Primera Guerra Mundial. Un joven oficial del XIº de Fusileros de Lancashire, recién casado, es embarcado de regreso a Londres desde las trincheras del Somme por razones médicas. Ya no podía combatir. No podía pensar. Su cuerpo derrengado por la enfermedad parecía a punto de sucumbir.
La patología del joven inglés fue diagnosticada como "fiebre de las trincheras". No fue mortal, lo que fue una suerte, ya que, durante su convalescencia, el militar comenzó a escribir lo que daría en convertirse en una de las más grandes sagas fantásticas de la historia de la literatura.
El británico era el subteniente John R. R. Tolkien y el culpable de su enfermedad, el piojo humano.
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Como veremos en este breve trabajo, adonde fue el hombre llevó a su lado (o, mejor dicho, sobre él) al piojo humano. Dentro del piojo, los microbios patógenos completaron el letal trío.
Verdaderamente, hemos llevado al piojo, lo llevamos y -por lo que parece- lo seguiremos llevando, a todas partes.
Cuando el ser humano se autodestruya, sólo tres especies llorarán su muerte. Son las tres únicas especies de animales a los que la evolución ha convertido en parásitos obligados del ser humano, es decir, aquellas que no pueden parasitar a nadie más. No nos llevaremos con nosotros a las ballenas, ni a los perros, ni siquiera al panda. Nos las llevaremos a ellas. A ellas tres. Nuestro autogenocidio causará su inmediata extinción.
Sus nombres: Pediculus (humanus) capitis, Pediculus (h.) corporis (para algunas fuentes, también Pediculus vestimenti) y Phthirus pubis (antes Pediculus pubianum). Las tres clases de piojos humanos. Una de ellas, uno de los mayores asesinos de la historia.
Los piojos son insectos anopluros que, a lo largo de la historia, han representado una molestia y un peligro. Molestia por la irritación y prurito que provocan sus picaduras. Peligro por las enfermedades que son capaces de transmitir.
Pediculus capitis y corporis, primos hermanos, son el origen de muchas costumbres humanas: en efecto, hasta las pelucas utilizadas por los Luises en Francia servían únicamente para ocultar las asquerosas y molestas entidades que pululaban en las cabezas de todos, desde el último campesino hasta Luis XV. Pueden verse en los museos unas elegantes manitas de marfil u oro que los jerarcas de aquellos tiempos utilizaban para rascarse por debajo de la peluca.
La costumbre militar de cortar el pelo al rape, en cambio, contra lo que se cree, no está destinada a controlar la población de piojos, sino a evitar que en el combate cuerpo a cuerpo el enemigo aferrara el cabello para exponer la garganta y degollar al legionario. Los romanos aprendieron esto con dolor durante su campaña contra los celtas y germanos, y, además, desde tiempos de César se sabía perfectamente que las enfermedades como el tifus y las fiebres no eran producidas por Pediculus capitis (piojo de la cabeza) sino por P. corporis (piojo del cuerpo y el vestido).
La mejor solución fue siempre el peinado cuidadoso (con peine fino), los lavados con vinagre (que, si bien no mataban al piojo, sí disolvían el cemento con que la hembra fija la liendre al cabello, facilitando su extracción) y el lavado de ropas y enseres con agua muy caliente. La ropa de uso debe cambiarse permanentemente y ésta es la causa de que el piojo del cuerpo medre en ambientes donde la ropa no puede lavarse (ejércitos en campaña, campos de refugiados, naves, prisiones). La ropa y los objetos pueden, además, ser colocados en el freezer por 30 minutos, ya que los fríos bajo cero son letales para piojos y liendres.
La biología del piojo es sorprendente por lo eficiente y ajustada al metabolismo humano. Decíamos al principio que el piojo sólo puede parasitar al hombre y a ninguna otra especie. El motivo de ello es lo que técnicamente se conoce como "parasitismo obligado": el piojo humano no puede alimentarse de la sangre de ninguna otra especie. La realidad es que el hombre y el piojo evolucionaron paralelamente: a cada salto evolutivo humano, el piojo respondió con uno similar. La unicidad de esta relación parasitaria es tan estricta que un grupo de piojos humanos colocados sobre un chimpancé (la especie viviente que está relacionada más de cerca con los seres humanos) muere lastimosamente de hambre.
