PAISAJE PERDIDO

Sergio Gaut vel Hartman

Argentina

Percibió los cambios al despertar. Lo horrorizaban las pesadillas, pero más lo perturbaba despertar dentro de una. En cuanto puso los pies sobre el frío suelo de baldosas unos indicios concretos de ansiedad neurótica parecieron fluir de las paredes y del techo. Un sinuoso trazo de pintura fluorescente marcó el sentido que debía seguir la trama, inexorablemente, si no quería disolverse en la nada.

Daniel detectó un malestar en su pecho, algo malo, preocupante. No tenía nada que ver con lo que había tomado la noche anterior. Hizo una inspiración profunda e irregular y saltó de la cama. El aire frío y húmedo lo hizo estremecer. Miró a su alrededor. Debía concluir la faena antes de que echaran de menos a Ruslan y lo vinieran a buscar. Lo encontrarían en la bañera, rígido y azul, pero él estaba seguro de que no lo había matado. Recordaba perfectamente la cara de los verdaderos asesinos del agente checheno, aunque sólo los había visto entre sueños, drogado hasta las orejas como una interna del Moyano después de una crisis. ¿Cómo se habían enterado esas personas de su existencia, cómo lo habían involucrado en un hecho tan confuso? Él había sido precavido y nadie podría adivinar que el cuerpo de Ruslan yacía en... No. Eso era lo que había soñado. Apenas conocía al checheno y su muerte había sido un accidente desafortunado, no un asesinato. Pero traer el cuerpo a la casa sí que fue un error, definitivamente.

Recorrió todas las habitaciones en busca de la bolsa de amianto en la que había escondido las píldoras que le había dado Lila. No estaba debajo del calefactor, ni en el tarro de café. ¿Existían esas píldoras o también las había soñado? Necesitaba tomar algo que liberara su mente y le permitiera analizar en profundidad los extraños hechos en los que se había visto envuelto. Sabía que sonaba paranoico, pero no lograba determinar con exactitud de qué lado del abismo había quedado. Lo que suponía que eran los hechos que habían concluido con la muerte de Ruslan podían ser un sueño y formar parte, junto con sus movimientos actuales, de una compleja trama que lo mantenía sujeto, señalada por el trazo fluorescente que ondulaba en la pared del dormitorio. En cambio lo que había calificado de pesadilla tal vez fuera sólo una alucinación, producto de la ingestión de las píldoras que le había suministrado Lila. Quizá los asesinos profesionales que creía recordar, los que habían golpeado repetidas veces la puerta de su casa tratando de entrar para secuestrar a Ruslan, eran tan reales como usted o yo, auténticos agentes del CST, la agencia rusa dedicada a perseguir a los chechenos y cortar sus redes en el extranjero para sacarlos del juego. Ruslan, en ese caso, no sería una alucinación producida por la reboxina, sino un simple sueño. ¿Muy complicado?

Pero la bolsa de amianto estaba en el fondo del horno, por lo que Daniel supo que sólo le quedaban unos pocos minutos más de angustia antes de ingresar al mundo ficcional. Engulló la píldora rosada sin agua y casi de inmediato empezó a percibir el desvanecimiento del mundo real. Los muebles de la cocina, el refrigerador y las paredes se esfumaron, dejó de percibirlos y la raya fluorescente del dormitorio se borró. Se halló, como le ocurría siempre que ingería reboxina, en un páramo de áridas ondulaciones aplastadas por el cielo cubierto de nubes plomizas. Divisó la casa de Lila a medias oculta entre los abetos y descendió la colina pensando que lucía tan real como un paisaje de Sorsdahl. Desde cierta perspectiva no desconocía que se hallaba en su propia casa, hundido en el sillón de cuero raído, a merced de los tipos del CST, si decidían regresar para terminar la faena, aunque la alucinación proporcionada por la reboxina era tan consistente como cristal de roca. Alcanzó la puerta de la cabaña, pero Lila ya estaba esperándolo en el umbral, aferrada a la hoja y con una expresión de disgusto en el rostro.

