LA HUELLA DE LA BESTIA

Gonzalo Hernández Sanjorge

Uruguay

—A mí me gusta la forma en que matás: rápido, seco, como si le metieras la muerte adentro y les calzara perfecto —dijo Pedro.

Era la primera vez que escuchaba a mi primo elogiarme. No hice ningún comentario acerca de su afirmación porque me entretuve en mis pensamientos. Nunca antes lo había considerado, pero sus palabras eran ciertas. Yo mataba rápido, de un golpe certero, justo, sin más movimientos que los estrictamente necesarios. La mayoría de las veces mis víctimas no llegaban a decir nada, mucho menos gritaban. Me bastaba una puñalada profunda, un poco más arriba de la boca del estómago —a veces me veía obligado a hacer un leve movimiento hacia arriba— y entonces aparecía esa mancha roja y fluida que les salía de entre los labios, ahogándolos. Se desplomaban como si fueran enormes muñecos de piedra que repentinamente perdían el equilibrio. Nunca me jacté de hacer bien mi trabajo. Sabía que a matar se aprende. Ahora sé que a todo se aprende en la vida, incluso a morir. Entonces no lo sabía. De haberlo sabido no hubiera tenido tanto pudor en esgrimir la muerte, ni me hubiera esforzado en que fuera lo menos doloroso y lo más deprisa, como para que no se dieran cuenta que la vida se les iba. De haberlo sabido seguramente no me hubiera importado hacer como esos que cuando asesinan parece que les hacen estallar la muerte dentro a los otros y la sangre salta para todos lados, como si los cuerpos la escupieran mientras se retuercen como pescados en un fregadero.

Aquellas palabras de Pedro fueron pronunciadas la misma noche en que entramos a una casa a robar y no me quedó otra alternativa que matar al sujeto que vivía ahí. Poco había de valor en ese lugar. Apenas sacamos unas pocas prendas de abrigo y una caja llena de lo que parecía ser instrumental médico. Sólo eso pudimos llevarle al gordo Segura, un tipo obeso, siempre sudoroso y desprolijo, que tenía una panadería cerca del puerto donde íbamos a venderle las cosas que robábamos. Pedro se quedó con una lapicera dorada que le gustó. Yo me quedé con un tatuaje. Mientras mi primo revisaba el muerto para ver si tenía alguna cadena de oro, vi que sobre el hombro llevaba un dibujo que me pareció muy bonito. Era un círculo dentro del cual destacaban unas manchas oscuras. Los bordes del círculo estaban llenos de símbolos extraños entre los que figuraba algo como una huella. Tan atraído me sentí que abrí puertas y cajones hasta encontrar un papel y con la lapicera que Pedro había puesto ya en su bolsillo, comencé a calcar el dibujo. Dos días después yo tenía mi tatuaje en el mismo lugar que la víctima.

Cuando fuimos a ver al gordo Segura, su despacho estaba repleto de cajas de computadoras. Me sentí ridículo con nuestro magro botín. Bebimos vino en unos vasos grasientos y nos ofreció que lleváramos un contrabando hasta el puerto de Mazarra, en la selva. Primero había que transportar la carga en un camión hasta Santa Elena, allí conseguir un bote y subir por el río Blanco hasta tomar una de sus vertientes, el Guaribo. Entre una cosa y otra nos ocuparía un par de semanas. Nunca había hecho algo así, no era lo mío. Pensé que había demasiadas cosas que yo no podía controlar, así que no quise hacerlo.

—Mirá pibe, estás metido en la mierda hasta el cuello, así que te conviene aceptar —dijo el gordo sin alterarse, como si fuera un amigo que da un consejo.

En verdad, el gordo Segura me necesitaba, conocía muchos ladrones pero éste era un trabajo en el que había que matar si hacía falta. De todas maneras, no tenía por qué desesperarse, tenía todas las de ganar. Sabía de mí más de lo que yo hubiera querido. Tenía deudas de juego con un fulano y ahora estaba buscándome para que le pagara. El gordo se había enterado. Si abría la boca y les decía como encontrarme, la iba a pasar muy mal. El dinero que nos ofrecía no era demasiado, pero servía para cubrir esa deuda. Era eso o, en el mejor de los casos, una paliza y algún que otro dedo quebrado. Terminé por aceptar.