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Por otra parte, su estilo reproductivo está perfectamente adaptado a la función que debe cumplir: de cada diez liendres (huevos del piojo), nueve producirán hembras, ya que un solo macho es capaz de fecundar esa cantidad de ejemplares femeninos. ¿Para qué, entonces, variar esa proporción ideal?
Aunque durante siglos se experimentó con tóxicos a fin de matar a los ejemplares adultos y a sus huevos, el problema estriba en que esos productos son tan venenosos para el hombre como para el piojo. Es por ello que, hoy en día, se está enfocando el asunto desde un punto de vista completamente nuevo. La primera medida sería, pues, utilizar el cabello corto (los piojos lo prefieren largo), pasar el peine fino con frecuencia, y, en caso de infecciones graves o repetidas, utilizar un buen pediculicida/escabicida.
Aunque los piojos son grises, la simple observación demuestra que tienden a imitar el color del cabello de su huésped. Son más frecuentes en los cabellos oscuros que en los rubios, y casi inexistentes en las canas y en los cabellos teñidos. Se especula que tanto el cabello canoso como el teñido o decolorado sufren variaciones en su textura física y en su rugosidad o porosidad. Tales cambios volverían ineficiente el cemento que la hembra utiliza para fijar los huevos al pelo, complicando en gran medida su ciclo reproductivo. Aunque la explicación precedente suena lógica, aún falta demostrarla experimentalmente.
Contrariamente a la creencia popular, los piojos no saltan de una cabeza a la otra. En realidad, sus patas son sólo caminadoras, con unas extremidades en forma de garra que le sirven para sostenerse del cabello. Si una persona está infestada, es porque sus cabellos tuvieron contacto directo con los de un portador de piojos, o bien usó utensilios infectados (peines, gorros, sombreros, etc.).
Tampoco es correcto que alguien pueda contagiarse de la arena, el pasto, el agua, etc. Como el piojo necesita alimentarse con sangre humana cinco veces al día, es obvio que a duras penas puede sobrevivir más de un día apartado de su huésped.
Los piojos de la cabeza suelen encontrarse en la nuca y detrás de las orejas. Las hembras (la mayoría de la población) viven un mes y son algo más grandes que los machos. Se sienten muy confortables en el contraste entre los 36º C del cuero cabelludo y la temperatura ambiente y, en este estado, comienzan a poner tres huevos por día, hasta un total de 90 durante toda su vida.
Un simple cálculo demuestra que si un chico tiene 5 hembras en la cabeza (una cifra bastante normal, más bien conservadora), en un mes tendrá 450 ejemplares entre huevos, juveniles y adultos. De todos ellos, 405 serán hembras, que en un mes... Aterrador, ¿no?
Si no se los molesta, los piojos (adultos y ninfas) se alimentarán 5 veces al día, perforando la piel por medio de su trompa y comiendo la sangre del desafortunado huésped. Es interesante destacar que cada piojo tiene sus lugares preferidos de residencia y sus sitios favoritos de alimentación, como alguien que vive en su casa y frecuenta diariamente el mismo restaurante. No se conoce la causa de este comportamiento. La costumbre es tan notoria, que los niños con infestaciones de larga data pueden señalar exactamente el sitio donde se va a encontrar el piojo en un momento dado, porque se han acostumbrado a sentirlo desplazarse siempre por el mismo "sendero" capilar, habitualmente a las mismas horas.
Pediculus corporis, transmisor del tifus. A la izquierda, la hembra
Los piojos, al igual que otros insectos hematófagos, inyectan en la herida su saliva, que contiene un poderoso anticoagulante. Sin embargo, no se han descripto enfermedades transmitidas por la saliva del piojo de la cabeza. Luego de comer, depositan sus deyecciones en el cuero cabelludo, unos pequeños residuos de un característico color cobrizo.
El principal síntoma de la infestación es, por supuesto, la intensa picazón. El rascado constante puede producir cortes y raspones en el cuero cabelludo, que, en condiciones de poca higiene, conduce normalmente a infecciones bacterianas asociadas. Sin embargo, algunos pacientes no manifiestan picazón en absoluto. Tampoco se conoce la causa de esto.
