, antes de que él cerrara el agujero con alguna sustancia sacada de la manga—. ¿No se siente capaz de hacer de Jean Valjean o de Raskolnikov?
      —¿Clásicos? ¡Ni loco! Ciencia ficción, algo de fantasía, surrealismo, rarezas.
      —Eso me acota bastante las posibilidades. ¿Cree que alguien puede estar interesado en que usted se meta por la culata de una novela?
      Se encogió de hombros. El gesto había pasado suavemente de Planck a Barney y de éste a Bulero y de allí a Eldritch y a Pembroke y a Valentine y a Janet y de ella a Malparto y a Snaut y a Rick y finalmente a Schilling y Ashwood. El gesto había formado un anillo a través de esa serie de personajes y podría seguir sin detenerse, extendiendo el círculo hasta la cuarta dimensión, formando una espiral u otra figura igualmente bizarra. En ese momento tuve la certeza absoluta de que Carlos Alberto Pérez (o Felipe Estanislao Clemdik, como en su insania pretendía llamarse) era un impostor.
      —No soy un impostor —dijo el tipo adivinando mis pensamientos y refutando las tesis derrotistas que yo todavía no había formulado. No era una cuestión filosófica irrelevante o falta de sentido: lo que resulta imposible de probar atrae a los partidarios de cualquier doctrina en formación.
      —Pero lo es, como lo somos todos. —Hice un inventario de los objetos extraños que habían entrado a mi oficina en los últimos minutos: respuestas que precedían a las preguntas, hojas de cuchillo sin filo, melladas y fundidas, cartillas de publicidad de playas inexistentes, cajas de fósforos sin cabeza, vacías, una revista, publicada varios meses atrás, que anunciaba un hecho que todavía no había ocurrido, el envoltorio de un caramelo, que era el envoltorio de un zafiro, que era el ojo de un gato, que era un caramelo ácido. Los mismos objetos heterogéneos de siempre, las mismas pinturas burdas, aunque aportadas por el original personaje que había invadido mi espacio privado como un vulgar depredador de los mundos ficticios. Esas cosas siempre terminan por saberse.
      —Vulgar no —dijo el tipo—. Acepto lo demás, pero mi lucha contra la vulgaridad y los excesos no puede ser desconocida.
      No me importaban los decires de Felipe Estanislao Clemdik (o Carlos Alberto Pérez); veía estallar ante mis ojos la vulgaridad y mediocridad de todas sus palabras y gestos, que parecían dispuestos a alzarse sobre mi como los leones rampantes de un escudo de armas. El tipo desanudó el pañuelo rojo que llevaba atado al cuello y lo volvió a anudar. Un párrafo entero se metió por el párpado de la habitación y se deslizó pared abajo, siseando como una culebra. Probablemente, pensé, el tipo trabaja las veinticuatro horas del día y toma pastillas para mantenerse despierto. ¿Quién no ha tenido alguna vez un sueño sin estar dormido, quién no ha fantaseado una locura mientras a su alrededor el universo se desmorona? Se me ocurrió que podía salvar el día escribiendo un artículo sobre Clemdik (ni mención del otro, Pérez) mezclando audazmente los hechos reales ocurridos desde que el tipo me invadiera y un poco de la literatura especializada (conjetural, especulativa) que vengo leyendo desde que tengo uso de razón.
      —Listo —dije, guardando la ficha en un cajón—; tengo todos lo datos que necesito.
      —Un artículo no —dijo el tipo—. Escriba una ficción. ¿Así que es escritor? Yo creía que sólo regenteaba esta agencia de colocaciones.
      —Las dos cosas —respondí, parodiando a un personaje de la televisión. De alguna manera tortuosa, cualquier personaje de la televisión era una especie de pariente de Clemdik.
      —¡Usted no entiende nada! —exclamó el tipo poniéndose de pie abruptamente. Su rostro había adquirido un tono más rojo que el pañuelo; abría y cerraba los puños, como si se estuviera conteniendo para no arremeter contra mí y molerme a golpes. Empecé a repasar mentalmente todas las novelas que lograba recordar en ese momento, pero no hallé ninguna en la que un personaje se dispusiera a lastimar a su creador. Me sentí acorralado. Abrí el tercer ojo y capté y comprendí los motivos que latían detrás de mi deseo de escapar de ese lugar, dejándole el territorio expedito al adversario. La energía de los complicados diseños que Clemdik (o Pérez) había urdido para atraparme en esa especie de papel cazamoscas estimuló una vibración que me sacudió de arriba abajo, como si yo ya no tuviera ningún control sobre lo que estaba ocurriendo. Miré al intruso: desde lo más profundo de su cuerpo surgió una impalpable riada de odio; estaba forzando los hechos deliberadamente, más allá de lo prudente. Se parecía a un mendigo que de pronto se convierte en ladrón y va agregando amenazas y extorsiones a medida que descubre la vulnerabilidad de su víctima. Me pareció oportuno idear algo que demostrara que yo no había perdido la razón, que no estaba atrapado en los laberintos de mi ficción y que toda la experiencia había sido real, aunque recordara las páginas más irracionales y absurdas que alguien pudiera haber escrito.