Pedro vendría conmigo. También iría un tal Tachuela, uno de los hombres de Segura. Como yo prefería tener alguien que supiera manejar un bote y en quien poder confiar hablé con el Nico, uno que conocí en prisión y que de vez en cuando robaba con nosotros. Cuando no hacía eso estaba trabajando en algún barco pesquero. No quiso aceptar.

—Ni loco me meto en el Guaribo. Es peligroso.

—No seas tarado.

—Mi madre me decía que cuando era chica escuchaba a mi abuelo contar cosas de ese río.

—¿Vos también crees esas pelotudeces?

—Tomálo como quieras, pero yo no voy. —El Nico apuró lo que le quedaba de caña con limón y se fue.

Como no conseguí a nadie más, tuve que conformarme con el tal Tachuela. Era un tipo sumamente callado y tan opaco en los gestos que uno nunca podía saber qué estaba pensando. Al menos alguna vez había estado en un bote.

A no ser por la incomodidad de viajar en la parte de atrás del camión sintiendo frío porque lloviznaba, y la lona del camión no servía para dar calor, no hubo mayores inconvenientes. En Santa Elena el bote ya estaba esperando.

El río Blanco es amplio, de aguas serenas pero con corrientes que permiten que una embarcación pequeña viaje rápido. El ruido del motor de nuestro bote era casi lo único que se dejaba escuchar entre el monótono canto de las aves. El Guaribo, en cambio, es más estrecho, de un agua oscura y espesa por la cantidad de lodo. Poca luz se filtra por entre los enormes árboles que se extienden sobre la orilla. Si bien es cierto que no me creía todas las leyendas que se tejían en torno a ese río, no podía dejar de reconocer que era fácil que existieran esas historias siendo el río tan sombrío y desagradable.

Aún no llevábamos ni la mitad del Guaribo transitado cuando una tarde, al anochecer, mientras yo tamborileaba con las manos sobre unas cajas al ritmo de la música que salía de la radio, la voz de Pedro nos llamó la atención:

—¿Y estos quienes son... los amigos de Pocahontas? —dijo sin que su mirada saliera de la incredulidad al ver aquellos seres que parecían salidos de la edad de piedra.

En cada orilla había una multitud de hombres, uno al lado del otro siguiendo el contorno de la costa. Por única ropa llevaban una especie de taparrabos. La piel tenía un color gris azulado, como si se hubieran pintado con ceniza coloreada. De pronto uno de ellos, con su arco, lanzó una flecha cuya punta llevaba fuego. El silbido de la antorcha pasó muy cerca de nosotros. Pedro atinó enseguida a tomar el arma que llevaba consigo, pero fue algo inútil. Una feroz lluvia de llamaradas nos hizo imposible permanecer en la endeble embarcación. Estabamos demasiado indefensos allí.

Equivocado o no, lo único que atiné fue a tirarme al agua. Sentí que detrás de mí otro cuerpo había tomado la misma determinación. Reconocí que era Pedro. No supe entonces qué pasó con el tal Tachuela. Mientras nadábamos pude escuchar cómo se incendiaban las cajas de madera que llevábamos. Me detuve y vi el bote en llamas. El cuerpo del Tachuela colgaba de la embarcación, enganchado el pie en una cuerda. En su espalda se había clavado una flecha de fuego que empezaba a encenderle la ropa.

Pedro y yo continuamos nadando. No en dirección a la costa, sino que nos ayudamos a avanzar con la corriente, tratando de alejarnos cuanto nos era posible. Recién cuando por fin nos sentimos seguros y estuvimos al borde de nuestras fuerzas, nos dirigimos hacia la orilla.

Estabamos tratando de secarnos y encontrar la manera de salir de allí cuando aquellos extraños seres nos rodearon y nos apresaron con sus fuertes manos. No los escuchamos llegar. Parecía que no hacían el menor ruido en ese suelo que crujía bajo nuestros pies, como si fueran hábiles cazadores o presas muy cuidadosas. Intentamos resistirnos pero fue inútil. En el forcejeo alguien vio mi tatuaje y, poniendo una mano a los costados de la boca, lanzó un chillido enorme y profundo que pareció rebotar en las copas de los árboles. Entonces todos se inclinaron como en una reverencia, llevando sus rodillas a tierra. Quienes me sujetaban, dejaron de hacerlo.