Contrariamente a lo expuesto acerca de P. capitis, P. corporis sí transmite enfermedades. Se conocen tres de ellas, a saber:
Fiebre recurrente: se debe a la bacteria Borrellia duttoni, que es también muy común en las aves. Borrellia es una espiroqueta (pariente de la que causa la sífilis) y sus síntomas (episodios de fiebre extrema separados por períodos de calma aparente) hacen recordar a los de la malaria o el paludismo. Además de la fiebre sin motivo aparente, la fiebre recurrente produce meningitis aséptica (por la fiebre), hepato y esplenomegalia (fuertes agrandamientos del hígado y el bazo), púrpura sanguínea y otros graves síntomas.
Fiebre de las trincheras: la enfermedad que padeció el autor de "El Señor de los Anillos". La fiebre de las trincheras es producida por un microbio llamado Bartonella quintana (porque la fiebre dura cinco días), de la familia de las rickettsias, y por lo tanto cercanamente emparentada con algunos de los causantes del tifus. Se trata de una enfermedad muy grave, que, además de la fiebre altísima, causa una notable esplenomegalia (agrandamiento del bazo) e inclusiones de rickettsias en el interior de los glóbulos rojos.
Tifus: La más grave de todas las enfermedades transmitidas por el piojo, puede ser transmitida por varios microorganismos: la Murine typhus, una rickettsia; la Rickettsia prowazekii, muy conocida; la Rickettsia typhi y la Orientia tsutsugamushi, responsable de la fiebre de los ríos japonesa, versión asiática del tifus.
Como se ve, las posibilidades de sufrir una grave enfermedad por culpa de los piojos son muchas y peligrosas: de las patologías mencionadas, casi todas son causadas por rickettsias que, casualmente, son comunes en los artrópodos. Y no sólo en los piojos: también las garrapatas pueden conducir a una rickettsiasis.
En el caso del tifus, el ciclo de inoculación nos hace recordar el del fatídico Mal de Chagas-Mazza: de la misma manera en que la inoculación del Trypanosoma cruzi se producía al introducir el paciente las heces de la vinchuca en la herida producida por la trompa al rascarse, la rickettsia entra en el torrente sanguíneo por el mismo mecanismo.
Rickettsia prowazekii, responsable del tifus
Las rickettsias, aparte de las nombradas, son las culpables, además, de otra grave enfermedad, endémica en los Estados Unidos (60.000 casos por año): la Fiebre de las Montañas Rocosas, mortal sin tratamiento y transmitida por una garrapata de cuerpo duro.
Los descubrimientos de Ricketts y Prowazek, que descubrieron que la rickettsia era el agente responsable del tifus (el organismo lleva el nombre de ambos, ya se verá por qué) en la primera década del siglo XX, condujeron a que Charles Nicolle ganara el Premio Nobel de Medicina en 1928 por haber conseguido identificar al piojo humano como vector de la enfermedad. Estos descubrimientos fueron de capital importancia, pero, por supuesto, no fueron suficientes, y el tifus siguió matando. Faltaba encontrar las debilidades tanto del insecto como del microbio, y esto último sólo se lograría a través del reciente desarrollo de la genética molecular.
Recientemente se ha completado el mapeo genético completo del genoma de la rickettsia. El descubrimiento fue logrado en noviembre de 1998 y publicado en la revista Nature por Charles Kurland y su equipo de investigadores suecos de la Universidad de Upsala. El actual conocimiento de la secuencia de los genes del asesino servirá para buscar sus puntos flacos, y atacarlo en donde más le duela.
Mapeo genético completo de R. prowazekii
No es la primera bacteria letal a la que se le mapea el genoma completo: los antecedentes incluyen a otros criminales masivos como Escherichia coli (famosa por su pasión por la hamburguesas de McDonald’s) y Mycobacterium tuberculosis.
El experto Michael Gray ha declarado que "el descubrimiento de la secuencia de la bacteria del tifus quiere decir que ahora vamos a poder examinar la estructura genética para descubrir qué es lo que convierte a la la Rickettsia prowazekii en un asesino tan feroz". Lamentablemente, esa información también está, hoy en día, disponible para los diseñadores de armas biológicas, pero ya llegaremos a eso.