      —Vamos a cristalizar esto —dije, en parte para frenar su ira y en parte para poner en orden mis propios pensamientos—. ¿Lo conoce a Eduardo Carletti?
      —¡Por supuesto! —dijo el tipo de ropa de cuero y pañuelo rojo, pero sin aclarar nada más.
      —Le voy a pedir que publique esto sin hacer demasiadas preguntas, ¿le parece? —Noté que el rostro de Clemdik se torcía en una mueca imposible, como si de repente se hubiera transformado en una máscara de goma.
      —No necesito que me haga favores. —Ahora su tono era acre, áspero, rugoso como un estómago de buey—. Vine a pedir trabajo, no limosna.
      —Es la única forma de hacerlo. En este universo usted depende de mí tanto como cualquiera depende de su creador en los otros. ¿Qué carajo quiere? —Estaba perdiendo la paciencia, y esa no es una buena señal, en especial si uno ya ha escrito media docena de páginas y lo que había creído un rumbo claro y definido empieza a parecerse a un maraña de calles sin salida.
      —No se enoje —dijo el tipo, retrocediendo por primera vez—. Aceptaré lo que me dé. —Entendí el funcionamiento. Si yo tomaba el control, por exageradas que fueran mis maniobras, él debería aceptarlas. En realidad no tenía nada y no podía aspirar a mucho más. Decidí apretar las clavijas.
      —Saldrá de aquí y seguirá mis instrucciones —dije con la mayor dureza que logré expresar—. Fue culpa suya, amigo y tendrá que encargarse de eso.
      —¿Mi culpa, de qué habla?
      No lo dejé respirar. —Han ocurrido muchas cosas que ninguno de los dos entiende. Obviamente, no quiero que se tire desde nueve metros de altura por una discusión sin importancia. Pero le marcaré a fuego dos o tres directivas con cargo de eliminación si no las cumple...
      —¡Es abusivo!
      —Es —repliqué—. Eso o nada. Grábese bien lo que sigue. Uno: saldrá de este lugar y ésa será su recompensa. Se enterará de que usted es un ser detestable, una entidad abyecta que me he comprometido a destruir. No me interrumpa. Dos. Cuando recorra las calles de esta ciudad, de este país, de este universo se encontrará con una serie de mujeres en dificultades, a las que ayudará a desembarazarse de sí mismas utilizando el método más simple y discreto posible. Usted no es un asesino por naturaleza, lo sé, pero en la piel del personaje obedecerá mis órdenes sin apartarse una línea del guión. ¡Cállese! Tres, lo más importante: para cerrar este relato en tiempo y forma procurará sacarle el máximo partido a la situación; yo no voy a estar allí para encarrilarlo cuando se aparte del camino. Piense que hasta ahora me limité a tirar líneas para que ocupe un espacio en la ficción y que ahora las recojo, subiendo el valor de la apuesta, más que nada para que su participación no sea tan anodina. Y por sobre todas las cosas: para que recuerde quien es el amo.
      —¿Terminó?
      —Sí. ¡No!
      —¿Sí o no?
      —Cámbiese el nombre; con ese nombre ridículo no irá a ninguna parte.
      El personaje se encogió de hombros. —Lo dejo a su criterio. En realidad no me importa.
      Sin volver a mirarlo, empecé a empaquetar los objetos extraños que se habían adherido como lapas a la paredes del texto. Una fuente de energía ilegal envuelta en tela; jarrones de cerámica, grabados, muebles y adornos obtenidos en una liquidación; diversos tipos de piezas de arcilla cocida robadas en un mercado oriental y muchos otros instrumentos diversos arrojados de cualquier modo en el interior de una tolva metálica que había aparecido en los últimos segundos. Luego saqué una ficha en blanco y empecé por el principio. Sin preguntarle nada al tipo, que había quedado paralizado como la mujer de Lot, escribí: Daniel Femouk, treinta y tres años, fantasma...
      —¿Qué hace? —gimió el tipo aterrado. El pañuelo rojo se había ido tornando azul a medida que yo escribía; la ropa de cuero parecía de papel; el primitivo resplandor del rostro se había apagado y los pocos cabellos que coronaban su cabeza se desprendían como hierba seca. En su mente no quedaba un solo pensamiento y no había nada que entender.
      —Tiene razón —dije. Le eché un vistazo a la ficha, más que nada para estar seguro de que no me había equivocado, la rompí en veinte o treinta pedazos.


Sergio Gaut vel Hartman

Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires en 1947. Es un autor muy prolífico, que ha publicado numerosos relatos en revistas de todo el mundo. Es autor del libro de cuentos Cuerpos descartables, Minotauro, (1985). Fue creador y director de la revista Sinergia y posteriormente director de la revista Parsec. En Axxón hemos presentado en el número 67 un especial dedicado a él, más los cuentos "Crías de esturión", Axxón-69, "Náufrago de sí mismo", Axxón-60 "Encubridor", Axxón-100, "Disfraz", en Axxón-123 y "Muñecas rusas", en Axxón-129. Más datos sobre Sergio en la enciclopedia.



Axxón 134 - enero de 2004

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