—Mirá vos cómo te quieren los muchachos—dijo Pedro en su tono burlón tan característico—. Si no sacamos ventaja de esta, no la sacamos más —agregó en voz baja, inclinándose hacia mí.

Cuando terminó la reverencia, desgarraron la camisa de Pedro pero no encontraron ninguna marca. Uno del grupo se acercó y me dio un cuchillo. Entendí que quería que matara a Pedro. Debía hacerlo. No dijo una sola palabra, pero algo dentro mío comprendió eso con lujo de detalles. Giré lentamente hacia Pedro, empuñando la pesada hoja de metal.

—¿Qué vas a hacer? Mirá que no tengo ganas de jugar a los cirujanos —dijo Pedro. No podía evitar sentirse temeroso de que lo sostuvieran como a un animal que van a desollar.

—Confiá en mí.

—¿Pero qué vas a hacer con eso?

—Confiá en mí, por favor ¿Puede ser?

—Está bien, está bien.... —me dijo, resignándose.

Esperé hasta que mi mirada fue capaz de transmitirle seguridad y entonces, cuando menos lo esperaba, clavé el cuchillo en su cuerpo. Murió de inmediato. Supuse que terminó de la manera en que él más admiraba. Aunque ahora estaba sólo, había salvado mi vida y ganado tiempo para pensar cómo salir de allí. Unos hombres se llevaron el cuerpo, arrastrándolo. Nosotros nos dirigimos en otra dirección. Nunca me interesó saber qué hicieron con el cadáver.

Ilustración: Valeria Uccelli

Mientras caminábamos me di cuenta que sobre el hombro, en el mismo lugar en que yo tenía el tatuaje, ellos tenían una marca, una especie de arañazo, como si fueran marcas dejadas por unas pezuñas enormes. No hablaban ni emitían sonido alguno, aunque a veces se miraban y hacían gestos como de haber dicho algo.

Me condujeron hasta una pequeña aldea cuyas construcciones estaban hechas con tierra y madera. Me asombró la altura y lo bellas que eran, aunque presentaban claros síntomas de deterioro. Trajeron una enorme silla de madera y me sentaron delante de una de esas torres amarronadas. Algunos que tenían flautas y tambores, comenzaron a hacerlos sonar. Otros danzaban. Hombres y mujeres se movían por igual. Me trajeron frutas y un cuenco con un sabroso licor. Cada tanto los bailarines se trenzaban en furiosas peleas que más de una vez concluyó con la muerte de uno de ellos. Supongo que en ese momento me asombré, aunque ahora no recuerdo haberlo hecho. Recuerdo sí que el matador dejaba siempre el cadáver delante de mi silla. Los que bailaban se acercaban poco a poco al muerto y hundían sus furiosos dientes en la carne, arrancaban un mordisco y lo escupían sobre el fuego. No me gustaba el olor que se desprendía. No sabía qué debía hacer, qué esperaban que yo hiciera. Intenté que no se dieran cuenta de mis dudas. Temí que de no hacer lo correcto me fuera imposible salir de allí con vida.

Estaba en esos pensamientos cuando padecí un gran mareo. Supongo que me quedé dormido. Cuando desperté había cinco hombres en torno a mí. Eran como los demás, pero de rasgos más delicados y no llevaban ningún tinte en la piel. Me pidieron que fuera con ellos y así lo hice. Tampoco hablaban con sonidos. Vi que los hombres y las mujeres de la aldea estaban tirados en el suelo. Supuse que estaban dormidos, aunque las posturas eran tan ridículas como las de los muertos. Aún sobrevivían mustiamente algunas fogatas. La claridad del alba comenzaba a inundar las cosas.

Noté que estos hombres tampoco hacían ruido al caminar. Me llevaron a otra aldea. Era igual que la anterior, pero más bonita y cuidada. Todos allí tenían los rasgos y los gestos más delicados que los del primer grupo. Me condujeron hasta el más anciano de todos. Me dijo, haciendo resonar dentro mío mi propia voz, que ellos sabían que llegaría. Hacía ya mucho que me esperaban. Se alegró de que por fin estuviera entre ellos, pues todavía había tiempo. Agradecí y no dije nada más, como un jugador de ajedrez que mueve una pieza para hacer que el oponente deje al descubierto su estrategia.