Los análisis de ADN para establecer filiación, identificación y parentesco se basan en una particularidad de las células superiores: los genes del núcleo celular, contenidos en los cromosomas, son diferentes de los genes del ADN que se encuentra en el interior de las mitocondrias. Estas pequeñas estructuras son las "centrales energéticas" de la célula, responsables de la combustión de la glucosa y de la respiración celular, y sus genes se heredan solamente de la madre, permitiendo establecer con total certeza los ancestros de un mamífero: en el caso humano, podemos rastrear a todos nuestros antepasados de la rama femenina hasta llegar a nuestra madre ancestral, la célebre "Eva Africana", que vivió hace unos 100.000 años. De ello se deduce que las religiones -y la doctrina judicial y de Derechos Humanos- tienen razón en el sentido de que "todos los hombres son hermanos". Y todo gracias al ADN mitocondrial (ADNmit).
Una teoría, bastante plausible pero aún no demostrada en forma total, postula que las mitocondrias no son sino organismos independientes que, en una temprana etapa de la evolución biológica, establecieron relaciones simbióticas con las células eucariontes, fueron absorbidas por ellas, y hoy viven en comunidad en su interior: la célula alimenta con glucosa y protege a las mitocondrias y ellas le entregan su superávit de energía. La teoría ofrece una muy buena explicación a la pregunta de por qué el ADN de las mitocondrias es tan distinto (en rigor, no tiene nada que ver) del ADN del núcleo de la célula que lo alberga: eran organismos separados, que se unieron a la célula en la noche de los tiempos.
Ahora bien: los descubrimientos de Upsala han sorprendido a todos los científicos, porque la estructura del genoma de la rickettsia es muy parecida, si no idéntica, a la del ADNmit de nuestras células.
Según Anderson y otros, la similitud genética entre rickettsia y mitocondria significa que la mortal bacteria es un antepasado de la mitocondria moderna. De hecho, la mitocondria se parece mucho más a la rickettsia que al resto de su propia célula, y el paralelismo entre el ADNmit y el ADN del microorganismo es, con mucho, más cercano que el del ADNmit con cualquier otro ser vivo conocido.
Como expresó Gray: "Estamos frente a una de las más grandes ironías de la historia biológica: la bacteria del tifus, una enfermedad que ha matado a millones de personas a lo largo de la historia de la Humanidad, fue, al mismo tiempo, un factor crítico en la evolución celular de los organismos superiores".
La presencia histórica del tifus y sus enfermedades relacionadas es, también, interesante por demás: en 1546, el veneciano Girolamo Fracastoro describe el tifus en su libro De contagione et contagiosis morbis et eorum curatione, introduciendo, además, por vez primera, el concepto de contagio, desconocido hasta entonces. Llamaba a la causa de la enfermedad seminaria contagiorum (semillas del contagio) y en esta idea se visualiza claramente el embrión de la moderna teoría microbiana.
Las grandes "pestes" o epidemias de la Antigüedad fueron causadas, casi con certeza, por el tifus. Su gran difusión en zonas de guerra y campos de refugiados, donde el contacto persona a persona era inevitable y había grandes dificultades para la higiene (y convengamos que la Historia humana es una interminable sucesión de guerras, desastres, movimientos de tropas y hacinamiento) facilitaban en gran medida el contagio y la alta mortalidad.
El tifus llegó a Europa en el siglo I d.C., transportado por las tropas y a España en el siglo XIV desde Chipre. En la Guerra de la Reconquista española contra los árabes, el tifus mató a más soldados cristianos que el alfanje del Islam: sólo en el año 1489, 17.000 soldados de los Reyes Católicos murieron víctimas del flagelo. De allí, en la centuria siguiente fue traído a América por los conquistadores.
Aquí se facilitó el asunto: un parásito de la ardilla voladora (especie inexistente en Europa) es muy parecido al piojo humano, y se sabe de muchos casos en que un ser humano fue contagiado de tifus por estas ardillas. El ciclo
Hombre à piojo à Hombre
puede, por tanto, haberse ampliado a
ardilla voladora à Hombre à piojo à ...
La enfermedad creció enormemente en las dos Guerras Mundiales y luego disminuyó con el tiempo, pero las nuevas guerras civiles y conflictos internacionales de las décadas del 80 y 90, los campos de refugiados y el hambre crearon nuevamente las condiciones para que reapareciera en ciertas zonas. Hoy día, la mayoría de los casos reportados provienen de Rwanda, Burundi, Zaire, Etiopía y Nigeria, y en varias provincias del Perú el tifus se considera enfermedad endémica.