—¿Desde cuándo para tener alucinaciones necesitás ingerir reboxina? —preguntó la mujer—. Tu vida ya es una continua alucinación sin tomar porquerías como ésa.

—No puedo evitar que me encuentren —dijo él, eludiendo la pregunta—. Pero puedo hacer que no me importe.

—Encontrarán al checheno en la bañera y te encerrarán en un manicomio. —El gesto de la mujer era de reprobación. Solía comportarse como una madre severa, a pesar de que tenían la misma edad y ella también era adicta a los estimulantes. Lila pintaba obsesivamente el paisaje del páramo sombrío en el que vivía. Construía las imágenes en pequeñas tablas de treinta centímetros de lado, pero sólo podía hacerlo cuando diluía anfetaminas en los sienas y tostados de su paleta.

—Durará sólo algunos minutos. ¿Por qué no pueden hacer que el efecto dure para siempre? —Daniel empujó suavemente a la mujer y entró en la cabaña. Un farol de queroseno era la única fuente de iluminación. Los muebles lucían tan mustios y apagados como los de él, en la ciudad. ¿Había recorrido toda esa distancia para averiguar si algo dicho o escrito se adecuaba a su visión del mundo? Segundo a segundo, la sensación de vacío que lo separaba de la mujer se iba haciendo mayor. Giró la cabeza para sermonearla, pero en el lugar de la pintora se había materializado Ruslan, el gigantesco checheno que, según todas las presunciones, trabajaba para los iraníes. ¿Cómo se había enredado con ese hombre? Y algo peor: ¿para qué?

Ruslan lanzó una risotada, como si fuese capaz de adivinarle los pensamientos. —¿Otra vez perdido en la niebla, Daniel? —dijo acentuando su ya marcado acento. Era el estereotipo del borrachín caucásico, sentimental y burlón. Odiaba a los rusos de un modo aberrante.

—Estabas muerto —dijo Daniel—. Te vi en la bañera. Rígido y frío.

—Estar vivo, estar muerto —respondió el checheno moviendo las manos como las aspas de un ventilador—. Eso es tan relativo cuando uno tiene algunos gramos de ribuxina circulando por los canales...

—Reboxina.

—Ribuxina, reboxina. Fenotiacina, estelacina, anfetaminas. Igual, todo lo que hacemos e ingerimos es relativo. —Ruslan cerró la puerta y se movió hacia un rincón de la cabaña. Regresó con un tablero bajo el brazo y una caja de madera entre las manos—. Juguemos una partida mientras esperamos. Es una droga más limpia.

—¿Qué esperamos? —Daniel se sentía aturdido. ¿Eso era todo lo que le iba a obsequiar la droga, una pasiva partida de ajedrez en la que las piezas danzarían por el tablero sin atenerse a las reglas establecidas del juego? ¿Se dejaría cazar pasivamente por los agentes de la CST?

Pero esta vez podría ser distinto. Si el checheno perdía el tiempo con la partida, era posible que hubiera otra salida. Ruslan era un tipo práctico y no haría algo por nada.

—Hay niveles; todo es cuestión de niveles. Si te grabas eso podrás avanzar en alguna dirección. En cambio si no grabas... —Ruslan empezó a acomodar las piezas y lo invitó a hacer lo mismo. Le había asignado las negras, aunque eso a Daniel lo tenía sin cuidado—. Si ponemos dos o más niveles entre nosotros y los que nos persiguen hasta es posible que logremos burlarlos.

—Nadie me persigue —dijo Daniel—. O eso creí hasta ahora. ¿Quien me persigue, me lo dirás?

—Cuando termine el efecto de lo que tomaste lo sabrás —dijo el checheno, usando un tono ominoso, aunque suficiente para penetrar la coraza de histeria de Daniel—. Apertura Bird —anunció moviendo el peón del alfil del rey—. Exótica. Extravagante como árbol lleno de pájaros mecánicos, ¿no te parece?