Durante los siguientes días permanecí dentro de la choza que me asignaron, descansando y pensando cómo haría para salir de todo eso. Comía, dormía y las mujeres venían a untarme el cuerpo con aceite perfumado y hacerme masajes mientras cantaban y quemaban dulces pétalos en cuencos de barro. Ninguna de ellas quiso hacer el amor conmigo, aunque por las risitas era evidente que les gustaba ver cómo sus masajes y palpaciones a veces ponían rígido mi miembro. También pasaba parte del día jugando con los niños que venían a visitarme. Con un gran cuchillo les hacía toscas figuras de animales en madera.

Pasó un tiempo (desde ese instante me di cuenta que había perdido la noción del tiempo) hasta que me llevaron ante un grupo de siete ancianos. Me aseguraron que yo era el único indicado para poder salvarlos, que de mí dependía la supervivencia del grupo. De lo contrario deberían regresar para siempre a las selvas más oscuras y dañinas que se pudiera imaginar. Pude sentir el dolor que eso significaba. Me aseguraron que me enseñarían muchas cosas hasta que yo fuera tan poderoso que pudiera cumplir mi misión. Me prometieron despertar en mí potestades profundas y hermosas.

Esa noche no hubo niños que se quedaran a dormir en mis habitaciones. En cambio, una bella muchacha vino a entregarme su cuerpo. Me explicó que durante todo el tiempo que durara la cópula yo debía repetir el sonido de cinco letras que hizo resonar en mis oídos, en mi sangre, en mis huesos. Me explicó la entonación con la que debía realizarse. Debía hacerlo, era imprescindible que lo hiciera. Por supuesto, el deseo de su carne joven, me distrajo. Demasiado pronto, sin que yo lo pudiera contener, me derramé dentro de ella. La muchacha comenzó a moverse presa de un espasmo y finalmente quedó completamente rígida. Sus ojos abiertos tenían la profunda desesperación de un grito que no podía dar. De su pétrea consistencia emanó un calor indescriptible, hasta que se prendió fuego. No hice nada para impedirlo, aunque puede que esto último no sea cierto. Recuerdo estas cosas con una tranquilidad que seguramente no fue mía, como si todas las perturbaciones hubieran sido vividas en la más absoluta serenidad. No me extraña eso, ni que use palabras que me eran ajenas pues ahora que no estoy completamente en mí experimento una comprensión que nunca tuve.

Nadie me culpó por lo ocurrido, sólo yo me acusaba. Mi angustia y mi miedo eran horribles. Advertí que ya no era el mismo. Más de una vez había forzado a una mujer y nunca me importó el dolor o el asco que sintieran. Sin embargo, me inquietaba ser el culpable de una muerte tan extraña. Me resultaba horrible pero también delicioso, debo confesarlo. Me pareció estar cercano a secretos enormes y magníficos. Fue entonces que me aproximé a la delicia de sentir que albergaba poderes increíbles.

Luego de eso hubo más niños que de costumbre. Todo el tiempo jugábamos. Ellos continuamente repetían y me hacían repetir las cinco letras, enseñándome a tener un solo pensamiento por vez. Con ellos aprendí muy rápido. Sólo cuando logré permanecer con el mismo pensamiento durante horas, tuve la visita de otra mujer. Era la hermana de la muchacha que mi lujuria había convertido en ceniza.

—Soy la otra mitad del secreto —me dijo— No hay qué temer. Ahora tú mismo tienes la otra mitad de ti.

Esa noche, cuando supo que estuve a punto de derramarme, me susurró al oído los movimientos que debía hacer y entonces sentí la intensa plenitud del goce como lenguas de fuego que se desparramaban en todas las direcciones, rodeándonos, envolviéndonos. Pero nada salió de mi cuerpo. No experimenté ni el más mínimo cansancio. Ella me indicó como hacer para beber todo el fuego, toda esa energía que se había creado.

La reiteración de estos rituales amatorios hicieron que yo comenzara a crecer más allá de los límites de mi cuerpo. Eso me dio la facultad de aprender cosas que hasta ese momento no había ni tan siquiera sospechado. Podía usar mis pensamientos para mantenerme dentro de las piedras, de las plantas y de los animales y conocer cada una de sus sensaciones.