En la Argentina, la enfermedad fue introducida por los traficantes de esclavos, a bordo de los buques negreros que venían del África con su vergonzosa carga, y cobró miles de víctimas en las diversas guerras del siglo XIX, especialmente el injusto conflicto en que nos embarcamos contra el Paraguay.
Se ha demostrado que en los campos de concentración nazis la muerte por tifus era muchas veces más probable que por otras causas: sólo en el campo de Theresienstadt morían 1500 prisioneros por mes a causa del tifus. El motivo: el único insecticida capaz de matar al piojo en aquellos tiempos y en aquel lugar (el abominablemente famoso gas Zyklon-B) era utilizado exclusivamente para envenenar a la gente en las duchas de Auschwitz y Bergen-Belsen, por lo que no quedaba stock disponible para fumigar a los prisioneros. La Cruz Roja afirma que más de 300.000 desdichados murieron de tifus en los campos de concentración nazis, considerados en conjunto.
A partir de la Revolución Rusa y hasta 1922, 30 millones de personas enfermaron de tifus en la Unión Soviética y 3 millones murieron por su causa. Los descubridores de la Rickettsia prowazekii, Howard T. Ricketts y S.J. Prowazek, murieron de tifus en 1910, víctimas de sus investigaciones.
La letalidad de la rickettsia la ubica en el segundo lugar entre los mayores asesinos de la historia, y para muestra basta un botón: entre el tifus y la fiebre de las trincheras, produjeron en la Primera Guerra Mundial más muertes que las acciones bélicas en sí.
Cementerio militar en el Somme.
La mayor parte de estos hombres murieron de tifus y fiebre de las trincheras
El tifus no fue ajeno a los "experimentos" de los militares con armas biológicas. Durante los primeros años 40, el Alto Mando japonés encargó a la Fuerza Aérea nipona la construcción de bombas, destinadas a ser cargadas con millones de piojos portadores del tifus y pulgas contaminadas con la peste bubónica, con el objeto de arrojarlas sobre la población civil de la provincia china de Manchuria y también contra Corea.
Las primeras pruebas fueron un fracaso: cuando la bomba estallaba, la explosión mataba a los insectos. Prácticos e inteligentes, los ingenieros japoneses diseñaron una bomba de porcelana, que al caer simplemente se hacía pedazos -no cargaba explosivos-, liberando millones de insectos hambrientos... e infecciosos. Miles de estas bombas se arrojaron contra ambos países entre 1940 y 1950. Aunque la cifra real de muertos nunca ha sido evaluada, se estima en varios millones de civiles chinos y coreanos.
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El Instituto Médico del Ejército Norteamericano para el Estudio de las Enfermedades Infecciosas (USAMRIID), un eufemismo tras el que se oculta la agencia encargada de la investigación sobre armas biológicas, está actualmente experimentando con rickettsias tíficas (amén de virus de Lasa, Ébola, fiebre amarilla, ántrax, gripe y todo tipo de microbios patógenos y venenos).
Como se ve, es improbable que estas enfermedades se extingan mientras existan intereses militares en pos de ellas, y mientras la guerra, el hambre, la muerte, las prisiones, el esclavismo y la falta de educación adecuada persistan en este mundo. A ello podemos sumar la monstruosa eficiencia de los microbios responsables y los ciclos vitales de los piojos, tan perfectamente ajustados a nosotros y a la rickettsia que es prácticamente imposible que fracasen en su morboso cometido.
Sólo podemos educar a nuestros niños (a nuestras sociedades) acerca del peligro que representan los piojos y sus enfermedades asociadas, que, a lo largo de la Historia de la Humanidad, han costado, se calcula, no menos de 50 millones de muertes.
Está muy lejos de la letalidad del asesino máximo, la viruela, que ha cobrado en tiempos históricos más de 5.000 millones de víctimas (haciendo un cálculo muy, muy, pero muy conservador), más que los muertos sumados por todas las incesantes guerras que han convulsionado al Hombre desde los albores de la Historia, pero no deja de ser una estadística aterradora.
Hablamos de enfermedades tan malignas que, en la Primera Guerra Mundial, casi privaron al mundo de la soberbia saga de "El Señor de los Anillos". ¿Las seguiremos llevando a todas partes?