LA YEGUA DE LA NOCHE

Pilar Pedraza

España

Los médicos especialistas en enfermedades del espíritu señalaron siempre esta región como un auténtico vivero de casos extraños y a menudo horribles. Los psiquiatras, poco versados en los misterios del alma humana, a menudo habían diagnosticado histeria y enviado a mujeres y niñas al manicomio, y antes que ellos, la Iglesia no dejaba de mandar a la hoguera a alguna de vez en cuando para borrar el mal con el fuego purificador. Se equivocaban todos.

Lo que ocurría allí no era del dominio de la filosofía, de la ciencia ni de la religión. Si bien los monstruos abundaban, más o menos escondidos, disimulados, incluso esmeradamente educados para agradar, predominaba la gente normal. Y cuando la gente normal predomina, hay que temer lo peor. Al monstruo se le ve venir, mientras que es difícil protegerse del rebaño de lobos cubiertos con pieles de cordero. En el hospital, que suele reflejar la comunidad como un espejo, había de todo: tuberculosos, parturientas, accidentados, intoxicados. Estaban a la vista, en la inocencia institucional y uniformada de las camas estrechas, los medicamentos, algunas flores en las mesillas de noche y enjambres de parientes parlanchines, cada uno alrededor de su enfermo como los cuervos alrededor de la carroña. Como en cualquiera de estos establecimientos, había un ala triste.

El ala triste se hallaba separada del resto por una puerta de barrotes de acero como las de las prisiones. La atendían monjas de la orden de las Llagas, de la familia capuchina, a las órdenes de un doctor algo pariente de Hesselius, llamado Preben Lendorf, que había consagrado su vida a la medicina metafísica y tenía remedios para casi cualquier mal, desde la pérdida de la sombra hasta las visitas de los íncubos. Administraba las enseñanzas de Swedenborg de modo práctico, como quien saca muelas con instrumentos celestes. Eso es lo que más me atrajo de él cuando le conocí. Era un hombre jovial de orejas encarnadas y velludas como un sátiro, tan amante del cuerpo y de las cosas materiales que al principio extrañaba su dedicación a la cura de los males del alma. Me mostró algunas de las salas del ala triste, donde me hizo ver con detalle a un niño con dos cabezas perfectamente vivo y sano, y a una niña loba a la que estaban injertando piel de cerdo arrancándole previamente la suya.

En la taberna del Unicornio, que ostentaba sobre la puerta como enseña, o jeroglífico de su nombre, una silueta recortada en latón de este animal fabuloso, Lendorf me contó, envuelto en la neblina de su pipa y ante unas jarras de cerveza, la siguiente historia.

—En nuestros tiempos no hay casi nadie dispuesto a creer estas cosas, ni siquiera los folkloristas como usted, que por otra parte ya no abundan. Yo al menos creía que esa rama de las humanidades se había extinguido, y perdóneme si le digo que, francamente, no lo deploraba, porque es disciplina que rebosa de disparates.

—Tiene usted razón —dije yo—, la mayoría de los flokloristas han sido y son unos charlatanes con vagas nociones de lenguas y un batiburrillo metodológico en el que antes se mezclaban el psicoanálisis y la mitología, y ahora la semiótica y el psicoanálisis. En cuanto a mí, soy la heterodoxia personificada. Le aseguro que no voy a tergiversar lo que me cuente buscando etimologías de cada una de sus palabras y poniendo a pie de página citas de santos varones sin venir a cuento. De todos modos, le ruego que olvide mi profesión y me refiera ese caso de hombre a hombre. Me muero por oírlo.

—Habrá visto usted que por aquí las tierras son malas. Una capa de suelo negro y arcilloso cubre la dura piedra que hay debajo impidiendo que los cultivos arraiguen y prosperen. En algunas partes sólo pueden medrar malas hierbas, en los lugares resguardados hierbas medicinales de muy buena calidad y especias, y hay algunas manchas de flor que, de ser mayores, aprovecharían para la perfumería, pero cuyo raquitismo las hace inútiles. Los alimentos son mezquinos e insípidos; las frutas, picadas, pequeñas y agrias. En cuanto caen cuatro gotas, los caminos se vuelven impracticables. Parece mentira que en nuestra época ocurra esto todavía, pero lo cierto es que para ir de unos sitios a otros el mejor medio de locomoción sigue siendo una buena bestia. La gente tiene mulos y algún caballejo; nada con ruedas puede meterse en estos barrizales. Yo mismo todavía visito algunas granjas a caballo. Espero que mi Bengalí aguante hasta mi jubilación, porque no sé si sería capaz de acostumbrarme a una cabalgadura nueva. Bengalí y yo somos como un centauro viejo que recorre su camino sin prisas, pero llegamos siempre a tiempo de atender a un parto diabólico o de impedir que un campesino se cuelgue en el granero porque se cree perseguido por una dama blanca.

—Usted ha entrado al pueblo —continuó el doctor Lendorf tras beber un largo trago— por el camino que sale a la carretera principal bordeado de grandes olmos. A unos cinco kilómetros antes habrá visto un caserío en una loma, dominado por un castillo pequeño y mezquino.

—Sí. Me ha llamado la atención precisamente el castillo. Juraría que he visto ropa tendida. Parece habitado.