Si bien nadie podía entrar en los pensamientos de los demás hombres, un día el más anciano me permitió permanecer en los suyos y así comprendí los mayores secretos de ese pueblo. No pertenecían a este mundo, sino a un lugar donde la magia, es decir la sabiduría sin razonamiento, nacía ya dentro de cada uno. Aún estaban a medio camino entre ambos sitios. Tenían su parte importante dentro de la infinita lucha cósmica entre el bien y el mal. Eran los encargados de dotar al planeta de nuevas propiedades, necesarias para el desarrollo de los futuros acontecimientos dentro de miles de años, generando nuevas especies de plantas con propiedades más poderosas que las existentes hasta ahora. Habían sido enviados por seres superiores a los cuales se refirieron como los hermanos mayores de toda luz. Sin embargo, toda buena acción también despierta el mal. Los señores de la oscuridad desplegaban sus fuerzas en contra de ellos. Les enviaban a un ser cuyo nombre me fue revelado pero sólo con la condición de que lo mantuviese absolutamente oculto, aún a mí mismo, pues cualquier invocación —por pequeña que fuera— hacía crecer sus poderes.

Esa singular entidad había adoptado la forma de una bestia feroz y sanguinaria. Cada cierto tiempo se presentaba y despedazaba a los integrantes de la tribu de una manera espantosa, sometiéndolos a un dolor y un terror indescriptibles, de tal manera que accedía a sus peores pensamientos y de allí se alimentaba. De esa forma continuaba creciendo y tornándose más bestial. Sólo cuando todo el mal que podía sacar de ellos se había cumplido, entonces el bien que había en sus corazones podía vencerlos. Los salvajes de ese pueblo, que eran quienes me habían capturado, se comportaban como animales y se permitían cualquier depravación. Habían resultado heridos por la bestia en anteriores incursiones, sin poder obtener la purificación de la muerte. Estaban cruelmente contaminados. Me salvaron la vida porque creyeron que era un emisario del abominable monstruo.

Todo el bien del que eran capaces no hacía que la bestia se extinguiera, apenas si la debilitaba temporalmente. Cuando esto ocurría el poderoso engendro se retiraba a sus fétidas moradas y sacaba nuevas energías de la putrefacción hasta que se tornaba lo suficientemente poderoso para volver. Existía únicamente una forma de vencerlo y sólo podía realizarla quien tuviera contacto con ambos mundos y conociera tanto el bien como el mal. Por ese motivo habían entrenado mis pensamientos, haciendo crecer mi energía. El tiempo del gran encuentro se acercaba. Entonces comencé a ser adiestrado en enfrentar el temor sin temerlo.

Un día se empezaron a escuchar alaridos entre el follaje de la selva y venía desde allí un olor nauseabundo que destruía por completo los troncos de los árboles. Las entrañas de los salvajes comenzaban a ser devoradas por el nauseabundo animal de la oscuridad. Los siete ancianos se presentaron ante mí y me dijeron que la hora era cumplida. Sólo yo podía realizar la gran tarea de destruir al poderoso hijo de lo fétido. Para ello debía concentrarme en el nombre secreto de la bestia y permaneciendo donde él vivía debía llenar ese recinto con toda la luz de los fuegos que yo había aprendido a generar haciendo el amor a una mujer. Al concentrarme en él mis pensamientos lo harían crecer, pero sólo lo que da vida puede quitarla.

Me dieron a beber un líquido amargo y de color verde. Tenía sabor a raíces. Me dijeron que poco a poco mi cuerpo se iría adormeciendo, pero que no me distrajera de mis tareas. Tras beber la espesa bebida comencé a sentir un sopor a la vez que comenzaba a deslizarme por un larguísimo túnel, como si viajara lejos de mi cuerpo. Mientras iba haciendo ese viaje, escuchaba a los ancianos que continuaban hablándome, explicándome lo que veía, guiándome, infundiéndome tranquilidad. Así los escuche repetir que sería el único que podría vencer al repugnante animal de la oscuridad. Pero toda gran proeza siempre está al borde de un gran fracaso. De no vencer, ellos serían devorados por la bestia y tal vez tardaran millones de años otros seres en regresar a este mundo a continuar con su tarea. Eso sin contar que el poder de este ser infame sería mayor que nunca, teniendo una puerta abierta para andar por este mundo tomando otras formas infames. Me dijeron que para vencerlo debía confiar en la luz que había desarrollado pues sólo yo poseía el nombre secreto dentro y su marca en la piel. Entonces las palabras comenzaron a llegarme de manera confusa, distorsionada, hasta que todo fue un silencio repleto de oscuridad y hedores insoportables.