Daniel contestó sin pensar. No le importaba la partida. Sólo quería encontrar un final para sus padecimientos. Pero al mismo tiempo, con un sector independiente de su cerebro, estaba seguro de estar sufriendo los efectos de un espejismo. Alucinaciones, agentes y visitantes, y formas de vida sobrenaturales. De eso se trataba. Ese tipo no estaba realmente allí, y él realizaba los movimientos de ambos, como en la novela de Beckett. O mejor aún: no existían las piezas, ni la cabaña en el páramo, ni Lila. Las secuelas de la acción de la droga pasarían y quedaría la resaca, esa maldita alimaña que se alimenta de las neuronas. Incluso se sentía capaz de pensar que los de la CST habían instalado un artefacto encefálico detrás de un ladrillo falso en una de las paredes de su habitación, un disruptor que obligaba a su cerebro a creer que las visiones falsificadas de la realidad eran auténticas. Era eso, o un experimento, un maldito experimento para el que se había presentado como voluntario, por la razón más simple y prosaica: dinero. La mejor prueba era el trazo fluorescente que marcaba la dirección de la trama y había visto al despertar.

—Estoy esperando que hagas tu jugada —dijo Ruslan. La alucinación había desaparecido de su cerebro y la ficción de la partida había vuelto a ocupar su lugar—. Es imperioso que la hagas. Tenemos una remota posibilidad de configurar regímenes aparentemente aleatorios, desperdigando los pensamientos de nuestros perseguidores como si fueran murciélagos.

—¿Con el ajedrez? —balbuceó Daniel, incrédulo.

—Con el ajedrez —admitió el checheno. Hizo un gesto con la mano para que Daniel prestara atención al dibujo formado en el tablero y éste advirtió que había caído en la trampa. Sólo habían hecho cinco movimientos y estaba irremediablemente perdido. Para comprender el significado de los esquemas que se forman en el curso de una partida de ajedrez hay que ser matemático, no un simple encargado de reposición en un supermercado.

—Estoy perdido, ¿no?


Ilustración: Mauricio J. Schwarz

—¡En absoluto! —Ruslan tomó el caballo rey de Daniel y lo movió hasta dejarlo oblicuamente enfrentado a su propia dama—. Tomaste la droga para esto; estás capacitado para convertirte en lo que te guste ser, o en lo que necesites ser para zafar de tus enemigos. No es real, por supuesto, pero servirá para poner dos o tres realidades de distancia con ellos.

—¿No podrán alcanzarme? —Daniel pensó que las configuraciones de la materia debían tener limitaciones y reglas muy precisas, que sólo parecían inquebrantables por su propia ignorancia, no porque no tuvieran puntos débiles.

—Esta jugada —dijo Ruslan— ata a mi dama a la defensa del rey, por lo que abre el camino al ataque de tu alfil. ¡Adelante!

Daniel reflexionó acerca del modo en que el ruso jugaba por ambos, o que él jugaba por ambos, pero en cuanto observó con detenimiento la distribución de las figuras sobre el tablero, comprendió que había desaparecido de su ánimo el miedo expreso e irresistible que le inspiraban los agentes de la CST. Si alguna vez había pensado que estaba paranoico, era hora de que se despojara de esa estúpida noción. El mecanismo que desataba la paranoia psicótica era la aguda sensación de estar siendo observado. Pero en este presente y en este continuo era él quien estaba observando. Estaba atento y vigilante a los movimientos de las piezas de ajedrez. Tomó la torre de la dama con absoluta convicción y la colocó en la columna central, apuntando directamente al rey de Ruslan, que no había tomado la precaución de enrocarse y ahora no podía hacerlo.

—¿Esperabas esto, Ruslan? —Una sonrisa llena de sabiduría primitiva, que latía con vida residual, invisible, le abarcó toda la cara. Casi instantáneamente llegó la respuesta. La cabaña de Lila en el páramo había dejado su emplazamiento y había decantado hacia un paisaje más vívido que emergía, claro y diáfano, del profundo pozo que existe en la mente de cualquier ser humano, si se lo sabe iluminar y estimular adecuadamente.