—Lo está. Lo compró hace años un hombre de aquí, que empezó siendo aprendiz de carpintero en la aldea y ha acabado fabricando ataúdes en tal escala que los exporta sobre todo a los países en guerra. Con la Guerra del Golfo se hizo rico. Lo que voy a contarle es anterior, de cuando vivía en él la familia cuyos antepasados lo construyeron. A las alturas de mi relato ya estaban todos algo tocados del ala a causa de las uniones consanguíneas. Bueno, en realidad nunca fueron gente muy sana. Había varios familiares chiflados viviendo bajo ese techo, entre ellos la hija del mayorazgo, una chica fuerte como un toro, activa y peligrosa, a la que se aplicaban el erróneo tratamiento de tenerla encerrada en lugar de permitir que se desahogara por los paramos que rodean la propiedad, que siempre me han recordado los de Cumbres Borrascosas. Esas personas, si no se deja que desahoguen sus ímpetus, pueden experimentar mutaciones y alteraciones muy graves. De hecho, yo mismo estoy tratando en el hospital a una joven con fuego en el cuerpo que...

—Dijo usted antes algo sobre los caballos —le interrumpí, temiendo que se apartara demasiado de lo que me interesaba, que era lo que pudiera decirme sobre el castillo y sus habitantes.

—A eso voy. En la aldea que se extiende a las faldas del castillo había una bodega, taberna y mesón donde paraba la diligencia que recorre toda esta canal hasta Visborg. El mesonero, hombre miserable y avaro, tenía siete hijos, uno de los cuales, no sé si el mayor, era aficionado a la caza. Se veía obligado a ir en una mala mula o en el burro de su padre y eso le mortificaba, pues había leído mucho, o más bien muchas veces los cuatro libros que había en la posada, y sabía que lo noble y bello era montar un caballo, y que el borrico era cosa de rústicos y patanes. Una noche que se quedó en el monte vio a la luz de la luna un caballo suelto y sin arreos, blanco nacarado bajo los rayos de la luna, la larga crin al viento, como el que poblaba algunos cuadros del mesón, entre ellos uno que colgaba sobre la cabecera de la cama de la alcoba reservada a la gente principal. Corría de un lado para otro, se paraba venteando como si notara su presencia, y dicen que dijo que cuando le miró le pareció que no había nada más hermoso y noble en el mundo que aquel animal. Quiso acercarse, pero el caballo emprendió el galope y se perdió entre las sombras.

En las fiestas de primavera el castellano abría las puertas a toda la aldea y se celebraba una fiesta. El joven del mesón acudió. Mientras bebía con unos amigos debajo de una pérgola de madreselvas en torno a una mesa de piedra, vio pasar como una exhalación una forma blanca que parecía encogida como si no deseara ser vista. Se levantó y la siguió. Era una joven bien vestida pero de aspecto salvaje, que le miró a los ojos. Tan hermosa como los animales que le gustaba perseguir por el monte y que a veces dejaba escapar porque le daba pena matarlos. Debía ser la hija del señor y no se atrevió a ir más allá en pos de ella. Era un joven sensato que no quería problemas, en lo cual había salido a su padre.


Ilustró: Mauricio J. Schwarz

Luego, una noche su hermano pequeño, que dormía con él, se levantó para hacer una necesidad en el corral. Entonces vio condensarse una neblina en el centro de la alcoba y de pronto un cuello engarabitado y con los ojos desorbitados de un caballo blanco penetró por la cortina que separaba el lecho y relinchó larga y terriblemente como si no fuera a parar nunca. El, agarrado a las sábanas y al colchón, asistió aterrado a la salida del caballo desde detrás de la cortina, y le vio y sintió cerca de sí, tan cerca que podía oler su olor de bestia y oír sus cascos en las baldosas del suelo. La puerta se abrió. Entró el hermanito y la visión se desvaneció.

El niño enfermó y murió. Ahora tenía el cuarto para él solo. Una noche volvió el caballo. Pero esta vez no le cogió desprevenido. Cuando en animal se acercó, puso los cascos delanteros a ambos lados de su cabeza sobre la almohada, y subió a la cama casi hundiéndola con las patas traseras a ambos lados de sus piernas, se escurrió del abrazo casi mortal de la bestia y, montando en ella, salió y fue a casa de un tío suyo que era herrador y le pidió que la herrara. Por cierto, era una yegua. El herrador lo hizo de buena gana a pesar del lo intempestivo de la hora, pues se alegraba de que el joven tuviera por fin un caballo y sobre todo porque veía algo raro en el lance y era un herrero fantasioso y amante de todo lo surrealista.

La hermosa yegua blanca, herrada, volvió con el joven a casa de éste y fue acomodada en la cuadra junto a mulos y borricos, a en espera de algo mejor. Pero a la mañana siguiente no estaba. Y dicen que en el castillo reinaba una gran consternación, porque la hija amaneció gritando como una loca y cuando fueron a atenderla vieron horrorizados que tenía herradas las palmas de las manos y las plantas de los pies. Con auténticas herraduras, clavadas con gruesos y largos clavos.

—¿Usted atendió ese caso? —pregunté sintiendo un escalofrío.

—No, no. Ya le he dicho que fue hace mucho tiempo. Pero es verídico y relativamente frecuente. He conocido personalmente otros parecidos de mujeres-yegua que han muerto a consecuencia de las herraduras.



PILAR PEDRAZA

Pilar Pedraza nació en Toledo en 1951. Se doctoró en Historia y trabajó de profesora de Historia del Arte en la Universidad de Valencia. Colabora en diversas revistas científicas y literarias y es traductora. En la actualidad combina la actividad docente con la literaria. Entre sus obras se destacan: Las joyas de la serpiente, 1984, novela. Necrópolis, 1985, cuentos. La fase del rubí, 1987, novela. La pequeña pasión, 1990, novela. Las novias inmóviles, 1994, novela. Paisaje con reptiles, 1996, novela. Piel de sátiro, 1998, novela. Arcano trece, 2000, cuentos.


Axxón 143 - Octubre de 2004