Aquel sitio parecía oler a barro lleno de excrementos. Era la morada del peligroso animal. Podía sentir su pesado aliento entre esas miasmas. Pude ver su mirada y él vio la mía. Me sentí tan sereno y poderoso como una piedra. Poco a poco el brillo en mi interior iba creciendo. Sabía que así comenzaba mi victoria. Pude sentir su miedo. Todo dependía de mí, recordé que habían dicho los sabios. Recordé también que justo antes de entrar en la morada de tanta oscuridad, los sabios dijeron que tenía en mi piel la marca del animal. Recordé al hombre que originalmente llevaba el tatuaje. Entonces dudé y llegó hasta lo más profundo de mí un hedor aún más insoportable así como la fuerza caliente de la gran bestia. Fue como si de pronto yo flaqueara y me hubiera llenado de ese olor. Entonces sentí nuevamente el miedo. Ya no era el suyo, nunca lo había sido. Fue una treta de la que se valió para hacerme llegar hasta mi propio miedo. Me había dejado que lo creyera temeroso para que pensara en mi poder, para que mostrara en qué se basaba ese poder y así quedó al descubierto la pequeña grieta bajo todas las columnas de mi fortaleza. La duda dejó al descubierto mi temor de que quizá yo no era la persona indicada sino apenas un impostor. La bestia arrojó sobre mí un zarpazo furibundo. Sentí un dolor de una magnitud inaudita. Hubo un par de golpes más. Fue tan terrible que me vi devuelto a mi cuerpo.

Estaba en el suelo, tirado, inmóvil. Mi carne sangraba. Mis manos se encontraban deshechas, despedazadas y una pierna me había sido arrancada del lugar. No sentía dolor alguno. Supe que todo el miedo y el dolor me lo había devorado el maligno animal. Él había vencido. Pude ver, pude sentir, pude comprender —todo eso es ya una y la misma cosa para mí— que nadie en la aldea había sobrevivido. El lugar estaba devastado y lo poco que permanecía en pie fue cubierto de una tupida y malsana vegetación, como si hicieran miles de años que nadie habitaba ese lugar.

Escuché el insoportable rugido de la bestia. Mis pensamientos fueron hasta él y entré en los suyos. Me fue dado ver cómo había devorado a todo el pueblo. Sentí su descomunal cuerpo embistiendo contra las construcciones, derribándolas. Escuché el monstruoso sonido que hicieron los huesos entre sus colmillos, sus dientes que sólo despedazaban. Vi la violencia con la que aplastaba los cráneos, la violencia con la que partía hígados, pulmones, vientres. Entonces supe que no había sido mi poder el que me llevó hasta los terribles pensamientos de la bestia, sino que él me había convocado para que sintiera su gozo. Era su forma de disfrutar de mi osadía y mi torpeza.

No sé si yo realmente era un impostor o si acaso en verdad era el único que podía haber logrado vencer al gran triturador y la escabrosa forma en que obtuve mi tatuaje fue una manera en que el destino me colocó para hacer lo que debía hacer en esta vida. No lo sé y ya no tiene importancia. He fracasado. He dejado suelto y sin límite al gran depredador. Mis heridas no duelen. Tal vez por el brebaje que me dieron a beber, tal vez porque yo ya no sé cómo gobernar mi cuerpo. Sin embargo, siento un dolor peor, mucho más difícil de soportar y que no cesa. Estoy atrapado en mí, atrapado en la angustia de no estar ni vivo ni muerto. Escucho que la bestia ronda. Espero que por una vez mis pensamientos sean más hábiles que los suyos y pueda convencerlo de que al no matarme está cumpliendo el castigo que me dieron los señores de la luz por mi fracaso. Tal vez su odio hacia el bien, su deseo de no compartir el bien en lo más mínimo, lo fuerce a terminar de una buena vez la muerte que comenzó a sembrar en mí.


Gonzalo Hernández Sanjorge (Montevideo, 1968). Sociólogo, docente universitario, ha colaborado con diversas revistas de papel y electrónicas (poesía, cuento, teatro, música). Es co-editor de la revista Letras Perdidas. Este relato pertenece al libro inédito "Nunca confíes en los muertos".


Axxón 141 - Agosto de 2004
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Uruguay: Uruguayo).