Por supuesto, tal como había calculado, Ruslan, el tablero y las piezas desaparecieron. Había, sí, un caballete y una tela embastillada sobre él. El artista, Lila, tal vez, había trabajado los materiales con plena y absoluta confianza en sus recursos expresivos. La escena representaba a dos hombres jugando al ajedrez al aire libre, en un día de sol brillante. Uno de ellos parecía a punto de mover una pieza ante la mirada expectante y ansiosa del otro, de mayor edad. El que estaba a punto de efectuar el movimiento se hallaba sentado en la punta de la silla, inclinado hacia adelante; el otro sostenía una pipa de brezo en la comisura de los labios. Ambos revelaban la sana tensión del juego. Porque eso estaban haciendo: jugaban, sólo jugaban. No lucían agobiados por persecuciones ni aquejados por neurosis obsesivas. Posiblemente si se les nombraban estimulantes como la reboxina o alucinógenos como el CST fruncirían el ceño extrañados y tan vez ni siquiera sabrían de qué se les estaba hablando. Odió a Lila, quien lo había inducido a utilizar anfetaminas para obtener visiones aberrantes y peligrosas. ¡Cómo si él necesitara de esas experiencias para ser más eficaz o sexualmente más activo! Todo lo que percibía de la realidad podía anotarse sobre un pentagrama para transformarlo en una tibia melodía.

Entonces es cierto, pensó Daniel. He puesto una realidad entre la impostura original y esta nueva ficción que mi mente se empeña en considerar la realidad absoluta, porque es la que está viviendo en presente. Hasta ahora me había movido como una polilla desorientada, aleteando contra el cristal y viendo la luz de una borrosa promesa. Pero los vínculos que tenía con esa realidad eran muy limitados; no podía evitar que las corrientes y mareas de este continuo en particular lo arrastraran como si fuese una hoja.

Salió de la cabaña y se internó en el día diáfano y luminoso. Sabía que estaba contemplando una ficción, pero no le importó. En un claro, inermes ante la tibieza del día, los dos hombres del cuadro jugaban al ajedrez. Daniel se aproximó sin hacer ruido. El más anciano acababa de mover un peón y aguardaba expectante el movimiento del otro. Tomó la pipa de brezo, dio una larga chupada y descubrió que se había apagado. Sin demostrar contrariedad, golpeó suavemente el implemento contra un caño lateral del sillón en el que estaba sentado. Luego sacó tabaco de un paquete y tomó una pizca para introducirla en la cazoleta. La marca del tabaco llamó la atención de Daniel: Chech Special Taste. Le recordaba vagamente algo profundamente enterrado en su pasado. Y ese recuerdo lo puso en estado de alerta. No era suficiente con intercalar una realidad entre las peligrosas amenazas de los hombres de la CST, la insistencia de Lila por hacerle consumir píldoras de todos los colores y esos inocentes jugadores de ajedrez. Debía reconsiderar por completo la situación. Esperó a que el hombre más joven hiciera su jugada y evaluó la posición: era idéntica a la que había alucinado en presencia de Ruslan. No necesitaba esperar un sólo segundo más. Fingió tropezar y se precipitó sobre el tablero, desparramando las piezas. Era un método tan efectivo como cualquier otro de perpetuar la configuración. Cayó como una piedra al agua y lo envolvió la oscuridad.


Despertó en el sillón de cuero raído que había sido su refugio cada vez que creía oír pasos en el pasillo. En una época temblaba de miedo la mayor parte del tiempo. Pero al ser capaz de recordar los episodios de la cabaña en el páramo gris y luego en la realidad soleada, con los jugadores de ajedrez disfrutando de su partida en el parque, estaba seguro de que había logrado pasar a un nivel seguro, libre de contaminaciones y riesgos.

Se cercioró de que no hubiera cadáveres en la bañera ni píldoras de colores en sitios marcados por la memoria. No quería saber nada de Lila ni de sus métodos efectivos para liberar la mente. No quería bucear en las profundidades y tampoco observar los incidentes en los que se había involucrado como si fuera otra persona. Necesitaba tomar algo; abrió el refrigerador para obtener una cerveza y recibió un horroroso mordisco del caballo de ajedrez metálico que habitaba ese lugar. La casa no tardó de llenarse de torres y alfiles mecánicos que se propulsaban mediante sistemas autónomos, sin necesidad de ser vigilados por ningún operador humano. El sistema nervioso de los artefactos les permitía tomar decisiones de vida o muerte con tanta flexibilidad como el de un hombre.

Daniel supo que esta vez no era cuestión de píldoras o agentes de la CST: estaba perdido. Y estuvo más seguro aún cuando los indicios de ansiedad neurótica fluyeron de las paredes y el techo con la voz de Lila.

—Vamos, Daniel; es tu turno de jugar. ¿Qué estás esperando?

Pacientemente, Daniel acomodó las piezas y estudió la posición. No, no estaba perdido. En la configuración que se desprendía de la partida, la CST había desaparecido. También Ruslan y todo rastro de píldoras. En rigor a la verdad quedaban muy pocas piezas sobre el tablero. Era un final clásico, de damas, reyes y peones; la clase de final que él podía manejar perfectamente. Lograr tablas, moviendo su dama de un extremo al otro del tablero, evitando las entradas de la dama rival, era un juego de niños.

Lila apareció secándose las manos, como si hubiera estado cocinando o lavando platos. Era una persona perfectamente normal.

—Por un momento —dijo Daniel—, pensé que eras una construcción semántica o una simple alucinación inducida por las drogas, que nunca exististe más que en mi cabeza.

—¡Qué tontería! —dijo Lila sonriendo. Miró con atención la posición de las piezas en el tablero—. Huele a tablas —comentó.

—Creo que la puedo ganar —dijo Daniel.

—No es necesario —dijo Lila, repentinamente seria—. El experimento está terminando; cuando el efecto pase por completo ya no será necesaria la partida como inductor.

—¿Qué me dieron? ¿Reboxina?

—¿Reboxina? Eso no existe. Imaginaste una droga, la inventaste para llenar los huecos. No. Te dimos una droga experimental, CST-04.

—Ruslan nunca la nombró. Él dijo reboxina.

Lila sacudió la cabeza. —¿Realmente podés jugar a este juego? ¿Podés ganar o perder?

—Puedo intentarlo —respondió Daniel. Se levantó y salió al patio. Cruzó el parque en el que los dos ajedrecistas continuaban con su partida, ajenos al resto del mundo, y se puso a caminar con parsimonia, con las manos en los bolsillos, echando un vistazo al cielo nublado de vez en cuando, como si quisiera asegurarse de que no había un ojo vigilándolo, de que esa realidad era la original y que se sostendría firmemente, sin que otros acontecimientos desagradables volvieran a interferir—. Bueno —suspiró—, no hay mal que por bien no venga. Esta experiencia me ha dejado algunas enseñanzas. —Y reanudó la marcha, por primera vez en mucho tiempo tranquilo y confiado, seguro de que el universo físico no se vería afectado por ninguna anomalía peligrosa para su integridad o su cordura.



Sergio Gaut vel Hartman

Sergio Gaut vel HartmanSergio es un inquietísimo, brillante y absolutamente fuera de lo común personaje de la ciencia ficción argentina. Mucha gente suele recordar de él que hace unos cuantos años, al mandar una carta a una revista invitando a remover el avispero del fandom, creó la idea de lo que fue el Círculo Argentino de Ciencia-Ficción y Fantasía. Sin embargo, para ser famoso no necesita para nada esa anécdota. Es un escritor prolífico y excelente que no deja de superarse de texto a texto, a pesar de ese tremendo flujo a que nos ha acostumbrado. Es posible ampliar sus datos llegando hasta la Enciclopedia de la Ciencia Ficción, a través del link ubicado al inicio de este párrafo.




Axxón 142 - Septiembre de 2004